Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

Archivo de noviembre, 2008

Cuánto me quieren cuando no estoy

Si me alejo de ellos, aunque sólo sea un par de días, me llaman a menudo, me mandan mensajes cariñosos llenos de «tq» y «tqm»y parece que de verdad me quisieran más que nunca. Pero a los diez minutos de volver a casa, una vez que han visto si les he traído algo o no, todo eso pasa a la historia y ya no tienen tiempo para mi ni para que les cuente nada.

Esta vez ni siquiera les he visto. Han pasado el fin de semana con su padre y no vuelven a casa hasta mañana. Pero el proceso ha sido el mismo: cuando he llamado para decirles que ya estaba de vuelta han perdido todo el interés por verme que habían tenido hasta media tarde, cuando aún me echaban de menos.

Siempre ocurre lo mismo: vuelvo con ganas de verles, darles mil besos y abrazarles -lo mismo que se supone que quieren hacer ellos- pero llego a casa y se escapan rápidamente a hacer cualquier cosa. Uno dice que tiene que estudiar, o darse una ducha o hablar con un amigo de algo urgente mientras el otro se enfrasca en un videojuego o en la tele.

¿Y yo? Yo me convierto de repente en una pesada que intenta contarles un rollo sobre el viaje. Esas mismas cosas por lo que preguntaban con insistencia cuando no estaba a su lado y que han dejado de interesarles completamente.

Hoy la excusa para no verme ha sido el frío: «Es que se está tan bien en casa… ¿Nos vemos mañana mejor?». Pero si no hubiera hecho frío hubieran encontrado cualquier otra, estoy segura. Debe ser ley de vida, creo que ya no les toca mostrarse cariñosos hasta mi próxima escapada.

Encantados con su imagen, ¿y qué?

Acabo de leer una noticia que asegura que siete de cada diez adolescentes no estan conformes con su aspecto físico. En el anterior post ya conté que mi hijo pequeño tenía últimamente el ego por las nubes. Él se encuentra guapísimo, con un cuerpo perfecto… vamos, que está encantado consigo mismo.

Pero no es el único: mi otro hijo también está feliz con su aspecto. Y a ninguno de los dos les preocupa lo más mínimo cualquiera de esos pequeños defectos físicos que para otros adolescentes se convierten en un grave complejo.

Unicamente una cosa, que yo recuerde, les ha hecho preocuparse por su aspecto a lo largo de su vida: el acné, pero ni siquiera eso ha conseguido deprimirles ni arruinarles una cita o una tarde con los amigos.

Tal vez exageren un poco cuando hablan de su aspecto, no digo que no, pero no me parece una mala postura. Sinceramente prefiero esas fantasmadas sobre lo guapos que son, el cuerpazo que tienen o el éxito que tienen entre las chicas a una actitud derrotista o acomplejada. Por eso me ha sorprendido el tono de algunos comentarios a mi último post, con insultos incluidos.

Remando pibas

«¿Que si ligo? yo voy remando pibas por la calle», «¿A que soy tu hijo más guapo?», «Mamá, has visto qué bien me queda esta chupa, estoy que lo parto». Son algunas de las frases que le escuché ayer a mi hijo pequeño mientras le compraba ropa.

No estábamos solos, nos acompañaba una amiga suya y una prima algo mayor que él, y supongo que al encontrarse entre ellas, que no dejaban de decirle lo bien que le sentaba esto y aquello, le dio por ponerse en ese plan, parecía que tenía el ego por las nubes.

Cualquier excusa era buena para soltar una nueva fantasmada. En cuanto la dependienta que nos atendía se dio la vuelta para preguntarle al encargado si podía quitarle el jersey a un maniquí él empezó a decir que «la tenía rota» y que estaba seguro de que iba a conseguir ese jersey. Así que, en cuanto ella volvió con la respuesta afirmativa, él comenzó a hacer gestos alardeando de su presunta habilidad.

Ya he contado alguna vez que con público se crece. Y, claro, en presencia de dos chicas que le reían las gracias estaba imparable. Ya sé que estas fantasmadas son propias de la edad, y que a veces me hacen gracia, pero otras me agota.

Conducir sin carné


El 31% de los adolescentes reconoce que ha conducido sin el carné obligatorio. Además, un 20% dice que también han cometido infracciones como excesos de velocidad, saltarse semáforos o stops y conducir sin casco.

La información, publicada recientemente en 20minutos, se basa en un estudio realizado por investigadores de la Universitat de València entre 1.173 estudiantes de cuarto de ESO y segundo de bachillerato.

Los chavales consideran «poco probable» ser pillados infringiendo las normas de tráfico. Quizá sea ese uno de los motivos por los que cometan esas infracciones. Además, muchos de ellos no tienen nada claro qué consecuencias penales podría tener su conducta, especialmente si superan la velocidad permitida o conducen bajo los efectos del alcohol.

Si uno de cada tres adolescentes han conducido sin carné y además, según el estudio, «las mujeres son más prudentes y cometen menos ilegalidades que los hombres», supongo que lo habrá hecho al menos uno de mis dos hijos. ¿O tal vez los dos?

Cada vez que leo una estadística sobre conductas temerarias de los chavales -tanto da que se hable de conducir un coche sin carné o una moto sin casco (como en la imagen de arriba, de la película 7 vírgenes) como de consumo de alcohol, marihuana o cocaína- me da por traducir las cifras a mi casa.

No se trata de estar todo el día pendiente de lo que puedan hacer cuando yo no estoy delante, sino simplemente de que la ingenuidad no me pueda otra vez.

‘Pipas’, ‘tolais’, ‘lentejas’ y otras lindezas de su vocabulario

De vez en cuando tengo que interrumpir a mis hijos para que me aclaren algún término de los que utilizan al hablar. Ya aprendí hace tiempo que el bule es el bus, que estar empanao viene a ser como estar en babia y que al más despistado del grupo todos le llaman tolai o pipa (ésta última denominación tiene un carácter más peyorativo).

Hace poco advertí que ya no hablan de «tías buenas». No, ahora están «frescas» o «fresquísimas». Y tal como tienen las hormonas de revueltas es algo que no dejan de repetir.

Esta tarde he aprendido un nuevo significado de la palabra lentejas. «Esos son unos lentejas», ha dicho mi hijo mientras hablaba de unos chavales a los que conoció el otro día. «A ver, ¿y a qué llamas tú lentejas?», he preguntado yo. La respuesta ha sido una larga retahíla de sinónimos: «Pues tolais, tontos, empanaos, paraditos, lentos, lentejas».

He tenido que pararle para que se diera cuenta de que ya había comprendido a qué se refería, porque él más que paradito estaba lanzado. Después me ha explicado que «eso es lo peor que te pueden llamar en la vida» y que el término se utiliza mucho en Argentina -tiene un amigo de allí- .

Lo he buscado en Internet y he visto que se utiliza en muchos países latinoamericanos y que no sólo lo emplean los jóvenes, ya que incluso se habla de un sindrome lenteja para referirse a los jubilados que hacen las cosas lentamente.

¿Y tú? ¿conocías este significado de la palabra lentejas?

¿Puedes decidir sobre tu muerte a los 13 años?

Una adolescente británica, de 13 años y aquejada de leucemia desde los 5, rechaza el trasplante de corazón al que le obligaban a someterse las autoridades sanitarias. Corría riesgo de morir durante la intervención quirúrgica y asegura que «quiere ir a casa y no pasar por más tratamientos». Tanto ella como su familia reclaman el derecho a una muerte digna.

Hannah Jones sufre una lesión cardíaca, derivada de un tratamiento contra la leucemia, que impide que su corazón funcione con normalidad y que le ha generado innumerables sufrimientos durante los últimos años. Ella se niega a someterse al trasplante. Las autoridades sanitarias lllegaron a amenazar a los padres, que apoyan la decisión de su hija, con quitarles la custodia. Finalmente, Hannah ha conseguido convencer a la Justicia británica que, de momento, no va a adoptar ninguna medida legal contra la familia.

El asunto pone sobre la mesa un montón de preguntas. No se trata sólo del eterno debate sobre la eutanasia, del derecho a morir dignamente, sino el de la capacidad de decisión de una chica de 13 años sobre cuestiones vitales. Es el primer caso que conozco de un menor que reclama su derecho a morir y, si para cualquier otra decisión de menor envergadura -desde hacerse un piercing o un tatuaje hasta escoger el centro de estudios- es necesaria la aprobación de los padres, supongo que en casos como este las leyes -sean británicas o de cualquier otro país- deben cumplir ese principio a rajatabla.

¿Quién decide qué se hace en un caso así? ¿una chica de 13 años que lleva casi toda su vida sufriendo? ¿unos padres que, a todos los efectos, son sus responsables legales, que están de acuerdo con ella y que entienden perfectamente su dolor y su estado de ánimo? ¿los médicos que la tratan y que tienen la obligación moral de salvar su vida por todos los medios posibles? ¿o unas autoridades sanitarias o judiciales que están obligadas a aplicar estrictamente la ley?

«No me ralles»

Estoy harta de la dichosa frasecita. Si digo algo que no le gusta escuchar, ya sé la respuesta: «No me ralles». No importa si le digo que su cuarto está hecho una leonera, que no ha bajado la basura, que llega tarde o que está jugando a un videojuegos cuando debía estar estudiando. A veces parece que su vocabulario se haya reducido a esas tres palabras. Y lo peor no es la frase en sí sino el gesto de desprecio con que la acompaña o el portazo con el que remata la faena. Y lo peor es que lo dice como si con ella pusiera punto y final a cualquier bronca. Aunque sabe perfectamente que eso no es así.

Hablo de mi hijo pequeño. El mayor, que también utilizaba a menudo esa frase, razona bastante más cuando se enfada y ya sabe que así no va a conseguir zanjar ninguna conversación. Lo cierto es que a base de repetirla han conseguido que me venga a la cabeza en determinadas conversaciones. En los últimos días les he respondido a menudo con su propia medicina. Si uno me dice que no le gustan los garbanzos que he preparado le respondo: «No me ralles»; si el otro asegura que mis zapatillas nuevas son para jugar fútbol sala y no para ir a la calle vuelvo a decir «No me ralles». Todo lo que creen que he hecho mal tiene la misma respuesta. Y creo que la táctica ha funcionado: desde que soy yo quien repite la frase no he vuelto a escuchársela a ellos.

Cuatro años sin ver a una hija a la que no verá nunca más


Manuel, que desde que se había separado de su ex mujer, hace cuatro años, no veía ni a Maores ni a su otro hijo, se fue directamente al cementerio.

Ha asegurado que ahora se «arrepiente de no haber visto a su hija en este tiempo y no haberle dado todo el cariño». A pesar de todo, ha puntualizado que si no se reunió con sus hijos durante este tiempo «no fue porque no me dejaran verlos. Fue por las circunstancias».

Maores es la chica de 14 años que murió degollada y apaleada en Ripollet por colgar en Internet un vídeo en el que se besaba con su presunto asesino, Sergio, de 15 años.

El caso ya era lo suficientemente estremecedor por si solo, pero las declaraciones del padre me han dejado helada. ¿Cómo puede pasar un padre cuatro años sin ver a sus dos hijos? ¿y reaparecer ahora en escena para pedir en el programa de Ana Rosa (Telecinco) que los asesinos de su hija pasen toda la vida en la cárcel? Cuando la vio por última vez Maore sólo tenía 10 años.

Es evidente que la presencia del padre no hubiera podido evitar el terrible final que le esperaba a su hija. Seguramente él se habrá dado cuenta ahora de su terrible equivocación durante estos años. No importa que trabajase de pastor a muchos kilómetros del domilicio de sus hijos, ni que sólo cobre 600 euros al mes. Eso no justifica nada. Si hubiera querido ir a verlos, habría ido. Pero ha preferido estar ausente. Ahora que no venga con cuentos en las televisiones.

Estudiar en voz alta, paseando y con música de fondo


_Es que a mí me gusta estudiar aquí.

_No digas tonterías, ¿cómo vas a estudiar en esa mesa tan pequeña y rodeado de trastos de cocina? Anda, vete a tu cuarto.

_Que sí, que yo me concentro. No te preocupes, mamá.

_Pues sí me preocupo. Además, no nos dejas hacer nada aquí a los demás. Es hora de preparar la cena.

Conversaciones como esta se repiten a menudo en mi casa. A mi hijos les ha dado por estudiar cada día en un sitio: en la mesa de la cocina, en la del salón o, incluso, en el cuarto de baño. Les da igual que esté la tele en marcha, que haya alguien cocinando o escuchando música. Aseguran que son capaces de concentrarse pase lo que pase a su alrededor.

Les he explicado mil veces que lo normal es sentarse siempre en la misma mesa, donde tienen a mano todo lo que necesitan, además de silencio y la tranquilidad de que nadie va a molestarles. Pero parece que así se aburren. No aguantan ni diez minutos en su mesa y salen buscando ruido y actividad para seguir estudiando.

Ya me había acostumbrado a escuchar a uno de ellos recitando sus temas en voz alta en cualquier lugar de la casa, pero lo último es hacerlo dando paseos, de un lado a otro del pasillo, del salón a la cocina y viceversa. Y cuando coinciden los dos y sus temazos favoritos de fondo la situación se convierte en un caos, dentro del cual aseguran poder concentrarse.

Lo más curioso de todo es que si les preguntas algo de lo que están estudiando se lo saben, y lo cierto es que cuando llegan los exámenes aprueban las asignaturas. Y, claro, así no hay quien rebata sus métodos de estudio.

Violada y lapidada a los 14 años

¿Puede haber algo peor que ser violada por tres tíos a los 14 años? La pregunta se la hacía hace un rato una amiga de mis hijos que ha cenado en casa. Ha surgido a raíz de un reportaje televisivo sobre la lapidación de Asha Ibrahim, la chica somalí de 14 años que murió hace una semana lapidada por orden de un tribunal islámico.

_Pero allí lapidaron a otra mujer hace poco, ¿no?, ha preguntado mi hijo pequeño.

_No, era esta misma chica, lo que ocurre es que al principio dijeron que era mayor, le ha aclarado su amiga.

A mi también me cuesta creer que haya algo peor que una violación múltiple, pero la realidad se empeña en demostrar que sí, que el horror no tiene límites para unos pocos descerebrados. Y que una joven violada puede pasar de víctima a acusada de adulterio para terminar lapidada en la plaza pública, en Somalia o en Afganistán.

La corta vida de Asha es una muestra de esa disparatada realidad que se vive en algunos países, a unas pocas horas de avión de aquí.

Ni era una mujer, ni tenía 24 años, ni era una adúltera. Si hay un país en el mundo en el que lo malo se convierte en peor, ése es y desde hace décadas, Somalia. Y la historia de Asha Ibrahim Dhuhulow, la supuesta mujer de 24 años lapidada en público el pasado lunes en la ciudad portuaria de Kismayo, es sólo un reflejo. Porque no era mujer, sino casi niña. Asha no tenía 24, sino 14 años. No había cometido adulterio. Había sido violada por tres hombres del clan más poderoso de la ciudad.

Así arranca el reportaje que El País ha publicado sobre la lapidación de Asha, a la que inicialmente calificaron como «una mujer de 24 años, prostituta, bígama y adúltera».

_¿Así que allí si le pones los tochos a alguien te lapidan, no?, ha preguntado mi hijo al final de la conversación.

_Bueno, si eres hombre no pasa nada, puedes hasta violar. El problema lo tendríamos tu madre o yo, ha sentenciado su amiga