Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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¿Cómo podías vivir sin móvil?

«No sé cómo podíais vivir sin móvil», dice de repente mi hijo durante una conversación con un grupo de amigos míos.

-Pues vivíamos sin móvil, sin Play, sin ordenador e, incluso, sin tele en color, aunque te parezca mentira, le explica uno.

-¡Venga, ya! No flipes, responde él.

-Lo digo en serio. Tendría más o menos tu edad cuando llegó a casa la primera tele en color.

-Poco antes de que tu nacieras sólo había dos cadenas de televisión, y en mi pueblo sólo veíamos una, interviene otra amiga.

Ésta vez tuve ayuda, pero a veces me siento absolutamente incomprendida, me miran como si acabara de salir de la caverna mientras les explico cosas que a cualquier adulto nos parece que pasaron anteayer. Lo cierto es que muchas de ellas ocurrieron hace ya 15 o 20 años o, lo que es lo mismo, toda su vida. Una vida que ellos han pasado rodeados de aparatos que en mi infancia ni siquiera existían.

Todavía me acuerdo del día en que el mayor, con 8 o 9 años, me preguntó dónde estaban las teclas de un teléfono de rueda con el que no sabía cómo marcar. Aunque no les ocurre sólo con la tecnología. Un buen día te preguntan quién era Naranjito, o si es cierto que Enrique Iglesias es hijo de «un cantante» (del que ni siquiera sabían el nombre), y otro te sorprenden preguntando cómo hacíamos los trabajos de clase antes de que existiera el rincón del vago o cómo nos bajábamos la música antes de que hubiera Mp3. Lo entendieron antes de que llegara este anuncio de Coca-Cola que recuerda aquellos tiempos, con sus cintas de casete incluidas.

La lista es larga. Todos los avances de los ochenta y noventa a ellos les parecen cosa de la prehistoria y me hacen sentir como una abuela contando batallitas.

Ahora que lo pienso, parece que fue ayer cuando me daba vergüenza ir hablando por la calle, y ahora creo que no podría vivir sin móvil.

Tengo la agenda llena

Memoria completa. Eso me ha dicho el móvil cuando he intentado grabar un nuevo número en la agenda. Tengo la agenda llena, no puede ser, no tengo tantos amigos, ¿será el móvil que empieza a fallar? ¿O realmente he llenado este aparato de decenas de teléfonos? Empezando por la A y terminando por la Z compruebo que tengo montones de números que realmente no son míos, sino de mis hijos. Más de la mitad de la agenda. Un montón de móviles de sus amigos, los teléfonos fijos de esos mismos amigos, móviles de madres y padres de esos amigos, de un amigo o un hermano de uno de esos amigos…

¿Por qué tengo todos esos números? Porque continuamente recibo llamadas perdidas de mis hijos desde cualquier teléfono desconocido. «Estoy sin batería», «Me he dejado el móvil en casa»… me explican cuando devuelvo la llamada a sus dos perdidas, la señal pactada para saber que son ellos sin que les cueste dinero a sus amigos. Así que, poco a poco, he ido grabando todos esos teléfonos.

Muchas veces, cuando no localizaba a alguno de los dos, he agradecido tener esa amplia agenda para terminar encontrándolos en una u otra casa, o en la puerta del instituto con los colegas. Igual que algunos padres y madres han localizado a sus hijos llamando a mi móvil. A algunos ni les he visto la cara pero ya parecemos viejos amigos: ¿Qué tal? ¿está por allí mi hijo? y a continuación una petición de que lo mande para su casa. Después, cada mochuelo a su olivo y fin de la historia… fin temporal, claro, porque la historia se suele repetir cada pocas semanas.

Así que no me atrevo a borrar ninguno de esos números. Voy a ver si paso a una agenda tradicional a algunos de mis viejos amigos, a estos otros no puedo ni quiero perderlos de vista.

Hoy no ha ido a clase

– Su hijo no ha venido hoy a clase, dice una voz al otro lado del teléfono.

– ¿Cóoomo?, pregunto yo, entre alarmada y sorprendida.

– Que no ha venido, repite la voz muy despacio para darme tiempo a reaccionar.

– No puede ser, se ha ido de casa por la mañana a la hora de siempre. No entiendo nada.

– Hace un rato le he visto en la calle y me ha dicho que se encontraba mal y que se había quedado en casa…

Me he quedado helada después de esta conversación. Es la primera vez que hace algo así, y ha ocurrido sólo un día después de levantarle un castigo de tres semanas por su mal comportamiento en clase (ya os hablé aquí de eso).

Inmediatamente le he llamado al móvil. Pero no lo ha cogido, claro. He tenido que llamar a uno de sus amigos para encontrarle. Estaban viendo un partido entre alumnos y profesores.

– Me encontraba mal y me he quedado en casa de papá, me ha soltado mientras intentaba poner la voz más débil del mundo entre el griterío de fondo del partido.

– Ah, claro, y te has empezado a encontrar mal de camino al cole, ¿no? Venga ya, eso no cuela. ¿Por eso no me has avisado en todo el día y estás ahora allí con los amigos? ¿No será que como tu padre tampoco estaba en casa nos la quieres jugar a los dos?, es lo único que he acertado a decir con voz calmada antes de mandarle a gritos para casa.

Así es la vida con un adolescente. Una de cal y otra de arena. Si ayer mismo parecía haber cambiado su comportamiento, hoy lo ha vuelto a poner del revés