Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Padres e hijos incomunicados

Una mujer de unos 48-50 años y su hija de 15 o 16 comen juntas en un restaurante. Tal vez sería más correcto decir que comen una frente a la otra. No se dirigen apenas la palabra en toda la comida. La madre pasa todo el tiempo pendiente de su teléfono móvil. Primero contesta una llamada, después hace otra y a continuación escribe y recibe varios mensajes.

La hija reclama su atención con miradas, parece triste y aburrida, pero su madre no parece advertirlo, está demasiado ocupada con el móvil. Ya en los postres, la hija también saca del bolso su teléfono y empieza a jugar con él hasta que llega la hora de pedir la cuenta y ambas salen del restaurante.

Un hombre de unos 55 años, vestido con traje negro y corbata, y su hijo de 16-17 esperan en una parada de autobús. El chaval lleva cresta, tres pendientes en la oreja derecha y unos vaqueros tan caídos que además del calzoncillo casi se le ve la pierna. Está fumando mientras oye la bronca que le dirige su padre. Es el único que habla: no le gusta el aspecto del joven, ni sus pantalones sucios y raídos, ni las manchas que luce en su camiseta, ni las mugrientas zapatillas con las suelas despegadas.

Pero su hijo ni se inmuta. Sigue fumando como si oyera llover, tiene la mirada perdida en el horizonte y no dice una sola palabra. Al menos durante los diez minutos que tardó en llegar mi autobús.

He visto estas dos escenas con muy pocos días de diferencia, aunque en dos países diferentes. Creía que el problema de la incomunicación entre padres e hijos no era tan grave ¿Se estará generalizado?

¿Dónde estará?

Llamo a su móvil y responde un contestador que repite cansinamente que está apagado o fuera de cobertura. Recuerdo que se ha dejado el teléfono en casa y llamo directamente allí. Pero tampoco hay suerte, en casa no hay nadie. Ni allí ni en casa de su padre.

Pruebo entonces a llamar a mi hijo mayor, con el que he hablado hace diez minutos, para ver si sabe algo de su hermano. No lo coge. Él sí lleva el teléfono encima pero iba a entrar en la biblioteca y debe tenerlo en silencio. ¿Y su padre? ¿habrá salido a cenar con él? Ni están juntos ni sabe de su paradero ¿Pero va a dormir hoy contigo?, me pregunta. «No, no iba a dormir conmigo. Simplemente quería hablar con él, y como ya es hora de que esté en casa…», respondo.

¿Dónde estará? quién sabe. Lleva varios días haciendo lo mismo. Llega tarde y, como no se lleva el móvil, no hay quien le localice hasta que entra en casa. Así que hoy, tras un montón de llamadas a amigos y conocidos suyos, he conseguido encontrarle. Finalmente ha sido él quien ha llamado de regreso a casa de su padre. Él se escuda en que es verano, está de vacaciones y se está muy a gusto por la calle, aunque en los días más duros del invierno también tiene excusas para llegar tarde.

Le he dicho un millón de veces que si no lleva el móvil y va a llegar más tarde de su hora sólo tiene que llamar desde una cabina o hacer una perdida desde el móvil de cualquier amigo. Bueno, pues por un oído le entra y por otro le sale. Unas veces no llama a nadie y otras veces, si está en casa de su padre me llama a mí, y al contrario.

Eso no es todo. Acabo de enterarme de algunas de sus gamberradas durante los días que estuvo en casa de mi hermana mientras yo disfrutaba de unos días de vacaciones sin hijos. Ocurrió más o menos lo mismo: noches en las que llegaba tarde o se quedaba en casa de un amigo sin avisar, citas con sus tíos a las que no acudía… ¡Me tiene contenta!

Con el móvil a la escalera

Cada vez que uno de mis hijos quería hablar por el móvil sin que nadie le escuchase solía salir al balcón. Allí han mantenido largas conversaciones en pleno invierno sin que el frío les importara lo más mínimo. Pero ha llegado el calor, los balcones suelen estar abiertos por la noche y… se acabó la intimidad.

La solución: hablar en la escalera. No soportan que yo me entere de sus cosas pero parece que les da igual que las oiga todo el vecindario. He intentado hacerles entrar, en casa y en razón, pero hasta ahora no he tenido mucho éxito.

Anoche sonó el móvil de mi hijo mayor a las doce y pico de la noche. Yo estaba leyendo en la cama así que pensé que se quedaría a hablar en su cuarto -ni estaba su hermano ni yo tenía el más mínimo interés en acercarme por allí- pero me equivoqué. Contestó, pasó por mi cuarto para decirme que volvía enseguida y, sin darme tiempo a contestar, abrió la puerta y salió de casa.

Al rato me asomé a la escalera. Allí estaba: sentado en un rincón, casi a oscuras y hablando con un hilo de voz.

Me costó un buen rato conseguir que entrara en casa. Hoy le he recordado que en casa tiene intimidad suficiente para hablar, que yo no tengo ningún interés en escuchar sus charlas con su novia o con sus amigos, y que su actitud puede dar algún susto a los vecinos. ¿Lo habrá entendido?

«Tu hijo no ha dormido en mi casa»


-¿Diga?

-Hola, soy la madre de J., siento llamar tan temprano, ¿le puedes decir que se ponga?

-Si, un momento.

Efectivamente, era muy temprano y yo estaba aún medio dormida. Al entrar al cuarto de mi hijo en busca de su amigo creí reconocer a J. Pero cuando el chaval que dormía junto a mi hijo se dio la vuelta para responder a mi llamada me di cuenta de mi error: el que estaba en la cama, y al que yo había visto llegar la noche anterior, era otro de los amigos de la pandilla.

No podía creerlo, y empecé a soltar preguntas: ¿Y J.? ¿dónde está? ¿por qué cree su madre que está aquí?, ¿qué le digo yo ahora?

Mi hijo y su amigo se miraron con cara de sorpresa, mientras intentaban desperezarse y decir algo coherente. Según su versión, ni J. había planeado venir a dormir a casa ni sabían nada sobre su paradero.

Así que me he encontré en la difícil situación de explicar a una madre por teléfono que su hijo no había dormido en mi casa.

El chaval tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Tenía que tomar unas medicinas, lo que incrementaba la preocupación de su madre. Dos minutos después fue el padre quien llamó, quería hablar con mi hijo y el otro amigo para averiguar dónde podía estar su hijo.

Llamamos entre todos a los móviles de sus amigos. Los padres llamaron también a la casa de alguno de ellos. Finalmente, el chaval dio señales de vida a través del móvil del amigo con el que realmente había dormido.

Todo quedó en un susto. En uno de esos que a los padres nos dejan tan inquietos y a los que los chavales apenas dan importancia.

¿Espiar a tus hijos?

Hablando de hijos, de nuestra preocupación por ellos, casi todos los padres y madres hemos dicho en algún momento eso de «me encantaría vigilarle por un agujerito, saber qué está haciendo sin que me vea».

Pero una cosa es pensar eso y otra espiarles de verdad, como hacen algunos al contratar detectives privados para que les sigan. La última idea en esta materia la han tenido unos investigadores de la universidad de Almería: han creado un sistema para vigilar el móvil de los menores de 16 años desde el terminal paterno o materno.

Los autores del invento cuentan, como un gran logro, que se pueden leer incluso los mensajes borrados. ¿Nos hemos vuelto todos locos o qué? ¿Cómo puede un padre o una madre en su sano juicio espiar a su propio hijo?

Saber de qué habla, con quién, qué escribe o le escriben… (ellos lo llaman vigilar aunque si se hace sin el consentimiento del hijo, como supongo, la cosa se convierte en espionaje). Si ese es el respeto que algunos padres tienen hacia la libertad de sus hijos, no deberían esperar mucha consideración por su parte.

¿Espiarías a tus hijos? ¿te has sentido alguna vez espiado por tus padres?

¿Hay tantos adolescentes agresivos?


Las agresiones de hijos a padres en España se denuncian 7 veces más que hace 4 años

Detenidas tres niñas entre 12 y 14 años por agredir a otras dos menores

Detienen a dos menores de edad en Vitoria por agredir a empleados de un banco.

Son titulares de noticias publicadas en este periódico sobre distintas modalidades de violencia ejercida por adolescentes. La última es de hoy mismo.

Una de las modas más preocupantes, tan salvaje como incomprensible, es la de grabar la agresión con la cámara del móvil para exhibirla después ante los amigos o colgarla en Internet, como refleja esta noticia: «Tres menores, imputadas por agredir a una compañera de clase y grabarlo en el móvil» o ésta otra: «Detenidos por agredir sexualmente a una menor y grabarlo con el móvil».

El número de denuncias por violencia adolescente en España es muy superior al de otros países del entorno como Francia, Portugal, Alemania, Polonia, Italia o Reino Unido. Aún así todos recordamos casos terribles ocurridos más allá de nuestras fronteras, como el de James Bulger, un niño de 2 años que fue asesinado por dos chavales de 10 años.

Con esto me ocurre como con la violencia contra las mujeres, siempre me queda la duda de si estas conductas han sido siempre tan habituales como ahora aunque antes no saliesen a la luz. ¿De verdad hay tantos adolescentes violentos? Los que yo tengo a mi alrededor muestran a veces conductas algo agresivas -hasta para un saludo cariñoso se dan empujones o codazos entre sí- pero, afortunadamente, no conozco a ninguno que haya pegado a sus padres, amenazado a sus profesores o cometido cualquier delito. Me gustaría creer que en el entorno de los compañeros de instituto de mis hijos tampoco hay ningún caso, pero tengo mis dudas.

¿Cómo podías vivir sin móvil?

«No sé cómo podíais vivir sin móvil», dice de repente mi hijo durante una conversación con un grupo de amigos míos.

-Pues vivíamos sin móvil, sin Play, sin ordenador e, incluso, sin tele en color, aunque te parezca mentira, le explica uno.

-¡Venga, ya! No flipes, responde él.

-Lo digo en serio. Tendría más o menos tu edad cuando llegó a casa la primera tele en color.

-Poco antes de que tu nacieras sólo había dos cadenas de televisión, y en mi pueblo sólo veíamos una, interviene otra amiga.

Ésta vez tuve ayuda, pero a veces me siento absolutamente incomprendida, me miran como si acabara de salir de la caverna mientras les explico cosas que a cualquier adulto nos parece que pasaron anteayer. Lo cierto es que muchas de ellas ocurrieron hace ya 15 o 20 años o, lo que es lo mismo, toda su vida. Una vida que ellos han pasado rodeados de aparatos que en mi infancia ni siquiera existían.

Todavía me acuerdo del día en que el mayor, con 8 o 9 años, me preguntó dónde estaban las teclas de un teléfono de rueda con el que no sabía cómo marcar. Aunque no les ocurre sólo con la tecnología. Un buen día te preguntan quién era Naranjito, o si es cierto que Enrique Iglesias es hijo de «un cantante» (del que ni siquiera sabían el nombre), y otro te sorprenden preguntando cómo hacíamos los trabajos de clase antes de que existiera el rincón del vago o cómo nos bajábamos la música antes de que hubiera Mp3. Lo entendieron antes de que llegara este anuncio de Coca-Cola que recuerda aquellos tiempos, con sus cintas de casete incluidas.

La lista es larga. Todos los avances de los ochenta y noventa a ellos les parecen cosa de la prehistoria y me hacen sentir como una abuela contando batallitas.

Ahora que lo pienso, parece que fue ayer cuando me daba vergüenza ir hablando por la calle, y ahora creo que no podría vivir sin móvil.

Pillado desde una ventanilla indiscreta

-¿No es ese tu hijo?

Miré por la ventanilla del coche y allí estaba. Parecía estar divirtiéndose mucho con un amigo, caminando en dirección contraria a la de casa, a una hora en la que debía estar ya en ella.

Paramos el coche y le llamé:

-Hola, ¿dónde estás?

-Llegando a casa.

-Tenías que estar allí hace rato.

-Ya te he dicho que estoy llegando

-¿Seguro? ¿dónde estás exactamente?

-Que ya llego, pesada.

-Creo que desde la plaza en la que estás te queda aún un buen trecho.

Se quedó mudo. Ya no fue capaz de seguir llamándome pesada ni de insistir en que estaba llegando a casa. Empezó a buscarme con la mirada hacia todas partes sin encontrarme, mientras yo seguía dándole detalles de su amigo, de lo que llevaba en la mano… Finalmente, me planté ante ellos y colgué el móvil.

Su amigo no sabía qué decir, mis amigos tampoco. Pero él se quedó tan fresco, como si la cosa no fuera con él. ¡Qué morro el suyo!

Subió al coche y nos fuimos todos para casa. Allí, ya en privado, tuve que leerle la cartilla.

A mi se me hubiera caído la cara de vergüenza si me pillan mis padres, pero ya veo que en eso no se me parece. ¿Qué hubieras hecho tú en una situación similar?

Tengo la agenda llena

Memoria completa. Eso me ha dicho el móvil cuando he intentado grabar un nuevo número en la agenda. Tengo la agenda llena, no puede ser, no tengo tantos amigos, ¿será el móvil que empieza a fallar? ¿O realmente he llenado este aparato de decenas de teléfonos? Empezando por la A y terminando por la Z compruebo que tengo montones de números que realmente no son míos, sino de mis hijos. Más de la mitad de la agenda. Un montón de móviles de sus amigos, los teléfonos fijos de esos mismos amigos, móviles de madres y padres de esos amigos, de un amigo o un hermano de uno de esos amigos…

¿Por qué tengo todos esos números? Porque continuamente recibo llamadas perdidas de mis hijos desde cualquier teléfono desconocido. «Estoy sin batería», «Me he dejado el móvil en casa»… me explican cuando devuelvo la llamada a sus dos perdidas, la señal pactada para saber que son ellos sin que les cueste dinero a sus amigos. Así que, poco a poco, he ido grabando todos esos teléfonos.

Muchas veces, cuando no localizaba a alguno de los dos, he agradecido tener esa amplia agenda para terminar encontrándolos en una u otra casa, o en la puerta del instituto con los colegas. Igual que algunos padres y madres han localizado a sus hijos llamando a mi móvil. A algunos ni les he visto la cara pero ya parecemos viejos amigos: ¿Qué tal? ¿está por allí mi hijo? y a continuación una petición de que lo mande para su casa. Después, cada mochuelo a su olivo y fin de la historia… fin temporal, claro, porque la historia se suele repetir cada pocas semanas.

Así que no me atrevo a borrar ninguno de esos números. Voy a ver si paso a una agenda tradicional a algunos de mis viejos amigos, a estos otros no puedo ni quiero perderlos de vista.