Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

Archivo de abril, 2008

«No deberías dejar que te traten así»


«Es un crío pero sabe cómo hacer daño».

«Al niño que golpea no le sale valentía para hablar de otra manera».

«Negar el miedo no hará que desaparezca».

«¿Tu lees la biblia? porque la biblia dice: Ojo por ojo…»

Son frases de la película Cobardes, de José Corbacho y Juan Cruz, sobre la violencia escolar, en la que un chaval de 14 años -una edad en la que cobarde puede ser el peor insulto- no quiere ir a clase porque tiene miedo de lo que pueda hacerle un compañero.

Corbacho y Cruz han insistido en que la película no está basada en ningún caso concreto, pero refleja una realidad mil veces repetida en colegios e institutos de todo el país, desde el tristemente conocido caso Jokin hasta la reciente moda de grabar palizas entre adolescentes con la cámara del móvil.

Una violencia que apenas el 30% de quienes la sufren se atreven a contar. La película refleja muchos miedos: el del estudiante presionado por su padre, el del padre que teme perder su trabajo o el de la madre que descubre que no conoce realmente a su hijo, pero ninguno tan terrible como el de la víctima del acoso escolar.

«No deberías dejar que te traten así», le dice una compañera al chaval acosado. Nadie debería dejar que le maltraten, pero todos deberíamos arropar a esos cobardes que, paralizados por el miedo, no saben cómo actuar. ¿O vamos a pedir a las víctimas que se conviertan en héroes?

«Estoy a punto de operarme las tetas»


Tía, estoy a punto de operarme las tetas. ¡Por fin lo he conseguido!

Hemos estado ya en la clínica y mi madre ha dicho que sí.

Yo pongo la pasta del regalo de mis abuelos y el resto lo paga ella. ¡Qué nervios!

Ya verás cuando tenga mis nuevas tetas de la talla 95. ¡Voy a ligar como una loca!

Escuché estas frases en un autobús. Una adolescente que no debía llegar a los 17 años le contaba a gritos a una de sus amigas, a través del móvil y con total naturalidad, su inminente operación de aumento de pecho, ante la mirada atónita de un buen número de viajeros.

Cuando llegué a casa lo primero que hice fue contárselo a mis hijos. Quería saber si eso era habitual entre sus amigas o si, por el contrario, es falsa esa leyenda que dice que muchas chicas piden un aumento de pecho al cumplir los 18. Me llevé una grata sorpresa: ninguno de los dos conoce a ninguna chica que se haya operado o esté pensando en hacerlo.

Parece que cada vez son más los menores que, siguiendo el ejemplo de los adultos, se están empezando a enganchar a la cirugía estética. Lo contaba hace unos días el diario El País, en un artículo en el que se explicaba que el 10% de las 400.000 intervenciones de estética que se solicitan en España cada año -estamos a la cabeza de Europa en esto y somos los terceros del mundo por detrás de EE UU y Brasil– corresponden a menores de 18 años. Puedes leerlo entero aquí.

Nunca he entendido esa manía de pasar por el quirófano para intentar parecer más joven, más guapo/a, o más delgado/a, cuando la realidad es que casi nadie lo consigue. Pero me parece mucho más triste que piensen en hacerlo chavales que no han cumplido los 18 y que no han completado aún su desarrollo físico. Me refiero, por supuesto, a aquellos casos en los que la cirugía sea meramente un capricho estético, no cuando se trata de reparar una malformación o un problema real.

¿No tendrán cerca a un adulto minimamente responsable que les explique que sus problemas no se van a solucionar por tener más pecho, menos nariz o las orejas menos despegadas?

Ya que se miran tanto en el espejo de los famosos para pedir una boca a lo Angelina Jolie -cuyos carnosos labios son naturales, por cierto- deberían fijarse en esos otros labios rellenos de silicona o colágeno, pretendidamente sexys, que dan a muchas mujeres un aspecto de muñeca hinchable. Por no hablar de esos rostros tan estirados que impiden a sus propietarios hasta sonreir.

Según la ley los menores necesitan el consentimiento de sus padres para pasar por el quirófano. Pero podrían someterse a una operación a partir de los 16 años si se considera que tienen suficiente madurez. En ese caso, la opinión de los padres podrá ser tenida en cuenta si la intervención implica un grave riesgo para la salud del paciente. El resultado: cualquier médico puede realizar una operación de estética a un menor pese a que, oficialmente, la única intervención quirúrgica que la Sociedad Española de Cirugía Plástica y Reparadora avala en menores de 18 años es la otoplastia o, lo que es lo mismo, la corrección de la forma, tamaño o cualquier otro defecto de las orejas.

¿Qué ocurre si, después de operar a una chica de 16 años, su pecho continúa desarrollándose? Supongo que se le vuelve a operar y asunto arreglado. Eso sí, con los bolsillos del cirujano con pocos escrúpulos llenos por partida doble.

Si no estás en YouTube no eres nadie

Uno de los entretenimientos favoritos de mis hijos consiste en ver vídeos de YouTube. El más gamberro, el más divertido, el más friki… La oferta es enorme y no parece cansarles. Basta que un amigo hable de uno por el messenger para que corra de pantalla en pantalla entre todo su círculo. Ayer les encontré riéndose con éste:

Cuando me acerqué a ver lo que les provocaba tantas carcajadas se sorprendieron de que no conociese a Edgar -por lo visto toda una estrella en la Red, y ahora también en la tele-. De hecho, ya les había escuchado decir a menudo en las últimas semanas «¡Pinche pendejo, wey!», sin entender de qué iba el asunto.

Lo curioso del caso es que se trata de la enésima versión de un vídeo protagonizado por un chaval mexicano, el tal Edgar, al que un primo suyo hace caer al agua mientras cruza un riachuelo, al tiempo que un segundo primo (el mismo que se encargó de subirlo después a la página de YouTube) graba la secuencia.

En fin, una caída provocada, con premeditación y alevosía, como tantas del tipo Vídeos de primera, que gracias a Internet ha terminado convirtiendo a la víctima en una estrella mediática.

El chaval, que ha llegado a agradecer a sus primos lo que le hicieron «porque le han hecho ser famoso», está en la Red en versión original, en una trabajada versión animada, y también en plan Mario Bros, Star Wars o los Caballeros del Zodiaco… ¿Alguien da más? Desde luego, los hay con ingenio y mucho tiempo libre para explotar los cinco o diez minutos de gloria que dura el vídeo del famosillo de turno.

Esta visto que si no estás en YouTube no eres nadie, aunque sólo llegues a conseguir una gloria efímera.

Un hijo pijo y otro macarra

«¿Has visto qué pijo se está volviendo? Si sólo lleva ropa de marca…», dice mi hijo pequeño dirigiéndose a mí, como si su hermano no le escuchara. «Tú sí que estás hecho un macarra, vaya pinta llevas con ese chándal y esas zapatillas rotas, por no hablar de los pelos», le responde directamente el mayor.

En esas están desde hace unos días.

Es curioso esto de descubrir, de repente, que tengo un hijo pijo y otro macarra, algo así como los Santxez de Vaya semanita, uno policía y otro borroka. ¡Y yo que creía que se parecían tanto!

No es la primera vez que uno de los dos me sorprende con un cambio radical de estilo. Ambos han pasado semanas enteras de total y absoluta dejadez en las que no se ponían otra cosa que un chándal raído y, de repente, quieren reconvertirse en modelos de pasarela.

Tras una larga etapa de pelo largo, uno podía llegar de la peluquería con una minicresta, pelo corto por los laterales y unas colas por detrás (el look Jarrai, como el que luce Fernando Torres en la foto de la izquierda) y correr al armario en busca de sus mejores galas (¿una gran cita?). El otro, que inicialmente lo criticó, terminó copiando ese peinado en pocas semanas. Realmente parecía el uniforme de los adolescentes, todos iban peinados igual. Veías a uno y los habías visto a todos.

Ahora parece que eso ya no se lleva y hemos vuelto al peinado tradicional -demasiado corto para mi gusto- con el que es difícil distinguir quién es el macarra y quién el pijo. Creo que ambos pecan de una cosa o de otra según tengan el día, o las hormonas, si pasan de todo o si quieren impresionar a alguna chica… Además, una cosa es el aspecto que lleven un día determinado y otra, muy diferente, cómo ve un hermano al otro.

Estoy segura de que, mientras sigan buscando su estilo, me quedan aún muchas cosas por ver.

¿Hay tantos adolescentes agresivos?


Las agresiones de hijos a padres en España se denuncian 7 veces más que hace 4 años

Detenidas tres niñas entre 12 y 14 años por agredir a otras dos menores

Detienen a dos menores de edad en Vitoria por agredir a empleados de un banco.

Son titulares de noticias publicadas en este periódico sobre distintas modalidades de violencia ejercida por adolescentes. La última es de hoy mismo.

Una de las modas más preocupantes, tan salvaje como incomprensible, es la de grabar la agresión con la cámara del móvil para exhibirla después ante los amigos o colgarla en Internet, como refleja esta noticia: «Tres menores, imputadas por agredir a una compañera de clase y grabarlo en el móvil» o ésta otra: «Detenidos por agredir sexualmente a una menor y grabarlo con el móvil».

El número de denuncias por violencia adolescente en España es muy superior al de otros países del entorno como Francia, Portugal, Alemania, Polonia, Italia o Reino Unido. Aún así todos recordamos casos terribles ocurridos más allá de nuestras fronteras, como el de James Bulger, un niño de 2 años que fue asesinado por dos chavales de 10 años.

Con esto me ocurre como con la violencia contra las mujeres, siempre me queda la duda de si estas conductas han sido siempre tan habituales como ahora aunque antes no saliesen a la luz. ¿De verdad hay tantos adolescentes violentos? Los que yo tengo a mi alrededor muestran a veces conductas algo agresivas -hasta para un saludo cariñoso se dan empujones o codazos entre sí- pero, afortunadamente, no conozco a ninguno que haya pegado a sus padres, amenazado a sus profesores o cometido cualquier delito. Me gustaría creer que en el entorno de los compañeros de instituto de mis hijos tampoco hay ningún caso, pero tengo mis dudas.

¿Cómo podías vivir sin móvil?

«No sé cómo podíais vivir sin móvil», dice de repente mi hijo durante una conversación con un grupo de amigos míos.

-Pues vivíamos sin móvil, sin Play, sin ordenador e, incluso, sin tele en color, aunque te parezca mentira, le explica uno.

-¡Venga, ya! No flipes, responde él.

-Lo digo en serio. Tendría más o menos tu edad cuando llegó a casa la primera tele en color.

-Poco antes de que tu nacieras sólo había dos cadenas de televisión, y en mi pueblo sólo veíamos una, interviene otra amiga.

Ésta vez tuve ayuda, pero a veces me siento absolutamente incomprendida, me miran como si acabara de salir de la caverna mientras les explico cosas que a cualquier adulto nos parece que pasaron anteayer. Lo cierto es que muchas de ellas ocurrieron hace ya 15 o 20 años o, lo que es lo mismo, toda su vida. Una vida que ellos han pasado rodeados de aparatos que en mi infancia ni siquiera existían.

Todavía me acuerdo del día en que el mayor, con 8 o 9 años, me preguntó dónde estaban las teclas de un teléfono de rueda con el que no sabía cómo marcar. Aunque no les ocurre sólo con la tecnología. Un buen día te preguntan quién era Naranjito, o si es cierto que Enrique Iglesias es hijo de «un cantante» (del que ni siquiera sabían el nombre), y otro te sorprenden preguntando cómo hacíamos los trabajos de clase antes de que existiera el rincón del vago o cómo nos bajábamos la música antes de que hubiera Mp3. Lo entendieron antes de que llegara este anuncio de Coca-Cola que recuerda aquellos tiempos, con sus cintas de casete incluidas.

La lista es larga. Todos los avances de los ochenta y noventa a ellos les parecen cosa de la prehistoria y me hacen sentir como una abuela contando batallitas.

Ahora que lo pienso, parece que fue ayer cuando me daba vergüenza ir hablando por la calle, y ahora creo que no podría vivir sin móvil.

De fin de curso… a Mallorca

Ya está en marcha el viaje de fin de curso, ese que mi hijo pequeño lleva esperando desde que comenzaron las clases en septiembre, o tal vez antes. Han sido meses de rifas, venta de papeletas, fiestas y competiciones deportivas para conseguir fondos. Meses de planes, de visitas a agencias de viajes, de conversaciones con los que ya han estado. Una vez descontado lo que han logrado recaudar y con el viaje ya reservado -a la espera de las notas finales-, todos sus planes giran en torno a Mallorca. Y eso que aún quedan dos meses para ir.

Ya sé que ni la catedral ni el casco antiguo de Palma van a ser el centro de atención de ese viaje. Él sólo piensa en playas y discotecas, en disfrutar de esa gran aventura con los amigos, salir de noche y dormir de día, conocer a un montón de tías buenas, ligar todo lo que pueda…

En los últimos días no deja de hablar de la marcha, el ambientazo y las discotecas mallorquines -esas cosas que corren de boca en boca entre los que ya han estado en la isla antes que él-. Su hermano, que ya hizo un viaje similar, es uno de los que no dejan de calentar el ambiente. Y claro, con tanta juerga, tanta gogó, tanto DJ y tantas suecas en la cabeza no piensa en otra cosa que en las cálidas noches mallorquinas. De hecho, anoche le escuché mientras hablaba en pleno sueño del Tito’s, una conocida discoteca de Palma.

Sólo espero que a ninguno del grupo le de la vena exhibicionista como al estudiante holandés al que se le ocurrió mostrar su pene ante el Taj Mahal mientras un amigo grababa la escena. Ya se sabe que en grupo son todos más divertidos, más gamberros y más gallitos que nadie, y por un minuto de gloria en YouTube algunos son capaces de casi cualquier cosa.

¿Cueces o enriqueces?

Expresiones que utilizan habitualmente los adolescentes como «Estar out», «Pillar el bule», «Estoy to loco» o «Echar la peta» ¿enriquecen el lenguaje o lo empobrecen?

Esta es la pregunta que van a intentar responder los expertos que se reunen mañana en La Rioja, en el seminario internacional El español de los jóvenes, organizado por la Fundación del Español Urgente (Fundéu) y en el que también hablarán del lenguaje y las abreviaturas de los SMS. Puedes leer aquí la información de 20minutos sobre el tema.

Mis hijos y sus amigos repiten hasta el infinito términos como «¡Qué fuerte!», «oka», «no ves que no», «pelas»,»piba» o «churri», y creo que no me equivoco si digo que todas esas palabras ya las decíamos los adolescentes de generaciones anteriores. ¿Ha enriquecido o empobrecido el lenguaje su uso generalizado? Mientras los jóvenes sepan dónde y cómo emplearlos no veo ningún problema en su utilización. De hecho todos envian mensajes del tipo «Toy n ksa d un klega, aora wuelvo» y no se les ocurre usar ese lenguaje para tomar apuntes o hacer un examen.

La duda sobre el enriquecimiento me ha traído a la cabeza el famoso eslogan de Avecrem: «¿Cueces o enriqueces?» y cómo las frases de los anuncios, o de las series de televisión, logran hacerse un hueco en el lenguaje popular, especialmente en el de los adolescentes, que son los que más horas pasan frente a la tele. No hace mucho que todos repetían sin parar el «mayormente» o «lo que viene siendo…» que puso de moda Fiti, de Los Serrano.

La serie Aída es otra gran fuente de términos ordinarios, barriobajeros y casi siempre políticamente incorrectos, que hacen mucha gracia tanto a adolescentes como a adultos, según reflejan sus índices de audiencia. Seguramente su éxito se deba a que ese lenguaje chusco y esperpéntico se incluye en chistes o diálogos perfectamente construidos.

Tampoco es raro escucharles cosas como «¿Te gusta conducir?» del anuncio de BMW, el «No Martini, no party», el «Redecora tu vida» de Ikea o el «Piensa en verde» de Heineken, al que suelen añadir la coletilla «Y acertarás».

Últimamente repiten mucho un gran clásico, que se ha vuelto a poner de moda por obra y gracia de Gallina Blanca: «Soy Juan Palomo, yo me lo guiso… yo me lo como».

¡Me copia toda la ropa!


-Estoy harto de que se compre lo mismo que yo. ¡Me copia hasta los calzoncillos!

-¿Que yo te copio? pero ¿qué dices? Mamáaaa, ¿has oído a éste? si es él el que siempre se compra los vaqueros y los jerseys iguales que los míos.

-Tú flipas, chaval. ¿Quién fue el primero en comprarse el Carhart?

-Pero yo lo vi primero.

-Si, claro, ¿y las Vans? ¿y los Levi’s? Hasta tus cinturones son iguales que los míos.

-Vale, que si, lo que tú digas…

Ésta conversación, con ligeras variaciones, se repite cada vez que salgo a comprar ropa con mis hijos o cuando están en casa probándose algún nuevo modelo antes de salir. Intento zanjar esas discusiones recordándoles que no compramos en tiendas exclusivas, sino en grandes cadenas que visten a miles de chavales como ellos; y no sólo en España sino en medio mundo, así que ninguno de los dos debería presumir de ser muy original sino de comprarse algo que les guste y les siente bien.

Pero ellos siguen erre que erre: que si «yo lo vi primero», que si «éste enano me lo copia todo» o que si «él se pone mi visera nueva más que yo». Y donde digo visera podría decir zapatillas, camiseta o calcetines. Siempre les gustan mucho más si son del otro, que es otra forma de copiar y alabar el gusto ajeno.

Por más que lo intento no entiendo estas absurdas peleas, ese mérito por ser el primero en comprarse algo y presumir de ello, porque no hablamos de diseños exclusivos sino de vaqueros tan bajos de cadera como los que llevan desde hace años e idénticas zapatillas, camisetas o pantalones de chándal que los que luce toda la pandilla. Ahora que, si ellos lo vieron primero, yo ya no digo nada y dejo que se lo crean.