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Populismo contra ciencia

Ocurrió durante los picos más puntiagudos de la pandemia que repentinamente surgían expertos debajo de cualquier piedra, en tertulias cuyos mismos integrantes solían decir, no mucho tiempo atrás, que no entendían de ciencia. Con el desastre de la COVID-19 todos los demás asuntos de la actualidad quedaban empequeñecidos. Por lo tanto, y dado que era obligado hablar de cóvid, los tertulianos y comentaristas estaban obligados a opinar, y opinaban; aunque lógicamente no con demasiada fortuna, ya que eran paracaidistas en un campo de batalla que desconocían por completo.

Esto es un síntoma de una tendencia. Sobre todo con la pandemia y el cambio climático, pero no solo, ha ocurrido que políticos, medios y el público en general ya no pueden permanecer ajenos a la ciencia. Ya no puede contemplarse como algo que solo se asoma fuera de las secciones especializadas cuando se descubre la cura del cáncer, cosa que, si nos atenemos a lo que se publica, ocurre casi todas las semanas.

Pero no solo: aunque la pandemia y el cambio climático sean ahora los principales determinantes de esta tendencia, resulta que la ciencia se inmiscuye en asuntos incómodos que muchos preferirían que siguieran siendo territorio exclusivo de las ideologías. Por ejemplo, descubrir que existen bases biológicas para la diversidad de orientaciones e identidades sexuales diferentes es algo que sin duda muchos preferirían que siguiera sin saberse. En realidad, es solo un espejismo creer que todo esto es nuevo. Por escoger un solo caso histórico de la biología, el conocimiento de la evolución de las especies y de la posición que ocupa el ser humano en la naturaleza obligó a una transformación profunda de usos sociales, leyes y políticas.

Sucede con el conocimiento que no tiene vuelta atrás: una vez que se sabe, ya no es posible des-saber. Pero hay otra salida: negar lo que se sabe, ignorarlo. Esta es una reacción muy humana. Al fin y al cabo, es mucho más sencillo y cómodo cerrar los ojos y los oídos al conocimiento, y seguir pensando del mismo modo que antes, que estudiar y comprender algo sobre lo que previamente se sabía poco o nada y obligarse a uno mismo a rendir sus baluartes ideológicos a la evidencia.

Este es posiblemente uno de los motivos por los que la anticiencia es más fuerte precisamente cuando la ciencia también lo es. Los bulos, las noticias falsas y las teorías de la conspiración han vivido su momento más dorado en tiempos de pandemia y cambio climático, y esto también parece una tendencia en alza.

Y dado que la ciencia y la anticiencia están presentes en la vida, en la sociedad y en la política, también forman parte de las campañas políticas. En Italia, la candidata ganadora de las elecciones, Giorgia Meloni, dijo en su mítin de cierre de campaña: «Ya no doblegaremos nuestras libertades fundamentales a estos aprendices de brujo», refiriéndose a los médicos y los científicos. Durante la campaña se ha manifestado en contra de las vacunas —dice no ser antivacunas, pero que la ciencia ahora tiene «las ideas poco claras» (¡¿?!); el clásico «no soy yo, son ellos»— y no ha ocultado su postura contraria a la ciencia, que ha llevado a un grupo de médicos a lanzar la campaña #votaconScienza, según contaba Vanity Fair. Ahora, la ciencia italiana va a enfrentarse a un panorama complicado, como ya ocurrió en EEUU con Donald Trump.

Giorgia Meloni en 2014. Imagen de Jose Antonio / DoppioM / Wikipedia.

Dicen que los populismos políticos triunfan porque apuntan directamente a las tripas, circunvalando los rincones de pensar. Y que este alimento triunfa sobre todo en tiempos de crisis e incertidumbres como los que vivimos. Entre otros muchos argumentos, no cabe duda de que Meloni ha explotado la fatiga pandémica, como antes han hecho también otros líderes políticos con notable éxito. Cuando las tripas suenan, es difícil acallarlas.

Sería muy discutible si la llamada política tradicional se dirige realmente a la razón y no al corazón. Pero sí es así en el caso de la ciencia. Y cuando la ciencia descubre algo, solo hay dos opciones. La racional, acatarlo y aceptarlo, no es la más sencilla, porque puede obligar a un cambio de ideas que no es cómodo. Es más conveniente la emocional, agarrarse a las ideas e ignorarlo.

Por ejemplo. Muchas personas han creído que las orientaciones e identidades sexuales minoritarias, las que se apartan de la norma, son una construcción psicológica y social que ha prosperado en un clima popular favorable. Pero cuando en las últimas décadas la ciencia ha descubierto que es un fenómeno real con una base biológica sustanciada, seguir hablando de «ideología de género» tiene tanto sentido como hablar de ideología de la evolución o de ideología del heliocentrismo. Es un hecho, no una ideología. Defender un hecho no es una ideología; lo que es una ideología es negarlo, una ideología antigénero.

Recientemente el especialista en asuntos religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que resumía la tesis de su último libro, Wild Experiment: Feeling Science and Secularism after Darwin. Las investigaciones de Schaefer estudian cómo las emociones dirigen la experiencia humana, incluyendo las creencias. Es evidente que las personas pertenecientes a los sectores del populismo ultraconservador se guían por creencias, y ellos mismos lo reconocen; las ideas que Meloni defiende se basan en un credo religioso. La validez de estas opiniones podrá ser discutible para otras personas —por ejemplo, cuando atentan contra derechos fundamentales—, pero deja de serlo por completo cuando niegan la realidad.

Según Schaefer, esas mismas emociones asociadas a las creencias religiosas son también las que motivan la creencia en teorías de la conspiración; no importa tanto la cantidad o calidad de la información que circula (veraz o falaz), sino entender los sentimientos que hacen las conspiranoias tan atractivas para muchas personas. Los seguidores de estos bulos, dice Schaefer, quieren creer, como Fox Mulder en Expediente X.

Schaefer repasa cuáles son estos sentimientos en las personas adeptas a las conspiranoias: se sienten más inteligentes que los demás, más críticos, con una capacidad de juicio de la que los otros, a los que ven como borregos de un rebaño, carecen. Si el 99% de los científicos están de acuerdo en algo, los conspiranoicos creerán que los verdaderamente inteligentes, independientes y creíbles son el 1% restante. Son los únicos iluminados que comparten con el conspiranoico una visión del mundo en la que todo está conectado, nada ocurre sin un motivo y las casualidades no existen; una subtrama oculta de la realidad que es totalmente ilusoria y delirante, completamente inventada, pero donde todas las piezas encajan a la perfección. Y para las personas que abrazan esta mentalidad, descubrir esa ficticia trama es gratificante; es como una inyección de adrenalina que hace del mundo un lugar más excitante.

Schaefer no es el primer experto que destaca el papel de las emociones en el pensamiento conspiranoico, pero es cierto que a menudo otras aproximaciones a este problema olvidan el factor emocional centrándose solo en el intelectual, lo que deja un agujero en torno al cual se dan vueltas y vueltas sin encontrar cómo rellenarlo.

En el fondo, aclara Schaefer, esta emotividad no está solo ligada al pensamiento conspiranoico, sino a todo tipo de pensamientos y mensajes; no somos tan racionales como nos gusta creer. La diferencia, viene a decir, es que otros aceptamos renunciar a esa emoción que produce creerse iluminado, a esa inyección de adrenalina: «Desenmarañar sus creencias [de los conspiranoicos] requiere el paciente trabajo de persuadir a los devotos de que el mundo es un lugar más aburrido, más aleatorio y menos interesante de lo que uno podría haber esperado». Contra las tripas, razón. Contra el populismo, ciencia.

Cuidado con la idea de la obsolescencia programada, y con el negocio en torno a ella

¿Quién no ha dicho alguna vez eso de «hoy las cosas ya no duran como antes»? Yo lo he dicho y, es más, pienso que hoy algunas cosas ya no duran como antes. Pero cuidado: del hecho, si es que lo es*, de que hoy las cosas ya no duren como antes, a tragarnos sin más la idea de que existe una estrategia oculta y generalizada en la industria basada en fabricar deliberadamente cosas que se autodestruyen, y de que existen por ahí ciertos beatíficos ángeles salvadores (amenazados de muerte por ello) para quienes en realidad lo de menos es vender sus propios productos, ya que les basta con vivir de las hierbas que recogen en el campo, sino que les mueve sobre todo su incontenible pasión por el bien, la justicia y la salvación del planeta y la humanidad, hay un abismo.

Y antes de saltar ese abismo alegremente, por lo menos informémonos.

Vaya por delante que, como es evidente, no soy un experto en márketing, ni en industria, ni en mercado, ni en economía. Así como en temas directamente científicos procuro aportar aquí la visión de quien tiene ya muchas horas de vuelo en ello, en cambio no puedo ni jamás trataría de alzarme como una voz autorizada en esto de la obsolescencia programada. Pero como exinvestigador científico, periodista de ciencia, y por tanto aficionado a los hechos, cuando una teoría de la conspiración comienza a convencer a todo el mundo a mi alrededor, y cuando además hay claramente quienes basan su propia estrategia de negocio en fomentar esta teoría de la conspiración, uno no puede menos que preguntarse qué hay de cierto en todo ello y buscar las fuentes de quienes están más informados que uno. Cosa que invito a todos a hacer por medio de las siguientes líneas.

Comencemos, en primer lugar, por el típico tópico que inicia y anima todos los reportajes, opiniones, discusiones y charlas de bar sobre la obsolescencia programada: la famosa bombilla del parque de bomberos de California que lleva luciendo casi sin interrupción desde 1901, y que tiene su propia web con webcam. Si una bombilla puede lucir durante más de un siglo, ¿por qué nos venden basura que se funde a las primeras de cambio?, se preguntan muchos, y allá que vamos a por las antorchas y los tridentes.

Sin embargo, cuidado, hay algún matiz más que relevante. Los estudios sobre la bombilla de California –fabricada en Ohio– han determinado que su filamento es de carbono, no de tungsteno o wolframio (por cierto, el único elemento químico de la tabla periódica aislado en España, por los hermanos Delhuyar en 1783), ya que este material no se convertiría en el estándar hasta comienzos del siglo XX. Y que es ocho veces más grueso de lo normal. Obviamente, a mayor grosor, mayor durabilidad; la bombilla de California podrá estropearse, pero jamás va a fundirse, salvo quizá si le cae un rayo.

La bombilla centenaria en Livermore, California. Imagen de LPS.1 / Wikipedia.

La bombilla centenaria en Livermore, California. Imagen de LPS.1 / Wikipedia.

No hay que saber nada de física, sino simplemente haber utilizado alguna vez un calefactor o un hornillo, para saber que si se aplica electricidad a una barra de metal, se pone al rojo. Pero eso sí: un calefactor o un hornillo no alumbran, y no serían de ningún modo una opción energéticamente eficiente para alumbrarse. Y tampoco la bombilla de California alumbra, ya que luce con una potencia de 4 vatios, con un brillo similar a las luces quitamiedos que ponemos a los niños por la noche. Así que, lo que se dice un producto modelo, no es: a la pregunta de por qué no nos vendieron a todos bombillas con filamentos ocho veces más gruesos, la respuesta es que los filamentos más gruesos desperdician más energía alumbrando menos. Precisamente las bombillas tradicionales fueron víctimas de su ineficiencia energética.

Pero sí, es cien por cien cierto que existió una conspiración de los grandes fabricantes de bombillas para ponerse de acuerdo en hacer productos menos duraderos de lo que era tecnológicamente posible. Ocurrió en los años 20, se conoce como el cártel de Phoebus, y en él las empresas acordaron fabricar bombillas con una duración de 1.000 horas, la mitad de lo normal entonces. A cambio, las bombillas serían más luminosas, más eficientes y de mayor calidad. Pero obviamente lo que movía a aquellos empresarios no era el interés del consumidor, sino su propio ánimo de lucro.

Ahora bien: ¿basta esta historia para asumir la generalización de que todos los grandes líderes de todos los sectores industriales conspiran para fabricar productos que se autodestruyen?

Hay por ahí un buen puñado de trabajos periodísticos rigurosos de lectura vivamente recomendable para quienes prefieran no dejarse llevar por la demagogia dominante, al menos no sin antes basar su juicio en hechos informados. En 2016, Adam Hadhazy se preguntaba en la BBC: ¿existe en realidad la obsolescencia programada?

Esta era la respuesta de Hadhazy: «sí, pero con limitaciones». «En cierto modo, la obsolescencia programada es una consecuencia inevitable de los negocios sostenibles que dan a la gente los productos que la gente quiere. De esta manera, la obsolescencia programada sirve como reflexión de la voraz cultura consumista que las industrias crearon para su beneficio, pero que no crearon ellas solas», escribía el periodista.

Por su parte, en la web Hackaday, Bob Baddeley escribía: «Toda la teoría de la conspiración se explica cuando consideras que los fabricantes están dando a los consumidores exactamente lo que piden, lo que a menudo compromete el producto de diferentes maneras. Siempre es un toma y daca, y las cosas que hacen a un producto más robusto son las cosas que los consumidores no consideran cuando compran un producto».

Como ejemplo, Baddeley cita su propia experiencia; él ayudó a desarrollar un producto que lleva una pila de botón no reemplazable. La imposibilidad de cambiar la batería cuando se agota en los smartphones actuales es otro de los tópicos esgrimidos en todo reportaje, documental o charla sobre la obsolescencia programada. Cito a Baddeley:

Las razones que llevaron a esta decisión [de la pila no reemplazable] son esclarecedoras:

  • No conseguimos que a los consumidores les interesara usar el producto durante más tiempo que el que duraba la pila.

  • Incluso si les interesaba, no conseguíamos que compraran el tipo correcto de pila (CR2032).

  • Incluso si lo hacían, no podíamos confiar en ellos para tener la destreza de quitar la tapa y cambiar la pila.

  • Protestaban porque la tapa de la pila hacía que el producto pareciera barato y endeble.

  • Protestaban porque el agua y el polvo entraban con más facilidad.

  • Tristemente, todas estas protestas solo eran posibles entre los usuarios que entendían que su dispositivo de comunicación sin cable llevaba una pila.

En resumen, el mensaje es este: la cultura consumista pone el acento en los productos más nuevos, con más prestaciones, la última tecnología y el diseño más actual; y todo ello al precio más barato posible. Pero la durabilidad no es una prioridad. Por lo tanto, los fabricantes buscan producir bienes siempre nuevos, con más prestaciones, la última tecnología y el diseño más actual. Y para que el precio sea lo más barato posible, reducen costes en procesos y materiales. Aunque a causa de ello los productos duren poco. De hecho, si duran poco, mejor para el negocio; de todos modos, piensan, nadie quiere seguir usando un smartphone de hace cinco años.

«Sobre todo, las compañías reaccionan a los gustos del consumidor», dice en el artículo de Hadhazy la profesora de finanzas y economía de la Universidad de Yale Judith Chevalier. «Creo que existen ocasiones en que las empresas están engañando al consumidor de alguna manera, pero también pienso que hay situaciones en las que yo pondría la culpa en el consumidor».

Según Hadhazy, «aunque algunos de estos ejemplos de obsolescencia programada son indignantes, es enormemente simplista condenar la práctica como mala. A escala macroeconómica, el rápido recambio de los productos alimenta el crecimiento y crea montones de puestos de trabajo; piensen en el dinero que la gente gana, por ejemplo, fabricando y vendiendo millones de fundas de móviles. Aún más, la introducción continua de nuevos artilugios para conquistar (o reconquistar) la pasta de nuevos y viejos consumidores tenderá a promover la innovación y mejorar la calidad de los productos».

Incluso Giles Slade, autor del libro Made to Break: Technology and Obsolescence in America, reconoce: «No hay ninguna duda: más gente ha obtenido una mejor calidad de vida como resultado de nuestro modelo de consumo que en ningún otro momento de la historia». Sin embargo, añade: «Por desgracia, también es responsable del calentamiento global y los residuos tóxicos».

Por lo tanto, todo ser humano que se indigne y proteste por la obsolescencia programada quizá debería hacerse esta pregunta: ¿estoy dispuesto a quedarme con el mismo móvil, el mismo coche o la misma ropa durante años y años, cuando mi ropa ha pasado de moda, mi coche no tiene Bluetooth ni pantallas ni contesta cuando le hablo, y cuando todo el mundo tiene móviles más nuevos que el mío? (Y por cierto, todo humano medioambientalmente responsable también debería saber que actualmente el uso de los móviles en todo el mundo genera 125 millones de toneladas de CO2 al año).

Y también por cierto, rescato aquí el asterisco que dejé más arriba* respecto a las cosas de ahora que duran menos: el artículo de Hadhazy cita también el dato de que actualmente la edad media del coche que circula por las carreteras de EEUU es de 11,4 años, mientras que en 1969 era de 5,1 años. ¿Duran más los coches hoy? ¿Se cambian menos? ¿Ha bajado la fiebre del coche nuevo respecto a otros tiempos? ¿No hay dinero para cambiar de coche? No tengo la menor idea de cuál es la respuesta, pero el dato es interesante. Ya que al menos no parece apoyar la idea generalizada de que hoy todo dura menos.

A todo lo anterior, Hadhazy cita una excepción: la tecnología de lujo. Quien se compra un Rolex espera que le dure toda su vida y hasta la de sus nietos. Se supone que un Rolex está bien hecho, con procesos y materiales de calidad suprema. Y es, por tanto, más caro. Al ser una minoría quienes lo compran, seguirá siendo caro. Pero, sigue el artículo de la BBC:

«Con el paso de los años, las características de una versión de lujo de un producto pueden abrirse camino al mercado de masas a medida que su producción se abarata y los consumidores esperan esos beneficios. Pocos discutirían que la mayor disponibilidad de dispositivos de seguridad como los airbags en los coches, que originalmente solo se encontraban en los modelos más caros, ha sido un avance positivo. Así que, en su reconocido propio interés, la competición de un capitalismo influido por la obsolescencia programada puede también favorecer el interés de los consumidores».

Todo lo anterior nos lleva ahora a la segunda parte: el negocio basado en fomentar la teoría de la conspiración de la obsolescencia programada. Cuando uno observa a su alrededor que numerosos medios están poniendo la alfombra roja a determinados personajes que se presentan a sí mismos como salvadores de la humanidad y del planeta contra la obsolescencia programada y como probables víctimas inminentes de un sicario o un francotirador a sueldo de los poderosos oligopolios, pero que en el fondo tales personajes no están haciendo otra cosa que publicitar y promocionar su propio negocio con evidente ánimo de lucro, uno no puede sino oler un cierto tufillo a chamusquina.

No voy a citar aquí nombres de personas o productos, dado que no he investigado sobre ellos personalmente. Pero a quien en estos días escuche una nueva oleada, recurrente cada cierto tiempo, sobre las bondades del español inventor de la bombilla eterna y paladín contra la malvada industria, le recomiendo que como mínimo lea este artículo de Rocío P. Benavente para Teknautas en El Confidencial o este análisis del producto en cuestión de Michel Silva en la web iluminaciondeled.com, junto con, quizá, esta nota de prensa. Y después, fórmense su propia opinión, pero al menos después de haber escuchado a las dos partes.

¿Influyen las series de televisión en las creencias conspiranoicas?

Decíamos ayer que, según los estudios de los psicólogos, los niños aprenden a diferenciar la realidad de la ficción entre los tres y los cinco años. Lo cual no quiere decir que abandonen la fantasía; por ejemplo, el suelo es lava, pero ellos saben que realmente no lo es. El psicólogo de Harvard Paul Harris contaba cómo, desde la tierna edad de dos años, los niños que celebran una fiesta de té con peluches dicen que uno de ellos se ha mojado cuando se le vuelca una taza sobre la cabeza, a pesar de que ellos lo notan seco cuando lo tocan; en realidad, saben que ese «mojado» es diferente del «mojado» cuando se hunde el peluche en la bañera.

Este aprendizaje es el que les lleva a comprender que los superhéroes no son reales, o que el Mickey Mouse del parque Disney no es realmente el único e insustituible Mickey Mouse en persona, ya que este último es solo un dibujo animado. Es curioso cómo para nosotros, los adultos, comprender este desarrollo de la mente infantil es complicado a pesar de que todos hemos pasado por ello.

Un ejemplo interesante es el de la magia navideña. La psicóloga Thalia Goldstein identificaba cinco fases en el desarrollo mental del niño, desde la creencia a pies juntillas en Santa Claus, pasando por la idea de que el Santa Claus del centro comercial no es el verdadero sino una especie de emisario mágico, a la de que es solo un representante autorizado, para comprender después que es un simple imitador del auténtico, hasta finalmente descubrir todo el pastel completo.

Pero de hecho, los propios psicólogos advierten de que todo esto no es tan nítido ni tan programado como podría parecer; por ejemplo, se ha propuesto que la incapacidad de diferenciar la realidad de la fantasía es una causa primaria de los miedos nocturnos de los niños, y esto puede persistir cuando ya saben conscientemente, al menos en apariencia, que los superhéroes o los monstruos no existen en carne y hueso.

Y aún más, es evidente que no solo los niños padecen miedos nocturnos, y que muchos adultos creen en fantasmas a pesar de no haberse podido verificar ni una sola prueba sólida de su existencia. Y que no pocos sufren pesadillas o tienen miedo de sufrirlas si ven una película de terror.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Así pues, parece que la ficción nos influye también a los mayores: lloramos cuando muere un personaje, aunque ese personaje jamás haya existido. Precisamente en estos días he recibido dos mensajes de lectores de mis novelas contando cómo les habían hecho llorar. Poder provocar emociones sinceras a través de historias y personajes que son cien por cien ficticios es, en mi opinión, el mayor privilegio de un escritor.

La influencia de la ficción se manifiesta en otros aspectos: el tabaco casi ha desaparecido de las películas –excepto en aquellas ambientadas en una época en la que se fumaba mucho más que ahora– porque se piensa que su representación puede incitar a su consumo, y un viejo debate siempre presente plantea cómo la violencia en el cine o en los videojuegos puede engendrar violencia real. Y aunque estas suposiciones sean como mínimo muy cuestionables, el principio general en el que pretenden basarse no es descartable: no somos inmunes a la ficción.

Pero ¿qué hay de las pseudociencias y las teorías de la conspiración? Se diría que hoy están más presentes que nunca entre nosotros. Y si bien es cierto que tal vez solo se trate de que internet y las redes sociales las han hecho más visibles, también lo es que esta mayor visibilidad tiene el potencial de atraer más adeptos. Hace unos días, mi colega Javier Salas contaba en El País cómo incluso una idea tan descabellada como el terraplanismo puede convencer a muchas personas simplemente con unos cuantos vídeos en YouTube, y cómo incluso los moderadores de estos contenidos conspiranoicos en Facebook acaban en muchos casos atrapados por estos engaños.

De todo esto surge una pregunta: ¿puede también la ficción convencer a sus espectadores de que las teorías de la conspiración son reales? Ayer mencionaba el ejemplo de Stranger Things, una estupenda serie de trama conspiranoica y paranormal, muy recomendable… siempre que se comprenda que es un mero entretenimiento y que nada de lo retratado es real. Pero ¿se comprende?

Esta es precisamente la pregunta que se hicieron tres psicólogos de las universidades de Bruselas y Cambridge. Los investigadores hacían notar que la influencia de la ficción en las personas ha sido ampliamente estudiada, como también lo han sido los mecanismos mentales que sostienen la creencia en conspiranoias. «Sin embargo, hasta la fecha estos dos campos han evolucionado por separado, y en nuestro conocimiento ningún estudio ha examinado empíricamente el impacto de las narrativas de conspiración en las creencias conspirativas en el mundo real», escribían los autores en su estudio, publicado el pasado año en la revista Frontiers in Psychology.

Los investigadores reunieron a cerca de 250 voluntarios, y a una parte de ellos los sentaron a ver un capítulo de otra mítica serie de televisión sobre conspiraciones, tal vez la serie de televisión sobre conspiraciones, que desde 1993 y casi hasta hoy –con algunas interrupciones– nos ha mantenido pegados a la tensión entre el conspiranoico Fox Mulder y la racional y escéptica Dana Scully; y que no es otra que Expediente X. Tanto los sujetos del experimento como el grupo de control fueron sometidos a un test para valorar sus creencias y opiniones y la posible influencia del episodio sobre ellas.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Y el resultado fue… negativo. «No observamos un efecto de persuasión narrativa», escribían los investigadores, concluyendo que su estudio «apoya fuertemente la ausencia de un efecto positivo de la exposición a material narrativo en la creencia en teorías de conspiración».

Para quienes procedemos de ciencias empíricas más puras, la psicología experimental tiene el enorme valor de aportar una solidez científica que cuesta encontrar en otras ramas de la psicología; por ejemplo, la clásica acusación de pseudociencia contra el psicoanálisis freudiano se basa en que se desarrolló como sistema basado en la observación, no en la evidencia. Esto incluye el hecho de que Freud fundó su método sobre premisas que eran simples intuiciones. Y esto a su vez está muy presente en mucha de la psicología de divulgación que se escucha por ahí, justificada más por el argumento de autoridad –la «voz del experto»– que por la prueba científica (incluso aunque esta exista).

En este caso concreto, sería fácil escuchar a cualquiera de esos psicólogos radiotelevisivos disertar sobre cómo las conspiraciones de ficción moldean la mente de la gente. Y todos nos lo creeríamos, porque resulta razonable, plausible. Tanto que los autores del estudio esperaban que su experimento lo confirmara. Pero a la hora de llevar la teoría al laboratorio, se han encontrado con una conclusión que les ha sorprendido: «Nuestras hipótesis primarias han sido refutadas», escriben. Y esto es lo grandioso de la ciencia: reconocer que uno se ha equivocado cuando las pruebas así lo manifiestan.

Ahora bien, podríamos pensar que no es lo mismo ver un solo episodio de una serie conspiranoica como Expediente X que someterse a un tratamiento intensivo de varias temporadas en régimen de binge-watching, sobre todo en el caso de espectadores con ciertos perfiles psicológicos concretos. Esto es lo que distingue a la ciencia de lo que no lo es; uno no puede llevar sus conclusiones más allá de lo que dicen los datos derivados de las condiciones experimentales concretas. Los autores escriben: «Serían bienvenidos los estudios longitudinales examinando el impacto de la exposición a series conspiracionistas durante periodos de tiempo mucho más largos».

Pero hay un mensaje clave con el que deberíamos quedarnos. Y es que, si existe algún ligero efecto sugerido por el estudio, aunque estadísticamente dudoso, es el contrario al esperado: «De hecho, la exposición a un episodio de Expediente X parece disminuir, en lugar de aumentar, las creencias conspirativas», escriben los autores. Es lo que se conoce como efecto bumerán: «Las personas pueden percibir el mensaje persuasivo como un intento de restringir su libertad de pensamiento o expresión y por tanto reafirmarse en esta libertad rechazando la actitud defendida por el mensaje».

Lo cual tiene una implicación esencial que he comentado y defendido aquí a menudo: pensar que las pseudociencias se combaten simplemente con más formación-información-divulgación científica es un gran error. Es insultar a los conspiranoicos atribuyéndoles una simpleza mental que dista mucho de la realidad; también en el caso del mensaje científico, el efecto bumerán actúa poderosamente en las personas que apoyan las pseudociencias. Como decían en Expediente X, la verdad está ahí fuera. Pero la gran pregunta es cómo convencer a los conspiranoicos de que no es la que ellos creen.