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¿Qué es más probable, ganar el Euromillones o morir por un asteroide?

Me ha llamado la atención estos días que el sorteo de Euromillones se publicite apelando a la creencia en el destino, la idea según la cual –si no estoy mal informado– aquello que ocurre está ya previamente programado en alguna especie de superordenador universal, sin que los seres que pululamos por ahí podamos hacer nada para cambiarlo. «No existe la casualidad», dice una cuña en la radio.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Pero mientras nadie demuestre lo contrario, el destino es algo que sencillamente no existe (aunque hay alguna hipótesis tan loca como interesante por ahí, de la que si acaso ya hablaré otro día). Es solo una superstición.

Seguramente pensarán ustedes que hay otros asuntos más importantes de los que preocuparse. Y tienen razón. Pero muchos de ellos no tienen cabida en este blog. En cambio, sí la tiene que la publicidad trate de incitar a los consumidores a comprar un producto sobre una estrategia comercial basada en una idea de cuya realidad no existe ninguna prueba. ¿Imaginan la reacción pública si los anuncios de Euromillones presentaran al feliz ganador del premio porque ha rezado para conseguirlo? Esto es hoy casi impensable. En cambio, la idea del destino resulta más popular porque encaja con la plaga de los movimientos New Age.

Es curioso que en España y en otros países el sector de la publicidad funcione por un sistema de autorregulación. Probablemente los expertos en la materia, entre los que no me cuento, me corregirían con el argumento de que esto no significa un cheque en blanco, sino que este autocontrol se inscribe en un marco legal establecido por las autoridades. Y no lo dudo; pero ¿qué sucedería si a otros sectores se les confiara la función de policías de sí mismos? ¿Encontrarían aceptable que se hiciera lo mismo con las farmacéuticas o los fabricantes de juguetes?

Prueba de que este autocontrol no es tan «veraz» como afirma ser es la abundancia de campañas que pasan este autofiltro con proclamas no apoyadas en ningún tipo de evidencia válida, y que a menudo tienen que ser denunciadas por los verdaderos vigilantes, asociaciones de consumidores y otras entidades ciudadanas.

El problema es que estas organizaciones solo pueden denunciar a posteriori, cuando gran parte del daño ya está hecho y alguien ya se ha lucrado vendiendo miles de pulseras mágicas del bienestar. ¿Se han fijado en que cierta marca alimentaria ha retirado de la publicidad de un producto las alegaciones de efectos beneficiosos para la salud, y que ahora limita sus proclamas a algo así como «sentirse bien» (un argumento irrefutable)? Sin embargo, el propósito ya está conseguido: doy fe de que al menos algún colegio incluye específicamente el nombre de dicha marca comercial en su información a los padres sobre qué alimentos están recomendados/permitidos en las meriendas de los niños.

Otro ejemplo lo tenemos en ciertos suplementos alimentarios que prometen beneficios de dudoso aval científico, y que en algunos casos se escudan en el presunto respaldo de organizaciones médicas privadas. Lo que no es sino un acuerdo comercial; es decir, un apoyo compensado económicamente. En el caso de uno de estos productos, sujeto a gran polémica pero que continúa anunciándose impunemente en la tele, incluso un portavoz de la organización médica en cuestión tuvo que reconocer a un medio que «daño no hacen».

Pero volviendo al caso de Euromillones, hay un agravante, y es que el sorteo en España depende de Loterías y Apuestas del Estado. Es decir, que entre todos estamos sosteniendo una campaña publicitaria cuyo mensaje es convencer a la gente de que tienen que comprar un boleto porque podría estar escrito desde hace años que van a ganar el gran premio. Insinuaciones como esta ya no aparecen siquiera en los anuncios nocturnos de videntes, que se cuidan muy bien de evitar cualquier referencia a la adivinación para no caer en la publicidad engañosa, preséntadose en su lugar casi como si fueran psicoterapeutas titulados.

Lo común, y lo legítimo, es que las loterías se anuncien con argumentos emocionales: sueños y deseos, o en el caso del sorteo de Navidad, los mensajes típicos de las fechas. Cada año participo en la lotería de Navidad como una tradición; no como una inversión, sino como un gasto navideño más. Nunca me he tocado ningún premio importante y sé que nunca me tocará. Respecto a los sorteos en general, siempre recuerdo aquella cita que se atribuye al matemático Roger Jones, profesor emérito de la Universidad DePaul de Chicago: «I guess I think of lotteries as a tax on the mathematically challenged«, o «pienso en las loterías como un impuesto para los que no saben matemáticas».

Y eso que las posibilidades de echar el lazo al Gordo de Navidad son casi astronómicas en comparación con sorteos como el Euromillones. A los matemáticos no suele gustarles demasiado que se hable de probabilidad en estos casos, ya que la cifra es irrelevante a efectos estadísticos. Prefieren hablar de esperanza matemática, cuyo valor determina si de un juego podemos esperar, como promedio, ganar o perder algo de dinero con nuestras apuestas. Y lógicamente, el negocio de las loterías se basa en que generalmente la esperanza matemática es desfavorable para el jugador.

Pero con permiso de los estadísticos, es dudoso que el jugador habitual del Euromillones realmente considere la esperanza matemática de unos sorteos en relación a otros con el fin de averiguar con cuáles de ellos puede llegar a final de año habiendo ganado algunos euros más de los que ha invertido. Este valor es útil para comparar unos juegos de azar con otros; pero si los organizadores de una lotería contaran con los jugadores profesionales, destacarían estos datos en su publicidad.

Para el jugador medio, el cebo es el bote: cuanto más bote, más juegan. Y la esperanza matemática les dirá muy poco, incluso comparando la de unos sorteos del Euromillones con otros del mismo juego. Para quien muerde el anzuelo, es más descriptivo comparar la probabilidad de hacerse millonario al instante con la de, por ejemplo, morir a causa de la caída de un meteorito.

Y aquí vienen los datos. La probabilidad de ganar el Euromillones (combinaciones de 50 elementos tomados de 5 en 5, multiplicado por combinaciones de 12 elementos tomados de 2 en 2) es de una entre 139.838.160. Repito con todas las letras: la probabilidad de ganar el Euromillones es de una entre ciento treinta y nueve millones ochocientas treinta y ocho mil ciento sesenta. O expresado en porcentaje, aproximadamente del 0,0000007%.

Y a efectos de esas comparaciones de probabilidad que no interesan a quien piensa en el Euromillones como posible alternativa a la ruleta o a las carreras de caballos, pero que sí interesan (o deberían hacerlo) a quien piensa en el Euromillones como posible alternativa a trabajar toda la vida, he aquí unos datos que tomo del experto en desastres naturales Stephen Nelson, de la Universidad Tulane (EEUU), y que estiman la probabilidad de terminar nuestros días por cada una de las causas que se detallan a continuación (datos para EEUU; algunos variarían en nuestro país, como los casos de tornado o accidente con arma de fuego):

Accidente de tráfico 1 entre 90
Asesinato 1 entre 185
Incendio 1 entre 250
Accidente con arma de fuego 1 entre 2.500
Ahogamiento 1 entre 9.000
Inundación 1 entre 27.000
Accidente de avión 1 entre 30.000
Tornado 1 entre 60.000
Impacto global de asteroide o cometa 1 entre 75.000
Terremoto 1 entre 130.000
Rayo 1 entre 135.000
Impacto local de asteroide o cometa 1 entre 1.600.000
Envenenamiento por botulismo 1 entre 3.000.000
Ataque de tiburón 1 entre 8.000.000
Ganar el bote del Euromillones 1 entre 139.838.160

Conclusión: según los datos de Nelson, es unas 87 veces más probable morir a causa del impacto de un asteroide o un cometa que ganar el bote del Euromillones. Todo esto, claro, siempre que uno crea en el azar. Pero hasta ahora no parece que exista una alternativa real, diga lo que diga la publicidad.