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¿Influyen las series de televisión en las creencias conspiranoicas?

Decíamos ayer que, según los estudios de los psicólogos, los niños aprenden a diferenciar la realidad de la ficción entre los tres y los cinco años. Lo cual no quiere decir que abandonen la fantasía; por ejemplo, el suelo es lava, pero ellos saben que realmente no lo es. El psicólogo de Harvard Paul Harris contaba cómo, desde la tierna edad de dos años, los niños que celebran una fiesta de té con peluches dicen que uno de ellos se ha mojado cuando se le vuelca una taza sobre la cabeza, a pesar de que ellos lo notan seco cuando lo tocan; en realidad, saben que ese «mojado» es diferente del «mojado» cuando se hunde el peluche en la bañera.

Este aprendizaje es el que les lleva a comprender que los superhéroes no son reales, o que el Mickey Mouse del parque Disney no es realmente el único e insustituible Mickey Mouse en persona, ya que este último es solo un dibujo animado. Es curioso cómo para nosotros, los adultos, comprender este desarrollo de la mente infantil es complicado a pesar de que todos hemos pasado por ello.

Un ejemplo interesante es el de la magia navideña. La psicóloga Thalia Goldstein identificaba cinco fases en el desarrollo mental del niño, desde la creencia a pies juntillas en Santa Claus, pasando por la idea de que el Santa Claus del centro comercial no es el verdadero sino una especie de emisario mágico, a la de que es solo un representante autorizado, para comprender después que es un simple imitador del auténtico, hasta finalmente descubrir todo el pastel completo.

Pero de hecho, los propios psicólogos advierten de que todo esto no es tan nítido ni tan programado como podría parecer; por ejemplo, se ha propuesto que la incapacidad de diferenciar la realidad de la fantasía es una causa primaria de los miedos nocturnos de los niños, y esto puede persistir cuando ya saben conscientemente, al menos en apariencia, que los superhéroes o los monstruos no existen en carne y hueso.

Y aún más, es evidente que no solo los niños padecen miedos nocturnos, y que muchos adultos creen en fantasmas a pesar de no haberse podido verificar ni una sola prueba sólida de su existencia. Y que no pocos sufren pesadillas o tienen miedo de sufrirlas si ven una película de terror.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Así pues, parece que la ficción nos influye también a los mayores: lloramos cuando muere un personaje, aunque ese personaje jamás haya existido. Precisamente en estos días he recibido dos mensajes de lectores de mis novelas contando cómo les habían hecho llorar. Poder provocar emociones sinceras a través de historias y personajes que son cien por cien ficticios es, en mi opinión, el mayor privilegio de un escritor.

La influencia de la ficción se manifiesta en otros aspectos: el tabaco casi ha desaparecido de las películas –excepto en aquellas ambientadas en una época en la que se fumaba mucho más que ahora– porque se piensa que su representación puede incitar a su consumo, y un viejo debate siempre presente plantea cómo la violencia en el cine o en los videojuegos puede engendrar violencia real. Y aunque estas suposiciones sean como mínimo muy cuestionables, el principio general en el que pretenden basarse no es descartable: no somos inmunes a la ficción.

Pero ¿qué hay de las pseudociencias y las teorías de la conspiración? Se diría que hoy están más presentes que nunca entre nosotros. Y si bien es cierto que tal vez solo se trate de que internet y las redes sociales las han hecho más visibles, también lo es que esta mayor visibilidad tiene el potencial de atraer más adeptos. Hace unos días, mi colega Javier Salas contaba en El País cómo incluso una idea tan descabellada como el terraplanismo puede convencer a muchas personas simplemente con unos cuantos vídeos en YouTube, y cómo incluso los moderadores de estos contenidos conspiranoicos en Facebook acaban en muchos casos atrapados por estos engaños.

De todo esto surge una pregunta: ¿puede también la ficción convencer a sus espectadores de que las teorías de la conspiración son reales? Ayer mencionaba el ejemplo de Stranger Things, una estupenda serie de trama conspiranoica y paranormal, muy recomendable… siempre que se comprenda que es un mero entretenimiento y que nada de lo retratado es real. Pero ¿se comprende?

Esta es precisamente la pregunta que se hicieron tres psicólogos de las universidades de Bruselas y Cambridge. Los investigadores hacían notar que la influencia de la ficción en las personas ha sido ampliamente estudiada, como también lo han sido los mecanismos mentales que sostienen la creencia en conspiranoias. «Sin embargo, hasta la fecha estos dos campos han evolucionado por separado, y en nuestro conocimiento ningún estudio ha examinado empíricamente el impacto de las narrativas de conspiración en las creencias conspirativas en el mundo real», escribían los autores en su estudio, publicado el pasado año en la revista Frontiers in Psychology.

Los investigadores reunieron a cerca de 250 voluntarios, y a una parte de ellos los sentaron a ver un capítulo de otra mítica serie de televisión sobre conspiraciones, tal vez la serie de televisión sobre conspiraciones, que desde 1993 y casi hasta hoy –con algunas interrupciones– nos ha mantenido pegados a la tensión entre el conspiranoico Fox Mulder y la racional y escéptica Dana Scully; y que no es otra que Expediente X. Tanto los sujetos del experimento como el grupo de control fueron sometidos a un test para valorar sus creencias y opiniones y la posible influencia del episodio sobre ellas.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Y el resultado fue… negativo. «No observamos un efecto de persuasión narrativa», escribían los investigadores, concluyendo que su estudio «apoya fuertemente la ausencia de un efecto positivo de la exposición a material narrativo en la creencia en teorías de conspiración».

Para quienes procedemos de ciencias empíricas más puras, la psicología experimental tiene el enorme valor de aportar una solidez científica que cuesta encontrar en otras ramas de la psicología; por ejemplo, la clásica acusación de pseudociencia contra el psicoanálisis freudiano se basa en que se desarrolló como sistema basado en la observación, no en la evidencia. Esto incluye el hecho de que Freud fundó su método sobre premisas que eran simples intuiciones. Y esto a su vez está muy presente en mucha de la psicología de divulgación que se escucha por ahí, justificada más por el argumento de autoridad –la «voz del experto»– que por la prueba científica (incluso aunque esta exista).

En este caso concreto, sería fácil escuchar a cualquiera de esos psicólogos radiotelevisivos disertar sobre cómo las conspiraciones de ficción moldean la mente de la gente. Y todos nos lo creeríamos, porque resulta razonable, plausible. Tanto que los autores del estudio esperaban que su experimento lo confirmara. Pero a la hora de llevar la teoría al laboratorio, se han encontrado con una conclusión que les ha sorprendido: «Nuestras hipótesis primarias han sido refutadas», escriben. Y esto es lo grandioso de la ciencia: reconocer que uno se ha equivocado cuando las pruebas así lo manifiestan.

Ahora bien, podríamos pensar que no es lo mismo ver un solo episodio de una serie conspiranoica como Expediente X que someterse a un tratamiento intensivo de varias temporadas en régimen de binge-watching, sobre todo en el caso de espectadores con ciertos perfiles psicológicos concretos. Esto es lo que distingue a la ciencia de lo que no lo es; uno no puede llevar sus conclusiones más allá de lo que dicen los datos derivados de las condiciones experimentales concretas. Los autores escriben: «Serían bienvenidos los estudios longitudinales examinando el impacto de la exposición a series conspiracionistas durante periodos de tiempo mucho más largos».

Pero hay un mensaje clave con el que deberíamos quedarnos. Y es que, si existe algún ligero efecto sugerido por el estudio, aunque estadísticamente dudoso, es el contrario al esperado: «De hecho, la exposición a un episodio de Expediente X parece disminuir, en lugar de aumentar, las creencias conspirativas», escriben los autores. Es lo que se conoce como efecto bumerán: «Las personas pueden percibir el mensaje persuasivo como un intento de restringir su libertad de pensamiento o expresión y por tanto reafirmarse en esta libertad rechazando la actitud defendida por el mensaje».

Lo cual tiene una implicación esencial que he comentado y defendido aquí a menudo: pensar que las pseudociencias se combaten simplemente con más formación-información-divulgación científica es un gran error. Es insultar a los conspiranoicos atribuyéndoles una simpleza mental que dista mucho de la realidad; también en el caso del mensaje científico, el efecto bumerán actúa poderosamente en las personas que apoyan las pseudociencias. Como decían en Expediente X, la verdad está ahí fuera. Pero la gran pregunta es cómo convencer a los conspiranoicos de que no es la que ellos creen.

¿Importa que Iker Casillas crea en la conspiración lunar? Sí, por esto

Ya tenemos la nueva tontería en internet: el futbolista Iker Casillas publica en su cuenta de Twitter (copio literalmente): “El año que viene se cumplen 50 años (supuestamente) que el hombre pisó la Luna. Estoy en una cena con amigos… discutiendo sobre ello. Elevo la tertulia a público! Creéis que se pisó? Yo no!”. Seguidamente, el deportista lanza una encuesta para que sean sus seguidores quienes escriban la verdad histórica sobre la misión Apolo 11.

Como no me interesan los deportes, ni tampoco otros espectáculos relacionados como el fútbol, nunca habría dejado caer el cursor de mi pantalla sobre el epígrafe “Iker Casillas” en las tendencias de Twitter, pero me llega la noticia por otra vía indirecta y casi me obliga a comentar; mejor dicho, me viene que ni pintado para comentar. No con el fin malicioso de ridiculizar al personaje, que ni fu ni fa; creo que este futbolista concreto es de los que suelen caer simpáticos, pero personalmente tanto me da. En cambio y como voy a explicar, la anécdota de Casillas y la conspiranoia lunar me viene al pelo para introducir algo que quería dejar aquí dicho sobre la ciencia y las pseudociencias en un próximo artículo, antes de poner Ciencias Mixtas en “off” hasta la vuelta de las vacaciones.

Iker Casillas en 2012. Imagen de Майоров Владимир / Wikipedia.

Iker Casillas en 2012. Imagen de Майоров Владимир / Wikipedia.

No pretendo insultar al decir que Casillas es un ignorante, dado que no se trata de “ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones”, sino solo describir, dado que evidentemente “ignora o desconoce algo” y “carece de conocimientos” sobre esta materia concreta. Como no sería un insulto decir que yo soy un pésimo futbolista, sino una realidad (supongo, dado que realmente no lo he probado). Además y para quienes defendemos que la ciencia también es cultura, a Casillas se le puede aplicar también el último pedacito definitorio del diccionario, que “carece de cultura”. Científica, al menos.

Porque obviamente, Casillas –como muchos conspiranoicos lunáticos lunares– ignora no ya que Armstrong y Aldrin pisaran la Luna, algo que él no diría ignorar, sino cuestionar; lo que realmente ignora es que en los años posteriores otras cinco misiones más también se posaron en la Luna; que de allí se trajeron casi 400 kilos de suelo y roca que se repartieron por el mundo y se han estudiado extensamente; que estas investigaciones han modelado en gran parte lo que la ciencia hoy sabe sobre el origen de la Luna; que los restos de aquellas expediciones se han fotografiado desde la órbita lunar en misiones posteriores no tripuladas; que una buena parte de lo que ahora se hace en el espacio sigue lo aprendido de los éxitos y fracasos del programa Apolo; y que algunos tipos, como los tres tripulantes del Apolo 1, dieron sus vidas para hacer posible todo aquello de lo que hoy cualquiera se permite frivolizar sin el menor conocimiento (y en mi sola opinión, es este coste en vidas humanas lo que a menudo convierte la negación en negacionismo).

Pero como ya comenté aquí a propósito del presentador y locutor Javier Cárdenas y su creencia en el timo que relaciona las vacunas y el autismo, ¿importa algo lo que piense Iker Casillas sobre la ciencia o su historia?

Objetivamente, podría pensarse que importa tanto como lo que un ignorante sobre fútbol (yo) pueda decir sobre este espectáculo de masas. Un motivo para unas risas y algún comentario sardónico, como los que ya han aparecido en Twitter sobre el Real Madrid y los montajes de Franco, o sobre la asesoría legal de la que cobra el deportista por prestar su recomendación.

Pero también objetivamente, lo cierto es que lo que alguien como yo opine sobre fútbol solo importa a mis amigos, familiares y algún seguidor o lector despistado, mientras que el menor sonido corporal de un futbolista suscita el interés, y probablemente influye en la opinión, de millones de personas.

Y aunque evidentemente el bulo vacunas-autismo es enormemente dañino, mientras que el de la conspiración lunar parece inofensivo, en el fondo ambos son muestras del mismo fenómeno: según lo detallado más arriba, el “poner el pie en la Luna” no es solo “poner el pie en la Luna”; no es un hecho anecdótico aislado, sino una parte (pequeño paso, gran salto, para quien no lo entendiera) de un proceso continuo de trabajo y progreso científico que sigue un método y que va rindiendo infinidad de resultados parciales, que son los que se difunden al gran público.

Así, problemas como el de Casillas surgen cuando se conocen los resultados (el pie de Armstrong en la Luna), pero no el método (el proceso seguido para llegar a ese momento). Como explicaré mañana, en este conocimiento de los resultados científicos que no va acompañado por un conocimiento del proceso científico es donde radica en buena medida la creencia no solo en el bulo vacunas-autismo o en la conspiración lunar, sino en las pseudociencias en general. Y por tanto, donde puede estar la clave para erradicarlas.

¿Quién teme al científico feroz? (Feliz Halloween)

Aldous Huxley hizo algo que a un servidor le gustaría hacer, si no fuera porque ya lo hizo Aldous Huxley: escribir dos novelas con el mismo planteamiento, una sociedad gobernada por la ciencia, pero con resultados contrapuestos. En la primera y más famosa, la distópica Un mundo feliz (1932), un régimen solapadamente tiránico empleaba la ciencia para subyugar y entontecer a la población. La segunda, La isla (1962), una obra de madurez, retrataba la utopía de una comunidad que se servía de la ciencia como instrumento de libertad y progreso.

El Doctor Nefario, el científico loco de 'Gru'. Imagen de Universal Pictures.

El Doctor Nefario, el científico loco de ‘Gru’. Imagen de Universal Pictures.

En el intervalo entre una y otra, a modo de prólogo a una edición posterior de Un mundo feliz, Huxley anticipó la idea que después plasmaría en La isla como una alternativa de escape para el Salvaje, el personaje central de la primera: la ciencia y la tecnología hechas al servicio del hombre, y no al contrario «como en la actualidad», escribía.

Este experimento literario de Huxley fue tan oportuno como visionario. La época en la que le tocó vivir, primeros dos tercios del siglo XX, fue la de la generalización de los grandes avances científicos y tecnológicos que transformaron radicalmente la vida común como nunca antes en un plazo tan breve de la historia: la electricidad, la mecanización de los hogares y las oficinas, el teléfono, el automóvil, el avión, la medicina moderna, la televisión, el cine, la comida rápida… Huxley juzgaba que aquella invasión de la sociedad por la ciencia y la tecnología no se estaba encaminando hacia el bien de la humanidad, y quiso dejar constancia de cómo veía las cosas y de cómo le gustaría verlas, ya que probablemente comprendía que la ciencia y la tecnología habían llegado al barrio no solo para quedarse, sino para crecer y multiplicarse.

Hoy la ciencia está más presente que nunca en la vida pública. Muchos de los asuntos que preocupan en la calle tienen una amplia vertiente científica o tecnológica, como demuestran ejemplos recientes. Decía Ernesto Guevara, si es que lo dijo, que un pueblo que no sabe leer ni escribir es fácil de engañar. La alfabetización aún pendiente es la científica; hoy un pueblo que no sabe ciencia es fácil de engañar, como también demuestran ejemplos recientes.

Quizá porque este protagonismo de la ciencia en los asuntos de interés es a veces demasiado subrepticio, casi clandestino, no llega a comprenderse bien la necesidad de que crezca en igual grado la presencia en funciones de responsabilidad de quienes pueden explicar y conducir estas materias, científicos, ingenieros, matemáticos. Persisten enormes reticencias hacia la participación de la ciencia en la toma de decisiones, por parte de quienes prefieren vivir en la ignorancia o, sencillamente, viven de ella.

Este artículo de hoy, víspera de la noche de Halloween, trata sobre el miedo. Pero sobre un miedo particular, el miedo a la ciencia. Ignoro si tiene un nombre formal porque no lo he encontrado en las listas de fobias descritas, pero es evidente que forma parte arraigada de nuestro ser: muchas de las grandes obras del género de terror se basan en explotar este temor del ser humano a lo que algún científico loco puede hacer para eliminarnos o esclavizarnos, desde Frankenstein hasta Gru. No hay malo de James Bond que no emplee a un científico, o lo sea él mismo, para alcanzar sus perversos objetivos. Mi hijo de 10 años, que empieza a hacer sus pinitos como juntaletras, ya escribe cuentos sobre científicos locos que crean horribles seres mutantes en laboratorios ultrasecretos.

Los sociólogos suelen apuntar que un signo de las sociedades menos desarrolladas es el temor a la ciencia como un agente desconocido y amenazador. Tenemos ejemplos de ello, como las revueltas en algunos países africanos contra las campañas de vacunación, o las agresiones sufridas por algunos médicos extranjeros durante la crisis del ébola. En los países desarrollados estos miedos son menos prevalentes, pero se sofistican al tiempo que se marginalizan hacia un fenómeno de frontera: el de las teorías de la conspiración.

Recientemente estuve en contacto con Sebastián Diéguez, un neuropsicólogo suizo de ascendencia española que trabaja en la Universidad de Friburgo. Diéguez lleva un enfoque investigador muy interesante; recientemente ha publicado un estudio en el que indaga en la mente de los conspiranoicos. A propósito de esto, me comentaba que las investigaciones de otros expertos revelan «un vínculo entre la creencia en teorías conspirativas y el rechazo de la ciencia».

Hay ejemplos muy conocidos; quizá el más popular sea el de las misiones lunares. Mi película de anoche fue Capricornio Uno, dirigida por Peter Hyams en 1977. Cuenta la historia de una misión a Marte que resulta inviable antes de ponerse en marcha. En lugar de cancelarla, el gobierno de EE. UU. decide seguir adelante, lanzar el cohete vacío sin tripulación y recluir a los astronautas en un remoto emplazamiento en el desierto, donde graban las escenas de Marte en un estudio de televisión. El plan era desviar la trayectoria de vuelta de la nave para que amerizara muy lejos de lo planeado, dando así tiempo para que un helicóptero llevara a los tripulantes hasta la cápsula. Pero surge un problema: durante la reentrada en la atmósfera, la nave se fríe debido a un fallo en el escudo térmico. El accidente solo deja una opción, eliminar a los astronautas para que no se descubra el montaje.

La ciencia es protagonista de otras muchas teorías de conspiración relacionadas con las vacunas, los cultivos transgénicos, el cambio climático o las farmacéuticas. Diéguez añadía: «También, si piensas en los principales casos de rechazo a la ciencia, como la creencia en el creacionismo, casi automáticamente requieren algún tipo de encubrimiento: la razón para que tantos expertos y biólogos acepten la teoría de la evolución TIENE QUE SER una conspiración, si realmente la teoría es tan obviamente falsa y fallida». El neuropsicólogo agregaba que durante su investigación se había encontrado con muchas trabas, porque los conspiranoicos tendían a pensar que él mismo formaba parte de una conspiración. «¡No es una población fácil de estudiar!», decía.

De propina, y sin otro motivo que festejar la noche más terrorífica del año, aquí les dejo un par de vídeos de los reyes del Horror Punk, que no son otros que los Misfits. Felices sustos.