‘El club de la medianoche’, la ciencia y la fe

A veces ocurre que a algún conocido le sorprende la afición de un servidor al cine y la literatura de terror, incluyendo el terror sobrenatural. Se asume, al parecer, que el efecto de estas películas radica en que el espectador crea que lo narrado es o podría ser real. Pero ¿dónde deja esto a gran parte de la ficción? ¿No podemos disfrutar de El señor de los anillos o de Star Wars sabiendo que los mundos de Tolkien o de George Lucas son completamente ficticios, inventados, irreales? El terror es fantasía, aunque sea en clave siniestra; para el terror no fantástico tenemos otra palabra, thriller. Y la fantasía es evasión. Justo lo que en muchas ocasiones buscamos cuando abrimos un libro o nos sentamos frente a una pantalla.

De hecho, es curioso que en el mundo de la ciencia exista bastante de eso que se llama frikismo, tal vez para compensar que el mundo real no es fantástico. Para los aficionados a la fantasía no hay la menor necesidad de un parangón con la realidad en el éxito de una película de terror; simplemente gusta o no. Por mi parte, algo de la clave de esto reside también en que exista en esa sobrenaturalidad una lógica interna coherente, unas reglas que guíen la trama y a las que la historia se ciña. Es decir, que no se tire del recurso facilón de romper dichas reglas al final para crear un plot twist o un final inesperado que sorprenda al espectador o al lector. Porque esto también tiene una denominación en lengua extranjera, aunque en este caso no en inglés, sino en latín: Deus ex machina.

Pero, obviamente, el interés aumenta cuando además hay una discusión subyacente entre realidad y fantasía, entre naturalidad y sobrenaturalidad, entre ciencia y fe, ya que esto añade una capa de pintura más a la trama que no se queda solo en el entretenimiento. Existen buenos ejemplos de películas, evito spoilers, en los que una historia aparentemente sobrenatural acaba revelándose como un montaje perfectamente natural. Esto ocurre siempre a este lado de la pantalla o de las páginas; pero, al otro lado, no necesariamente atraer la fantasía a la realidad la hace más valiosa, ni necesariamente mejora el resultado de la película o del libro. Aunque, esto sí, da ocasión a comentar esa confrontación, e incluso a ilustrar algo de ciencia.

Hoy traigo aquí un brillante ejemplo de esto, El club de la medianoche, serie recientemente estrenada en Netflix. Como muchos, llegué a ella por el nombre de quien está detrás, Mike Flanagan, un especialista en el género que últimamente está destacando por su talento.

En La maldición de Hill House Flanagan triunfó en un terreno pantanoso, el subgénero de las casas encantadas, tan pisoteado ya que hoy es difícil arrancar al espectador otra cosa que no sean bostezos. Con La maldición de Bly Manor supo dar otra vuelta de tuerca a Otra vuelta de tuerca de Henry James, un libro tan archiversionado que cada nueva y enésima adaptación suele estar casi condenada al naufragio, como ocurrió con una película también reciente. Siguió con Misa de medianoche, sin duda mi favorita absoluta, la más personal del autor, la primera no basada en libros de otros; su propio proyecto largamente anhelado que, irónicamente, fue rechazado antes del éxito de Hill House. Y que me pareció tan inteligentemente original que hasta bien entrada la serie uno aún no está seguro de qué quiere contarnos.

Imagen promocional de ‘El club de la medianoche’. Imagen de Netflix.

Como simple espectador no tengo el criterio experto para analizar las claves que hacen de las obras de Flanagan piezas tan hipnóticas y envolventes. Pero particularmente me atrapan la construcción de los personajes y las magníficas interpretaciones de un reparto que suele repetir parcialmente en todas sus series, y que incluye descubrimientos brutales como Samantha Sloyan. Y añadamos a esto el atrevimiento de rehuir ese cliché actual de escenas rápidas y diálogos cortitos para que el espectador no se aburra y cambie a otra cosa.

Pero vayamos a El club de la medianoche, basada en varios libros del escritor de terror juvenil Christopher Pike. Debería empezar por una breve sinopsis, si bien realmente sobraría: quien ya la haya visto no la necesita. Y, quien no, debería abstenerse de leer esto; porque, aviso, inevitablemente en lo que sigue hay spoilers, aunque no revelaré el inquietante final.

Resulta que hay un gran caserón llamado Brightcliffe cuya propietaria, una médica, lo dedica a residencia para adolescentes con cáncer terminal, desahuciados. Allí no se les curará de su enfermedad; solo reciben cuidados paliativos. Simplemente se les ofrece un lugar donde pasar sus últimos meses en tranquilidad y compañía, arropados por otros jóvenes en su misma situación.

Así contado, podría parecer un argumento centrado en la exploración de la autoayuda y el pensamiento positivo. Nada de esto.

La nueva incorporación a Brightcliffe es una chica de 18 años recién cumplidos, Ilonka, que ha visto truncados sus planes de ingresar en la universidad por el cáncer que la matará sin remedio. Pero Ilonka oculta un secreto: ha querido ingresar en aquel centro porque leyó acerca de la curación inesperada de una joven hace años, sin razón médica aparente, por causas oscuras posiblemente relacionadas con las prácticas de una secta que ocupó la casa tiempo atrás. Alberga la esperanza de desentrañar el misterio de lo que sucedió y poder acceder a ese milagro curativo.

En Brightcliffe Ilonka es recibida con actitudes dispares por los otros siete adolescentes. Pronto descubre que también ocultan un secreto: por las noches burlan el toque de queda de la residencia para reunirse en la biblioteca y contar historias de miedo, en las que los chicos vierten experiencias reales de sus vidas y, sobre todo, sus temores y anhelos más hondos. Pero los integrantes del club de la medianoche guardan además un juramento: cuando uno de ellos muera, desde el más allá enviará una señal inequívoca a los demás para confirmarles que existe vida después de la muerte.

Detengo la sinopsis aquí, añadiendo solo que en Brightcliffe, cómo no, acontecen fenómenos extraños y apariciones fantasmales, que se van sucediendo y enrevesando a medida que Ilonka avanza en su investigación y se van desarrollando y desenrollando las relaciones entre los personajes.

Pero ocurre algo: ya avanzada la serie uno se percata de que, en realidad y pese a todo, en el fondo no hay nada paranormal en lo que está sucediendo. Las historias que cuentan los chicos están pobladas de maldiciones, fantasmas y apariciones, pero es solo su imaginación, la ficción dentro de la ficción. Las visiones que tienen en la casa se atribuyen a la fuerte medicación que reciben, algo que se repite una y otra vez; peculiarmente, son propias de cada cada uno, como si tuvieran sus fantasmas particulares, su propia manera personal de alucinar en la que integran sus miedos y ansiedades. En una ocasión uno de ellos escucha una llamada espectral por un interfono. Luego se revela que fue obra de otra de las chicas, cristiana devota, porque el destinatario de la llamada estaba perdiendo la fe.

A lo largo de la serie hay una confrontación entre realidad y creencias en la que Ilonka se debate, a medida que descubre detalles sobre la antigua secta. Quiere creer en todas las milongas que una misteriosa vecina de la propiedad, que tiene una pequeña explotación de productos naturales —interpretada por esa gran Sloyan—, le cuenta sobre la energía de la casa, el flujo de sus líneas y todo ese lenguaje tan típicamente New Age. Pero descubre que bajo ello solo se ocultan el fanatismo y la maldad. «Esas ideas son un cáncer», le advierte la doctora. Cuando se revela que uno de los residentes pronto se marchará a casa, Ilonka cree que es ella, y que el ritual que ha copiado del culto de la secta ha obrado su milagrosa curación. Pero no es ella, y no hay tal curación, sino un error en el diagnóstico de otra de las chicas.

Finalmente Ilonka debe aceptar la realidad: no hay milagros. Ni las hierbas ni los rituales sirven de nada. En la realidad no existe la magia.

Lo curioso, lo que distingue a El club de la medianoche de otros ejemplos de confrontación entre la realidad de lo natural y la ilusión de lo sobrenatural, es que en muchos de estos casos suele haber un engaño, un montaje. Lo cual permite cargar la responsabilidad en sus autores y exonerar a sus víctimas. Los magos, especialistas en confundirnos con ilusiones, han sido grandes desbancadores de patrañas: Houdini dedicó una etapa de su vida a destapar los fraudes de los médiums de su tiempo, y James Randi fue otro gran azote de los embaucadores, llegando a ofrecer un premio de un millón de dólares a quien presentase una prueba sólida de la existencia de lo sobrenatural; premio que quedó desierto.

En cambio, El club de la medianoche es un buen experimento cinematográfico-televisivo de autoengaño. Porque, tarde o temprano, el espectador acaba descubriendo que, como Ilonka, también uno mismo se ha engañado. No hay ningún motivo para interpretar explicaciones sobrenaturales en lo que está ocurriendo, salvo uno: que es una serie de terror, y es lo que esperamos en una serie de terror.

Lo cual es una buena lección para aprender a separar la realidad de la ficción.

Durante la serie muere una de los ocho, Anya. Era aficionada al ballet, hasta que su cáncer de huesos obligó a la amputación de una de sus piernas. Ella tenía una figurita de porcelana de una bailarina, que en un arrebato de furia lanzó un día contra la pared. La figurita perdió la misma pierna que ella. Después de su muerte acude a Brightcliffe su mejor amigo para recoger sus pertenencias. Y surge entonces la sorpresa de que la figurita está intacta. Ilonka lo cuenta a los demás, y todos lo interpretan como la señal que Anya ha enviado desde el más allá.

En el mundo real existe un viejo principio filosófico llamado la navaja de Occam. Tiene muchos aspectos muy criticables y no debe considerarse como un dogma, pero en este caso nos sirve. Según la navaja de Occam, entre dos explicaciones a algo hay que elegir siempre la más simple. ¿Qué es más simple en el caso de la figurita de Anya? ¿Que, desde el más allá, el espíritu de una chica muerta hubiera enviado un influjo mágico para materializar de la nada una pierna de porcelana en una figurita? ¿O que alguien hubiese arreglado la figura o comprado otra nueva?

La clave está en el contexto. En el contexto de una película de terror fantástico, podemos tender a quedarnos con la primera explicación. Pero muchas personas aplican a la realidad el contexto de la ficción. De aquí nacen las creencias en lo sobrenatural. ¿Rituales mágicos? ¿Energías esotéricas? ¿Curaciones milagrosas? ¿Señales desde el más allá? Flanagan ha conseguido aquí mucho más que entretener, asustar o emocionar. Nos ha hecho una inocentada, como una cámara oculta en la que hemos caído.

En un momento de la serie los chicos se preguntan por qué nadie envía nunca un mensaje claro e inequívoco desde el más allá, sino solo señales confusas y ambiguas. Uno de ellos trata de explicarlo diciendo que tal vez cuando pasamos al otro mundo sufrimos una especie de borrado de memoria, olvidando quiénes éramos, a quiénes queríamos y qué nos motivaba. Pero ¿qué diría Occam de esto?

Todo ello, con una gran salvedad. Quien haya tenido la curiosidad de bucear en el libro original que ha inspirado la serie habrá comprobado que, muy probablemente y si tenemos la suerte de que Netflix dé luz verde a una segunda temporada, lo sobrenatural hará su aparición estelar. De hecho, en ese final que no revelo ya se insinúan detalles que apuntan a ello.

Lo más chocante es que el propio Flanagan, criado como niño católico muy inmerso en la comunidad religiosa, fue creyente, pero ya no lo es. Ahora es, como muchos, una persona con más dudas que certezas y con más preguntas que respuestas, según venía a contar en un artículo de reflexión personal. «Encontré más resonancia espiritual leyendo El pálido punto azul de Carl Sagan que en dos décadas de estudio de la Biblia», escribía. «Ese sentimiento de que estamos solos en el cosmos, en guerra con el deseo de que no lo estemos». Y también escribía esto otro, a propósito de la evolución de su pensamiento cuando comenzó a cuestionar las enseñanzas que había recibido y a indagar en otras religiones:

Mis sentimientos sobre la religión eran muy complicados. Estaba fascinado, pero furioso. Mirando varias religiones, me conmovía y asombraba su propensión al perdón y la fe, pero me horrorizaban su exclusionismo, su tribalismo y su tendencia al fanatismo y el fundamentalismo. Encontré un montón de ideas hermosas e inspiradoras en varias religiones, pero también encontré que su corrupción era grotesca e imperdonable. No iba a seguir apoyando más ese tipo de instituciones. Solo me interesaban el humanismo, el racionalismo, la ciencia… y la empatía.

Misa de medianoche tiene mucho de esto, al ser su proyecto más personal. Y también hay algo de ello en El club de la medianoche, en su interpretación del trabajo original de Pike. Será interesante ver cómo Flanagan continúa tirando de estos hilos, si Netflix tiene a bien concedernos una segunda temporada.

Mientras tanto, nos morderemos las uñas esperando el estreno del último proyecto de Flanagan sobre uno de los relatos más icónicos de Poe, La caída de la casa Usher, para el cual ha reunido casi al pleno su reparto de cabecera con alguna adición interesante: nada menos que Mark Hamill, más conocido como Luke Skywalker.

Y por cierto, aprovechando esto como parte de mi celebración anual de Halloween (para aclaración a los odiadores, una fiesta empaquetada como producto comercial por los Estados Unidos de América, pero de origen europeo y quizá incluso preferentemente gallego, como ya conté aquí), mañana rescataremos lo mencionado en el primer párrafo para hacernos una pregunta: ¿por qué demonios, nunca mejor dicho, disfrutamos con lo macabro?

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