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¿Flaqueará el nuevo gobierno de coalición en el #StopPseudociencias?

En este blog no existe otra tendencia política que la que corre a favor de la ciencia, y por tanto en contra de las que corren en contra de la ciencia. Pero es un hecho incontestable que en la historia reciente de este país solo ha existido un partido gobernante en el Estado que haya creado un Ministerio de Ciencia, y que además haya resistido la tentación de regalar, como quien reparte corbatas por los servicios prestados, tanto esta responsabilidad como la de Sanidad a los Amadeos de Saboya de turno, aquel rey del que se dice que no entendía nada de nada, ni siquiera el idioma de sus mandados.

Pero ahora las cosas han cambiado. El partido en cuestión ha pactado con otro que no se ha distinguido precisamente por sus posturas procientíficas, y que cae en el típico error histórico de las ideologías que manipulan la ciencia para adaptarla a sus postulados: ciencia es lo que yo digo que lo es, no lo que la –corrupta, viciada, comprada o, simplemente, ideológicamente equivocada– comunidad científica dice que lo es. Lo hizo Hitler con la ciencia de la higiene racial, lo hizo Stalin con la ciencia de la herencia de la vernalización de Lysenko, e incluso lo hizo Franco con la ciencia de la herencia social del nacionalcatolicismo de Vallejo-Nágera.

Basta leer lo que Unidas Podemos (UP) tiene que decir en su programa. Bajo su aparente pronunciamiento a favor de la ciencia frente a las pseudociencias y pseudoterapias, lo que se lee en el fondo no es una defensa de la ciencia, sino un discurso ideológico de opinión. Si son científicos pertenecientes a UP quienes han escrito esos párrafos, se diría que en este caso han dejado las cualidades del pensamiento científico colgadas en la puerta del laboratorio.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la semana pasada en el Congreso. Imagen de EFE.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la semana pasada en el Congreso. Imagen de EFE.

En primer lugar, no hay ninguna defensa expresa del conocimiento, que es el objetivo primario y fundamental de la ciencia, sino solo de sus consecuencias prácticas, que en el fondo es lo mismo que defiende la derecha clásica: un concepto mecanicista y utilitario en el cual suele despreciarse la importancia de la investigación básica. De ahí la afirmación de que «las decisiones científicas son algo que incumbe a toda la ciudadanía y que es irresponsable dejarlo únicamente en manos de expertos y políticos». Este es el modélico punto de vista que destruye la ciencia básica: ¿decidiría la ciudadanía que se investigue la materia oscura, la detección de ondas gravitacionales o el bosón de Higgs (para lo cual se construyó la instalación científica más cara de la historia), cuando nada de ello servirá para curar el cáncer o inventar un microondas que enfríe la cerveza en 30 segundos?

UP se permite pontificar que «la ciencia vive hoy bajo una doble amenaza». ¿Cuáles son esas amenazas? ¿Los recortes? ¿Las revistas depredadoras? ¿La resistencia al acceso abierto? ¿Las barreras a la igualdad? ¿La irreproducibilidad de los resultados? ¿Las retractaciones? ¿La indefinición de los modelos estadísticos válidos? ¿La quiebra de paradigmas como el que durante décadas ha definido el modelo de la expansión del universo?

Nada de eso. Para UP, esas amenazas son, primero, «la distancia que la separa de la población es a veces tan grande que busca en otros lugares formas de conocimiento que sean más accesibles y amables, en forma de las pseudociencias y las pseudomedicina».

¿En serio? Frente a esto que no es sino una opinión, aquí va otra igualmente válida: la ciencia está hoy más cerca de la población de lo que jamás lo ha estado. Nunca ha existido tanta disposición y formación en los científicos para comunicar y explicar su trabajo a la población, nunca han existido tantos canales, medios y foros para hacerlo, y nunca ha existido tanta presencia de la ciencia en la sociedad. Todas las encuestas muestran que los sectores de la población que hoy se acercan más a las pseudociencias y las pseudomedicinas no son los más faltos de educación y medios, aquellos que más podrían sentir esa presunta lejanía, sino todo lo contrario: hoy lo pseudo triunfa entre las capas más formadas y acomodadas, aquellas que han recibido una educación ilustrada, pero sobre las cuales esa ilustración ha resbalado.

El discurso de UP vuelve además a caer en otro típico error de libro: la pseudociencia no es una amenaza para la ciencia. Es una amenaza para la sociedad. La ciencia va a seguir existiendo y en perfecto estado de salud, con o sin pseudociencias. Es la gente la que muere por culpa de las pseudociencias, no la ciencia.

Segunda amenaza, según UP: » la conversión de la ciencia en un mercado». Por supuesto que la ciencia es y debe ser un mercado, y este es precisamente uno de los triunfos de la ciencia moderna. En otras épocas, muchos de quienes se dedicaban a ella eran los llamados gentlemen scientists. Cuando la ciencia era algo aún ajeno al mercado, solo la practicaban las personas acaudaladas y ociosas que no estaban obligadas a ganarse la vida colocando ladrillos, y que por tanto podían dedicarse a gastar su fortuna y su tiempo en montarse un laboratorio y experimentar.

Suele considerarse que fue el inglés Robert Hooke, en el siglo XVII, el primer científico profesional. La profesionalización de la ciencia consiguió que hoy cualquiera pueda dedicarse a ella por libre elección sin necesitar otro bagaje que el del talento, sin necesidad de poseer riqueza. La conversión de la ciencia en un mercado es lo que permite que hoy cualquier persona pueda decidir si quiere dedicarse a la ciencia o a la hostelería.

Por supuesto que los fondos públicos deben sostener la ciencia básica, pero esto no deja de ser un mercado: uno en el que los investigadores compiten por los recursos públicos, los cuales se encauzan preferentemente hacia aquellos que hacen mejor ciencia, que hacen un mejor producto. Pero los modelos que han triunfado en el progreso científico actual son aquellos en los que se ha impuesto un sistema mixto público-privado; las instituciones privadas financian toneladas de ciencia básica, e ignorar el ejemplo de la primera potencia científica mundial, Estados Unidos, es simplemente crearse una realidad alternativa en un universo paralelo.

El discurso de UP se vuelve pueril: «Los pacientes no buscan tanto una píldora milagrosa como la atención que muchas veces el médico del Sistema Público Nacional de Salud no puede proporcionarle». Si existe deshumanización por parte de ciertos personajes concretos del sistema sanitario o no, es una cuestión tan de experiencia personal como el famoso «a mí me funciona». Tratar de presentarlo como un problema generalizado y crónico solo evidencia una actitud ideológica de raíz, el recelo y la desconfianza hacia la profesión médica y hacia la ciencia en la que se basa. Pero no parece muy descabellado pensar que, en el fondo, lo que quiere el paciente es curarse. Creer que al paciente no le importa tanto curarse o no, siempre que su terapeuta le dé un abrazo, es también crearse una realidad alternativa, en este caso en un universo paralelo de unicornios y nubes de algodón.

Y luego, sí, está todo ese discurso de la rotunda oposición a las pseudociencias y «al empleo de terapias cuya validez no ha sido testada científicamente». Pero basta ir al terreno práctico para comprobar que los hechos no lo respaldan.

En diciembre de 2018, en una entrevista de Esther Ortega para Redacción Médica, la portavoz de Sanidad de UP en el Congreso, la médica Amparo Botejara, dijo a propósito del plan del anterior gobierno contra las pseudoterapias: «en las pseudociencias, por lo que veo, lo mismo se mete a un señor que le daba lejía a los niños de autismo (el conocido como MMS), que se mete la osteopatía, ¡hombre no! vamos a diferenciar». Pero aunque Botejara no aclara cómo aplicaría ella esa diferencia, parece olvidar que la ciencia actual es clara: la osteopatía es una terapia cuya validez no ha sido testada científicamente.

En la misma entrevista, Botejara negó cualquier relación de UP con el llamado Círculo de Podemos de Terapias Naturales, que rechaza la quimioterapia contra el cáncer. Sin embargo, otras fuentes del partido no negaron esta relación a ConSalud.es, y la despacharon diciendo que «son militantes que los crean espontanéamente y pueden expresarse libremente, faltaría más». ¿Faltaría más también si esos militantes, expresándose libremente, defendieran la violencia contra las mujeres? Porque las pseudoterapias también matan. Y hay quienes consideramos que, si se trata de libre elección, al menos la aplicación de pseudoterapias no curativas y potencialmente dañinas a los niños y niñas, que no las han elegido libremente, faltaría más, debería considerarse punible.

En 2015, Pablo Iglesias y Estefanía Torres, de UP, elevaron una pregunta al Parlamento Europeo pidiendo «el reconocimiento básico de los derechos de la gente electrosensible» y que termine el supuesto boicot de presuntos lobbies para «encontrar una solución a la falta de protección y la vulnerabilidad de los niños a la luz del creciente uso de tecnologías wireless en las escuelas». Con esto, UP parece mostrar su apoyo explícito a la pseudociencia que defiende la existencia en algunas personas de una hipersensibilidad a los campos electromagnéticos, algo que ningún estudio científico ha logrado demostrar.

Esta última pseudociencia también sería la inspiradora de la propuesta de Ahora Madrid, formación participada por UP que gobernó en la capital en la anterior legislatura, referente al soterramiento de cableados para «reducir los campos electromagnéticos», según contó Rocío P. Benavente para Teknautas en El Confidencial.

Durante su mandato en la alcaldía de la capital, Ahora Madrid defendió la propuesta de declarar a Madrid «zona libre de transgénicos». Aparte de que el hecho de declarar a la ciudad de Madrid zona libre de transgénicos tenga aproximadamente el mismo valor que declararla zona libre de tiranosaurios, la ciencia ha mostrado de forma reiterada, miles y miles de estudios después, que los transgénicos no son perjudiciales para la salud humana, para la salud animal ni para el medio ambiente.

Pero incluso dejando de lado los grupos que en internet dicen estar asociados a UP y que dicen defender la homeopatía, la teoría conspiranoica de los chemtrails o el tarot y las cartas astrales, que internet es libre y anónimo –si bien, todo hay que decirlo, al mismo tiempo existe un grupo antimagufos–, basta con entresacar las declaraciones de sus líderes, que no son anónimas. Como ya conté aquí, la lideresa andaluza de UP, Teresa Rodríguez, dijo a la cadena SER en 2016 que las bases militares de EEUU de Rota y Morón provocan cáncer en la población. «Es cierto que no se ha hecho ningún estudio epidemiológico serio, pero en la zona se habla mucho de cómo afecta el cáncer la presencia militar», dijo.

Por su parte, en 2014 el físico Pablo Echenique de UP reconocía a Nuño Domínguez de Materia que «en la izquierda algunas veces la gente se ha vuelto anticientífica», y lo atribuía a que «la gente que no forma parte del sistema científico percibe a la ciencia como parte del sistema, como si fuera la banca»; es decir, motivos ideológicos. Y hacía la pirueta de defender la oposición de UP a los transgénicos al mismo tiempo que decía: «Como científico no estoy en contra de los transgénicos per se«.

Toda esta innegable impregnación de UP por las pseudociencias forma parte de lo que el periodista y escritor mexicano Mauricio-José Schwarz, que se reconoce como de izquierdas, ha llamado «la izquierda feng-shui»; ese sector de izquierdas, de buena posición económica y con educación superior, que de ninguna manera va a permitir que la realidad del conocimiento científico vaya a imponerse por encima de la subjetividad de su ideología.

Por supuesto que UP no es ni mucho menos el único partido en el que existen personajes o colectivos que defienden las pseudociencias; también los hay en el partido que ha promovido el plan para luchar contra ellas, como contó Javier Salas en El País, y no digamos en el resto. Pero lo importante es cómo se resuelve ese debate de posturas de cara a promover políticas. Y ante lo que se avecina, UP deberá decidir si su política, que definen como progresista, defiende el progreso de la ciencia del siglo XXI o el regreso a la superstición del XVII.

El diccionario actualiza «homeopatía», pero introduce «osteopatía» y «medicina complementaria»

Hace unos días los medios recogían la introducción de una serie de cambios en el diccionario de la RAE, mediante los cuales se definían acepciones para términos de uso popular hoy como «zasca» o «brunch». En los círculos concernidos por la lucha contra las pseudociencias se daba la bienvenida a la nueva definición de homeopatía, que pasaba de ser un…

Sistema curativo que aplica a las enfermedades, en dosis mínimas, las mismas sustancias que, en mayores cantidades, producirían síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir.

…a ser ahora una…

Práctica que consiste en administrar a alguien, en dosis mínimas, las mismas sustancias que, en mayores cantidades, producirían supuestamente en la persona sana síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir.

Es decir, que la homeopatía ha dejado de ser oficialmente en castellano un «sistema curativo» para convertirse simplemente en una «práctica», y donde antes se hablaba de los efectos que los preparados homeopáticos «producirían», ahora se dice que «producirían supuestamente».

Este era un cambio reclamado, esperado y anunciado por la RAE, y por lo tanto no cabe sino aplaudirlo. De hecho, sitúa al diccionario oficial del castellano en un nivel más ajustado a la realidad que, por ejemplo, algunos de los diccionarios más importantes de la lengua inglesa, que aún definen la homeopatía como un «sistema de medicina complementaria», una «manera de tratar una enfermedad» o un «sistema de práctica médica».

En cambio, lo que no se ha difundido tanto es que no todo son buenas noticias en lo que se refiere a esta última actualización del diccionario.

Frente al acierto en el cambio referente a la homeopatía, se ha colado también una pseudomedicina, la osteopatía. Hasta ahora solo se recogía una acepción de este término, la más literal, relativa a las enfermedades óseas. Pero esta última oleada de cambios ha incluido una nueva definición:

Terapia de medicina complementaria consistente en aplicar masajes y otras técnicas de manipulación de los músculos y las articulaciones con el fin de restablecer el funcionamiento normal del cuerpo humano.

Pero ¿realmente sirven las manipulaciones de la osteopatía para «restablecer el funcionamiento normal del cuerpo humano»? El conocimiento científico actual lo resume de forma acertada (citando las referencias que lo justifican) la Wikipedia en versión inglesa:

El Servicio Nacional de Salud de Reino Unido dice que hay «pruebas limitadas» de que la osteopatía «puede ser eficaz para algunos tipos de dolor de extremidades inferiores, cuello u hombros, y para la recuperación posterior a operaciones de cadera o rodilla», pero que no existen pruebas de que la osteopatía sea eficaz como tratamiento para dolencias no relacionadas con los huesos y músculos. Otros han concluido que existen pruebas insuficientes para sugerir eficacia de las manipulaciones osteopáticas en el tratamiento del dolor musculoesquelético.

Es decir, que de acuerdo con la ciencia actual, si acaso la definición de la osteopatía debería referirse a sus presuntos efectos sobre el dolor de músculos y huesos, pero de ningún modo a la posibilidad de restablecer el funcionamiento normal del cuerpo, ya que esto, sencillamente, no es cierto.

La nueva y equivocada definición de osteopatía habla además de «medicina complementaria», y es que los nuevos cambios en el diccionario han introducido también este concepto, que antes no estaba recogido. Ahora «medicina complementaria» es:

Conjunto de prácticas terapéuticas que se emplean como complemento de la medicina convencional.

O sea, que el diccionario de la RAE ha introducido ahora que existe un conjunto de prácticas encaminadas al tratamiento de dolencias (eso significa «terapéuticas», según el mismo diccionario) y que se definen no por lo que son, sino por lo que no son: aquellas que no pertenecen a la «medicina convencional». Pero ¿qué es la medicina convencional?

En efecto, no lo sabemos, ya que esto no lo recoge el diccionario. Pero si miramos la definición de «medicina», encontramos esto:

Conjunto de conocimientos y técnicas aplicados a la predicción, prevención, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades humanas y, en su caso, a la rehabilitación de las secuelas que puedan producir.

O sea, que si la medicina es el conjunto de conocimientos y técnicas que blablabla, se supone que todo el conjunto, entonces cualquier «medicina complementaria» que cure debería ser simplemente «medicina», más aún cuando el diccionario no aclara qué es «medicina convencional». Y por el contrario, si una «medicina complementaria» no cura, como es el caso de la osteopatía, sencillamente no es medicina; ni complementaria, ni suplementaria, ni alternativa, ni perifrástica ni pluscuamperfecta. No es medicina, y punto.

El uso de la violencia no reduce el apoyo a los grupos violentos, pero sí a los no violentos

Soy perfectamente consciente de que el titular que cubre estas líneas puede resultar algo confuso e incluso trabalingüístico. Pero con la que está cayendo hoy, y siendo quizá una de las pocas personas de este país que no van a opinar sobre el tema, en cambio me ha llamado la atención encontrarme justo en estos momentos con este bonito estudio, cortesía de tres investigadores de las universidades de Carolina del Sur, Stanford (California) y Toronto.

Y cuya conclusión es exactamente la que resume el título: cuando un grupo político o ideológico del que se espera un comportamiento no violento se enzarza en altercados violentos, se reduce su apoyo popular. Sin embargo y al contrario, la conducta violenta no menoscaba el apoyo popular hacia aquellos de los que ya se supone que son violentos. Lo cual, obviamente, da mucho que pensar.

Imagen de US Marine Corps.

Imagen de US Marine Corps.

Para su estudio, publicado en la revista Socius: Sociological Research for a Dynamic World, los sociólogos Brent Simpson, Robb Willer y Matthew Feinberg han reclutado a un grupo de 800 voluntarios y les han sometido a un experimento consistente en responder a un test después de leer distintas versiones modificadas de artículos de periódico referentes a un mismo suceso: las confrontaciones entre supremacistas blancos y manifestantes contra el racismo en dos lugares de EEUU, Charlottesville (Virginia) y Berkeley (California).

Los investigadores descubren que «el uso de la violencia lleva al público en general a ver a un grupo de protesta como menos razonable, una percepción que reduce la identificación con el grupo. Esta menor identificación, a su vez, reduce el apoyo público para el grupo violento». Como consecuencia, prosiguen los autores, la violencia aumenta el apoyo hacia los grupos que se oponen al grupo violento.

Lo anterior podría parecer más o menos esperable si uno piensa en esos grupos violentos como aquellos de los que habitualmente no se espera otra cosa que violencia, como los supremacistas.

Lo curioso es que, según descubre el estudio, en realidad no es así como funciona: los actos de violencia por parte de los grupos antirracistas erosionan el apoyo hacia ellos, aumentando la simpatía hacia los supremacistas, mientras que la violencia de estos no afecta a su apoyo, «quizá porque el público ya percibe estos grupos como muy poco razonables y se identifica con ellos a bajos niveles», escriben los autores.

Resultados curiosos, y de los que se podrían extraer varias enseñanzas. No todas ellas buenas. Y mejor lo dejamos ahí.

Los Nobel vuelven a premiar ciencia de los 90

En este mundo en que todo avanza tan deprisa, incluida la ciencia, hay algo que no: los premios científicos más importantes del mundo.

Por supuesto, no hay nada que objetar al hecho de que los Nobel se concedan del modo y manera que a quienes los conceden y los pagan les venga en su kungliga gana (creo que así es como se dice «real» en sueco). Solo faltaría. Pero sí al hecho de que digan hacerlo basándose en lo que Alfred Nobel dejó dicho en su testamento, en el que instituyó los premios, ya que no es exactamente así: el padre de la dinamita y la gelignita quiso que sus distinciones se otorgaran a los hallazgos científicos más importantes del año precedente.

Es cierto que Nobel, aunque químico, era de espíritu más inventor que científico, y que la mentalidad del inventor atisba a un horizonte mucho más corto que la del científico. Pero entre premiar la ciencia del año precedente y premiar la ciencia del siglo precedente continúa abriéndose un abismo que podría visitarse con mayor frecuencia, como sí hacen otros premios, véanse los Breakthrough.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Tomemos como ejemplo el Premio Nobel de Química 2019, anunciado hoy y concedido a John B. Goodenough (por supuesto, en serio), a M. Stanley Whittingham y a Akira Yoshino por el desarrollo de las baterías de ion litio. Es evidente que el trabajo de estos investigadores (y de otros más que, como siempre, se quedan sin premio, ya que en el Nobel solo caben tres) merece todos los premios que a uno se le puedan ocurrir. Sin él ni siquiera podría estar escribiendo estas líneas, ya que las baterías de litio iónico son el forraje de nuestros dispositivos electrónicos. Y ahora, hasta de los coches eléctricos.

Pero ya lo eran también hace diez años, hace veinte y casi treinta. La batería de iones de litio fue investigada en los 70, desarrollada en los 80 y comercializada en los 90. Y aunque los expertos dicen que a estas pilas aún les queda recorrido, ya que por el momento aún no existe nada mejor a escala industrial, también dicen que va siendo hora de inventar algo mejor, con más autonomía y de carga más rápida. Algunos discuten si las baterías de iones de litio ya son tecnología obsoleta. Incluso el propio Goodenough ha creado en los últimos años una nueva batería de estado sólido que asegura supera a la de ion litio en prestaciones. Quizá hoy le ha sorprendido recibir un premio que le llega a los 97 años de edad, por trabajos que hizo hace cuatro décadas.

Un caso similar es el del Nobel de Fisiología o Medicina, que este año ha sido para William G. Kaelin Jr., Peter J. Ratcliffe y Gregg L. Semenza. De forma independiente, los trabajos de los tres consiguieron desentrañar los mecanismos biológicos por los que el organismo detecta los niveles de oxígeno y reacciona a ellos: células especializadas en el riñón son capaces de sentir la carencia de oxígeno y promover la síntesis de la hormona eritropoyetina, que estimula la fabricación de eritrocitos (los glóbulos rojos de la sangre). Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en las personas que viven a grandes altitudes, donde el oxígeno es más escaso. Los trabajos de los tres investigadores, sobre todo los de Kaelin, descubrieron además cómo ciertos tumores son capaces de hackear este mecanismo para promover la creación de vasos sanguíneos que aporten nutrientes al tumor.

Como suele ocurrir en biomedicina, las aplicaciones de esta ciencia básica llegan a un plazo mucho más largo, si es que llegan. Sobre el cáncer, es una incógnita. Actualmente los fármacos que interfieren en este proceso se ensayan contra enfermedades como las anemias. En resumen, se trata también de ciencia de los 90, que al borde de la tercera década del siglo XXI aún no ha demostrado su posible utilidad clínica (esto último va por el hecho de que suele esgrimirse el argumento de las aplicaciones sobradamente demostradas, como en el caso de las baterías de litio, para justificar por qué los descubridores del sistema de edición genómica CRISPR, entre los cuales está el español Francis Mojica, aún no han recibido un Nobel).

Y una vez más, también de ciencia de los 90 va este año el Nobel de Física. En esta edición se ha hecho un curioso arreglo que, si de algo da la impresión, es de que en el comité había opiniones discrepantes. Aunque es frecuente que el premio se reparta en dos mitades, y que una de ellas a su vez se subdivida entre dos investigadores (respetando la regla del máximo de tres), lo más habitual en estos casos es que se trate de investigaciones relacionadas entre sí. Este no es el caso: lo que liga las investigaciones de los tres investigadores premiados es, dijo el comité, “el universo”. Dado que el universo es todo lo existente, no es precisar demasiado.

La primera de las mitades ha ido para James Peebles, cuyo nombre suena más, al menos para quienes no somos físicos, como uno de los científicos que elaboraron la teoría sobre la radiación cósmica de fondo, una radiación fósil (desde nuestra perspectiva temporal) del Big Bang que luego las sondas espaciales WMAP de la NASA y Planck de la ESA se encargaron de estudiar.

Lo curioso es que, para describir en conjunto las aportaciones de Peebles sobre la materia oscura, la energía oscura y otros campos, el comité Nobel le ha premiado “por sus descubrimientos teóricos en cosmología física”. Lo cual nos recuerda algo: ¿no habíamos quedado en que el Nobel no se otorga a descubrimientos teóricos, y que, por ejemplo, por ello a Einstein se le concedió por el efecto fotoeléctrico y no por la relatividad? ¿Y que por ello a Stephen Hawking nunca se le dio? ¿No habíamos quedado en que debía tratarse de descubrimientos sobradamente demostrados? ¿Y la materia oscura?

Así, el premio para Peebles queda en realidad más bien como uno de esos Nobel que se conceden como el Óscar a toda una carrera. En cambio, más concreta es la otra mitad, repartida entre Michel Mayor y Didier Queloz por… no, nada de cosmología, sino por el descubrimiento del primer exoplaneta en torno a una estrella similar al Sol. No fue el primer exoplaneta, pero el método de velocidad radial puesto en práctica por Mayor y Queloz es uno de los que después han permitido hallar muchos más planetas extrasolares. En concreto, el premio llega más de 4.000 exoplanetas después, por un trabajo publicado en… 1995. Y por cierto, Mayor y Queloz ya recibieron el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA en 2012, hace siete años.

Con lo fácil que lo habría tenido el comité Nobel este año premiando a los responsables de la primera foto de un agujero negro, como han hecho los premios Breakthrough Claro que fueron 347 los investigadores premiados por los Breakthrough. En el caso del Nobel, 344 de ellos se habrían quedado con las ganas.

Quimiofobia, la pseudociencia de no tomar, tan dañina como la de tomar

No se trata de descubrir nada nuevo, sino de insistir en algo que debería difundirse más: pseudociencias dañinas no son solo aquellas que quieren vender como beneficioso algo inútil o nocivo, como la homeopatía, sino también aquellas que quieren tachar como perjudicial algo beneficioso.

Tal vez el ejemplo más peligroso de esto sea el movimiento antivacunas. Hasta tal punto llega hoy la confusión que en una tertulia de radio, de esas sobre política pero donde los tertulianos no dudan en morder cualquier bocado que se les eche a las fauces, uno de esos verborreicos omniscientes decía algo así: la mayoría de los estudios científicos más serios y rigurosos dicen que las vacunas no causan autismo.

Lo cual, aun reconociendo la buena intención del tertuliano, es una barbaridad; una peligrosísima desinformación y deformación de la realidad, ya que da a entender que los hay. Es decir, estudios científicos, aunque sean de los menos serios y rigurosos, que sí muestran una relación entre las vacunas y el autismo. Lo que a su vez dará pie a algunos para pensar que esos estudios descalificados son los buenos, los good guys, los que la malvada Big Pharma intenta soterrar, frente a los otros, los de los codiciosos científicos untados por la industria.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

A ver, no. No los hay. Ni uno solo. Jamás ha existido un estudio científico, ni más riguroso ni menos ni poco serio ni mucho, que haya mostrado ningún tipo de vínculo entre las vacunas y el autismo. Se trata de una idea falsa inventada y publicada en un estudio fraudulento por un médico sin escrúpulos que esperaba lucrarse con ello por una doble vía: el acuerdo de una demanda millonaria con un bufete de abogados, y un plan de negocio también millonario basado en un kit de diagnóstico inventado por él mismo. Aquel estudio fue retractado y aquel médico perdió su licencia. Punto final. Esta es toda la historia. Pero probablemente aquel tertuliano, ignorante de todo esto, logró lo contrario de lo que pretendía: sembrar la duda entre algún que otro oyente.

Esta pseudociencia de vender como malo algo útil o beneficioso entronca de lleno con la quimiofobia, hoy una tendencia tan popular que las marcas de productos de consumo han encontrado un nuevo filón de ventas acogiéndose a una palabra mágica: «sin». Sin algo. Sin lo que sea. Se trata de retirar a toda costa algún componente de sus productos y de publicitarlo como un beneficio, incluso si esas sustancias son inofensivas o no existen pruebas concluyentes de ningún efecto indeseable.

Pero ¿qué ocurre cuando se retiran esos componentes? ¿Realmente el nuevo producto resultante es mejor o más saludable? ¿O es una mera trampa publicitaria?

Algunos pensarán que, total, quitar algo en ningún caso puede hacer daño. Y que en lo que respecta a los componentes retirados, es preferible acogerse al principio de precaución, el “por si acaso”: mejor retirarlos aunque finalmente sean inocuos, que mantenerlos incluso si finalmente son inocuos.

Solo que, aunque sobre el principio de precaución también hay mucho que discutir (más sobre esto, mañana), en muchos casos no es así. En la práctica, el sufrido consumidor se ve engañado sin saberlo, porque solo se le cuenta “sin qué”, pero no “con qué en su lugar”. Es decir, qué componentes se emplean ahora para reemplazar a los antiguos. Simplemente, se le ha cambiado la bolita para despistarle.

Y puede resultar que esos compuestos sustitutivos sean igual de dudosos que los anteriores, pero no tan impopulares en ese momento; el criterio no es el perjuicio demostrado de los compuestos, que no existe, sino su mala fama entre los consumidores desinformados. Por ejemplo, los cosméticos sustituyen el aluminio por parabenos, luego los parabenos por mineral de alumbre, y dado que este también contiene aluminio, se sustituye a su vez por otra cosa… cuya identidad no conoceremos hasta que anuncien que la han quitado.

Un ejemplo particular curioso es el aceite de palma. Particular, porque a pesar de no ser ni siquiera sintético –el terror de los quimiófobos–, se ha convertido de repente en una grasa maldita, a la que el consumidor medio le supone gravísimos perjuicios para la salud… que no existen. El aceite de palma no podrá presumir de los beneficios del de oliva, pero tampoco es diferente a cualquiera de sus alternativas; no es una grasa dañina. En realidad, el motivo por el que las marcas lo están retirando de sus productos solo lo conocen los más enterados: no son razones de salud, sino ecológicas. Su cultivo en el sureste asiático está causando una deforestación que amenaza los ecosistemas y la supervivencia de especies como los orangutanes.

Pero curiosamente, también en este caso los sustitutos pueden ser peores. Algunos expertos, incluyendo un informe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, han alertado de que un boicot al aceite de palma solo logrará que esta cosecha se reemplace por otra, y que las alternativas provocarán aún más deforestación, ya que su rendimiento por unidad de superficie cultivada es mucho más bajo. Los campesinos de Indonesia no tomarán crema de cacao con avellanas, pero también tienen que comer.

Recolección de fruto de aceite de palma. Imagen de pixabay.

Recolección de fruto de aceite de palma. Imagen de pixabay.

El mensaje viene a ser: cuidado con las trampas del marketing. Actuar como ciudadanos informados y responsables consiste en exigir productos con certificación de sostenibilidad, ya sea para el aceite de palma o para cualquier otra cosa. Los expertos suelen advertir de que las certificaciones de sostenibilidad tampoco son la panacea, pero ¿quién cree que la panacea exista? Quizá deberemos conformarnos con la opción menos mala.

Existe un tercer caso especialmente preocupante, y es la moda de «sin conservantes». Estos aditivos, cuya inocuidad está demostrada por décadas de estudios, se han incorporado a los alimentos durante siglos para evitar que muramos de intoxicaciones alimentarias.

Últimamente se ha hablado de la listeriosis, una infección alimentaria desconocida para muchos. Como ya he contado aquí, científicos de la alimentación están alertando de que la retirada de los conservantes de los alimentos por una simple cuestión de moda puede devolvernos a los tiempos oscuros en los que la gente moría a mansalva por comer alimentos contaminados con microbios peligrosos. El consumidor está acostumbrado a que los alimentos duren; pero si se les quitan los conservantes, ya no duran tanto, y en ciertos casos no se nota a la vista ni al olfato.

También en este caso está ocurriendo algo aberrante denunciado por esos científicos conscientes, y es que para poder anunciar sus productos como “sin conservantes artificiales”, pero evitando el riesgo de que sus consumidores mueran intoxicados y los familiares presenten demandas, muchas marcas están sustituyendo los nitratos producidos industrialmente por el zumo de apio, que también contiene nitratos. El nitrato es exactamente el mismo compuesto químico en los dos casos. Pero con la diferencia de que se sabe exactamente cuánto nitrato purificado debe añadirse para impedir que crezca la bacteria causante del botulismo, y en cambio el zumo de apio lleva una cantidad de nitrato variable según el caso, por lo que los alimentos pueden no quedar suficientemente protegidos.

En esto de la quimiofobia, el premio a la popularidad en los últimos tiempos lo disputan los llamados disruptores endocrinos (abreviados como EDC, en inglés), compuestos que supuestamente causarían daños a la salud interfiriendo con el sistema hormonal del organismo, haciendo el papel de falsas hormonas. A los EDC se les atribuyen toda clase de males: diabetes, obesidad, problemas reproductivos, alteraciones del desarrollo fetal, trastornos de atención en los niños, cáncer… En fin, que solo Atila causaba más devastación.

Entre los supuestos EDC, existe uno en concreto que últimamente aparece bastante en las noticias, llamado bisfenol A (BPA). Y aparece bastante en las noticias porque, deduciría alguien leyendo tales noticias, parece que estamos amenazados por el peligrosísimo BPA en todos los frentes de nuestra vida, desde cuando comemos casi cualquier cosa, sobre todo si viene envasada, hasta cuando hacemos algo tan inocente como coger con la mano un recibo de la compra.

Lo cual lleva a una lógica preocupación: ¿sin saberlo, hemos estado durante años y años peligrosamente expuestos a una sustancia capaz de provocarnos un montón de terribles enfermedades? La respuesta, mañana.

Qué es y qué no es un estudio científico

La revisión por pares es el mecanismo imprescindible que otorga el marchamo de estudio científico. En el origen del progreso de la ciencia moderna está la decisión de la comunidad científica de que todo estudio debe ser evaluado por varios investigadores expertos en la misma materia, seleccionados por el editor de la revista a la cual se ha enviado el estudio, y cuyas identidades normalmente son desconocidas para los autores.

Naturalmente, la revisión por pares debe ser real y rigurosa. Hace unos días, el blog del CSIC en esta casa publicaba un artículo del investigador Mariano Campoy sobre las revistas y entidades depredadoras, un negocio fraudulento que parasita al sistema científico: un fulano (que no suele ser un científico) decide montar una publicación científica digital y espamea a miles de investigadores ofreciéndoles sus páginas, previo pago de sumas anormalmente abultadas para tratarse de revistas desconocidas. El fulano en cuestión promete una revisión por pares, que en realidad no existe. El fulano en cuestión se lucra con ello y algunos investigadores pican, o bien por desconocimiento de que se trata de una revista depredadora, o bien con pleno conocimiento, pero con el –igualmente fraudulento– objetivo de engordar su lista de estudios publicados.

La revisión por pares real, la de las revistas científicas legítimas, es no ya rigurosa, sino implacable y despiadada, a veces llegando a lo cruel. Jamás un estudio científico se acepta a la primera. Como decíamos ayer, una gran parte de los estudios recibidos por una revista ni siquiera llegan a la revisión, ya que el propio editor considera que no alcanzan el nivel mínimo de calidad o relevancia para enviarlos a los expertos. Si el estudio consigue superar este primer filtro, otro desenlace enormemente común es que los revisores o referees recomienden su no publicación. Y vuelta a empezar: a probar suerte con otra revista diferente.

Revistas científicas. Imagen de Selena N. B. H. / Flickr / CC.

Revistas científicas. Imagen de Selena N. B. H. / Flickr / CC.

Una vez salvado este segundo obstáculo, lo habitual es que los revisores pidan infinidad de cambios, no solo en el texto, sino también nuevos experimentos, controles y figuras. Y una vez que los autores han cumplido todas estas exigencias, el estudio irá de nuevo a revisión, pudiendo ocurrir que de todos modos sea finalmente rechazado. Es muy habitual que un estudio deba pasar por varias revistas antes de que consiga finalmente ser aceptado en alguna de ellas, después de cambios extensos y nuevos experimentos que pueden llevar meses o incluso años.

Así, y en contra de lo que suele escucharse en la calle como respuesta frecuente al «lo dice un estudio científico», no, los científicos no publican lo que les parece. Solo publican lo que la comunidad científica, delegada en los referees, decide tras un arduo y largo proceso que finalmente puede considerarse ciencia.

Otro error habitual, que está en el manual básico de todo conspiranoico, es creer que los estudios científicos tienen intereses ocultos. Desde hace años las revistas obligan a los investigadores a declarar sus conflictos de intereses, y estos aparecen detallados en sus estudios publicados. A un científico que recibe financiación de una compañía de chocolatinas no se le impide publicar un estudio sobre las virtudes del chocolate, siempre que el trabajo sea científicamente sólido y relevante, pero al final de su estudio aparecerá claramente especificado este conflicto de intereses. Y si un científico lo oculta, puede dar su carrera por terminada. ¿Cuántos opinadores profesionales, líderes mediáticos, influencers y demás fauna son transparentes con sus fuentes de financiación y sus conflictos de intereses?

Por último, otra idea equivocada es pensar que los científicos cobran por sus estudios publicados. No cobran, pagan. Las revistas suelen cargar una tarifa a los autores, que en muchos casos se justifica por la publicación del estudio bajo el concepto de material publicitario. Así, los científicos no ven ni un céntimo por ninguna clase de derechos relacionados con sus estudios. Pero estos sí generan ingresos, ya que quien quiera leer los estudios debe pagar. Es más, en muchos casos, si a un investigador le interesa que su estudio sea de lectura gratuita con el fin de aumentar su difusión, la revista sube la tarifa para compensar la pérdida de ingresos de los lectores. La revista se lo lleva todo; la banca gana.

Esta anacrónica injusticia ha dado origen a ciertas corrientes en alza. Una de ellas es el Open Access, el libre acceso total. Las revistas que eligen esta opción no son de publicación gratuita para los autores, pero al menos aseguran a sus estudios una gran difusión por ser de lectura gratuita. Aunque a regañadientes, algunas revistas tradicionales van sumándose poco a poco a esta tendencia.

Otra corriente es la piratería, pero en un escenario totalmente contrario al de los contenidos digitales culturales. Los autores de música, películas o libros no quieren que sus obras se pirateen porque esto les priva del fruto legítimo de su trabajo, la ganancia económica directa por las ventas de sus obras. En el caso de los científicos, su beneficio es indirecto: un investigador progresa en su carrera cuanto más y mejor publica y cuanto más impacto tienen sus trabajos en la comunidad. Por ello, le interesa la máxima difusión de sus estudios, pero tal vez no pueda pagarse un Open Access.

Así, los investigadores son los primeros que desean que sus estudios se pirateen; de hecho, suelen colgarlos ellos mismos en las webs de piratería, y los facilitan gustosamente si uno se los pide por correo electrónico (algo que los periodistas de ciencia hacemos de forma habitual). Mientras tanto, son las editoriales de las revistas quienes tratan de impedir la libre difusión de la ciencia. Por suerte, con no demasiado éxito.

Con todo esto, y a pesar de las limitaciones que decíamos ayer respecto a lo que debe o no debe interpretarse del hecho de que algo «lo dice un estudio científico», sí debe quedar claro que un estudio científico es una cosa radicalmente diferente a lo que no lo es. ¿Y qué no lo es?

Todo lo demás: un informe publicado por Naciones Unidas, Greenpeace o la Sociedad de Cardiólogos de Cercedilla puede ser todo lo apreciable y valioso que a cada uno le parezca según la confianza que le inspire la entidad en cuestión. Pero no es un estudio científico; no ha sido validado por nadie más que por la propia entidad que lo publica (y quizá, por algún revisor presuntamente independiente que, sin embargo, ha facturado por su independencia). Y por lo tanto, no tiene la credibilidad de un estudio científico, por muy Naciones Unidas que sea (en honor a la verdad, los organismos de Naciones Unidas también publican muchos estudios científicos revisados por pares, algo que en cambio otras entidades no suelen hacer).

Lo mismo se aplica a los estudios publicados por empresas y corporaciones, una tendencia que parece estar en alza fuera del ámbito estrictamente científico; hasta las compañías de condones o las webs inmobiliarias publican ya sus propios estudios. Lo cual puede tener su valor, siempre que no se pierda de vista cuál es realmente ese valor. Que una empresa que vende alimentos para reforzar el sistema inmunitario diga en su publicidad que sus alimentos refuerzan el sistema inmunitario, como lo demuestran sus propios «estudios científicos» no revisados por pares, tiene un valor aproximado de… cero. Que una compañía de cosméticos antiarrugas diga en su publicidad que sus cosméticos son antiarrugas, como lo demuestran sus propios «estudios científicos» no revisados por pares, tiene un valor aproximado de… cero. Y así.

La pretensión de presentar como estudio científico algo que no lo es suele entroncar de lleno con el mundo de la pseudociencia y la mala ciencia. En España, el CSIC no acepta patrocinios (al menos hasta donde sé, salvo que las cosas hayan cambiado en los últimos años), en el sentido de que una compañía no puede alquilar a uno de sus investigadores para que realice un estudio destinado a confirmar los enormes beneficios de su producto. Sin embargo, otras muchas entidades científicas o paracientíficas (y sus científicos o paracientíficos) gustosamente aceptan generosas donaciones para respaldar la venta de colchones (perdón, creo que ahora se llaman «equipos de descanso»), pseudoterapias, suplementos alimenticios o lo que sea que se especifique en el cheque.

El valor de estas proclamas es nulo, pero en cambio no lo son sus efectos: estos falsos «estudios científicos» son enormemente negativos por la confusión que causan respecto a un sistema que desde luego no es ni mucho menos perfecto, pero que, además de ser el mejor que ha podido crearse y de funcionar razonablemente bien, tiene la gran virtud de mejorarse a sí mismo, reconociendo sus errores y rectificando cuando es necesario. Y a ver qué otro sistema puede decir lo mismo.

Así es y se hace un estudio científico

En el mundo del arte circula una frase con muchos padres y madres: arte es lo que yo decido que lo es. Y aunque todo aspirante que pretenda ascender por esa sacrosanta pirámide difícilmente pondrá en duda el juicio de los que se sientan en la cúspide, es evidente que bajo ese presunto argumento solo se esconde una arbitrariedad injustificada. Personalmente, recibí una de mis mejores enseñanzas de periodismo de un antiguo jefe, editor de revistas de viajes: cuando se trata de diseño, «porque a mí me gusta más así» no es una razón válida.

Otro ejemplo: imagino que cuando un filósofo profesional lleva su coche al taller y allí le explican que la «filosofía» de la marca es poner solo recambios originales, al filósofo quizá tengan que practicarle la reanimación cardiopulmonar. Pero, total, también se llama «cultura» a cosas que no lo son: la cultura de la corrupción, la cultura funcionarial…

Entonces, ¿por qué no llamar también «estudio científico» a lo que a cada uno le apetece? «He hecho un estudio científico y he visto que mi vecino siempre viste de verde cuando llueve». ¿No?

Pero no. Por supuesto que cada uno es perfectamente libre de llamar orégano al orgasmo si le apetece. Pero si hablamos de estudios científicos de verdad, los que permiten esgrimir aquello de «lo dice un estudio científico» que veíamos ayer, aquí no hay la menor arbitrariedad, como no puede haberla en nada relacionado con la ciencia. La comunidad científica ha establecido unas reglas muy claras sobre qué es un estudio científico y qué no lo es. Y básicamente, todos los mandamientos se resumen en uno: un estudio científico es el que se publica en una revista científica con una rigurosa revisión por pares.

Referencias en un estudio científico. Imagen de Mike Thelwall, Stefanie Haustein, Vincent Larivière, Cassidy R. Sugimoto (paper). Finn Årup Nielsen (screenshot) / Wikipedia.

Referencias en un estudio científico. Imagen de Mike Thelwall, Stefanie Haustein, Vincent Larivière, Cassidy R. Sugimoto (paper). Finn Årup Nielsen (screenshot) / Wikipedia.

Pero comencemos por el principio. Un grupo de investigadores concluye una determinada fase de su línea de investigación y reúne suficientes resultados como para extraer una conclusión novedosa. Se ha hecho nueva ciencia. Y ahora, ¿qué?

Lo primero, claro, es escribir el estudio, o paper. Esto suele hacerlo (normalmente) el jefe del grupo. Que no es (normalmente) el autor material del trabajo. Aunque en las películas de Hollywood suele verse a supercientíficos trabajando en el laboratorio, el mundo real no funciona así. A partir de un determinado nivel, todo científico dedica el cien por cien de su tiempo a leer, escribir estudios y solicitudes de becas y proyectos, impartir seminarios, discutir resultados, asistir a congresos, hacer eso que ahora llaman networking… Ahora muchos dedican también parte de su tiempo a la divulgación mediante blogs, libros y otros medios. El trabajo de laboratorio, el de bata (que por cierto, no se lleva más veces de las que sí), corre a cargo de su equipo: becarios predoctorales, postdoctorales, técnicos…

Esto se refleja en las firmas que aparecerán en el estudio. El primer firmante (o los primeros en igualdad de contribución, si así se especifica) es el autor material del trabajo, que suele ser un predoctoral o postdoctoral. Los siguientes son otras personas que han contribuido, en orden decreciente según su aportación. Lo justo y decente es que esto incluya también a los técnicos, pero hay investigadores que no les permiten firmar los estudios por no ser personal científico.

Finalmente, el último nombre de la lista de autores es el del o la investigador(a) senior, el jefe del grupo o de la línea. Si hay más de uno, aparecerán desde el último hacia el penúltimo, antepenúltimo, etc., también según su aportación. El último autor y director del estudio suele figurar también como autor de correspondencia, aquel al que otros científicos deberán dirigirse para discutir sobre su trabajo, aunque es frecuente que este delegue esa función en el primer firmante si le considera suficientemente formado y él lleva varias líneas al mismo tiempo.

A la hora de escribir el estudio en sí, también hay reglas que no pueden romperse. El esquema estándar de todo estudio científico experimental se compone de seis partes: abstract (resumen), introducción (estado de la cuestión y propósito del trabajo), materiales y métodos (explicación detalladísima de todos los experimentos para que cualquier otro investigador pueda repetirlos), resultados, discusión (conclusiones) y referencias bibliográficas (estudios anteriores que se citan o en los que se basa el trabajo). Dado que muchas revistas imponen ligeras variaciones a este esquema básico, desde el principio el investigador suele escribir el estudio ateniéndose al formato requerido por la revista a la cual va a enviarlo. Además, todo estudio experimental incluye varias figuras que muestran los resultados.

El estilo y el tono tampoco dejan margen a la fantasía. Los estudios científicos se escriben en un lenguaje claro, conciso, directo y aséptico, sin retórica ni literatura. Pero al mismo tiempo, deben ser impolutos en su gramática y su ortografía. Y por supuesto, generalmente todo ello en inglés, el idioma de la ciencia. En cuanto a las conclusiones, el tono de los estudios científicos es justo el opuesto al de cualquier artículo de opinión o discurso político, ideológico o religioso. En los estudios científicos no se pontifica ni se dogmatiza, o ni siquiera se «demuestra», sino que solo se «muestra». «Nuestros resultados sugieren», «los datos son compatibles con», «es razonable pensar» o «podría pensarse» son fórmulas habitualmente utilizadas. A menudo la última conclusión es que deberán realizarse nuevos estudios para confirmar los resultados.

Una vez escrito el estudio, se envía a la revista previamente elegida. De esta elección depende críticamente el destino futuro de ese papelito. Obviamente, todo científico aspira a publicar en Nature o Science, las revistas de mayor prestigio, pero en la mayor parte de los casos picar tan alto sería una pérdida de tiempo, y podría incluso perjudicar al propio investigador si los editores de estas revistas le etiquetan como alguien incapaz de valorar la relevancia real de su trabajo. O simplemente, como un pelmazo.

Se entiende entonces que no todas las revistas son iguales, y esto tampoco es arbitrario. Existen índices que miden el impacto de las revistas y las clasifican en listas jerárquicas. Tampoco el impacto de una revista suele ser el mismo si se trata de una publicación multidisciplinar, como Nature o Science, que leen todos los científicos, o si se ciñe a un ámbito especializado muy concreto. Para un científico, saber elegir la revista adecuada a la que enviar un trabajo es tan importante como hacer el trabajo en sí.

Una vez enviado el estudio, el primer filtro al que se enfrenta es el de los propios editores de la revista. Como puede suponerse, las revistas generalmente reciben muchos más estudios de los que pueden publicar, por lo que se rechazan muchos más de los que se aceptan. Así, es muy habitual que al primer intento, con la revista que el investigador ha elegido como su opción más deseable a la par que razonable, la respuesta sea una carta del editor diciendo que el estudio no reúne la suficiente calidad o relevancia como para que le interese publicarlo. Y entonces, toca probar con la siguiente de la lista.

En un momento determinado, por fin el investigador consigue que un editor se interese por su estudio. Pero el calvario no ha terminado; en realidad no ha hecho sino comenzar: llega entonces la revisión por pares. Mañana seguiremos.

Lo dice un estudio científico. ¿Qué significa esto realmente?

Lo dice un estudio científico. Es una frase que escuchamos a menudo en la calle, aplicado a todo tipo de situaciones. Pero ¿qué significa realmente que un estudio científico diga tal cosa? ¿Significa lo que creen que significa quienes emplean la frase?

Así es como muchos pretenden que funcione: si un estudio científico apoya nuestra postura ideológica preconcebida, lo levantamos como un baluarte con el que pretendemos barnizar de objetividad dicha postura ideológica. En cambio, si los resultados del estudio no nos complacen, es que los científicos publican lo que les parece y, además, están vendidos a los intereses de x, y o z.

Pero no es así como funciona. En primer lugar, un estudio científico solo debe valorarse por su propia calidad, y no por el sentido de sus resultados, gusten o no. Esto no debería sorprender a nadie, pero probablemente lo hará: el propósito de la ciencia es únicamente conocer la realidad, no presentarla más agradable al gusto de nadie. Por ejemplo, puede que no guste saber que la identidad y la orientación sexual vienen sobre todo definidas desde el útero materno (según la ciencia actual, por factores genéticos y bioquímicos intrauterinos), ya que encaja mejor con la mentalidad de hoy pensar que es una cuestión de libertad y elección personal. Pero la ciencia deja de serlo cuando se pliega a las tendencias sociales políticas para convertirse en un instrumento al servicio de ideologías, como ocurrió durante el nazismo, el estalinismo o incluso el franquismo.

En segundo lugar, en muchos casos –sobre todo en ciertas áreas de investigación, y especialmente en aquellas que suelen estar afectadas por posturas ideológicas– un solo estudio científico aislado puede tener una relevancia muy escasa. En realidad, siempre que alguien defienda ante nosotros una postura concreta porque “lo dice un estudio científico”, la réplica correcta es: y los demás estudios, ¿qué dicen?

Imagen de pxhere.

Imagen de pxhere.

Un ejemplo de esto último ha sido la percepción social del cambio climático. Durante años, numerosos medios políticos y periodísticos de tendencia conservadora en todo el mundo se aferraron a la idea de que el cambio climático era una ficción inventada por un lobby anticapitalista para derribar el libre mercado y la economía de las grandes corporaciones. Por supuesto, había estudios científicos que negaban el cambio climático. El hecho de que fueran de calidad deficiente o que incluso quedaran retractados no impedía que pudiera esgrimirse la famosa frase. Solo cuando la avalancha de estudios de calidad presentando pruebas del calentamiento global se hizo ya imposible de ocultar y negar, algunos de estos medios –no todos– terminaron rindiéndose a la evidencia (podríamos también decir que solo lo han hecho cuando el capitalismo y la economía de las grandes corporaciones han incorporado el cambio climático como fuente de negocio, pero sería otra historia).

Otras pseudociencias también se apoyan en este argumento, como es el caso de las pseudoterapias que sostienen intereses económicos. No hay web defensora de la homeopatía que no despliegue una lista de docenas de estudios científicos con los que pretenden avalar sus proclamas. Estas listas suelen estar confeccionadas al montón, sin otro propósito que servir a los ya adeptos o epatar y apabullar a los dubitativos. Pero cualquiera con un cierto conocimiento de la ciencia y sus mecanismos encuentra rápidamente que todo ese presunto aluvión es finalmente un leve chispeo: o los estudios realmente no defienden lo que pretenden quienes los han recopilado, o son de calidad muy deficiente, casos anecdóticos y sin controles. Y sobre todo, por cada uno de esos estudios que dicen encontrar efectos beneficiosos en la homeopatía, hay otros diez, cincuenta o cien que no los han encontrado, pero que no aparecen en la lista.

Respecto a esto último, tampoco hay que hacer cábalas sobre si son más o menos los que defienden una postura o la contraria. Aquí no existe aquello de un millón de manifestantes según los convocantes y un par de autobuses llenos según el gobierno. En la ciencia nada se deja al azar, y también existe un método perfectamente sistematizado para valorar ese “¿y qué dicen los demás estudios?”. Se conoce como metaanálisis, y se rige por un conjunto de reglas precisas.

Los metaanálisis o metaestudios son imprescindibles especialmente cuando se analizan efectos que tal vez sean pequeños, pero que podrían ser reales (es decir, poco potentes, pero que aparecen de forma consistente, estadísticamente significativa). Estas grandes revisiones recopilan todos los estudios existentes sobre una misma cuestión, los examinan uno a uno para evaluar su nivel de calidad, y aquellos que superan un umbral mínimo se someten conjuntamente a un tratamiento estadístico informatizado para disponer de un volumen de datos que preste mayor fiabilidad a las conclusiones, según unos parámetros definidos y aceptados por la comunidad.

Es aquí donde las pseudoterapias se caen del todo: con independencia de que los principios de la homeopatía vayan en contra de todo lo conocido por la ciencia, todos los metaanálisis han concluido que el único efecto observable es el placebo. Incluso si se dejaran de lado las objeciones teóricas, los resultados prácticos confirman que no hay resultados prácticos, y esto es lo que científicamente descarta su validez.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Pero estos casos tampoco se restringen a las pseudoterapias o a otras propuestas que deambulan más allá de los límites de la ciencia real; en muchas ocasiones, más de las que cabría esperar, también se encuentran dentro de lo que se considera ciencia legítima y formal. Uno de los campos en los que esto está ocurriendo hoy de forma más flagrante es el de la nutrición y la vida saludable en general.

Evidentemente, también este es un negocio millonario; no solo por la venta directa de productos, sino también por la industria profesional y mediática que engorda a costa de prestar consejos sobre costumbres, dietas y alimentos sanos. E incluso muchos grupos de investigación de instituciones absolutamente respetables han aprendido que fomentar la psicosis quimiófoba o buscar las siempre presuntas virtudes del último alimento de moda es mucho más rentable, en todos los sentidos, que investigar sobre el cáncer o el alzhéimer.

Esta diferencia entre los estudios aislados y los metaanálisis es la raíz de un fenómeno que a menudo desconcierta a los ciudadanos, y que a algunos les hace incluso desconfiar de la ciencia: cuando hoy resulta ser malo lo que antes era bueno, o viceversa. Ha ocurrido históricamente con el aceite de oliva y el pescado azul, y más recientemente con la ingesta de colesterol en los alimentos.

El problema en estos casos es que se divulgan como definitivos lo que solo son resultados preliminares, pobres o dudosos, muy a menudo basados únicamente en correlaciones de datos sin una causalidad demostrada. A medida que se acumulan más estudios, se profundiza en las relaciones causales, aumenta el volumen de datos y comienzan a aparecer metaanálisis, ocurre a veces que el balance refuta una creencia antes tenida por cierta.

En resumen, frente a cada nueva noticia sobre un estudio científico que ensalza las supuestas virtudes del chocolate o alerta sobre el presunto peligro mortal de tocar los recibos de la compra, la actitud correcta es el escepticismo; no tomarlo por principio como dogma ni tampoco como falacia, y mucho menos aún en función de que sus resultados gusten o no. Para valorar la relevancia de un estudio y saber distinguir el grano de la paja hay que formarse un espíritu crítico, y esto solo se consigue conociendo cómo funciona la ciencia. La verdadera educación científica no consiste en repetir hasta la saciedad que las vacunas funcionan y no causan daño alguno, sino en enseñar a comprender cuáles son los mecanismos que tiene la ciencia para llegar a saber que esto es así.

Pero en todo lo anterior hay un concepto clave que casi se da por sentado, y tampoco es obvio: ¿qué es un estudio científico? ¿Es todo aquel cuyo autor dice que lo es? Mañana veremos que no todo lo que se anuncia como estudio científico realmente lo es.

«El planeta», la boba (e incorrecta) muletilla medioambiental de moda

Ahora que por fin la conciencia sobre el medio ambiente ha entrado a formar parte de las preocupaciones del ciudadano medio, ocurre sin embargo que «el medio ambiente» ha desaparecido de la faz del planeta, siendo sustituido, precisamente, por «el planeta».

Salvar «el planeta». Preocuparse por «el planeta». Reciclar por «el planeta». Incluso, según he oído, al parecer un diputado prometió su lealtad a la Constitución «por el planeta». Pero ¿tiene esto algún sentido?

Evidentemente, alerto de que todo esto en realidad no tiene la menor importancia. Si desean asuntos de verdadera trascendencia para «el planeta», estoy seguro de que en las pestañas que coronan estas líneas encontrarán esas precisas y preciosas informaciones sobre qué diputado aplaudió o dejó de aplaudir en cada discurso, o de qué color eran las chapitas que llevaba. Pero si todavía queda por ahí alguien a quien le guste hablar con propiedad, le invito a seguir leyendo.

Estructura de la Tierra. Imagen de Kelvinsong / Wikipedia.

Estructura de la Tierra. Imagen de Kelvinsong / Wikipedia.

¿Qué es un planeta? Les advierto: para conocer su definición no se les ocurra acudir al diccionario de la RAE, esa institución que dice no imponer la lengua, sino recoger el uso que los ciudadanos le dan. En este empeño recolector, se diría que la noble academia debe de sufrir una artritis galopante, porque lleva 13 años sin reaccionar a la actualización de la definición de «planeta». La definición de nuestro diccionario oficial es para hundir la cabeza entre las manos (entre paréntesis, mis comentarios):

Cuerpo celeste (hasta ahí, bien) sin luz propia (no exactamente: los planetas pueden emitir luz infrarroja) que gira en una órbita elíptica (no es cierto: se han detectado exoplanetas con órbitas circulares; es raro, pero no imposible, y de hecho la de la Tierra es casi circular) alrededor de una estrella (nada de eso; hay planetas sin estrella), en particular los que giran alrededor del Sol: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón (¿cómooo?).

Eso es; dejando aparte todo lo demás, 13 años después del derrocamiento oficial de Plutón como planeta, la RAE aún no se ha enterado. Profesores de ciencias: si un alumno les pone en un examen a Plutón como planeta y se lo dan por malo, vayan pensando en qué responder a los padres cuando les pongan delante el diccionario de la RAE.

En realidad, hasta 2006 se venía utilizando una definición informal de planeta. Pero ocurrió que para otros objetos del Sistema Solar muy similares a Plutón podía reclamarse este estatus planetario. Así que la Unión Astronómica Internacional (UAI) decidió que debía aprobarse una definición científica precisa; de hecho, en ciencia es imprescindible que los términos sean unívocos y explícitos.

Básicamente, había dos posturas enfrentadas: o se adoptaba una definición más amplia, y la lista de planetas del Sistema Solar empezaba a crecer sin medida, quizá incluso cada año, o se elegía una más restrictiva que dejaba fuera a Plutón. Ganaron los partidarios de esta última opción, aunque la polémica nunca ha dejado de colear.

Así, la UAI decidió que un planeta del Sistema Solar es un cuerpo celeste que orbita alrededor del Sol, tiene suficiente masa para estar en equilibrio hidrostático (una forma redondeada) y ha aclarado su órbita de otros objetos.

Es decir, que el tal diputado, sin que probablemente él tenga la menor idea, prometió la Constitución española por el cuerpo celeste que orbita alrededor del Sol, tiene suficiente masa para estar en equilibrio hidrostático (una forma redondeada) y ha aclarado su órbita de otros objetos.

Pero ¿dónde está aquí el medio ambiente?

Sencillamente, en ninguna parte. «Planeta» es un concepto astronómico, sin más; no tiene nada que ver con la vida en él. Hasta ahora, lo que sabemos es que lo normal en un planeta es que no haya vida. Y si hablamos del nuestro, al planeta le da exactamente igual que toda la vida sobre él se extinga.

De hecho, «el planeta» seguirá siendo «el planeta» cuando toda la vida sobre él se haya extinguido, lo que esperemos no ocurra hasta dentro de miles de millones de años; pero si ocurriera mañana mismo, «el planeta» no dejaría de ser «el planeta», ni sería un planeta peor, ni menos planeta. A menos que Thanos y su guante de pedrería fina destruyan el equilibrio hidrostático de la Tierra y le hagan perder su forma redondeada, o llenen su órbita de escombros intergalácticos.

Entonces, ¿de dónde viene esta bobería? Aunque es difícil encontrar una referencia clara y directa de esto, puedo intuir que el término se ha introducido a raíz de la popularización del cambio climático, ya que se habla de calentamiento global del planeta. Pero en realidad no es más que una sinécdoque, el todo por la parte: aumenta la temperatura media global del aire y de los océanos, no la de «el planeta». El 99% del volumen total de la Tierra lo ocupan el manto y el núcleo, donde las temperaturas son de cientos o miles de grados. Así que el impacto de la variación en el aire y el agua sobre la temperatura media del planeta tomada en su conjunto es más que despreciable. «El planeta» ni se entera.

Así pues, ¿cuál es el antídoto contra esta bobada? ¿Qué tal regresar a «el medio ambiente» de toda la vida? O para quien quiera ser algo más técnico, lo correcto sería decir «la biosfera», que se define como la zona de la Tierra donde hay vida o puede haberla; los ecosistemas en su conjunto con todas sus interacciones entre sí y con su medio, ya sea sólido, líquido o gaseoso.

Todo esto trata de la preocupación por la biosfera, que es la que estamos destruyendo a marchas forzadas. Pero para los preocupados por «el planeta», tengo una buena noticia que les dejará dormir tranquilos: el planeta está perfectamente a salvo, y nadie se lo cargará ni queriendo. Ni siquiera Thanos, que solo podía con la biosfera.

Así que, dejemos a los planetas donde deben estar:

Madres nevera, videojuegos violentos… La psicología no siempre es ciencia

Ayer les hablaba del psicoanálisis de Freud como ejemplo de lo que parece ciencia, pero no lo es. Y les decía que en el campo de la psicología abundan especialmente los casos en que pasa por ciencia algo que no lo es. Déjenme que prosiga con otros ejemplos.

Desde aquel 1896 en que Freud comenzó a hablar del psicoanálisis, saltemos ahora a 1943. Aquel fue el año en que el psiquiatra austro-estadounidense Leo Kanner describió por primera vez el síndrome del autismo infantil. Estudiando diversos casos, Kanner definió las que desde entonces han perdurado como las principales líneas generales en las que hoy se basan los diagnósticos del autismo.

Durante sus investigaciones, Kanner observó que a menudo los padres de los niños con autismo, y especialmente las madres, mostraban una llamativa frialdad en el trato hacia sus hijos. Dado que en muchos casos los niños con autismo muestran carencias en su capacidad de relación y comunicación, el psiquiatra especuló con la posibilidad de que fuera la falta de afecto y calidez la que sumía a los niños en aquella especie de mundo interior cerrado.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Así fue como llegó a acuñarse el término «madres nevera», y la hipótesis de Kanner fue aceptada por muchos, sin más, porque sonaba bien y explicaba algo hasta entonces inexplicable. Y qué mejor que explicarlo culpando a las propias madres. Y por cierto, entre quienes se lanzaron entusiasmados de cabeza a la hipótesis de Kanner estaban muchos psicoanalistas: ¡trauma de la infancia, allá vamos!

Sería injusto cargar las tintas culpabilizando a Kanner de aquella especulación, que se cayó por el peso de infinidad de datos en contra. Sí se le puede culpar de no haber pensado lo suficiente al revés: ¿no sería que el trastorno de los niños creaba una barrera que muchas madres no sabían cómo superar?

Pero además de que Kanner fue pionero en el estudio del autismo y hoy se le considera el padre de la psiquiatría infantil, en años posteriores se mató a decir que nunca fue su intención atribuir el autismo a esta causa. «Desde la primera publicación hasta la última, hablé de esta condición en términos inequívocos como innata. Pero por haber descrito algunos rasgos de los padres como personas, a menudo se me ha citado mal como si yo hubiera dicho que era culpa de los padres», dijo en 1969.

Lo cual tal vez era demasiado indulgente consigo mismo; la visión más comúnmente transmitida hoy es que Kanner no comenzó desde el principio culpando a las madres, pero que después se sumó a la idea cuando vio que tanto los profesionales como el público la aplaudían. Y lo cierto es que sus escritos parecen reflejar más una cierta ambigüedad, siempre en la cuerda floja, que una evolución consistente de sus ideas en una dirección determinada.

En realidad, Kanner nunca propuso una teoría de las «madres nevera». Pero sus seguidores, que han perdurado hasta hoy, tampoco han propuesto una teoría de las «madres nevera» (me remito a lo que expliqué ayer sobre qué es una teoría científica). Lo de las «madres nevera» fue solo una ocurrencia, no una teoría. Repito, hoy refutada por infinidad de datos y ampliamente desacreditada.

Pero no acabamos aquí. Ahora, saltemos de nuevo hasta el presente. Hace unos días, un telediario hablaba sobre la violencia relacionada con los videojuegos. Allí intervenía un famoso psicólogo español, famoso de salir en la tele, pero de gran prestigio profesional y que ha desempeñado algún importante cargo público. Me ahorro el nombre porque no importa, ya que esto no pretende ser un ataque ad hominem. Lo que importa es la declaración de este psicólogo a propósito del tema en cuestión. Cito de memoria, pero era más o menos así: «Los jóvenes juegan a videojuegos violentos, y luego, claro, trasladan esa violencia a la vida real».

Punto. Firmado, sellado y rubricado. En Madrid, a tantos de mayo de 2019.

Pero ¿es verdad?

No, no lo es. O al menos, no es ciencia.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

La influencia de la violencia en los videojuegos o en otros medios audiovisuales sobre la violencia en la vida real es una cuestión enormemente debatida por psicólogos, psiquiatras y neurólogos, y sobre la que se han hecho infinidad de estudios. Por pura inclinación personal, aquí he contado varios de los que se han publicado sobre el (hasta ahora nunca demostrado) presunto vínculo entre la música violenta y la violencia real.

Pero centrándonos en los videojuegos, ¿quieren saber cuál es el balance final de todos estos estudios? Se lo resumo en dos titulares publicados en sendos medios científicos populares, los dos en distintos momentos de 2018:

«Sí, los videojuegos violentos disparan la agresividad» (Scientific American)

«No hay pruebas que apoyen un vínculo entre los videojuegos violentos y la conducta» (ScienceDaily)

Entonces, ¿cuál es la verdad? En el fondo, el único titular cien por cien fiel al estado actual del conocimiento científico es este:

«¿Los videojuegos violentos hacen más violentos a los niños?» (Psychology Today)

Sí, eso es: un titular en forma de pregunta, ese gran satán del periodismo. Porque la realidad es que la respuesta, si es que existe una respuesta, aún no se conoce. Por cada estudio que encuentra una relación entre videojuegos y violencia, hay otro que no la encuentra (o que sí la encuentra, pero que es justamente la contraria a la esperada), diga lo que diga el famoso psicólogo, que en ese momento no está contando lo que se sabe, sino lo que él cree.

Como vengo explicando estos días, es la ciencia versus la voz del experto. Por suerte, la ciencia no es una sabiduría arcana para la cual debamos fiarnos ciegamente de las visiones del hombre-medicina. Cualquiera con el suficiente conocimiento sobre qué es la ciencia y cómo funciona puede buscar las fuentes y acceder a ese conocimiento por sí mismo.

Por supuesto, todo lo anterior no menoscaba las inmensas aportaciones de la psicología científica, sobre todo la experimental. Pero en estos tiempos en que no hay magacín, ya sea digital, en papel, en radio o en televisión, que no incluya entre sus colaboradores habituales a un psicólogo y un nutricionista, hace falta más que nunca rescatar una vieja fórmula, hoy tan injustamente olvidada e infrautilizada: «yo creo que…».