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«El planeta», la boba (e incorrecta) muletilla medioambiental de moda

Ahora que por fin la conciencia sobre el medio ambiente ha entrado a formar parte de las preocupaciones del ciudadano medio, ocurre sin embargo que «el medio ambiente» ha desaparecido de la faz del planeta, siendo sustituido, precisamente, por «el planeta».

Salvar «el planeta». Preocuparse por «el planeta». Reciclar por «el planeta». Incluso, según he oído, al parecer un diputado prometió su lealtad a la Constitución «por el planeta». Pero ¿tiene esto algún sentido?

Evidentemente, alerto de que todo esto en realidad no tiene la menor importancia. Si desean asuntos de verdadera trascendencia para «el planeta», estoy seguro de que en las pestañas que coronan estas líneas encontrarán esas precisas y preciosas informaciones sobre qué diputado aplaudió o dejó de aplaudir en cada discurso, o de qué color eran las chapitas que llevaba. Pero si todavía queda por ahí alguien a quien le guste hablar con propiedad, le invito a seguir leyendo.

Estructura de la Tierra. Imagen de Kelvinsong / Wikipedia.

Estructura de la Tierra. Imagen de Kelvinsong / Wikipedia.

¿Qué es un planeta? Les advierto: para conocer su definición no se les ocurra acudir al diccionario de la RAE, esa institución que dice no imponer la lengua, sino recoger el uso que los ciudadanos le dan. En este empeño recolector, se diría que la noble academia debe de sufrir una artritis galopante, porque lleva 13 años sin reaccionar a la actualización de la definición de «planeta». La definición de nuestro diccionario oficial es para hundir la cabeza entre las manos (entre paréntesis, mis comentarios):

Cuerpo celeste (hasta ahí, bien) sin luz propia (no exactamente: los planetas pueden emitir luz infrarroja) que gira en una órbita elíptica (no es cierto: se han detectado exoplanetas con órbitas circulares; es raro, pero no imposible, y de hecho la de la Tierra es casi circular) alrededor de una estrella (nada de eso; hay planetas sin estrella), en particular los que giran alrededor del Sol: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón (¿cómooo?).

Eso es; dejando aparte todo lo demás, 13 años después del derrocamiento oficial de Plutón como planeta, la RAE aún no se ha enterado. Profesores de ciencias: si un alumno les pone en un examen a Plutón como planeta y se lo dan por malo, vayan pensando en qué responder a los padres cuando les pongan delante el diccionario de la RAE.

En realidad, hasta 2006 se venía utilizando una definición informal de planeta. Pero ocurrió que para otros objetos del Sistema Solar muy similares a Plutón podía reclamarse este estatus planetario. Así que la Unión Astronómica Internacional (UAI) decidió que debía aprobarse una definición científica precisa; de hecho, en ciencia es imprescindible que los términos sean unívocos y explícitos.

Básicamente, había dos posturas enfrentadas: o se adoptaba una definición más amplia, y la lista de planetas del Sistema Solar empezaba a crecer sin medida, quizá incluso cada año, o se elegía una más restrictiva que dejaba fuera a Plutón. Ganaron los partidarios de esta última opción, aunque la polémica nunca ha dejado de colear.

Así, la UAI decidió que un planeta del Sistema Solar es un cuerpo celeste que orbita alrededor del Sol, tiene suficiente masa para estar en equilibrio hidrostático (una forma redondeada) y ha aclarado su órbita de otros objetos.

Es decir, que el tal diputado, sin que probablemente él tenga la menor idea, prometió la Constitución española por el cuerpo celeste que orbita alrededor del Sol, tiene suficiente masa para estar en equilibrio hidrostático (una forma redondeada) y ha aclarado su órbita de otros objetos.

Pero ¿dónde está aquí el medio ambiente?

Sencillamente, en ninguna parte. «Planeta» es un concepto astronómico, sin más; no tiene nada que ver con la vida en él. Hasta ahora, lo que sabemos es que lo normal en un planeta es que no haya vida. Y si hablamos del nuestro, al planeta le da exactamente igual que toda la vida sobre él se extinga.

De hecho, «el planeta» seguirá siendo «el planeta» cuando toda la vida sobre él se haya extinguido, lo que esperemos no ocurra hasta dentro de miles de millones de años; pero si ocurriera mañana mismo, «el planeta» no dejaría de ser «el planeta», ni sería un planeta peor, ni menos planeta. A menos que Thanos y su guante de pedrería fina destruyan el equilibrio hidrostático de la Tierra y le hagan perder su forma redondeada, o llenen su órbita de escombros intergalácticos.

Entonces, ¿de dónde viene esta bobería? Aunque es difícil encontrar una referencia clara y directa de esto, puedo intuir que el término se ha introducido a raíz de la popularización del cambio climático, ya que se habla de calentamiento global del planeta. Pero en realidad no es más que una sinécdoque, el todo por la parte: aumenta la temperatura media global del aire y de los océanos, no la de «el planeta». El 99% del volumen total de la Tierra lo ocupan el manto y el núcleo, donde las temperaturas son de cientos o miles de grados. Así que el impacto de la variación en el aire y el agua sobre la temperatura media del planeta tomada en su conjunto es más que despreciable. «El planeta» ni se entera.

Así pues, ¿cuál es el antídoto contra esta bobada? ¿Qué tal regresar a «el medio ambiente» de toda la vida? O para quien quiera ser algo más técnico, lo correcto sería decir «la biosfera», que se define como la zona de la Tierra donde hay vida o puede haberla; los ecosistemas en su conjunto con todas sus interacciones entre sí y con su medio, ya sea sólido, líquido o gaseoso.

Todo esto trata de la preocupación por la biosfera, que es la que estamos destruyendo a marchas forzadas. Pero para los preocupados por «el planeta», tengo una buena noticia que les dejará dormir tranquilos: el planeta está perfectamente a salvo, y nadie se lo cargará ni queriendo. Ni siquiera Thanos, que solo podía con la biosfera.

Así que, dejemos a los planetas donde deben estar:

La meditación cítrica y el pensamiento crítico (o cómo usar la fama para engañar a un montón de gente)

Ocurrió el mes pasado en el programa de televisión The Ellen DeGeneres Show, cuando la presentadora entrevistaba a la actriz Anne Hathaway. La ganadora del Óscar por la versión de 2012 de Los miserables se dirigió de repente a los espectadores presentes en el plató, a quienes dijo que bajo su asiento encontrarían una clementina. Mientras les pedía que la pelaran y ella hacía lo propio con la suya, comenzó a contar una historia.

«Durante las vacaciones, hicimos un viaje familiar por la costa de California», dijo Hathaway, mientras ella y la presentadora arrancaban la cáscara anaranjada. «Y encontramos este increíble antiguo enclave hippie de los 60. Allí había una pequeña tienda de libros de segunda mano… y encontré un libro de este tipo que solía ser muy conocido, el Dr. Q. Escribió un libro titulado Sanación cítrica. Y era sobre todas las maneras para incorporar los cítricos en tu vida para mejorar tu salud. Y una de las cosas era cómo incorporar los cítricos en tu práctica de meditación. Se llamaba Clementime [un juego de palabras con «clementina» y «tiempo»]. Era bonito».

Anne Hathaway. Imagen de John Harrison / Wikipedia.

Anne Hathaway. Imagen de John Harrison / Wikipedia.

Con todas las clementinas ya peladas, Hathaway prosiguió: «Así que, si abres un hueco a través de tu clementina, lo que vas a hacer es pegarlo a tus dientes y poner tu boca alrededor de él». La actriz entonces instruyó a toda la audiencia a respirar a través del hueco central que quedaba entre los gajos, algo que la mayoría de los espectadores hicieron. «¿Estáis todos respirando?». Y en efecto, ahí tenías a varias decenas de humanos adultos respirando a través de la clementina y repitiendo los sonidos idiotas que Hathaway les animaba a proferir.

«¿Qué, os sentís un poco mejor?», preguntó la actriz entre los gruñidos y murmullos del público, para seguidamente sorprender a todos con un giro inesperado: «¡Es imposible! ¡Me lo he inventado todo!», exclamó.

Mientras la presentadora la miraba atónita con su clementina en la boca, Hathaway concluía: «El mensaje es: no te pongas algo en la boca solo porque alguien famoso te lo dice». Por último, invitaba al público a lanzar sus clementinas contra ella si lo deseaban, cosa que ninguno de los avergonzados espectadores hizo. «Una de mis resoluciones para 2019 era usar mi fama para engañar a un montón de gente al mismo tiempo», dijo.

Ciertos medios en EEUU han interpretado que la broma de Hathaway, con su referencia a usar la fama para engañar a un montón de gente, era una parodia mordaz dirigida contra Gwyneth Paltrow y su portal de pseudoterapias Goop, del que hablé hace unos días y que no solo vende cosas raras para ponerse en la boca: los huevos vaginales de jade y los enemas de café son dos buenos ejemplos.

Hathaway, aficionada a la física e impulsora de la vacunación, es una rareza en Hollywood, donde la norma entre las celebrities parece ser abrazar todo tipo de pseudociencias y pseudoterapias. Algunas, como Paltrow, han hecho de ello un gran negocio, alimentado esencialmente por la tendencia de parte de la humanidad a respirar a través de una clementina si alguien famoso se lo aconseja.

Frente al engreimiento de personajes como Paltrow, que acusa a quienes la critican de resistirse al empoderamiento de las mujeres –insistamos: enemas de café y huevos vaginales de jade, por no mencionar el repelente de vampiros psíquicos que debe pulverizarse «alrededor del aura»–, Hathaway suele destacar en sus intervenciones públicas no solo por su sentido común, sino también por su humildad. Para defender el pensamiento crítico sobre la meditación cítrica no es necesario encaramarse a ningún argumento demagógico.

Por fortuna, Hathaway tampoco está del todo sola en esa aldea gala que resiste al imperio hollywoodiense de las pseudociencias. Otro firme defensor de la ciencia y la razón es, cómo no, el más grande: Harrison Ford.

Harrison Ford. Imagen de US National Archives.

Harrison Ford. Imagen de US National Archives.

El soporte humano de Indiana Jones, Han Solo y Deckard lleva más de un cuarto de siglo batallando por la conservación de la naturaleza desde la organización Conservation International. Durante la cumbre mundial de gobiernos celebrada hace unas semanas en Dubái, Ford insistió en el mensaje que repite desde hace años: «Dejad de dar el poder a gente que no cree en la ciencia». En esta ocasión, una vez más, su referencia a Donald Trump fue todo lo explícita que permite un discurso formal desde un estrado: «En todo el mundo, incluyendo en mi propio país, elementos de liderazgo niegan o denigran la ciencia para preservar su estado y el statu quo. Están en el lado equivocado de la historia».

Naturalmente, a la causa medioambiental no le falta popularidad en Hollywood; incluso Paltrow dice sumarse a ella. Pero lo que distingue a Ford de otros, aparte de hacer algo más que sujetar pancartas y narrar documentales, es lo que trasluce su discurso: «La negación de la ciencia me asusta a morir», decía en una entrevista. «La ciencia es real. La ciencia es lo más real de nuestro mundo además de la naturaleza. Tengo la esperanza de que todos volvamos realmente a comprender que la ciencia es conocimiento comprobado».

En resumen, lo que diferencia a Harrison Ford de la típica celebrity ecologista es que otros están en el lado equivocado del ecologismo, el que no se sustenta en la ciencia.

El ecologismo no debe caer en la trampa animalista

Hace siete años, cuando entre unos cuantos lanzamos al espacio de la prensa la sección de Ciencias del finado diario Público, nos sobrevoló peligrosamente la intención de que nos cargáramos a la espalda las noticias sobre animalismo, como parte de la información de Medio Ambiente. A tal despropósito nos opusimos en bloque. El animalismo, el de temperatura templada, es algo plenamente respetable, pero no es ecologismo, ni mucho menos ecología. Como fenómeno social, su lugar debía estar entre el resto de asuntos de sociedad, como educación, sanidad o igualdad. En lo que respecta al animalismo febril, el que antepone la declaración de derechos del cangrejo a la conservación de los ecosistemas, en una sección de Ciencias el único enfoque válido podía ser el de denuncia… del animalismo. Finalmente se impuso la cordura, y el animalismo se fue a la sección de sociedad.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

Compadecerse del sufrimiento de un animal es una emoción loable, y batallar contra el ahorcamiento de galgos y el ahogamiento de cachorros es una causa noble. La preocupación por los animales criados en la sociedad humana y abandonados por la sociedad humana dignifica a la sociedad humana. Pero nada de esto tiene que ver con la conservación medioambiental. El movimiento ecologista moderno nació en la naturaleza y en la ciencia, llevando el medio ambiente a la cultura urbana a través de pioneros como Rachel Carson, Paul Ralph Ehrlich, Aldo Leopold y otros, pensadores y naturalistas con zapatos científicos que lograron colar el desajuste entre población, progreso y sostenibilidad ambiental (en términos actuales) en el debate político y social de los países desarrollados. En cambio, el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales es un producto netamente urbano, impulsado desde ámbitos filosóficos y jurídicos, nacido de la humanización de las relaciones entre las personas y sus mascotas, y extendido al conflicto más general entre el ser humano y el resto de las especies que coinciden con nosotros en esta roca mojada que llamamos Tierra.

Animalismo y ecologismo son cosas diferentes, causas diferentes con orígenes y fines diferentes, y a menudo mutuamente excluyentes, por mucho que se hayan mezclado en un mistificador batiburrillo debido, supongo, a varias causas. Entre estas, destaca el esfuerzo de ciertos movimientos por aunarlos en lo que consideran un espacio ideológico común, una corriente que se cuelga de la creciente adopción de militancias partidistas por parte de las organizaciones ecologistas. Pero tratar de fundir ecologismo y animalismo por el hecho de que ambos tienen algo que ver con los animales es una aberración semejante a aunar a bebedores y abstemios porque todas las bebidas contienen agua. Y como voy a explicar, esto tiene un efecto devastador sobre el ecologismo, ya que contamina lo que debería ser una causa transversal, convirtiéndola en un arma arrojadiza más para alimentar un eterno clima de frentismo político desde una ilusión de permanente clandestinidad. Y la ciencia (la ecología que nutre, o debería nutrir, el ecologismo) no puede dejarse engatusar por esta trampa.

Como ejemplo de los perjuicios de esta contaminación, voy al origen de los tiempos de la biología actual: la publicación de El origen de las especies de Darwin. En el momento en que un sector ideológico, el de las Iglesias cristianas, interpretó aquella teoría científica como un ataque directo a los fundamentos de su institución, se desató una postura cerril destinada no ya a negar, sino a desconocer deliberadamente cualquier evidencia científica. Pero por mucho que se pueda achacar a las Iglesias de entonces (y a algunas de ahora) una actitud hostil hacia el descubrimiento científico, la ciencia pierde su inocencia y su credibilidad cada vez que un postulado científico es enarbolado como ariete ideológico. La ciencia es inocente, y mantener esta inocencia es esencial si se pretende que sus descubrimientos influyan de forma coherente en el rumbo del progreso social independientemente de gobiernos, corrientes, ideologías o coyunturas políticas. Personajes como el excéntrico excientífico Richard Dawkins, reconvertido en feroz apóstol del ateísmo, hacen un flaco favor a la ciencia al convertirla en una opción ideológicamente excluyente y, por tanto, en algo opinable, que puede tomarse o dejarse.

La ciencia no es infalible, ni establece verdades absolutas, ni demuestra nada, sino que mantiene constantemente la posibilidad de refutación, algo clave en el método científico. Pero esto no significa que sea opinable, al menos sin utilizar los mismos instrumentos que la ciencia emplea. Los resultados científicos, sobre todo cuando se acumulan repetidamente en apoyo de una hipótesis concreta, ofrecen un sustento a una comprensión de la realidad que supera con mucho el grado de verdad ofrecido por cualquier razonamiento filosófico o político. La ciencia es refutable, pero solo por la ciencia.

Como ocurrió con el conflicto por el darwinismo, en las últimas décadas otro asunto científico se ha convertido en bandera ideológica: el cambio climático. Igual que en el ejemplo de Dawkins, el hecho de que organizaciones ecologistas hayan asumido una filiación política partidista, ligando la causa ecologista (avalada por una realidad científicamente objetiva) a un paquete ideológico integrado, al mismo nivel, por otras causas subjetivas de lo más variopintas, transmite el mensaje erróneo de que el cambio climático es algo opinable. Esto ofrece la oportunidad a los sectores más conservadores de sostener un escepticismo que carece de todo fundamento científico, pero que en cambio es propagandísticamente muy sólido, lo que convierte en absurdo juego de esgrima política algo que debería ser una prioridad mundial para todos los gobiernos de cualquier color.

Creo que así se comprende de dónde nace la equivocada fusión de animalismo y ecologismo en la percepción popular. Pero al tratarse de una causa ideológica y subjetiva, la aproximación del animalismo y su colonización de ciertas organizaciones ambientalistas dañan la credibilidad de la ecología, la ciencia que sustenta el ecologismo. Denunciar que las ballenas dejarán de existir si persiste el ritmo de destrucción de los ecosistemas marinos no es opinable ni subjetivo. Defender que es lícito agredir a los trabajadores de los buques balleneros y poner en riesgo su seguridad sí lo es, por más que su trabajo pueda resultar incluso más antipático que el de los telepelmazos de Jazztel, que probablemente tampoco han encontrado otro medio más digno de ganarse la vida sin molestar.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Llegamos así al más allá del animalismo, mi favorito, donde este movimiento pierde toda su respetabilidad. Entre la posmodernidad y la seudocultura New Age, en las últimas décadas ha venido creciendo un animalismo extremista caracterizado por la misantropía y la autoexculpación. Los extremistas del animalismo introducen el concepto de especismo o discriminación de especies, pero los criterios sobre a qué especies colocar al mismo nivel son, obviamente, de una subjetividad brutal. ¿Cuál es la frontera? ¿La capacidad de experimentar dolor, como algunos proponen? Los nociceptores, o receptores de dolor de las neuronas sensoriales, están presentes desde el ser humano hasta los invertebrados como los insectos, e incluso se han documentado en el Caenorhabditis elegans, un gusano nematodo de un milímetro de longitud. Dado que es probable que al menos algunos parásitos multicelulares de los humanos posean estos receptores, desde el animalismo extremo podría razonablemente llegar a discutirse qué vida vale más: la de la persona enferma o la de sus parásitos.

Al mismo tiempo, los animalistas extremos suelen abrazar opciones –como el veganismo– con las que se consideran autoexculpados de aquello que vilipendian, una actitud vana y pueril que comparten con cierto falso ecologismo. Es obvia la contradicción entre el uso de cualquier medicamento y la oposición a la experimentación con animales. Pero hay otros ejemplos más sutiles: estos movimientos suelen hacer un uso intensivo de los medios digitales. Y a no ser que carguen sus móviles, portátiles y tablets exclusivamente a base de fuerza de voluntad, ningún usuario puede considerarse inocente del cambio climático, ya que hoy las tecnologías de la información consumen el 10% de la energía de todo el mundo, un 50% más que el sector global de la aviación y un total equivalente al que en 1985 se dedicaba a la iluminación del planeta. Así que no basta con viajar en bicicleta: la única opción congruente en su caso sería renunciar también al uso de la tecnología.

Por razones como las anteriores, el animalismo extremista resulta ridículo por la ramplonería y el escaso calado intelectual de sus planteamientos, basados en poco más que una instántanea reacción pavloviana de vómito cada vez que se aborda la complicadísima relación del ser humano con la naturaleza, y en una constante acusación a todos los estúpidos que habitaron este mundo antes que ellos y que se equivocaron tanto para contribuir con su ensayo y error a que ellos, hoy, sean tan listos. A estos les recomiendo vivamente que, en coherencia con sus postulados, visiten este enlace y se apunten al Movimiento para la Extinción Voluntaria de la Humanidad, una iniciativa que habría divertido enormemente al mismísimo Darwin, puesto que extinguirá únicamente la parte de la humanidad que está de acuerdo con dicha extinción, eliminando así sus genes del conjunto general.