Archivo de la categoría ‘Ciencia’

Investigadores y divulgadores han sufrido acoso durante la pandemia

No es ningún secreto para todo el que durante estos 22 meses haya intentado acercar al público lo que la ciencia ha ido avanzando en el conocimiento del coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que causa. Pero también hay que contarlo.

El mes pasado, Nature publicaba un reportaje detallando hasta qué punto los científicos y divulgadores que han intervenido en los medios para informar sobre la COVID-19 han tenido que sufrir el acoso de los haters y negacionistas. El artículo se basa en una encuesta de la propia revista a 321 científicos que han concedido declaraciones sobre COVID-19 y han informado en las redes sociales. No es un estudio aleatorio; una parte de los científicos contactados prefirieron no responder a la encuesta para evitar más acoso.

Casi el 60% ha sufrido ataques a su credibilidad o insultos. Más del 20% ha recibido amenazas de agresiones físicas o sexuales. La tercera parte de los que han difundido informaciones en Twitter ha recibido ataques «siempre» o «habitualmente». El 15% ha llegado a soportar amenazas de muerte. A veces incluso por teléfono, como relata la especialista en enfermedades infecciosas Krutika Kuppalli, quien llevaba meses sufriendo ataques online. Seis han padecido agresiones físicas.

El virólogo Christian Drosten, la figura más destacada en Alemania con relación a la pandemia, recibió un paquete en su casa con un vial de líquido con la etiqueta «positivo» y una nota instándole a beberlo. En Bélgica, un francotirador amenazó con disparar a los virólogos. En EEUU, un investigador recibió sobres de polvo blanco. «Cómete un murciélago y muere, puta», «tú y tus hijos arderéis en el infierno», «si te veo te pego un tiro» o «espero que mueras» son algunas de las amenazas detalladas por los científicos, junto con imágenes de ataúdes o de cadáveres ahorcados.

A dos terceras partes de los que han sufrido algún tipo de amenaza o agresión, la experiencia les ha hecho cuestionarse sus apariciones en los medios, y muchos de ellos han decidido inhibirse de hacer declaraciones. Algunos han cerrado su cuenta de Twitter.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Según cuenta en Nature Fiona Fox, directora del UK Science Media Centre –una oficina de prensa independiente que ofrece testimonios de científicos y expertos–, de más de 20 científicos consultados para hacer una rueda de expertos sobre el origen del coronavirus, ninguno quiso participar. Esta cuestión en particular, junto con las vacunas, la ivermectina y la hidroxicloroquina –dos tratamientos ensayados que resultaron inútiles– han sido los temas recurrentes que han provocado las reacciones de los haters.

El estudio de Nature no encontró diferencias en el nivel de acoso a hombres y mujeres, pero sí que estas recibían frecuentemente burlas o amenazas de carácter sexual, del mismo modo que los investigadores de minorías étnicas han recibido insultos racistas.

La encuesta y el reportaje de Nature no son los primeros en sacar a la luz las amenazas e insultos que están recibiendo los científicos. Aquí ya he mencionado algún caso que ha ido publicándose sobre todo a raíz de las investigaciones sobre el origen del coronavirus. La iniciativa de Nature ha venido motivada por una encuesta previa en Australia que ya alertó del problema, y está en marcha un amplio estudio de la Universidad Johns Hopkins que ofrecerá un panorama más detallado.

Estos estudios se han centrado sobre todo en los países anglosajones, pero cualquiera que haya seguido los comentarios en los medios y en las redes sociales en nuestro país habrá podido observar que aquí ha ocurrido exactamente lo mismo. Esta semana, la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) publicaba un artículo comentando el reportaje de Nature y añadiendo experiencias personales de algunos investigadores de la UOC que se han visto en la misma situación. El biólogo molecular y divulgador Salvador Macip i Maresma denuncia haber sido víctima de una campaña organizada de odio basada en amenazas e insultos en las redes sociales; acusaciones falsas, ataques al honor, insultos, amenazas de muerte o de tortura. Algo similar relata Alexandre López Borrull, experto en fake news.

Incluso se da el caso, aunque esto no se ha publicado, de algún comunicador científico que durante la pandemia ha preferido abstenerse por completo de tratar la COVID-19, supuestamente por centrarse en el resto de la esfera científica que ha quedado muy olvidada durante estos casi dos años; en realidad, porque pasaba de meterse en este marrón. Y quién se lo puede reprochar.

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre el sexo, el género y las personas trans

A lo largo de la historia, a menudo se ha manipulado la ciencia o se ha inventado una falsa ciencia (a.k.a. pseudociencia) para defender una ideología. Los llamados darwinistas sociales tergiversaron el principio de la selección natural de la evolución biológica para justificar el capitalismo a ultranza, la eugenesia, el racismo, el imperialismo o el fascismo, todo ello bajo el tramposo lema –no darwiniano– de la «supervivencia del más fuerte». El nazismo inventó sus propias pseudociencias, no solo la racial, sino también la basada en el ocultismo y en ideas que hoy conocemos como New Age. El comunismo estalinista soviético promovió el lysenkoísmo. E incluso el franquismo tuvo su propia pseudociencia eugenésica liderada por los psiquiatras Antonio Vallejo-Nájera y Juan José López Ibor.

Por qué las ideologías autoritarias recurren a este intento de ampararse en algo que realmente desprecian, como es la ciencia, es algo que corresponde explicar a historiadores y sociólogos. Pero en la vida cotidiana tenemos un paralelismo también muy frecuente, cuando alguien alega que aquello que defiende se basa en algo que está «científicamente demostrado». Es solo un modo de tratar de zanjar una discusión sin más argumentos, pero utilizando erróneamente un argumento de autoridad que no es tal. Porque como he explicado aquí tantas veces, 1) la inmensa mayoría de las veces que se dice que algo está científicamente demostrado no es así, 2) la persona que lo dice no sabe lo que significa que algo esté científicamente demostrado, y 3) en general la ciencia no sirve para demostrar.

Siempre que ocurre esto, que se intenta defender una ideología con tergiversaciones de la ciencia o pseudociencias, es necesario salir al paso para denunciar la trampa y evitar así la confusión de quienes puedan resultar confundidos o convencidos con este falso argumento. Y ahora es necesario para denunciar la trampa de quienes dicen esgrimir la ciencia en contra de lo que ellos mismos llaman «ideología de género», lo que afecta a cuestiones de enorme relevancia en la vida de muchas personas, como el reconocimiento de las personas transexuales.

Curiosamente, esta corriente que últimamente parece crecer en visibilidad ha aunado en un frente común a sectores ultraconservadores y a cierta parte del progresismo feminista. Quienes están en dicho frente dicen ampararse en la ciencia para defender que solo hay dos tipos de seres humanos según su sexo, masculinos (XY) y femeninos (XX). Niegan la autoafirmación de las personas trans porque, dicen, la idea del género es solo un invento sin realidad biológica (spoiler: en realidad son ellos quienes defienden una ideología contra el «género», un término obviamente inventado pero que designa una realidad, igual que «plastilina» o «cerveza»).

Pues bien, lo cierto es que la ciencia dice justamente todo lo contrario de lo que ellos afirman. Y no es que el aclararlo probablemente vaya a servir para que estas personas cambien su discurso. Pero al menos debería servir para algo: si todas las ideologías son aceptables o no, es algo que no corresponde discutir en este blog, y mi opinión al respecto tampoco importa aquí; pero que no se defiendan estas ideas en nombre de la ciencia. Porque la ciencia no dice lo que ellos dicen que dice.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Empecemos por el primer concepto: sexo. El sexo es la cuestión anatómica, los caracteres sexuales primarios, los genitales. Este es el criterio que se utiliza para asignar legalmente a una persona al sexo masculino o femenino después del nacimiento. La determinación del sexo en los animales puede venir dirigida por diferentes sistemas en especies distintas. En los humanos, está principalmente marcada por la dotación de los cromosomas sexuales, XY en los machos, XX en las hembras (Nota: las palabras «macho» y «hembra» repugnan a muchos, pero lo cierto es que deberíamos utilizarlas más como se hace en inglés, ya que lo único que se puede inferir a partir de los genitales es si una persona es anatómicamente un macho o una hembra. No si es hombre o mujer).

Principalmente, pero no exclusivamente. Además de los cromosomas sexuales, hay numerosos genes en los cromosomas autosómicos –no sexuales– y vías hormonales que a lo largo del desarrollo determinan la aparición de los caracteres sexuales primarios y secundarios (siendo estos últimos rasgos como los pechos o el vello corporal). Las variaciones en todo este conjunto de mecanismos, desde una dotación cromosómica sexual anómala hasta las mutaciones en infinidad de genes –por ejemplo, la 5-alfa reductasa 2– crean todo un espectro de situaciones entre los casos nítidos del humano anatómicamente masculino y el humano anatómicamente femenino.

Para apreciar a simple vista el complejo panorama real de la determinación del sexo en humanos, recomiendo este estupendo gráfico publicado por Amanda Montañez en 2017 en la revista Scientific American, que por cuestiones de copyright no puedo reproducir aquí.

Frente a esto, hay quienes suelen replicar que la norma, y por tanto lo normal, es macho cariotípico XY y hembra cariotípica XX, y que el resto son anomalías, errores. Y es cierto, las alteraciones cromosómicas pueden considerarse como tales. Pero, en primer lugar, son anomalías o errores muy frecuentes: el 1% de la población, según estimaciones, lo que suma unos 80 millones de personas en todo el mundo. En segundo lugar, el hecho de que sean anomalías no significa que sean enfermedades. Estas personas no están enfermas. Y en cuanto a su salud mental, el consenso científico actual refleja la postura de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de obras de referencia como el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) al restringir la categoría de trastornos mentales a aquellas condiciones que causan sufrimiento o incomodidad al propio afectado o a otros.

Y no ocurre en estos casos, o al menos no ocurriría de no ser porque muchas personas en estas situaciones sufren incomprensión, rechazo o estigmatización social, quizá por parte de quienes los consideran anormales o incluso niegan su existencia. Y si se trata de anomalías biológicas, precisamente estas personas deberían tener una especial acogida, comprensión y protección, en lugar de lo contrario.

Segundo concepto: sexualidad. Se refiere a la atracción sexual que sentimos por un tipo u otro de personas; heterosexualidad, homosexualidad o bisexualidad. Y por último, tercer concepto: género. Se refiere a cómo nos percibimos mentalmente como hombre, mujer o situaciones diferentes o intermedias.

Es esencial considerar juntos estos dos conceptos, porque son concomitantes. Ambos residen en el cerebro y son aún infinitamente más complejos que el sexo. La ciencia ha encontrado correlaciones con factores genéticos y vías hormonales, pero aún no se conocen los mecanismos precisos que determinan la sexualidad ni la identidad de género, y por lo tanto no existe un correlato claro objetivable, del mismo modo que la neurociencia actual está abandonando el concepto del cerebro masculino y el cerebro femenino. Como todo lo que ocupa nuestra mente, es bioquímica. Son procesos que vienen originados por los genes, mediados por las proteínas que producen y regulados por infinidad de factores moleculares para obtener un resultado final sujeto a un amplio rango de variabilidad.

Por lo tanto, y dado que tampoco ninguna de estas condiciones representa un trastorno mental –según lo dicho, la OMS cambió hace unos años su criterio de «trastorno de identidad de género» por «incongruencia de género»– si no son otros quienes lo juzgan como tal, la única actitud posible de una sociedad humanista, racional y con criterio científico es reconocer que son estas personas quienes realmente saben qué son (homosexuales, bisexuales, transgénero, no binarias) y aceptarlas con su diversidad. Porque en este caso ni siquiera puede hablarse de anomalías o errores, no solo porque son extremadamente comunes –uno de cada diez es la cifra que suele manejarse–, sino además porque el consenso científico actual los considera variaciones biológicas naturales dentro de un amplio espectro continuo. Y sobre si el lenguaje debe o no adaptarse a esta realidad, podría discutirse, pero esto ya escapa a la ciencia.

Así, no se puede negar las variaciones en la identidad de género sin negar también las variaciones en la sexualidad, porque hoy la ciencia las considera fenómenos paralelos, con raíces biológicas comunes. Quien niegue unas sin negar las otras no se atiene a la ciencia, sino que está fabricando su propia pseudociencia.

En 2018 la revista británica Nature reaccionaba a un documento filtrado al diario The New York Times respecto a una propuesta de la administración Trump de definir el género de una persona exclusiva e inmutablemente en función de su sexo (los genitales), recurriendo al testado genético en los casos de anomalías en el desarrollo de los caracteres sexuales. El documento decía tener una «base biológica clara basada en la ciencia«. Y algunas voces no precisamente alineadas con el sector político de Trump, pero sí con el movimiento que he citado más arriba, lo aplaudieron.

En un artículo editorial (la postura de la revista), Nature decía:

La propuesta es una idea terrible que debería erradicarse. No tiene ningún fundamento científico y desharía décadas de progreso en la comprensión del sexo –una clasificación basada en características corporales internas y externas– y el género, una construcción social relacionada con las diferencias biológicas pero también arraigada en la cultura, las normas sociales y la conducta individual. Aún peor, minaría los esfuerzos de reducir la discriminación contra las personas transgénero y aquellas que no caen en las categorías binarias de macho o hembra.

«La biología no es tan sencilla como la propuesta sugiere«, añadía Nature. «La comunidad médica e investigadora ahora ve el sexo como algo más complejo que macho y hembra, y el género como un espectro que incluye a las personas transgénero y a aquellas que no se identifican como macho o hembra. La propuesta de la administración de EEUU ignoraría este consenso de los expertos«.

(Insisto, «macho» y «hembra» son traducciones del inglés «male» y «female»; en castellano han quedado desterradas del lenguaje común en lo referente a los humanos por alguna causa que desconozco, pero rehabilitarlas ayudaría a saber si estamos hablando de sexo o de género).

Y concluía el editorial de Nature: «La idea de que la ciencia puede sacar conclusiones definitivas sobre el sexo o el género de una persona es fundamentalmente fallida«. «Los intentos políticos de encasillar a las personas no tienen nada que ver con la ciencia y todo que ver con privar de derechos y reconocimiento a las personas cuya identidad no se corresponde con ideas anticuadas sobre el sexo y el género«.

Con respecto a este mismo documento de la administración Trump, la revista estadounidense Science publicaba en 2018 que más de 1.600 científicos (cifra de aquel momento, que luego ascendió a 2.617 científicos firmantes) habían «criticado el grave daño» que el plan causaría. Los promotores de esta protesta acusaban a la propuesta del gobierno de ser «fundamentalmente inconsistente» con el conocimiento científico.

Este es el consenso científico. Esto es lo que dice la ciencia. Esto es lo que dice la biología. Quienes defiendan algo diferente o contrario, que sigan haciéndolo si quieren. Pero que lo hagan en nombre de su ideología, no en el de la ciencia. No en el de algo que en realidad están despreciando por la vía de la ignorancia o de la tergiversación.

Sí, es posible que La Palma provoque algún día un tsunami. No, no es probable que los humanos lo veamos

Cuando comenzó la erupción de Cumbre Vieja en La Palma, resurgió en los medios y en las redes sociales un fragmento de un documental de la BBC del año 2000 –o bien otro de National Geographic de 2010– que planteaba un escenario apocalíptico: un megatsunami causado por el desplome de una fachada montañosa en la isla canaria que atravesaría el Atlántico para devastar las costas de América, África y Europa. De inmediato salieron los desmentidos, que quedan bien ejemplificados por este titular de RTVE en YouTube: «NO hay riesgo de MEGATSUNAMI en LA PALMA por la erupción, es un BULO» (mayúsculas del propio titular).

Pero lo que realmente es un bulo es que esto sea un bulo. Volvemos una vez más a un viejísimo problema: parece que en los medios, y por ende para mucho público, solo existen dos versiones: científicamente demostrado / científicamente desmentido. Sí o no. Blanco o negro. Si no ha ocurrido o no va a ocurrir mañana, entonces es un bulo.

Pero no, la ciencia no funciona así. En general, la ciencia aporta evidencias a favor de una hipótesis, o en contra de una hipótesis. A veces, unas a favor, otras en contra, hasta que la balanza acaba inclinándose de un lado o del otro por la acumulación de más evidencias. En el caso de la predicción mediante modelos, es aún más complicado. Algunos sistemas están al alcance de los algoritmos actuales; por ejemplo, la órbita de un objeto espacial. Otros no; por ejemplo, las predicciones climáticas locales o las meteorológicas a largo plazo. Por ejemplo, los terremotos o las erupciones volcánicas. Por ejemplo, el comportamiento humano.

Imagen de satélite de La Palma, antes de la erupción de Cumbre Vieja. Imagen de NASA.

Imagen de satélite de La Palma, antes de la erupción de Cumbre Vieja. Imagen de NASA.

En el caso citado, la fuente original es un estudio científico legítimo, revisado por pares y publicado en 2001 en la revista Geophysical Research Letters por los geofísicos Steven Ward y Simon Day, respectivamente de la Universidad de California y el University College London. Pero, puntualicemos: el estudio de Ward y Day no predecía que el volcán de Cumbre Vieja fuera a colapsar. Sino lo que tal vez podría llegar a ocurrir en el peor de los casos si colapsara.

Creo que la diferencia es evidente. El algoritmo matemático utilizado por los autores se aplicaba al tsunami generado en caso de colapso, no al propio colapso. Si un grupo de investigadores publica un estudio prediciendo cómo se vería afectada la flora si desaparecieran las abejas, no está afirmando que las abejas vayan a desaparecer. La cuestión aquí no es sobre geofísica ni vulcanología, sino sobre simple comprensión de la ciencia.

Y por la misma razón que el estudio de Ward y Day no calculaba absolutamente nada sobre la probabilidad de que Cumbre Vieja colapse, sino sobre el tsunami que generaría si colapsara, lo que han hecho los estudios posteriores (y revisiones como esta) que han discutido sus conclusiones ha sido cuestionar la predicción de Ward y Day sobre cómo sería el tsunami si Cumbre Vieja colapsara. Algunos de estos estudios (como este, este, este, este o este) generalmente han rebajado la magnitud de las olas que se generarían, debido a otros factores que no estaban incluidos en el modelo de Ward y Day, considerado demasiado simple por otros autores.

En resumen: ni los investigadores avisaron de que Cumbre Vieja iba a colapsar, ni otros investigadores lo han desmentido. Y sería de agradecer que los medios de comunicación, si pretenden no sembrar más confusión, reservaran la palabra «bulo» para lo que realmente lo es.

Ahora bien, todo esto no significa que no se haya discutido y analizado la posibilidad de que Cumbre Vieja colapse. Pero, por su parte, Ward y Day se limitaban a reunir ciertas piezas de evidencias científicas que sugerían la posibilidad de que Cumbre Vieja sea uno de los volcanes terrestres propensos a colapsar algún día. Aunque, incluso si llegara, ese día podría ser muy lejano, y quizá para entonces ya ni siquiera exista la humanidad. Los autores de aquel estudio comenzaban aclarando que no se ha producido ningún colapso de este tipo en tiempos históricos, pero que «residuos encontrados en el suelo marino muestran su abundancia en tiempos geológicos recientes«. Y ¿qué significa «tiempos geológicos recientes»? «En el último millón de años, docenas de colapsos laterales de un tamaño comparable al considerado se han vertido desde las islas volcánicas al Atlántico«, escribían.

Una revisión de 2006 en Philosophical Transactions of the Royal Society A, dirigida por Douglas Masson, del Centro Nacional de Oceanografía de Southampton (Reino Unido), señalaba que ocurre un deslizamiento en las islas Canarias, como media, una vez cada 100.000 años, y que el último tuvo lugar en El Hierro hace unos 15.000 años. Entiéndase que esto no significa que el próximo vaya a suceder dentro de 85.000 años. Los autores recordaban: «Sabemos en general dónde los deslizamientos ocurren (y ocurrirán), pero estamos lejos de ser capaces de ofrecer predicciones fiables de eventos individuales, especialmente donde el detonante final probablemente sea un fenómeno transitorio, como un terremoto, que de por sí no puede predecirse«.

Los autores de esta revisión añadían que los parámetros elegidos por Ward y Day «han sido empujados a, o incluso más allá de, sus valores máximos posibles«, como un desplome de un volumen extremo –500 km3 de roca– de una sola vez en lugar de gradualmente. «Por lo tanto, cualquier tsunami futuro sería probablemente menor que el de la predicción de Ward y Day«. La probabilidad de un escenario como el planteado por estos dos autores, concluían, es aún menor que 1 en 100.000 años: «Tiene una baja probabilidad de ocurrir en el mundo real«. Según otros estudios, un posible desplome en La Palma probablemente desplazaría un volumen de roca mucho menor que el planteado por Ward y Day.

Recreación de un megatsunami. Imagen de Pikist.

Recreación de un megatsunami. Imagen de Pikist.

Pero Masson y sus colaboradores añadían: «Sin embargo, podemos estar seguros de que en el futuro ocurrirán deslizamientos en las Canarias. También es probable que un evento de este tipo genere tsunamis localmente devastadores, con alturas que excedan todo lo visto en la historia de los tsunamis en todo el mundo, aunque la posibilidad de que produzcan tsunamis transoceánicos es mucho más cuestionable«.

Otros juicios, en cambio, han sido más duros. En una revisión de 2009 el vulcanólogo del Instituto Volcanológico de Canarias Juan Carlos Carracedo (hoy ya retirado) y sus coautores hablaban así de la hipótesis de Ward y Day: «Tal vez la explicación resida en que estos científicos ingleses (financiados por una multinacional de seguros especializada precisamente en riesgos naturales), hayan tenido en cuenta, en su búsqueda de lucro, protagonismo y publicidad, la enorme diferencia en el poder político y científico de EE UU y España«. En fin, de acuerdo que podría discutirse si Ward y Day fueron más allá de lo científicamente admisible en sus apariciones en los medios y en documentales; pero también si este lenguaje y este tono asimismo van más allá de lo científicamente admisible en una revisión científica.

Y eso es todo lo que la ciencia puede decir. No es sí o no, blanco o negro, verdad o bulo. Para quien necesite verdades absolutas e inconmovibles, o predicciones cien por cien seguras, la astrología, la política o la religión son alternativas sugerentes.

Los precarios son siempre precarios, y los piratas son siempre piratas

Unos días atrás saltó a las redes sociales el comentario de una bloguera y, al parecer, hostelera, que defendía la práctica de los cocineros de incluir en sus equipos aprendices jóvenes sin remuneración; o sea, lo que siempre hemos conocido como precarios, ya que no puede llamarse becario a quien no tiene ninguna beca.

La bloguera en cuestión provocaba además las chuflas de los usuarios al comenzar su artículo aludiendo a lo “guapísimo” que le parece un cocinero concreto. Y en efecto, esto invita a dejar de leer o a no tomarse el resto en serio, como ocurriría con cualquier columna que arrancara refiriéndose al “guapísimo Joe Biden” (de joven lo era) o a la “guapísima Inés Arrimadas” (en cuyo caso, además, al autor le lloverían acusaciones de machismo).

En la opinión que vengo a plantear, vaya por delante un conflicto de intereses, cuyo protagonista es mi paladar. Confieso que la naturaleza no me ha dotado de un paladar exquisito. No soy capaz de apreciar los matices del roble ni aunque me coma el propio roble, ni los aromas del perfume que llevaba el bodeguero cuando embotelló el vino. Y esto, que muchos considerarían una desgracia, en cambio lo contemplo como una suerte, ya que nunca gastaré nada del dinero que a todos nos cuenta tanto conseguir en una cena en un restaurante con estrellas Michelín, porque no sabría apreciarlo; eso que me ahorro. Me gusta comer, pero la gastronomía no me interesa gran cosa.

Pero traigo hoy este asunto por un motivo: de precarios sabemos mucho en el mundo de la ciencia. Esta supuesta polémica sobre los aprendices sin paga, que incluso deberían dejarse abusar por tener la suerte de trabajar a los pies de una divinidad olímpica, es algo que hemos vivido durante décadas en la ciencia, antes de que la cocina adquiriera el estatus de culto posmoderno que hoy tiene para muchos. Y sin pretender desmerecer el trabajo de nadie, que todos son muy dignos, espero que pueda permitirse que algunos valoremos mucho más la ciencia que la cocina, y que por lo tanto no apoyemos en áreas menos importantes lo que no apoyamos en otras más importantes. Al menos de la ciencia puede decirse que está salvando vidas todos los días, y ahora está sacando al mundo de una pandemia. Y lo siento si ofendo a alguien o peco de arrogancia, que sí, que ya lo sé, pero sigue pareciéndome más meritorio y admirable crear una vacuna que salva vidas que cocinar una espuma de nabo.

Marcha por la Ciencia, abril de 2017, en Madrid. Imagen de LLN 1 / Wikipedia.

Marcha por la Ciencia, abril de 2017, en Madrid. Imagen de LLN 1 / Wikipedia.

Lo digo, además, porque sé en carne propia lo que es trabajar sin cobrar, como muchos otros de mi generación: durante tres años, desde 3º hasta 5º de carrera de biología, pasé sucesivamente por la Unidad de Citología e Histología de la Universidad Autónoma de Madrid, el laboratorio de bacterias termófilas del Centro de Biología Molecular, la Unidad de Inmunología del Hospital de la Princesa y el laboratorio de inmunología del Centro de Investigaciones Biológicas. Todo ello sin percibir un duro (por entonces aún había duros).

Sí, lo acepté porque quería aprender, como era habitual entonces. Y por entonces pensaba que era un peaje que los de mi generación debíamos pagar porque así era como se hacían las cosas entonces, pero que aquello debería cambiar tarde o temprano para que pudieran percibir una remuneración también esos insignificantes aprendices de científicos, que luego resultan no ser tan insignificantes cuando comienzan a aportar ideas, y a quienes además se encargan todas esas tareas rutinarias y sucias que otros prefieren evitar aunque cobren por hacerlas.

Incluso cuando ya terminábamos la carrera y teníamos la suerte de echarle el lazo a una beca de verdad, de las de cobrar una cantidad más simbólica que otra cosa, no teníamos ese lujo llamado alta en la Seguridad Social; nos cubría un seguro privado asociado a la beca. Durante los cuatro o cinco años de tesis, no cotizábamos ni un duro.

En el mundo de la ciencia, muchas cosas han cambiado desde entonces. Hoy, al menos teóricamente, los becarios cotizan. Y aunque posiblemente continúe la costumbre de las prácticas sin remuneración para los aún no licenciados, que confieso desconocerlo, el hecho de que aún existan irregularidades no justifica en absoluto que deban seguir existiendo. Es un resto del pasado a abolir. Y quien opine lo contrario se ha saltado una parte fundamental de la historia de la humanidad, esa en la que se impuso, por ejemplo, conceder a los trabajadores uno o dos días de descanso a la semana. Y sí, también entonces se quejaban de que esto ralentizaba la producción y se encarecían los productos. Pero qué se le iba a hacer.

Por no hablar de quien pretende justificar semejantes ignominias con argumentos de tan poca profundidad mental como que acusar a los explotadores de explotadores es algo recurrente y casposo, solo por el hecho de que se haya hablado mucho de ello. Este es uno de los grandes males dialécticos de la era de las redes sociales: si no te gusta una crítica, deja que hablen; una vez que se haya hablado mucho de ello, ya puedes descalificar el debate limitándote a decir que es rancio, recurrente y casposo, sin necesidad de aportar argumentos que apoyen tu (inapoyable) postura.

Y por no hablar tampoco de lo imbécil que resulta que en este nuevo culto posmoderno a la cocina, desde que los cocineros ascendieron a chefs, a los precarios se les haya ascendido también con un título en francés para que puedan exhibirlo a sus amigos y familiares y así presumir de ser stagiers de un chef, mejor si además es guapísimo. ¿Y encima pretenden cobrar por todo esto?

Al menos en la ciencia nadie llama a los precarios y becarios otra cosa que precarios y becarios. Y estos, a su vez, no llaman a sus jefes con otro título ni de otro modo que María, Pedro o Lola, aunque todos ellos tengan al menos el título de doctor. Los llamados stagiers son simplemente precarios. Y ustedes, quienes los explotan, unos piratas esnobs y petulantes, guapísimos o no.

Por qué el Nobel no ha premiado al español Francis Mojica

Hace dos años escribí aquí un artículo titulado «Por qué el Nobel para Mojica es mucho más complicado de lo que parece«. Breves antecedentes: el microbiólogo español Francis Mojica descubrió un mecanismo molecular en bacterias que posteriormente dos investigadoras, la estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier, convirtieron en la herramienta más útil que hoy existe para reescribir y modificar genes. Este sistema, hoy con distintas variedades pero llamado genéricamente CRISPR, es una plataforma tecnológica de uso común en infinidad de laboratorios. Y aunque sus potenciales aplicaciones en la curación de enfermedades aún no han despegado, su utilidad en investigación ha sido tan sobradamente demostrada que desde hace años se rifaba un Nobel. Ahora, por fin la rifa se ha resuelto. Premiando a Charpentier y Doudna, y dejando fuera a Mojica.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Pero aunque todos lamentemos enormemente esta oportunidad perdida para la promoción de la ciencia española, que no ve un Nobel desde 1906 (sí, después estuvo Severo Ochoa, pero era un investigador de nacionalidad estadounidense que había desarrollado todo su trabajo en EEUU), conviene volver sobre lo que ya conté en su día para contener los arrebatos de indignación y de calimerismo; sí, es cierto que a un científico que trabaja en la Universidad de Alicante le resulta infinitamente más difícil ser reconocido con un Nobel (o incluso, ya puestos, publicar en Nature o Science) que al mismo científico si trabaja en Harvard o en el MIT. Pero este caso, insisto, era complicado.

La razón de esta complicación es que son muchos los nombres implicados en haber hecho de CRISPR lo que es hoy. Mojica descubrió el sistema original y lo nombró, y creo que no puede haber discusión sobre su primicia absoluta en este sentido. Pero después el francés Gilles Vergnaud ahondó en la explicación sobre su significado, el argentino Luciano Marraffini demostró por primera vez su funcionamiento, Charpentier y Doudna lo convirtieron en una herramienta utilizable, y el chino-estadounidense Feng Zhang lo adaptó para su uso en células eucariotas (no bacterianas). Y aún hay otros nombres cuya intervención ha sido esencial para el desarrollo de CRISPR, sumando en total hasta más de una docena.

Pero las normas de los Nobel establecen que cada premio solo puede repartirse entre un máximo de tres investigadores, porque los reconocimientos científicos más prestigiosos del mundo continúan en pleno siglo XXI anclados en la idea anacrónica del «¡eureka!» y del científico solitario y excéntrico, recluido en su laboratorio con la sola compañía de algún asistente que le friegue los cacharros, preferiblemente si es jorobado y algo friki como el Igor de El jovencito Frankenstein.

Así pues, y aunque el premio para CRISPR se cantaba desde hace años, existían serias dudas sobre quiénes serían los tres elegidos, y es de suponer que largos debates habrán precedido a la concesión del Nobel de Química 2020 para Charpentier y Doudna. Por supuesto que las dos investigadoras merecían el premio como primeras candidatas. El problema era añadir un tercer nombre dejando fuera al resto.

Personalmente, mi apuesta estaba entre Mojica y Zhang. La contribución del segundo fue fundamental para el desarrollo del sistema, pero el trabajo de Mojica fue la semilla de la cual surgió todo lo demás. Y premiar un hallazgo sin reconocer a su descubridor original no solo es injusto, sino que además es una decisión contraria al espíritu que los Nobel dicen defender y al criterio que normalmente aplican, aunque históricamente han sido muchas las injusticias que se han cometido.

Un caso que viene a la mente es el de Fleming, Chain y Florey. Los dos últimos fueron quienes aislaron la penicilina, la produjeron y la convirtieron en un producto utilizable y accesible para toda la humanidad. Pero el Nobel de 1945 no olvidó a Fleming, el descubridor original de la actividad de la sustancia pero que no fue capaz de aislarla, sacarle partido ni usarla de forma efectiva, y que llegó a abandonar esta línea de trabajo. Es más, el Nobel para los tres científicos en este caso dejó fuera a otros colaboradores de Florey y Chain (la mayoría mujeres, por cierto) cuya participación fue esencial, y que tal vez habrían merecido el premio más que Fleming. En este sentido, la contribución y la visión de Mojica al hallazgo de CRISPR ha sido enormemente más decisiva que la de Fleming al descubrimiento de la penicilina que popularmente se le atribuye.

Parece posible que en el caso que nos ocupa el jurado haya decidido no cometer un agravio contra alguien en particular, aunque para ello hubiera que agraviar a varios en general. Por mi parte, guardaba una esperanza que difícilmente va a materializarse. Los premios de Química y Medicina (que incluye Fisiología) los fallan instituciones distintas, respectivamente la Real Academia de Ciencias y el Instituto Karolinska, y cada una actúa bajo su propio criterio. Estas dos categorías solapan en muchos casos; en Medicina no solo se han premiado avances médicos, sino también muchos descubrimientos de ciencia básica.

Un claro ejemplo es la estructura del ADN que le valió el premio a Watson, Crick y Wilkins (no fue de Química, sino de Medicina), pero hay otros ejemplos, como el Nobel de 1958 a Joshua Lederberg por descubrir un mecanismo de intercambio de material genético en bacterias, o el de 1978 a Arber, Nathans y Smith por el hallazgo de las enzimas de restricción, un mecanismo de las bacterias que después se convirtió en una herramienta fundamental para la investigación (un caso muy análogo al de CRISPR).

Así, habría sido posible que CRISPR hubiera podido motivar dos Nobel en las dos categorías respectivas de Química y Medicina, uno para los pioneros que descubrieron un sistema de defensa nuevo y revolucionario en bacterias (eso es originalmente CRISPR), quizá para Mojica, Vergnaud y Marraffini, y otro para los que a partir de él desarrollaron el sistema, Charpentier, Doudna y Zhang.

Claro que esto hubiera seguido dejando fuera al lituano Virginijus Siksnys, que llegó a los mismos resultados que Charpentier y Doudna, aunque tardó un poco más en publicarlos. Y es que, en el fondo, el problema continúa siendo el mismo: en la era de la ciencia internacional, colaborativa y multidisciplinar, el formato de los Nobel ha quedado claramente obsoleto.

Y sobre si Mojica habría completado la terna si en lugar de trabajar en Alicante lo hubiese hecho en Oxford, en el Cambridge de este lado del Atlántico o en el Cambridge del otro lado del Atlántico, podríamos discutir. Pero ya serviría de poco.

Cien segundos para la medianoche, las manecillas que amenazan destrucción

No está en el ánimo de este blog sumarse a las amenazas de apocalipsis que cada vez parecen rodearnos con más intensidad. En realidad, el título de este artículo es una adaptación de ese famoso estribillo de Iron Maiden (para los fanes, vídeo al final de estos párrafos):

Two minutes to midnight

The hands that threaten doom

Naturalmente, cuando Bruce Dickinson y Adrian Smith escribieron este tema, se inspiraron en el Doomsday Clock, el imaginario reloj que los científicos del Bulletin of the Atomic Scientists mantienen desde 1947 y que nos avisa del nivel de riesgo de autodestrucción de la humanidad; a mayor proximidad de la aguja del reloj a la medianoche, más cerca estamos de nuestra propia aniquilación.

En su origen, el Doomsday Clock estaba específicamente dedicado al riesgo de guerra nuclear, que en tiempos de la Guerra Fría parecía la única gran amenaza capaz de provocar un cataclismo global. En septiembre de 1953, las pruebas nucleares de EEUU y la URSS motivaron a los científicos del Bulletin a situar la manecilla a dos minutos de medianoche. En 1984, con la puesta en marcha del programa de misiles de Ronald Reagan –en su día conocido popularmente como Star Wars–. el año en que se publicó la canción, el reloj se situó a tres minutos de la medianoche, la posición más cercana a la destrucción desde 1953.

En los últimos tiempos, los relojeros del Bulletin han incorporado otras amenazas como el cambio climático, el bioterrorismo y las tecnologías de la información con fines bélicos o aplicadas a la desinformación. Y en los años que vivimos, a juicio de ellos, las cosas no pintan bien. Al comenzar este siglo, el reloj estaba a 9 minutos. Desde entonces, no ha hecho más que correr hacia la medianoche: 7 minutos en 2002, 5 minutos en 2007, 6 en 2010 para volver a los 5 en 2012, 3 minutos en 2015, 2 minutos y medio en 2017, y en 2018 alcanzamos los 2 minutos, igualando la marca de 1953.

Ahora estamos aún peor: el pasado jueves, los científicos del Bulletin decidieron acercar el reloj 20 segundos más hacia la medianoche, situándolo a 1 minuto y 40 segundos (100 segundos) de las 12 de la noche. Según este grupo de expertos, la humanidad corre el mayor peligro de autodestrucción desde 1947.

El Doomsday Clock, a 100 segundos de la medianoche. Imagen de Ryanicus Girraficus / Wikipedia.

El Doomsday Clock, a 100 segundos de la medianoche. Imagen de Ryanicus Girraficus / Wikipedia.

«Enfrentados a este panorama de amenaza alarmante y a la nueva voluntad de los líderes políticos de rechazar las negociaciones y a las instituciones que pueden proteger a la civilización a largo plazo, el Panel de Ciencia y Seguridad del Bulletin of the Atomic Scientists hoy mueve el Doomsday Clock 20 segundos más cerca de la medianoche, más cerca del apocalipsis que nunca», han declarado los guardianes del reloj. «Al hacerlo, los miembros del panel están explícitamente advirtiendo a los líderes y ciudadanos de todo el mundo de que la situación internacional de seguridad es ahora más peligrosa de lo que nunca ha sido, incluso en el clímax de la Guerra Fría».

En torno al Doomsday Clock hay cierta polémica. El físico teórico y cosmólogo Lawrence Krauss, que formó parte del Bulletin, ha publicado un comentario en el Wall Street Journal en el que acusa al reloj de ser acientífico, ya que, dice, se trata de un grupo de científicos juzgando sobre política y estrategia militar, en las que no son especialistas. En otras palabras, hay quienes consideran que el reloj no puede tomarse como un verdadero indicador riguroso, a pesar de ser pretendidamente cuantitativo, sino que más bien es el resultado de las impresiones de un comité que se traduce a un valor numérico por arte de magia.

En cualquier caso, quizá la metáfora del reloj no resulte ya tan poderosa como lo era en sus inicios. Y tal vez el ciudadano medio esté ya algo cansado de escuchar mensajes apocalípticos. Pero también hay algo innegable, y es que cerrar los ojos solo hace desaparecer los fantasmas. Que, de todos modos, no existen.

Un deseo para 2020: salvar el clima con progreso, no con la vuelta a las cavernas

No es ningún secreto que el problema del cambio climático se ha visto largamente enturbiado por intereses ajenos a la ciencia. Del lado del negacionismo, es evidente que durante años los intereses económicos y sus ideologías políticas asociadas han tratado de negar la realidad mostrada por la ciencia.

Pero no todos los mensajes equívocos o engañosos sobre el cambio climático llegan del bando del negacionismo. También del lado del activismo existen grupos que se amparan en una supuesta defensa del consenso científico sobre el clima para promover ideas que, o bien no se ajustan a esa realidad científica, o bien simplemente responden a una agenda particular no científica. Entre las primeras, el caso típico es la exageración del impacto de la ganadería; entre las segundas, la que motiva estos párrafos y que paso a explicar más abajo.

Esta brecha entre ecologismo y ecología no es una novedad: no todos los grupos ambientalistas han reconocido y defendido en todo momento lo que la ciencia dice. Muchos de ellos hoy continúan empeñándose en negar la avalancha de pruebas acumuladas sobre la inocuidad de los cultivos transgénicos, y siguen resistiéndose también a admitir que la energía nuclear pueda tener cabida en un mix de producción energética más compatible con la salud del clima terrestre. Con todo, hay que decir también que son muchos los científicos ecólogos que militan y trabajan en organizaciones ecologistas, y que tratan de hacer penetrar la ciencia en un universo a menudo permeado por pseudociencias e ideologías contrarias al progreso.

Y dada esta infiltración de las ideologías en el discurso sobre el clima, no es raro que ciertos grupos hayan aprovechado la COP25 de Chile recientemente celebrada en Madrid para difundir toda clase de mensajes ajenos a la ciencia y ni siquiera relacionados lo más mínimo con el clima. Al fin y al cabo, las COP climáticas no son congresos científicos, sino foros de negociación política.

Pero en estos tiempos en que a la amenaza del problema en sí se suma la confusión causada por ciertos mensajes erróneos o interesados, es esencial no perder de vista el único faro que puede guiarnos a través de esta crisis climática: escuchar a los científicos. La tan amada como odiada Greta Thunberg ha hecho de ello su lema. Y solo por ello, con independencia de las críticas razonables, su discurso ya merece más consideración que otras voces a las que se les da un micrófono sin que se entienda muy bien qué pueden aportar.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Escuchar a los científicos no solamente es obligado por cuanto son ellos quienes tienen la herramienta para medir el estado del clima terrestre. Sino también porque son ellos quienes pueden aportar las mejores soluciones. El progreso científico y tecnológico nos ha traído las energías renovables y los sistemas de producción energética cada vez más limpios y eficientes. Ha conseguido que las emisiones directas de la ganadería se hayan reducido un 11,3% desde 1961, mientras que la producción de carne para consumo se ha duplicado con creces, según datos de la FAO para EEUU.

En contra de esta postura, hay quienes promueven acciones contra el cambio climático que quieren obligarnos a renunciar a los niveles de progreso y avance que la ciencia y la tecnología nos han proporcionado. Por ejemplo, y llego al ejemplo que quería traer aquí hoy: pretenden que dejemos de volar, o que nos avergoncemos y nos sintamos como criminales climáticos cuando lo hacemos.

Este movimiento anti-aviación está cobrando una fuerza preocupante. Existen plataformas organizadas y muy activas que perturban el funcionamiento normal de los aeropuertos, perjudicando a los sufridos viajeros, y que promueven ideas como la de freír a impuestos a la aviación comercial hasta que se convierta, como lo fue en sus orígenes, en un lujo solo accesible para los más pudientes. Y todo lo que fomenta la desigualdad es reaccionario y contrario al progreso.

Los activistas anti-aviación han manifestado que sus proclamas no van dirigidas contra quienes volamos una vez al año por vacaciones, sino contra quienes lo hacen regularmente y con mucha frecuencia por motivos de trabajo. Pero si se les supone la buena fe de quien no pretende engañar a los que les escuchan, entonces no queda más remedio que atribuirles la torpeza de quien se engaña a sí mismo: si alguien como un servidor puede coger un vuelo en sus vacaciones a un precio que un escritor y periodista pueda pagar, es gracias a que muchos otros vuelan mucho, sosteniendo una alta oferta que abarata los pasajes, obligando a las aerolíneas a competir. Reducir la oferta de vuelos y aumentar los impuestos nos devolverá a la época en que volar era el privilegio de unos pocos.

No es discutible que el transporte aéreo es uno de los grandes emisores de gases de efecto invernadero (GEI) responsables del cambio climático. Pero menos de lo que algunos creen. Pongamos las cifras en claro: los aviones generan el 2,4% de las emisiones globales de GEI, una cifra que crecerá en las próximas décadas incluso por encima de las previsiones de la ONU, según un estudio reciente. Pero que sigue siendo menor que las emisiones de otras fuentes, incluso algunas que han pasado ignoradas: como conté ayer, las emisiones debidas a las tecnologías digitales sumarán en 2020 el 3,5% del total global.

Que esta idea cale bien:

(Pausa valorativa)

El sector global de la aviación emite menos GEI que las tecnologías digitales, cuya mayor fuente de emisiones son los teléfonos móviles.

Así que, obviamente, es de suponer que quienes pretenden bloquear los aeropuertos antes habrán renunciado al uso del teléfono móvil, sobre todo teniendo en cuenta que para 2040 las tecnologías digitales crecerán hasta copar el 14% de las emisiones globales.

El avión es uno de los grandes inventos de la historia de la humanidad. Nos ha abierto la grandeza del mundo de un modo que nuestros ancestros no podían ni soñar. Somos afortunados de vivir en esta época y poder disfrutar de este nivel de progreso. Y algunos no estamos dispuestos a que nos cierren el mundo para devolvernos a otros tiempos ya superados, a la reclusión en la caverna de la tribu, la pequeñez y la ignorancia.

Pero no, del mismo modo que la solución contra las emisiones de las tecnologías digitales no es volver al tamtam y las señales de humo, tampoco la solución contra las emisiones de la aviación es regresar a las cuádrigas. La respuesta está, una vez más, en la ciencia y la tecnología, que trabajan para mejorar la eficiencia energética y reducir la huella ambiental. Los últimos modelos de aviones han mejorado la eficiencia en un 15% respecto a las versiones anteriores; una aeronave actual emite un 80% menos de CO2 que los primeros reactores de pasajeros. Científicos e ingenieros continúan trabajando en el diseño de nuevos aviones menos contaminantes. Hoy más que nunca, seguimos necesitando más ciencia y más tecnología.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

En resumen, y frente a los nostálgicos que anhelan devolvernos a las cavernas, a ponernos plumas en la cabeza y a ofrecer sacrificios a los dioses que viven en los árboles del bosque sagrado, aquí hay uno, como muchos otros en muchos otros lugares, que cree firmemente en más ciencia, más tecnología, más innovación y más progreso como pilares de la lucha contra el cambio climático. La barbarie, el temor y la ignorancia no nos han llevado a ninguna parte. Ha sido la audacia del ingenio humano la que nos ha sacado de muchas antes, y la única que puede sacarnos también de esta.

Los estudios ultraprocesados pueden dañar la salud informativa

Si yo les dijera aquí que una causa de mortalidad concreta duplicó su número de víctimas en todo el mundo en solo un año, de modo que en 2015 hubo un 100% más de muertes por ese motivo que el año anterior, ¿se sentirían alarmados? ¿Necesitarían con urgencia conocer cuál es esa amenaza mortal emergente y qué pueden hacer para prevenirla?

Pues si la respuesta es sí, aquí están los datos: en 2015 murieron en todo el mundo 6 personas por ataques de tiburón. Justo el doble que el año anterior.

Claro que, así contado, se entiende de otra manera. Y no es por el hecho de que los ataques de tiburón sean infrecuentes porque solo son un riesgo en aguas tropicales, como erróneamente se cree a veces. De hecho, el responsable del mayor número de ataques no provocados, el archifamoso y temido tiburón blanco, es un merodeador habitual de nuestras costas; el mayor ejemplar jamás descrito en los papeles científicos –aunque su longitud real se ha cuestionado– se capturó en aguas de Mallorca.

No, no es que los tiburones sean inofensivos (aunque, por desgracia, sí cada vez más escasos). Pero con los datos reales en la mano, y dado que raro es quien no se da algún chapuzón en el mar a lo largo del año, se comprende rápidamente que el riesgo real de morir entre los dientes de un escualo es ínfimo. Por eso son precisamente los científicos que estudian los tiburones quienes se encargan de recoger y divulgar estas estadísticas, para mostrarnos que los selfis matan a más gente que los tiburones, y para tratar de borrar de nuestras mentes ese –de acuerdo a los datos– injustificado temor a estos animales.

El mensaje de lo anterior es que una cosa son los datos y, otra, la manera de interpretarlos y presentarlos. Lo segundo, más que lo primero, es lo que tiene el poder de crear en el público un efecto profundo y duradero. Y estas interpretaciones y presentaciones pueden venir revestidas de intereses por quien los interpreta y presenta.

Vayamos ahora a otro ejemplo que nos acerca más al objetivo de hoy. Recordarán que hace cuatro años la Organización Mundial de la Salud (OMS) lanzó una bomba que abrió periódicos y titulares. El titular-resumen con el que el público se quedó fue este: comer carne roja o carne procesada provoca cáncer.

Turrones. Imagen de Lablascovegmenu / Flickr / CC.

Turrones. Imagen de Lablascovegmenu / Flickr / CC.

Entonces ya expliqué aquí que, con todo el respeto que pueda merecer la OMS, la manera de interpretar y presentar aquellos datos a los medios y al público fue más propia de un Cuarto Milenio que de un organismo con el respeto que pueda merecer la OMS. Que aquella afirmación destacada en la nota de prensa de que «los expertos concluyeron que cada porción de 50 gramos de carne procesada consumida diariamente aumenta el riesgo de cáncer colorrectal en un 18%» creaba un alarmismo completamente injustificado al arrinconar la letra pequeña de que «para un individuo, el riesgo de desarrollar cáncer colorrectal por su consumo de carne procesada sigue siendo pequeño». El año pasado, y volviendo sobre el tema, conté también aquí lo que suponía este riesgo. Cito de entonces:

Pongámoslo en números para que se entienda mejor; números que publicaron varias entidades de lucha contra el cáncer y que transmitían un mensaje infinitamente más claro que la inmensamente torpe nota de prensa de la OMS: según la Sociedad contra el Cáncer de EEUU, el riesgo de una persona cualquiera de sufrir cáncer de colon es del 5%; si come carne, el riesgo aumenta a menos del 6%. Por su parte, la Unión Internacional de Control del Cáncer comparó las cifras con las del tabaco: fumar multiplica el riesgo de cáncer por 20, o lo aumenta en un 1.900%; comer carne multiplica el riesgo de cáncer por 1,18, o lo aumenta en un 18%. Creo que estas cifras dan una idea bastante clara de la magnitud del problemón que supone comer carne.

En resumen: cuando un riesgo absoluto es ínfimo, un aumento porcentual grande de un riesgo ínfimo continúa representando un riesgo ínfimo en términos absolutos, pero presentar y destacar solo el aumento relativo del riesgo crea la falsa impresión de que estamos en peligro mortal. Ante las acusaciones de alarmismo que le llegaron a la OMS, este venerable organismo se defendió acusando a los medios de «quedarse solo con el titular». Y mira tú, esto sí es original: matar al mensajero. No se le había ocurrido a nadie.

Y así llegamos finalmente al ejemplo concreto que quería traer hoy aquí, muy relacionado con el anterior y con las fechas de polvorones, turrones y mazapanes en las que entramos hoy de lleno. Hace unos días, la revista JAMA Internal Medicine publicó un amplio estudio clínico observacional franco-brasileño que vinculaba el consumo de lo que ahora se llama alimentos ultraprocesados (UPF, en inglés) con el riesgo de desarrollar diabetes de tipo 2. «Una mayor proporción de UPF en la dieta se asocia con un mayor riesgo de diabetes de tipo 2», concluían los investigadores, subrayando que sus resultados «aportan pruebas para apoyar los esfuerzos de las autoridades de salud pública de recomendar una limitación en el consumo de UPF».

Una noticia publicada por Reuters a propósito del trabajo mencionaba algunos datos bajo una introducción que no dejaba ninguna duda sobre la tesis del artículo: «Consumir muchos de estos alimentos se ha vinculado largamente a un aumento del riesgo en una amplia variedad de problemas de salud, incluyendo enfermedades del corazón, hipertensión, colesterol elevado, obesidad y ciertos cánceres».

Es decir, algo así como informar sobre las estadísticas de ataques de tiburón que mencionaba más arriba y comenzar el artículo explicando que, como bien se sabe, estos terribles animales, con su feroz impulso depredador y sus poderosos mordiscos de dientes afilados como cuchillas, han provocado largamente infinidad de muertes entre los humanos. Lo cual es innegablemente cierto. De hecho, más demostradamente cierto que lo anterior.

En Twitter, el científico y divulgador Guillermo Peris se encargó de explicar someramente los datos. La diferencia entre los 166 casos de diabetes en el grupo de más ultraprocesados contra los 113 en el grupo de menos ultraprocesados, un 47% más, puede parecer alarmante si se presenta solo el aumento relativo. Pero cuando se considera el riesgo absoluto de padecer la enfermedad en el contexto de la población total de 100.000 personas, el aumento de enfermos en el grupo de más ultraprocesados es del 0,053%. El riesgo es bajo, y aunque el aumento es estadísticamente significativo con un mayor consumo de alimentos ultraprocesados, el efecto es pequeño.

Esta diferencia entre el tamaño de un efecto y su significación estadística es la que a menudo queda oscurecida y deformada cuando se ultraprocesan los estudios a través de los medios para presentarlos al público. Lo cierto es que todos los datos son necesarios para ver la realidad con los dos ojos, en todo su esplendor estereoscópico y tridimensional. El problema es que los estudios científicos deben presentar los datos crudos limitando el procesamiento a lo estrictamente necesario, mientras que el público necesita alimentarse de informaciones ultraprocesadas. Y este ultraprocesamiento, que a menudo no se regala, sino que se vende, puede dañar la salud informativa.

La primera médica de la historia no era quien creíamos: adiós, Merit Ptah; hola, Peseshet

Durante décadas ha existido un nombre que ha coronado con honor todas las listas de las científicas históricas: Merit Ptah, la mujer egipcia que supuestamente vivió en torno al año 2700 a. C., que fue madre de un sumo sacerdote, pero cuyos méritos estaban muy por encima de «ser madre de»: las referencias a ella como jefa o supervisora de médicos la han situado como la primera mujer con nombre conocido en el campo de las ciencias y quizá incluso el primer ser humano versado en estos conocimientos, ya que su antigüedad iguala la de Imhotep, arquitecto de la pirámide escalonada de Djoser, en Saqqara, y que suele pasar como el primer nombre propio de –lo que hoy llamamos– ciencia.

Pues bien, parece que no fue así. Y si hoy vengo aquí a rectificar esta historia, a raíz de lo revelado por un reciente estudio, es porque yo mismo he incluido anteriormente a Merit Ptah en una de esas listas de pioneras que a partir de ahora quedará en internet como información errónea. Es lo que tiene el avance de la investigación.

Esto es lo que publiqué en 2016 en mi lista de pioneras de la ciencia en BBVA OpenMind:

Varias referencias citan a la médica egipcia Merit Ptah como la primera mujer científica de cuyo nombre existe registro. Habría vivido en torno al año 2.700 a. C., lo que la situaría en la Dinastía II, en el Período Arcaico del Antiguo Egipto. Sin embargo, las referencias son confusas: algunas hablan de una presunta inscripción en una tumba del Valle de los Reyes, lo cual es un anacronismo, ya que este lugar no comenzó a utilizarse como necrópolis hasta el siglo XVI a. C., unos 1.200 años después. Es más plausible otra versión que la sitúa en la necrópolis de Saqqara, cercana a la antigua Menfis y que sí sirvió como lugar de enterramiento desde la Dinastía I.

Merit Ptah no era una excepción en su época; las mujeres practicaban la medicina en el antiguo Egipto, muchas de ellas en la especialidad de obstetricia. Tal vez el nombre de Merit Ptah se conservó porque su hijo fue sumo sacerdote y dejó referencia escrita a ella como “jefa de médicos”. Por las fechas, Merit Ptah rivaliza en antigüedad con Imhotep, el polímata que diseñó la pirámide escalonada de Saqqara y al que a menudo se considera el primer científico con nombre conocido. Este título símbólico podría reclamarse para Merit Ptah, cuyo nombre hoy designa un cráter de impacto en Venus.

Merit Ptah y su esposo Ramose, en la tumba TT55 del Valle de los Reyes. Imagen de Stzeman / Wikipedia.

Merit Ptah y su esposo Ramose, en la tumba TT55 del Valle de los Reyes. Imagen de Stzeman / Wikipedia.

En mi defensa, señoría, ya citaba entonces las inconsistencias en los datos de la versión manejada por las fuentes; fuentes a las que enlazaba y que, como siempre en este blog, son publicaciones científicas y académicas. Pero incluso las publicaciones científicas y académicas pueden verse aquejadas de ese mal de replicar informaciones previas que en realidad son erróneas. Y durante décadas, nadie puso en duda el origen de todas ellas. Pero, en realidad, ¿cuál era ese origen?

Este es el trabajo detectivesco que ha emprendido Jakub Kwiecinski, médico e historiador de la medicina de la Universidad de Colorado. Buceando en las referencias históricas, Kwiecinski encontró la primera mención a la historia de Merit Ptah en un libro publicado en 1938 por su colega la canadiense Kate Campbell Hurd-Mead, que fue también una destacada activista en el feminismo de su época.

Sin embargo, algo del trabajo de Hurd-Mead ya estaba bajo sospecha: a lo largo de los años, otros autores ya habían mostrado que algunos de los personajes glosados en su libro sobre las mujeres médicas de la historia eran controvertidos o en realidad jamás existieron.

Cuando Kwiecinski indagó en la información sobre Merit-Ptah publicada por Hurd-Mead, hizo notar el anacronismo de situar la inscripción relativa a aquella mujer en una tumba del Valle de los Reyes, ya que no sería hasta más de un milenio después cuando comenzó a utilizarse aquel lugar para los enterramientos. El investigador rastreó entonces todas las listas conocidas de sanadores del Imperio Antiguo de Egipto, así como los registros de mujeres administradoras de aquella época de las que existe constancia. Merit Ptah no aparecía en ninguna de ellas.

Pero curiosamente, sí existió una mujer cuya descripción coincide con la de Merit Ptah: en una falsa puerta de una tumba del Imperio Antiguo, descubierta en Giza unos años antes de cuando Hurd-Mead escribió su libro, se encontró una referencia a una mujer llamada Peseshet, madre del sumo sacerdote que presuntamente ocupaba la tumba. Y Peseshet aparecía allí descrita como «supervisora de mujeres sanadoras». Sin embargo, aquella mujer vivió algo más tarde, en torno al 2400 a.C. Según Kwiecinski, la biblioteca personal de Hurd-Mead albergaba un libro que mencionaba aquel descubrimiento, aunque sin detallar el nombre de la mujer.

Y ¿qué hay de Merit Ptah? Este nombre se empleó en el antiguo Egipto, y de hecho así se llamaba la madre de otro sumo sacerdote, esposa de Ramose, un alto dignatario de Amenhotep III y Akenatón, mencionada en una inscripción en la tumba de su hijo, en el Valle de los Reyes, y que vivió en torno al 1350 a.C. Pero sin ningún indicio de que practicara la medicina de su época.

Así, concluye Kwiecinski en su estudio, publicado en Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, Hurd-Mead hizo un extraño batiburrillo con los datos de estas dos mujeres. «Desafortunadamente, Hurd-Mead en su propio libro confundió accidentalmente el nombre de la antigua sanadora, la fecha en la que vivió y la ubicación de la tumba», dice el investigador. «Y así, de un caso mal entendido de una auténtica sanadora egipcia, Peseshet, nació en tiempo más temprano la primera mujer médica, Merit Ptah». Debe quedar claro que Kwiecinski no ha descubierto ni redescubierto a Peseshet, sino que ha atado los cabos para revelar que era de ella de quien partía la falsa historia de Merit Ptah.

Con todo, el historiador destaca cómo la historia de Merit Ptah ha sido «un símbolo muy real de la lucha feminista del siglo XX por traer a las mujeres de vuelta a los libros de historia, y por abrir la medicina y la STEM a las mujeres». Pero advierte: casos como el de Merit Ptah, que podríamos asimilar a un ejemplo temprano de fake news, ocurren cuando a la ciencia se superponen factores ideológicos con su carga emocional. Nadie había puesto en duda la historia porque era deseable creerla. Y cuando la ideología se pone por delante del rigor, incluso cuando esa ideología es digna de apoyo, la ciencia desaparece.

A todo lo que menciona Kwiecinski hay que añadir además otro factor: más allá del efecto eco de internet, lo cierto es que incluso los académicos dieron por hecha la existencia de Merit Ptah. Como suelo escribir aquí, solo los estudios científicos son científicos; a un libro o un informe de un organismo, ya sea público o privado, por muy Naciones Unidas o Greenpeace que sea, no se le puede dar la misma validez que a un estudio científico, ya que no ha superado un filtro de revisión por pares. El problema surge cuando los académicos recogen el dato de Merit Ptah que ya circulaba previamente y lo incluyen en sus estudios; estos dan entonces a dicho dato un barniz de autenticidad, incluso si es falso, porque nadie realmente se ha preocupado de comprobar la veracidad de la fuente original.

Y por supuesto, quien dice libros o informes, dice blogs. Como este. Por eso les animo a que no crean lo que cuento aquí sin más, y que pinchen en los enlaces que siempre incluyo en estas páginas y que conducen a las fuentes originales, que esas sí son estudios científicos. Desconfíen siempre de quien quiera contárselo, pero no quiera llevarles a que lo vean con sus propios ojos.

Greta Thunberg es el dedo, pero hay que mirar a la Luna: dos elogios y dos críticas

Como defensor de la ciencia por sí misma y de su valor para la sociedad, y por tanto como persona que apoya y difunde el consenso científico sobre la realidad del cambio climático antropogénico, se supone que aquí debería aclamar y elogiar a la joven activista sueca Greta Thunberg. Se supone, porque si uno atiende a los medios, a la calle y a las redes sociales, parece que solo hay dos equipos a los que apuntarse: el de la preocupación por la crisis climática, pro-Greta, y el del negacionismo de la crisis climática, anti-Greta.

Pues bien, aquí va una tercera opción. Vaya por delante que esto solo trata sobre la labor pública de Greta y lo que representa de cara a la lucha contra el cambio climático.

Greta Thunberg, ayer en Lisboa. Imagen de Manuel de Almeida / EFE.

Greta Thunberg, ayer en Lisboa. Imagen de Manuel de Almeida / EFE.

Hay dos aspectos muy elogiables en el discurso de Greta:

1. Su defensa de la ciencia

Greta Thunberg ha hecho de la frase «Unite Behind the Science» su lema. Una cría de 16 años ha conseguido plantarse en medio de grandes foros, delante de los políticos que rigen los destinos de grandes naciones, y les ha conminado a escuchar a los científicos. ¿De quién más se puede decir esto?

Durante años, décadas o siglos, se nos ha tratado de convencer de que la tecnocracia es contraria a la democracia. Esta idea ha funcionado cuando al mismo tiempo se ha logrado implantar la sospecha de que los técnicos, los científicos, albergan intereses diferentes o discrepantes con los del pueblo, y que por lo tanto este debe defenderse de la intromisión de aquellos en el gobierno de la sociedad. Esto ha sido siempre una gran falacia, pero hoy es una gran falacia insostenible por más tiempo. El cambio climático, uno de los mayores problemas de nuestra era, ha llegado a calar como tal en la sociedad gracias a la voz de la ciencia. Y son también los científicos quienes deben guiar a los políticos hacia las soluciones, estos detrás de aquellos.

2. Su defensa del ser humano

En sus intervenciones, la activista ha destacado su preocupación por el futuro de la humanidad en el contexto del cambio climático. A Greta se la ha llegado a calificar de heroína posmoderna, pero en claros aspectos no lo es. El primero de estos aspectos es ese firme anclaje de su discurso en la realidad científica.

El segundo es su defensa del ser humano. El pensamiento posmoderno está fuertemente enraizado en la misantropía y el desprecio hacia la humanidad, y esto está presente hasta el empacho en buena parte del folclore que rodea a la protesta contra el cambio climático. No parece ser el caso de Greta: ella culpa a las generaciones que la han precedido del deterioro de la salud terrestre (lo cual es innegablemente cierto). Pero su discurso se engarza siempre en torno a la preocupación por el bienestar de las próximas generaciones, y por tanto es una postura claramente humanista: la conservación de la biosfera no es un objetivo superior al bien de la humanidad, sino también necesario para este.

Hasta aquí, los elogios. Ahora, las críticas:

1. No haciendo no se consigue

Es muy cuestionable que el ejemplo de una niña que deja de cumplir con sus obligaciones y responsabilidades para protestar sea el modelo que va a arreglar los problemas acuciantes. Greta saltó a la fama por sus huelgas, que después han arrastrado a miles de escolares en todo el mundo. Sin embargo, y como ya escribí aquí, aunque una gran manifestación consigue el objetivo de la visibilidad, si algo requiere la lucha contra el cambio climático es precisamente mucho trabajo. En el fondo, Greta no ha hecho nada. Y no haciendo nada, ha logrado infinitamente más notoriedad y visibilidad que otras innumerables personas dedicadas en cuerpo y alma a la lucha contra el cambio climático. Lo cual transmite un mensaje equivocado.

Si bien, todo hay que decirlo, quizá esto no sea achacable en exclusiva a Greta, sino sobre todo a quienes han hecho de ella lo que es. Que no, que son sus padres; ellos proponen, pero quien dispone es la sociedad. Y es la sociedad la que está prestando mayor atención a quienes dicen que a quienes hacen.

2. Hay que separar las opciones personales de los hechos científicos

Como cualquier ser humano, famoso o no, Greta es libre de elegir las opciones personales que más le plazcan. El problema (aparte de que exagerar la nota con la coherencia solo pone la alfombra roja a los encontradores de incoherencias, que siempre las hay) surge cuando dichas opciones personales pueden confundirse con los hechos, ya que quien las sostiene dice hablar en nombre de la ciencia. Un ejemplo: si lo que se publica es cierto, Greta es vegana, y tanto ella como muchos de sus seguidores defienden esta opción como solución de peso en la lucha contra el cambio climático.

Ya lo he explicado aquí con más detalle, pero hay que volver sobre ello todas las veces que sea necesario. El dato de que la ganadería produce un 18% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), frente a un 14% del transporte, es falso; apareció en un informe de la ONU cuyos autores rectificaron después para publicar los datos correctos: en emisiones directas, el transporte aporta un 14% y la ganadería un 5%.

Sin embargo, ciertos movimientos ideológicos continúan propagando los datos erróneos, a pesar de que otros estudios tampoco los sostienen. Uno de ellos cifraba en un 2,6% la reducción de emisiones de GEI que se lograría suprimiendo la ganadería en EEUU. Otro trabajo que he mencionado en un reciente reportaje estimaba que cambiar a una dieta vegetal ahorra al año cuatro veces más emisiones que reciclar los residuos, pero solo la mitad que evitar un único vuelo trasatlántico y la tercera parte que prescindir del coche. La agencia medioambiental de EEUU ha estimado las emisiones debidas a la ganadería en torno a un 4%.

En resumen, por supuesto que prescindir de la ganadería y del consumo de carne reduciría las emisiones de GEI, pero los estudios indican que no tanto como a veces se pretende, y que por tanto sería un beneficio, pero no la solución. Si es behind science, lo es siempre, y no solo cuando la ciencia dice lo que a uno le interesa. Quienes aprovechan la lucha contra la crisis climática para promocionar sus ideologías particulares solo están promocionando sus ideologías particulares, no la lucha contra la crisis climática.

Como resumen, el caso de Greta es ejemplo modélico del viejo adagio: cuando un dedo señala a la Luna, el tonto mira el dedo. En favor de la activista hay que decir que ella insiste en que sus manifestaciones no son sus opiniones, sino las conclusiones de los resultados científicos, y por lo tanto no se le puede negar el esfuerzo en intentar que quienes la escuchan miren a la Luna y no al dedo. Pero al mismo tiempo, es un dedo que ha optado voluntariamente por acaparar tal protagonismo que puede llegar a ocultar la visión de la Luna.