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Por qué el Nobel no ha premiado al español Francis Mojica

Hace dos años escribí aquí un artículo titulado «Por qué el Nobel para Mojica es mucho más complicado de lo que parece«. Breves antecedentes: el microbiólogo español Francis Mojica descubrió un mecanismo molecular en bacterias que posteriormente dos investigadoras, la estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier, convirtieron en la herramienta más útil que hoy existe para reescribir y modificar genes. Este sistema, hoy con distintas variedades pero llamado genéricamente CRISPR, es una plataforma tecnológica de uso común en infinidad de laboratorios. Y aunque sus potenciales aplicaciones en la curación de enfermedades aún no han despegado, su utilidad en investigación ha sido tan sobradamente demostrada que desde hace años se rifaba un Nobel. Ahora, por fin la rifa se ha resuelto. Premiando a Charpentier y Doudna, y dejando fuera a Mojica.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Pero aunque todos lamentemos enormemente esta oportunidad perdida para la promoción de la ciencia española, que no ve un Nobel desde 1906 (sí, después estuvo Severo Ochoa, pero era un investigador de nacionalidad estadounidense que había desarrollado todo su trabajo en EEUU), conviene volver sobre lo que ya conté en su día para contener los arrebatos de indignación y de calimerismo; sí, es cierto que a un científico que trabaja en la Universidad de Alicante le resulta infinitamente más difícil ser reconocido con un Nobel (o incluso, ya puestos, publicar en Nature o Science) que al mismo científico si trabaja en Harvard o en el MIT. Pero este caso, insisto, era complicado.

La razón de esta complicación es que son muchos los nombres implicados en haber hecho de CRISPR lo que es hoy. Mojica descubrió el sistema original y lo nombró, y creo que no puede haber discusión sobre su primicia absoluta en este sentido. Pero después el francés Gilles Vergnaud ahondó en la explicación sobre su significado, el argentino Luciano Marraffini demostró por primera vez su funcionamiento, Charpentier y Doudna lo convirtieron en una herramienta utilizable, y el chino-estadounidense Feng Zhang lo adaptó para su uso en células eucariotas (no bacterianas). Y aún hay otros nombres cuya intervención ha sido esencial para el desarrollo de CRISPR, sumando en total hasta más de una docena.

Pero las normas de los Nobel establecen que cada premio solo puede repartirse entre un máximo de tres investigadores, porque los reconocimientos científicos más prestigiosos del mundo continúan en pleno siglo XXI anclados en la idea anacrónica del «¡eureka!» y del científico solitario y excéntrico, recluido en su laboratorio con la sola compañía de algún asistente que le friegue los cacharros, preferiblemente si es jorobado y algo friki como el Igor de El jovencito Frankenstein.

Así pues, y aunque el premio para CRISPR se cantaba desde hace años, existían serias dudas sobre quiénes serían los tres elegidos, y es de suponer que largos debates habrán precedido a la concesión del Nobel de Química 2020 para Charpentier y Doudna. Por supuesto que las dos investigadoras merecían el premio como primeras candidatas. El problema era añadir un tercer nombre dejando fuera al resto.

Personalmente, mi apuesta estaba entre Mojica y Zhang. La contribución del segundo fue fundamental para el desarrollo del sistema, pero el trabajo de Mojica fue la semilla de la cual surgió todo lo demás. Y premiar un hallazgo sin reconocer a su descubridor original no solo es injusto, sino que además es una decisión contraria al espíritu que los Nobel dicen defender y al criterio que normalmente aplican, aunque históricamente han sido muchas las injusticias que se han cometido.

Un caso que viene a la mente es el de Fleming, Chain y Florey. Los dos últimos fueron quienes aislaron la penicilina, la produjeron y la convirtieron en un producto utilizable y accesible para toda la humanidad. Pero el Nobel de 1945 no olvidó a Fleming, el descubridor original de la actividad de la sustancia pero que no fue capaz de aislarla, sacarle partido ni usarla de forma efectiva, y que llegó a abandonar esta línea de trabajo. Es más, el Nobel para los tres científicos en este caso dejó fuera a otros colaboradores de Florey y Chain (la mayoría mujeres, por cierto) cuya participación fue esencial, y que tal vez habrían merecido el premio más que Fleming. En este sentido, la contribución y la visión de Mojica al hallazgo de CRISPR ha sido enormemente más decisiva que la de Fleming al descubrimiento de la penicilina que popularmente se le atribuye.

Parece posible que en el caso que nos ocupa el jurado haya decidido no cometer un agravio contra alguien en particular, aunque para ello hubiera que agraviar a varios en general. Por mi parte, guardaba una esperanza que difícilmente va a materializarse. Los premios de Química y Medicina (que incluye Fisiología) los fallan instituciones distintas, respectivamente la Real Academia de Ciencias y el Instituto Karolinska, y cada una actúa bajo su propio criterio. Estas dos categorías solapan en muchos casos; en Medicina no solo se han premiado avances médicos, sino también muchos descubrimientos de ciencia básica.

Un claro ejemplo es la estructura del ADN que le valió el premio a Watson, Crick y Wilkins (no fue de Química, sino de Medicina), pero hay otros ejemplos, como el Nobel de 1958 a Joshua Lederberg por descubrir un mecanismo de intercambio de material genético en bacterias, o el de 1978 a Arber, Nathans y Smith por el hallazgo de las enzimas de restricción, un mecanismo de las bacterias que después se convirtió en una herramienta fundamental para la investigación (un caso muy análogo al de CRISPR).

Así, habría sido posible que CRISPR hubiera podido motivar dos Nobel en las dos categorías respectivas de Química y Medicina, uno para los pioneros que descubrieron un sistema de defensa nuevo y revolucionario en bacterias (eso es originalmente CRISPR), quizá para Mojica, Vergnaud y Marraffini, y otro para los que a partir de él desarrollaron el sistema, Charpentier, Doudna y Zhang.

Claro que esto hubiera seguido dejando fuera al lituano Virginijus Siksnys, que llegó a los mismos resultados que Charpentier y Doudna, aunque tardó un poco más en publicarlos. Y es que, en el fondo, el problema continúa siendo el mismo: en la era de la ciencia internacional, colaborativa y multidisciplinar, el formato de los Nobel ha quedado claramente obsoleto.

Y sobre si Mojica habría completado la terna si en lugar de trabajar en Alicante lo hubiese hecho en Oxford, en el Cambridge de este lado del Atlántico o en el Cambridge del otro lado del Atlántico, podríamos discutir. Pero ya serviría de poco.

El premio Princesa de Asturias se obstina en olvidar a Francis Mojica

En 2015 el jurado del premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica resolvió galardonar a la estadounidense Jennifer Doudna y a la francesa Emmanuelle Charpentier «por los avances científicos que han conducido al desarrollo de una tecnología que permite modificar genes, con gran precisión y sencillez en todo tipo de células, posibilitando cambios que suponen una verdadera edición del genoma”, decía el fallo.

Lo que las dos investigadoras habían desarrollado es el sistema CRISPR-Cas9, una herramienta de corrección de ADN que ha facilitado y acelerado inmensamente la edición genómica, que ya emplean innumerables laboratorios de todo el mundo para la investigación en biología molecular y que pronto comenzará a ensayarse para remediar enfermedades genéticas en humanos. Tal es el potencial de CRISPR que ya tiene un título casi oficial en cualquier artículo científico-periodístico al respecto: la revolución genética del siglo XXI.

Sin embargo, en general las herramientas de biología molecular no se crean, sino que se desarrollan y se adaptan a partir de sistemas presentes en la naturaleza, sobre todo en los microbios. También es el caso de CRISPR, fruto de la modificación de un sistema de defensa antiviral presente en bacterias y arqueas. Pero en su concesión del premio, el jurado dejó fuera al investigador que primero descubrió, describió y nombró este sistema, y dedujo su función. Es decir, a quien entregó en bandeja a la biotecnología el tesoro natural del que se derivaría la revolución genética del siglo XXI. Por si no fuera suficiente agravio, se añade además que el científico en cuestión comparte nacionalidad con la institución que concede los premios: Francisco Juan Martínez Mojica, de la Universidad de Alicante.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

¿Por qué el jurado del Princesa no premió también a Francis Mojica? En realidad, no lo sé. Pero aquí va mi terrible sospecha, que no deja de ser una hipótesis, aunque a continuación explico mis motivos:

Porque no le conocían. Porque jamás habían oído hablar de él.

La trayectoria de CRISPR ha sido meteórica. Era en agosto de 2012 cuando Charpentier y Doudna, que habían entablado amistad en un congreso apenas el año anterior, publicaban lo que en ciencia suele llamarse el «seminal paper«, o el estudio que influye de manera determinante sobre desarrollos posteriores (y que no debería traducirse como «estudio seminal», ya que el DRAE no recoge este significado).

Aquel trabajo publicado en Science venía a representar la acuñación de CRISPR como herramienta biotecnológica, aunque aún debería pasar por desarrollos posteriores para convertirse en el sistema que hoy conocemos. Pero solo tres años después Doudna y Charpentier ya estaban en la cresta de la ola: en 2015 recibían el Breakthrough Prize in Life Sciences, el premio de biomedicina mejor dotado económicamente en todo el mundo. Unos meses después, al rebufo de esta importantísima distinción, llegaba el fallo del Princesa de Asturias que en su día muchos aplaudimos, como conté aquí.

¿Y qué ocurría con Francis Mojica? Lo que ocurría era que por entonces aún era un perfecto desconocido para la mayoría (y me incluyo), dado que su contribución había permanecido casi oculta. En su seminal paper, Doudna y Charpentier no citaban los estudios en los que el alicantino había descrito el sistema CRISPR, limitándose a enterrar uno de sus estudios posteriores entre las numerosas referencias incluidas en la bibliografía. Cuando en 2014 Doudna y Charpentier, ya ascendidas al estrellato, publicaban en Science una revisión sobre «la nueva frontera de la ingeniería genómica con CRISPR-Cas9», sí incluían entre sus muchas referencias los trabajos fundamentales de Mojica publicados en 2000 y 2005, pero en el texto se limitaban a mencionar que «unos pocos laboratorios de microbiología y bioinformática a mediados de los 2000 comenzaron a investigar los CRISPR, que habían sido descritos en 1987 por investigadores japoneses…».

Lo cual no solo era vago, sino incluso erróneo: lo descubierto en 1987 por los japoneses no era ni mucho menos CRISPR, ni en el fondo (se trataba solo de la observación anecdótica de unas ciertas secuencias en el genoma de una bacteria) ni en la forma (el término CRISPR lo inventaría Mojica muchos años más tarde). Y si bien es cierto que el laboratorio de Mojica no era el único investigando aquellas secuencias ni fue el único que dio con el descubrimiento clave, sí fue el primero en publicarlo, y también en ciencia the winner takes it all.

Bien lo saben las propias Charpentier y Doudna, ya que el lituano Virginijus Siksnys, que desarrolló el sistema CRISPR en paralelo a ellas pero perdió la carrera de la publicación, no ha disfrutado ni mucho menos del mismo reconocimiento. Hoy la ciencia en general ya no es el descubrimiento de un lobo solitario, sino un esfuerzo colectivo y distribuido. Pero dado que los premios se empeñan en continuar destacando individualidades, si hay que atribuir a un nombre la primicia en la publicación del descubrimiento de CRISPR, ese es sin duda Mojica.

El rumbo de esta historia viró bruscamente para Mojica en enero de 2016. Entonces se publicaba un extenso artículo titulado «The Heroes of CRISPR» (los héroes de CRISPR), que por primera vez indagaba en la historia y el desarrollo de esta tecnología para poner en claro quiénes eran los protagonistas de este gran avance de la biología molecular. Y el veredicto era claro: una gran parte del artículo estaba dedicada a Francis Mojica; la historia de CRISPR comenzaba con él y con su hallazgo del sistema en los microbios de las salinas de Santa Pola.

Resultaba además que aquel artículo no era el trabajo de un periodista para un medio general, sino que se publicó en la revista Cell, la primera del mundo en biología, y su autor era Eric Steven Lander, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), director y fundador del Instituto Broad del MIT y la Universidad de Harvard, asesor científico del expresidente Barack Obama… Uno de los biólogos más prestigiosos del mundo se había calzado la visera y los manguitos del periodista para investigar la historia de CRISPR y señalar con su divino dedo para decir a toda la comunidad científica: hey, ahí está, es a ese a quien se lo debéis. Y ese era el microbiólogo alicantino Francis Mojica.

De la noche a la mañana, todo cambió para Mojica. A partir de entonces no solo su trabajo comenzó a ser reconocido como merecía, sino que su propia figura salió de entre las sombras para convertirse en el objetivo de todos los flashes. Su rápida aparición repentina en la Wikipedia es solo un detalle anecdótico, pero revelador. Por fin llegaron los premios merecidos, en su país, como el Rey Jaime I de Investigación Básica en 2016 y el Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en 2017, pero también en el ámbito internacional, como el Albany Medical Center Prize, el cuarto mejor dotado del mundo en biomedicina en todo el mundo y el segundo en EEUU, por detrás del Breakthrough.

Y mientras, los responsables del Princesa de Asturias continúan silbando y mirando hacia otro lado, desperdiciando ya tres oportunidades sucesivas para enmendar su crasa equivocación. Sería discutible si puede comprenderse o no que en 2015 se ignorara a Mojica. Es cierto que para el científico ha existido una era pre-Lander y otra post-Lander, aunque si algo se esperaría del jurado de un premio como el Princesa, aparte de las estancias en hoteles de lujo y las grandes cenas, es que hicieran lo que hizo Lander, indagar en la historia de un hallazgo para esclarecer a quién se le debe su reconocimiento.

Por desgracia, a menudo el fallo del Princesa de Asturias de Investigación deja la incómoda sensación de que el jurado premia a golpe de titular periodístico. El último ejemplo lo tenemos este mismo mes: el ganador en la edición de este año es el biólogo sueco Svante Pääbo «por haber desarrollado métodos precisos para el estudio del ADN antiguo que han permitido la recuperación y el análisis del genoma de especies desaparecidas hace cientos de miles de años».

El mérito de Pääbo es indudable, y su trabajo admirable e inmensamente valioso. Pero tanto como el de otros: al premiarle en solitario, el jurado no ha distinguido a quien –como dice el fallo– «ha abierto un nuevo campo de investigación, la paleogenómica», sino al más mediático de entre los científicos responsables de esta aportación. Dado que el Princesa, a diferencia del Nobel, no establece un número máximo de premiados, una distinción en paleogenómica debería haber incluido otros nombres con tantos merecimientos como Pääbo, aunque con menos entrevistas en la prensa y menos fotos sosteniendo cráneos; como mínimo, Eske Willerslev y David Reich.

Bueno, quizá también Beth Shapiro, Johannes Krause… Lo cierto es que cada vez es más difícil e injusto destacar solo un nombre entre muchos, por ese carácter colaborativo y global de la ciencia actual. Pero dado que los premios se empeñan en el personalismo, hay algo incuestionable, y es que el premio Princesa de Asturias tiene una deuda pendiente con uno de los científicos españoles actuales más sobresalientes. Y no quieran las carambolas cósmicas que Mojica salga en la lista de los Nobel este próximo octubre (pero sí, ojalá lo quieran). Porque si fuera así, a ver con qué se limpia ese borrón.

El Princesa de Asturias de ciencia acierta este año, pero tiene una deuda pendiente

Ayer las gaitas sonaron en Oviedo un año más para acoger la entrega anual de los premios Princesa de Asturias. Los que hemos crecido con media pata en el Principado envidiamos profundamente a los galardonados, no por el premio, sino porque a diferencia de nosotros anoche cenaron allí, y a gastos pagados. Pero en fin; en el culín de sidra meramente simbólico que le toca beberse a este blog figuran tres nombres propios y un inmenso colectivo de cerebros: los físicos Rainer Weiss, Kip Thorne y Barry Barish, junto con los más de mil integrantes de la Colaboración Científica LIGO, han recibido el premio de Investigación Científica y Técnica 2017.

El físico Rainer Weiss recibe el premio Princesa de Asturias 2017 de Investigación Científica y Técnica de manos del rey Felipe. Imagen de EFE/Chema Moya.

El físico Rainer Weiss recibe el premio Princesa de Asturias 2017 de Investigación Científica y Técnica de manos del rey Felipe. Imagen de EFE/Chema Moya.

Cada año se establece una comparación interesante entre los Nobel y nuestra propia versión, que obviamente no alcanza la misma repercusión internacional que los premios suecos, al menos en ciencia. El paralelismo es relativo, porque los Nobel distinguen tres categorías científicas, mientras que en los nuestros todo entra en un mismo saco.

A pesar de esto, los Princesa de Asturias no tienen una capacidad más limitada para premiar a los científicos, sino todo lo contrario: hay muchas disciplinas científicas que no tienen cabida en los Nobel, mientras que la categoría más amplia de los Princesa permite incluir a los paleoantropólogos, biólogos evolutivos, matemáticos, ingenieros de computación, ecólogos, científicos planetarios o climatólogos, por citar solo algunos ejemplos.

En este blog ya respondí a la clásica pregunta de por qué no hay un Nobel de matemáticas, pero aclarando que la respuesta más bien explica por qué estos premios solo contemplan un espectro muy estrecho de ciencias, dejando fuera a todas las demás. Algunas de las que he mencionado aún no existían en tiempos de Alfred Nobel, pero sí otras. Y la verdadera pregunta debería ser por qué no hay Nobel de invención o tecnología, el campo al que el inventor de la dinamita dedicó toda su vida.

Pero salvando las diferencias entre ambos premios, es interesante comparar dónde ponen el foco cada año dos jurados formados por un puñado de reconocidas personalidades de la ciencia y adláteres. Y dado que los Princesa se anuncian en junio y los Nobel en septiembre, los premios españoles sirven como antesala, recurriendo al tópico y sin que suponga ningún demérito abrir el camino hacia la máxima distinción científica del único planeta habitado conocido (por nosotros, claro).

Lo cierto es que este año los jurados lo tenían fácil. Tanto el Princesa como el Nobel de Física han reconocido lo que muchos han llamado el hallazgo del siglo, la confirmación de las ondas gravitacionales que Einstein predijo hace cien años y que se anunció por primera vez en febrero de 2016.

A diferencia de los Nobel, los Princesa no limitan la concesión a un máximo de tres nombres. El jurado de los premios españoles escogió a los mismos tres responsables de la detección de ondas gravitacionales que aún viven (uno de ellos murió este mismo año) y que este mes han sido agraciados también con el Nobel: el impulsor de todo ello, Rainer Weiss; el teórico, Kip Thorne; y el que lo hizo realidad, Barry Barish.

Pero además, el Princesa ha incluido también de forma más simbólica a todo el equipo que participa en el experimento LIGO, la máquina que permitió llevar a cabo el hallazgo. Como ya conté aquí, más de mil investigadores firmaron el estudio que describió la primera detección de ondas gravitacionales.

Como en el caso de los Nobel, se echa de menos un reconocimiento para los responsables y los integrantes del experimento Virgo, el homólogo europeo del estadounidense LIGO. Virgo no es una sucursal, sino que ambos comenzaron su andadura de forma independiente, para luego entablar una colaboración que ya estaba consolidada antes de que LIGO consiguiera cazar por primera vez las arrugas espaciotemporales. Aquella primera detección no cayó en las redes de Virgo, pero no por ello su contribución a este titánico esfuerzo colectivo e internacional debería quedar sin premio.

En resumen, aunque en este caso los Princesa han acertado al marcar la senda que luego han seguido los Nobel, y además reparten la distinción de una manera más ajustada al formato cooperativo de la investigación científica actual, siempre se olvida a alguien.

En el caso de los Princesa, sin duda el error más imperdonable en la historia de estos galardones se cometió en 2015, cuando se premió a las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna por el desarrollo de la herramienta de edición genómica CRISPR, dejando fuera al descubridor del sistema; que para más escarnio es español, el alicantino Francis Mojica. Una deuda aún pendiente, y una mancha que debe borrarse cuanto antes: ¿hará falta que Mojica reciba el Nobel para que el jurado del Princesa deje de mirar para otro lado?

El Nobel salda viejas deudas con acreedores que aún no han muerto

Cuando se concedieron por primera vez los premios Nobel, allá por 1901, si la memoria no me falla (que no, que yo aún no estaba en este mundo por entonces), la ciencia solía ser el empeño de unos cuantos tipos huidizos, recluidos en sus fortines de extraños aparatos; o de gentlemen ociosos con más curiosidad que necesidad de ganarse la vida. Si se celebraba una conferencia y acudían veinte, allí estaban todos los que en el mundo sabían algo sobre el asunto a tratar. Y las revistas científicas de cada disciplina se contaban con los dedos.

En el caso más general, hoy una novela continúa siendo obra de una sola persona. Pero una investigación científica suele ser la suma de decenas, cientos o incluso miles de aportaciones de colaboradores de todo el mundo. Nadie sabe cuántas revistas científicas se editan actualmente en el mundo; una revisión de 2010 estimaba la cifra en torno a 24.000. El número de estudios publicados cada año supera de largo el millón, y la producción científica mundial se duplica cada nueve años. Para un científico joven que comienza a labrarse su carrera, encontrar una línea de investigación que no esté ya cubierta por decenas de potentes grupos es como levantar el pie y encontrar un diamante bajo el zapato.

Conclusión: el formato de los premios Nobel de ciencia es hoy un anacronismo.

La primera consecuencia de este esquema obsoleto es que deja muchos cadáveres en el camino, científicos brillantes incuestionablemente corresponsables del hallazgo reconocido pero que se quedan compuestos y sin premio, porque el Nobel es como máximo un ménage à trois, nunca una orgía.

Ya he comentado algún caso aquí, como el de Jocelyn Bell Burnell, codescubridora del primer púlsar, o el de John Bahcall, autor de la teoría que llevó a la detección de los neutrinos solares. Rosalind Franklin, codescubridora de la estructura del ADN, ya había muerto cuando sus colegas Crick, Watson y Wilkins recibieron el premio. Pero la publicación del archivo histórico de los premios reveló hace unos años la vergonzosa realidad de que nunca llegó a estar nominada.

Yoshinori Ohsumi, Nobel de Medicina o Fisiología 2016. Imagen de Wikipedia.

Yoshinori Ohsumi, Nobel de Medicina o Fisiología 2016. Imagen de Wikipedia.

Con el anuncio esta mañana de la concesión del Nobel de Medicina o Fisiología 2016 al japonés Yoshinori Ohsumi, tal vez un ginecólogo en Texas haya sentido una pequeña punzada en el estómago. La autofagia, el sistema de reciclaje de piezas celulares cuyos mecanismos y genes fueron descubiertos mayoritariamente gracias al trabajo dirigido por Ohsumi (y no sobra ni una palabra en esta subordinada), se basa en el descubrimiento previo de unos orgánulos celulares llamados lisosomas por el belga Christian de Duve, quien acuñó el término “autofagia”. Por su descubrimiento, De Duve, ya fallecido, recibió el Nobel en 1974.

Pero De Duve tenía un becario, un joven médico estadounidense llamado Russell L. Deter, que firmó junto con su jefe los primeros estudios sobre autofagia publicados en los años 60. En una entrevista publicada en 2008 en la revista Autophagy, Deter se pronunciaba con el mayor respeto y admiración hacia su antiguo supervisor; pero con toda humildad, dejaba claro que De Duve estaba a cosas más elevadas, y que la línea de investigación de la autofagia era su línea. Incluso, y según contaba él mismo, De Duve le sugirió que publicara su primer estudio sobre la autofagia exclusivamente con su nombre; lo que él, lógicamente, rechazó.

Russell L. Deter. Imagen de Baylor College of Medicine.

Russell L. Deter. Imagen de Baylor College of Medicine.

Cuando Deter dejó el laboratorio de De Duve para regresar a EEUU, se llevó su línea consigo. Pero según contaba, en 1973 tuvo que dejar el estudio de la autofagia por falta de financiación, ya que por entonces aquello no interesaba a nadie. Al año siguiente, De Duve recibía el Nobel. Deter regresaba a su profesión médica, que hoy continúa ejerciendo como ginecólogo y obstetra especializado en ecografías en la Facultad de Medicina Baylor de Houston. Sin Nobel.

Por otra parte, muchos esperábamos que el nombre de Francis Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante descubridor del sistema CRISPR, del que después otros han desarrollado la herramienta fundamental de modificación genómica de comienzos del siglo XXI, sonara esta mañana en el anuncio del Nobel de Medicina o Fisiología 2016. Como ya expliqué aquí, y aunque Mojica ha sido nominado y desde luego reúne merecimientos sobrados para llevarse el premio, el día en que los Nobel reconozcan el hallazgo y desarrollo de CRISPR (que llegará tarde o temprano, no lo duden) habrá una dura competencia.

Las principales artífices del sistema, la estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier, son premio seguro. Pero el tercero podría estar en disputa entre Mojica y otros dos investigadores, el francés Gilles Vergnaud y el estadounidense Feng Zhang. El primero descubrió básicamente lo mismo que Mojica al mismo tiempo, aunque lo publicó más tarde. El segundo aplicó CRISPR como herramienta para células humanas, pero no lo descubrió. Y sin embargo, ambos cuentan con una ventaja: Vergnaud es francés y Zhang trabaja en el MIT. Mojica es de Elche y trabaja en Alicante. Y por desgracia, en ciencia esto cuenta.

Francis Mojica. Imagen de Universidad de Alicante.

Francis Mojica. Imagen de Universidad de Alicante.

Pero ¿cuándo decidirá el comité Nobel premiar el hallazgo de CRISPR? Como ya he explicado aquí, y debido a ese intenso aumento del ritmo de producción científica, se diría que los Nobel acumulan un crónico atraso de deberes que no hace sino aumentar, y que por ello intentan saldar viejas deudas (como conté aquí y aquí) premiando hallazgos de hace décadas antes de que sus responsables abandonen este mundo. En el caso de Ohsumi, sus principales aportaciones datan de los años 90.

Confieso que yo habría dado ya la autofagia por bien premiada, con el Nobel de 1974 a De Duve y el que en 2013 distinguió los hallazgos sobre el tráfico vesicular en la célula. El resto de pioneros en este campo, como Keith Porter y Alex Novikoff, murieron sin premio. Pero quisiera saber qué ha sentido Deter esta mañana. Y en lo que respecta a Mojica… Hey, todavía nos queda el premio de Química este miércoles. Y como dicen por ahí, it ain’t over till the fat lady sings.