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Madres nevera, videojuegos violentos… La psicología no siempre es ciencia

Ayer les hablaba del psicoanálisis de Freud como ejemplo de lo que parece ciencia, pero no lo es. Y les decía que en el campo de la psicología abundan especialmente los casos en que pasa por ciencia algo que no lo es. Déjenme que prosiga con otros ejemplos.

Desde aquel 1896 en que Freud comenzó a hablar del psicoanálisis, saltemos ahora a 1943. Aquel fue el año en que el psiquiatra austro-estadounidense Leo Kanner describió por primera vez el síndrome del autismo infantil. Estudiando diversos casos, Kanner definió las que desde entonces han perdurado como las principales líneas generales en las que hoy se basan los diagnósticos del autismo.

Durante sus investigaciones, Kanner observó que a menudo los padres de los niños con autismo, y especialmente las madres, mostraban una llamativa frialdad en el trato hacia sus hijos. Dado que en muchos casos los niños con autismo muestran carencias en su capacidad de relación y comunicación, el psiquiatra especuló con la posibilidad de que fuera la falta de afecto y calidez la que sumía a los niños en aquella especie de mundo interior cerrado.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Así fue como llegó a acuñarse el término «madres nevera», y la hipótesis de Kanner fue aceptada por muchos, sin más, porque sonaba bien y explicaba algo hasta entonces inexplicable. Y qué mejor que explicarlo culpando a las propias madres. Y por cierto, entre quienes se lanzaron entusiasmados de cabeza a la hipótesis de Kanner estaban muchos psicoanalistas: ¡trauma de la infancia, allá vamos!

Sería injusto cargar las tintas culpabilizando a Kanner de aquella especulación, que se cayó por el peso de infinidad de datos en contra. Sí se le puede culpar de no haber pensado lo suficiente al revés: ¿no sería que el trastorno de los niños creaba una barrera que muchas madres no sabían cómo superar?

Pero además de que Kanner fue pionero en el estudio del autismo y hoy se le considera el padre de la psiquiatría infantil, en años posteriores se mató a decir que nunca fue su intención atribuir el autismo a esta causa. «Desde la primera publicación hasta la última, hablé de esta condición en términos inequívocos como innata. Pero por haber descrito algunos rasgos de los padres como personas, a menudo se me ha citado mal como si yo hubiera dicho que era culpa de los padres», dijo en 1969.

Lo cual tal vez era demasiado indulgente consigo mismo; la visión más comúnmente transmitida hoy es que Kanner no comenzó desde el principio culpando a las madres, pero que después se sumó a la idea cuando vio que tanto los profesionales como el público la aplaudían. Y lo cierto es que sus escritos parecen reflejar más una cierta ambigüedad, siempre en la cuerda floja, que una evolución consistente de sus ideas en una dirección determinada.

En realidad, Kanner nunca propuso una teoría de las «madres nevera». Pero sus seguidores, que han perdurado hasta hoy, tampoco han propuesto una teoría de las «madres nevera» (me remito a lo que expliqué ayer sobre qué es una teoría científica). Lo de las «madres nevera» fue solo una ocurrencia, no una teoría. Repito, hoy refutada por infinidad de datos y ampliamente desacreditada.

Pero no acabamos aquí. Ahora, saltemos de nuevo hasta el presente. Hace unos días, un telediario hablaba sobre la violencia relacionada con los videojuegos. Allí intervenía un famoso psicólogo español, famoso de salir en la tele, pero de gran prestigio profesional y que ha desempeñado algún importante cargo público. Me ahorro el nombre porque no importa, ya que esto no pretende ser un ataque ad hominem. Lo que importa es la declaración de este psicólogo a propósito del tema en cuestión. Cito de memoria, pero era más o menos así: «Los jóvenes juegan a videojuegos violentos, y luego, claro, trasladan esa violencia a la vida real».

Punto. Firmado, sellado y rubricado. En Madrid, a tantos de mayo de 2019.

Pero ¿es verdad?

No, no lo es. O al menos, no es ciencia.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

La influencia de la violencia en los videojuegos o en otros medios audiovisuales sobre la violencia en la vida real es una cuestión enormemente debatida por psicólogos, psiquiatras y neurólogos, y sobre la que se han hecho infinidad de estudios. Por pura inclinación personal, aquí he contado varios de los que se han publicado sobre el (hasta ahora nunca demostrado) presunto vínculo entre la música violenta y la violencia real.

Pero centrándonos en los videojuegos, ¿quieren saber cuál es el balance final de todos estos estudios? Se lo resumo en dos titulares publicados en sendos medios científicos populares, los dos en distintos momentos de 2018:

«Sí, los videojuegos violentos disparan la agresividad» (Scientific American)

«No hay pruebas que apoyen un vínculo entre los videojuegos violentos y la conducta» (ScienceDaily)

Entonces, ¿cuál es la verdad? En el fondo, el único titular cien por cien fiel al estado actual del conocimiento científico es este:

«¿Los videojuegos violentos hacen más violentos a los niños?» (Psychology Today)

Sí, eso es: un titular en forma de pregunta, ese gran satán del periodismo. Porque la realidad es que la respuesta, si es que existe una respuesta, aún no se conoce. Por cada estudio que encuentra una relación entre videojuegos y violencia, hay otro que no la encuentra (o que sí la encuentra, pero que es justamente la contraria a la esperada), diga lo que diga el famoso psicólogo, que en ese momento no está contando lo que se sabe, sino lo que él cree.

Como vengo explicando estos días, es la ciencia versus la voz del experto. Por suerte, la ciencia no es una sabiduría arcana para la cual debamos fiarnos ciegamente de las visiones del hombre-medicina. Cualquiera con el suficiente conocimiento sobre qué es la ciencia y cómo funciona puede buscar las fuentes y acceder a ese conocimiento por sí mismo.

Por supuesto, todo lo anterior no menoscaba las inmensas aportaciones de la psicología científica, sobre todo la experimental. Pero en estos tiempos en que no hay magacín, ya sea digital, en papel, en radio o en televisión, que no incluya entre sus colaboradores habituales a un psicólogo y un nutricionista, hace falta más que nunca rescatar una vieja fórmula, hoy tan injustamente olvidada e infrautilizada: «yo creo que…».

Fidget Spinner, la nueva tontería pseudocientífica con onda expansiva periodística

Mientras espero con mis hijos ante el portón del patio del colegio, esperando a que lo abran para despedirlos con el beso de buenos días, observo varios niños y niñas a mi alrededor que de repente parecen sacados de El pueblo de los malditos, o de cualquier otra de esas películas en que los niños empiezan a actuar de forma rara, pero todos de la misma forma rara. En este caso, haciendo girar una especie de gadget con aspas sobre sus dedos.

Un Fidget Spinner. Imagen de Wikipedia.

Un Fidget Spinner. Imagen de Wikipedia.

Mientras me fijo mejor en ello, tratando de romper los candados de legañas de mis ojos, pregunto a mis hijos: «chicos, ¿qué diablos es eso?». «No sé», me contesta mi hijo mayor. «Gonzalo lo tiene. Dice que lo ha comprado en el Supersol».

Todo el que haya dado continuidad biológica a la especie humana sabe que los niños son presa fácil, cándida y permanente de cada nuevo fad, craze o llámese como se llame. En mi experiencia curricular como padre han sido los gormitis, las peonzas, las pulseras de gomas o los hama beads, por citar algunos que me vienen ahora. Y nosotros también tuvimos nuestras modas, aunque menos comerciales. Aún recuerdo, qué tiempos aquellos, cuando llevábamos al colegio un destornillador, mejor cuanto más pesado y afilado, para jugar al clavo, consistente en lanzarlo al suelo para hincarlo en la tierra e ir avanzando sobre una especie de rayuela con puntuaciones. Hoy seguramente nuestros padres perderían la custodia.

Así que no le di la menor importancia. Por suerte, de momento los míos siguen prefiriendo los hama beads, algo más creativo que embobarse mirando cómo gira un cachivache.

Pero hete aquí que de repente empiezan a saltarme en internet artículos en medios de todo tipo, en español e inglés, sobre algo llamado Fidget Spinner. Descubro que no es solo Gonzalo y que Torrelodones no es el pueblo de los malditos, sino que la cosa es internacional.

Pero hete aquí que de repente descubro algo más: varios medios atribuyen a este cacharro presuntas propiedades terapéuticas contra el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), e incluso contra los Trastornos del Espectro Autista (TEA).

Con la ciencia hemos topado, Sancho. Y aquí estoy.

En una sociedad cada vez más obsesionada por la salud, más medicalizada y más afectada por el fenómeno del disease mongering, cada vez va a ser más frecuente que todo aquello que se nos trata de vender se apoye en presuntas propiedades beneficiosas para la salud. Lo vemos hasta el hastío en los intermedios de la televisión: solo una pequeña parte de los anuncios con proclamas terapéuticas llevan esas advertencias clásicas sobre leer el prospecto y consultar al farmacéutico; el resto de los productos (sobre todo alimentos, pero también muchos gadgets de las teletiendas) no están obligados a llevarlas porque no son medicamentos, pero se publicitan descaradamente como si lo fueran. Hace unos días se me caían las pestañas del susto al ver en un telediario un reportaje sobre el Salón de Gourmets celebrado en Madrid, que más parecía el Salón de la Pseudociencia Nutricional, infestada de alimentos exhibiendo proclamas saludables de muy dudosa base científica.

Así que no es de extrañar que a alguien se le hayan puesto los ojos de dólar, como en los dibujos animados, con la idea de vender juguetitos que mejoran los síntomas del TDAH o los TEA sin que ninguna pelmaza autoridad sanitaria pueda meter las narices en su negocio.

Por su parte, los pobres redactores de algunos medios (sí, esos que no pueden decir a su jefe «no voy a hacer eso», lo mismo que usted) tiran de teléfono para lanzarse a llamar al Doctor X, especialista en Y del Hospital Z. Y el pobre Doctor X, que no sabe ni por dónde le ha venido, trata de salir del paso como puede, sin la menor idea de qué demonios es esa chorrada que le están preguntando, pero sin atreverse tampoco a calificarlo como chorrada, no vaya a ser que luego haya algo.

El resumen: ningún artículo que mencione presuntas (algunos artículos incluso lo dan como hecho cierto) propiedades terapéuticas del Fidget Spinner aporta una sola fuente científica válida. Y el redactor que no puede decir «no» a su jefe tampoco debe llegar al otro extremo de renunciar a su ética profesional atribuyendo propiedades milagrosas al nuevo cacharro de moda solo porque otros medios a su vez le atribuyen propiedades milagrosas basándose en otros medios que antes le han atribuido propiedades milagrosas. Por favor, cuestiónense la veracidad de lo que escriben ustedes mismos, de lo que escriben otros, de lo que escribo yo. Investiguen las fuentes.

Y por favor, no llamen al Doctor X. Lo que pueda decirles sobre este asunto en un asalto telefónico entre la ronda de planta y el café tiene muy poca validez. Lo único válido sería la existencia de estudios clínicos serios que revelen indicios científicos de que este cacharro (o al menos otro similar, dado que este aún es novedad) muestre algún beneficio terapéutico frente a los trastornos referidos. Y por lo que se sabe hasta ahora, eso no existe.

Ni siquiera si se trata de colocar este nuevo gadget como un stress toy, o juguete contra el estrés, aprovechando la avalancha de literatura científica que avala la eficacia de los stress toys. Porque tal avalancha no existe: la eficacia de los stress toys no está ni mucho menos demostrada, por no decir que posiblemente sean del todo inútiles, salvo por la socorrida intervención de nuestro común amigo, el Doctor Placebo.

Un juguete es un juguete. Y si mis hijos mañana me lo piden y el precio es razonable (que no lo sé), no tendré ningún inconveniente en que puedan jugar con sus amigos a ver quién gira mejor el molinillo.

Pero esperemos a ver qué pasa: un artículo en el Boston Globe, un medio que en este caso sí ha hecho bien sus deberes, cuenta cómo Julie Schweitzer, profesora del Instituto de Investigación Médica de Trastornos del Neurodesarrollo de la Universidad de California en Davis, ya ha rechazado varias ofertas de fabricantes de este tipo de fidgets para que avale sus productos (no se menciona, pero siempre es a cambio de un sustancioso cheque), algo a lo que ella se ha negado por falta de pruebas científicas.

Obviamente, no todos los expertos son tan insobornables como Schweitzer. Y si empezamos a ver por ahí que los vendedores del cachivache se tiran finalmente a la piscina de la proclama terapéutica, sin o (mejor) con el apoyo de algún presunto experto, entonces estaremos asistiendo al amanecer de un nuevo caso como el de Power Balance; de esos en los que la justicia acaba actuando, pero cuando la pasta ya está a buen recaudo.

¿Propaganda seudocientífica antivacunas en un colegio público?

Una persona de mi familia me cuenta que en el colegio público donde trabaja como profesora han montado un aula dedicada a los trastornos del espectro autista (TEA). Lo cual suena como una fantástica iniciativa dirigida a ampliar el conocimiento de los profesores y mejorar su capacidad de trabajar adecuadamente con los alumnos afectados por estos trastornos en enorme crecimiento… Espera, espera: ¿enorme crecimiento?

La idea de que existe un rápido crecimiento de los casos de TEA puede ser tan solo una interpretación simplista de los datos. Claro que si, como es de suponer, los responsables del aula en cuestión pasan por ser expertos en la materia, esta hipótesis se cae. Y lo malo es que la alternativa no es tan inocente. Me explico.

Entre 2012 y 2014, los casos registrados de malaria en Botswana, Namibia, Suráfrica y Swazilandia se duplicaron. Solo en un año, el aumento en Namibia fue del 200%, y en Botswana del 224%, todo ello según datos del Informe Mundial de Malaria 2015 de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

¿Un brote virulento de malaria en el sur de África? ¡No! No es necesario ser científico ni médico, sino meramente aplicar un poco de sentido común, para comprender que datos como estos no demuestran un aumento en el número de casos, sino solo en el número de casos diagnosticados. Naturalmente, el informe de la OMS explica que en esos años fue cuando empezaron a introducirse los tests rápidos, lo que disparó las cifras de diagnósticos de malaria en muchos países del mundo.

Algo similar ocurre con los TEA. La biblia del diagnóstico psiquiátrico, el DSM, incluyó por primera vez el autismo en 1980; hasta entonces no existía una separación de la esquizofrenia. Desde aquella definición a la actual de TEA se han ampliado enormemente los criterios, de modo que hoy entran en el diagnóstico de TEA muchos casos que no encajaban en el de «autismo infantil» de 1980.

Ante los gráficos presentados por ciertas fuentes, en los que parece reflejarse un crecimiento brutal de los casos de TEA en el último par de décadas, algunos investigadores han dejado de lado el titular sensacionalista y han entrado a analizar los datos. Y entonces, la cosa cambia: aunque podría existir un pequeño aumento en el número de casos, la mayor parte de lo que algunos presentan como una explosión de casos se debe realmente al cambio de los criterios diagnósticos.

Por si alguien aún no lo cree –el escepticismo es sano– y quiere datos más concretos, ahí van algunas fuentes y citas originales, con sus enlaces. Según un estudio global de febrero de 2015, «después de tener en cuenta las variaciones metodológicas, no hay pruebas claras de un cambio en la prevalencia de los TEA entre 1990 y 2010».

A la misma conclusión había llegado una revisión de 2006: «probablemente no ha habido un aumento real en la incidencia de autismo». Otros estudios han examinado datos regionales: un trabajo de 2015 descubrió que el aumento en los diagnósticos de autismo en EEUU se correspondía con el descenso en el número de diagnósticos de discapacidad intelectual; es decir, que simplemente los pacientes se habían movido de una categoría a otra.

Otro estudio de 2013 en California determinó que una buena parte del aumento en el número de casos diagnosticados es una consecuencia de la mejora del nivel de vida: «los niños que se mudaron a un vecindario con más recursos diagnósticos que su residencia anterior recibían con más probabilidad un diagnóstico de autismo que los niños cuyo vecindario no ha cambiado».

Otro trabajo publicado en enero de 2015 examinó la situación en Dinamarca, llegando a la conclusión de que dos terceras partes del presunto aumento en el número de casos corresponden al cambio de los criterios diagnósticos introducido en 1994 y al hecho de que en 1995 comenzaron a incluirse en el registro los diagnósticos de pacientes externos.

Imagen de CDC / dominio público.

Imagen de CDC / dominio público.

Surge entonces la pregunta: ¿por qué todos estos datos no están en el conocimiento de, o al menos no están en la exposición presentada por, los organizadores de un aula dedicada a los TEA en un colegio público? No lo sé. Pero cuando mi informadora prosigue su explicación, se descubre el pastel: en el aula les hablaron de los «posibles factores», como… ¿adivinan? Vacunas, contaminantes ambientales…

Como no podía ser de otra manera; en general, los defensores de la «explosión» de casos suelen estar guiados por el interés de colocar a continuación su idea de que el autismo está causado por su obsesión favorita. En su día ya presenté aquí a uno de esos personajes y su disparatado gráfico con el que pretendía culpar del autismo al herbicida glifosato; causa a la que yo añadí, con idénticos argumentos, otras tres: la importación de petróleo en China, el crecimiento de la industria turística y el aumento de las mujeres británicas que llegan a los 100 años.

Claro que esa obsesión favorita puede traducirse en el motivo más viejo de la humanidad. La idea del vínculo entre vacunas y autismo fue un “fraude elaborado” creado por un tipo llamado Andrew Wakefield, exmédico. Su licencia fue revocada después de descubrirse que su estudio era falso. Posteriormente, una investigación de la revista British Medical Journal reveló (artículos originales aquí, aquí y aquí) que Wakefield había recibido para su estudio una suma de 674.000 dólares de una oficina de abogados que estaba preparando un litigio contra los fabricantes de vacunas. Al mismo tiempo se descubrió que Wakefield preparaba un test diagnóstico de su nuevo síndrome con el que planeaba facturar 43 millones de dólares.

Habrá que repetirlo las veces que sea necesario: no existe ni ha existido jamás ningún vínculo entre vacunas y autismo. La idea procede en su totalidad de un estudio falso fabricado por un médico corrupto. Más de 100 estudios y metaestudios han concluido que no existe absolutamente ninguna relación entre vacunas y autismo.

Esto es lo que no es. En cuanto a lo que es: hoy no hay pruebas para sostener otra hipótesis diferente a que los TEA tienen un origen genético complejo debido a variantes génicas no necesariamente presentes en los genomas parentales, y que el riesgo podría aumentar con la edad del padre y tal vez de la madre (lo cual no es diferente a lo que tradicionalmente se ha asociado con otros trastornos, como el síndrome de Down). No se puede negar una posible modulación del nivel de riesgo genético por causas externas ambientales, pero hasta ahora no hay pruebas sólidas de la influencia de ninguno de estos factores. Esto es lo que hay, y lo demás es propaganda.

Pero ahora llega la pregunta más grave. Y para esta sí que no tengo respuesta: ¿por qué se está financiando con dinero público la promoción de propaganda falaz y peligrosa en un colegio público?

El autismo, ¿una insospechada conexión entre el intestino y el cerebro?

La semana pasada comentaba aquí un campo científico emergente que está ganando momento y sentando un nuevo paradigma: la capacidad de la microbiota intestinal humana, las bacterias que viven en nuestras tripas, para influir sobre el funcionamiento de nuestro cerebro. El puente que establece este eje intestino-cerebro aún necesita de mucha investigación para ofrecernos una imagen nítida, pero lo más plausible es que se trate de mecanismos neuroendocrinos.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Entre los desórdenes neurológicos que podrían esconder una relación insospechada con las bacterias intestinales, los expertos han propuesto la depresión, la ansiedad, el dolor crónico y los trastornos del espectro autista. En este último caso, ciertos experimentos han encontrado vínculos causales demostrados que apoyan la credibilidad de otros estudios epidemiológicos. Como insisto siempre, la asociación estadística de datos puede conducirnos a desastrosos errores si las correlaciones no vienen con unos buenos cimientos experimentales, como está sucediendo últimamente con recomendaciones dietéticas que se tambalean cuando las pruebas no las sostienen.

Ahora, un nuevo estudio aporta un cable más a este puente que parece tenderse entre el autismo y la microbiota. Pero no es un estudio muy al uso, como tampoco su autor es un científico al uso. John Rodakis estudió biología molecular, una formación que unió a su MBA en la Escuela de Negocios de Harvard para dedicarse a la inversión de capital riesgo en empresas tecnológicas y biomédicas, un terreno en el que parece moverse con enorme éxito. Hay otro dato fundamental en su biografía: Rodakis es padre de un niño con autismo.

Como otros padres en parecida situación económica y personal, Rodakis ha emprendido un mecenazgo para dedicar una parte de su fortuna a la investigación sobre el trastorno que afecta a su hijo. Pero con una diferencia que claramente denota su formación científica: en lugar de sumar su esfuerzo a la corriente, como suele ser habitual, su fundación N Of One «se centra en la investigación emergente sobre el autismo que no está recibiendo financiación adecuada en relación a su mérito científico, en especial la investigación que trata las observaciones de padres y médicos como pistas potenciales sobre cómo funciona el autismo», en palabras de la propia institución.

Salvando casos particulares que incluso han merecido llevarse al cine (El aceite de la vida o Medidas extraordinarias), el mecenazgo en la investigación –de mayor tradición anglosajona– no suele fijarse en enfoques científicos alternativos, sino que habitualmente favorece a los investigadores líderes que representan el llamado mainstream (o corriente principal), o bien atiende sectores desasistidos por su impacto minoritario en la población general –como el de las enfermedades raras– pero sin abrir necesariamente abordajes nuevos. Como biólogo de formación, Rodakis tiene probablemente el criterio para apreciar que la posible conexión intestino-cerebro no es un fenómeno paranormal, sino que tiene un fundamento científico. Pero no es esta la única razón por la que está tanto preparado para evaluar este enfoque como interesado en financiarlo. Además, es su propia experiencia personal la que le guía.

Todo comenzó el día de Acción de Gracias de 2012, una festividad tradicional en EE. UU. Rodakis visitaba a unos parientes con su mujer y sus hijos cuando advirtió que los dos niños habían contraído amigdalitis, las típicas anginas. En el centro de urgencias, el médico de guardia les prescribió amoxicilina, un antibiótico comodín. La sorpresa llegó cuando el fármaco no solo curó la infección de los niños, sino que uno de ellos, diagnosticado con autismo moderado a grave, pareció mejorar de sus síntomas con el tratamiento.

«Comenzó a establecer contacto visual, que antes evitaba; su habla, que estaba seriamente retrasada, empezó a mejorar marcadamente; era menos rígido en su insistencia de costumbres y rutinas», escribe Rodakis en su estudio, publicado en la revista Microbial Ecology in Health and Disease y de libre acceso. El autor añade que el niño se mostraba más activo y que incluso comenzó a montar en un triciclo que sus padres le habían regalado seis meses antes y al que hasta entonces no había prestado atención.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Los progresos del niño también sorprendieron a los médicos, que no estaban informados de la circunstancia del antibiótico. Para sistematizar y confrontar los datos, Rodakis utilizó un software con el que registraba y evaluaba 20 parámetros del autismo. «Confío en que las mejoras que vimos eran reales, significativas y sin precedentes», resume. «Animaría a cualquier padre/madre que crea que está observando un fenómeno similar a que tome notas detalladas y cuidadosas y a que obtenga tanta documentación en vídeo como le sea posible, porque esa información puede ser útil en el futuro», añade.

A continuación, Rodakis investigó si había más casos descritos como el suyo, y descubrió que otros padres compartían sus observaciones (aunque en ciertos casos, por el contrario, los antibióticos parecían agravar los síntomas). Encontró también un único estudio previo, publicado en 2000 a partir de un ensayo realizado en un hospital de Chicago, en el que otro antibiótico –vancomicina– también mejoró los síntomas de autismo. Por último, el autor indagó en el campo emergente de la conexión intestino-cerebro y encontró que otros estudios sugerían una relación entre la microbiota intestinal y algunas condiciones cognitivas y funcionales del cerebro, entre ellas el autismo.

Con todo ello Rodakis, que como inversor profesional parece ser un tipo de soluciones concretas, tomó varias medidas. Primera, crear su fundación N of One, una expresión empleada en inglés para designar un ensayo clínico con un solo paciente. Segunda, reunir un equipo científico multidisciplinar para investigar la conexión microbiota-autismo desde distintos enfoques. Tercera, organizar y patrocinar el Primer Simposio Internacional del Microbioma en la Salud y la Enfermedad con Especial Atención al Autismo, que se celebró en junio de 2014 en Arkansas. Y cuarta, reunir las presentaciones del simposio y un artículo relatando su propio caso en un número especial sobre microbioma y autismo de la revista Microbial Ecology in Health and Disease. Se trata de una publicación revisada por pares, aunque minoritaria y con un índice de impacto histórico muy bajo; pero por su planteamiento y desarrollo formal, quizá el artículo de Rodakis no habría encajado en muchas de las revistas más habituales.

Naturalmente, Rodakis admite que aún es pronto para definir el peso real del microbioma en el desarrollo y evolución del autismo, y que este vínculo no será aplicable a todos los casos. Tratándose de un amplio espectro de trastornos, tal vez apuntar a una única causa común sería como intentar hacer lo mismo con el cáncer. Al autismo se le atribuye un componente genético; la última prueba ha llegado también esta semana en la revista Nature, en la forma de un gen llamado CTNND2 que parece estar involucrado en casos de autismo familiar. Además, los estudios neurológicos han mostrado que existe una huella del autismo en el cableado neuronal, sugiriendo que cualquier tratamiento farmacológico siempre estaría limitado por factores estructurales.

Tampoco Rodakis pretende que los antibióticos sean una opción terapéutica aceptable, ni siquiera para los casos susceptibles. Pero como buen biólogo, sabe que el hecho de comprobar un efecto importa más que el hecho de que el efecto sea favorable o contraproducente: si hay un efecto, es que existe una interacción, y esta siempre puede manipularse para orientarla hacia el resultado deseado. Ahora, argumenta Rodakis, se trata de emplear los antibióticos como herramientas de investigación para ayudar a definir el mecanismo de esa interacción. Y una vez comprendido este mecanismo, si es que existe y si es que llega a comprenderse, tal vez se abra un nuevo campo de batalla en el tratamiento y la prevención del autismo.

¿Las ancianas británicas tienen la culpa del crecimiento del autismo?

Hay dos maneras de enfocar el asunto que vengo a tratar hoy. Una, la comprensiva. Ignoro si Stephanie Seneff, investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), tiene cerca a alguien querido que sufra de una enfermedad incurable de origen desconocido. Es probable que sí, dado que la mayoría tenemos algún caso próximo a nosotros: alzhéimer, autismo, párkinson o esclerosis múltiple, por citar ejemplos, son terribles trastornos cuyas causas aún son oscuras, pero que siempre vienen a cercenar drásticamente la idea que nos habíamos formado sobre cómo debería ser la vida, la nuestra y la de los nuestros.

Imagino que cuando nos encontramos de repente en alguna de estas situaciones nuestra mente atraviesa fases muy dispares, pero es natural que al fondo de todo ello se enquiste una pregunta: ¿por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a los míos? Y ante la incapacidad de respondernos, es natural que fabriquemos las respuestas que mejor encajan con nuestra visión del mundo. Sean las que sean.

La segunda manera es mucho menos tolerante, pero es la que me toca. Uno no suele caer simpático cuando hace esto; qué le vamos a hacer. Como dice el tópico, es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Esta segunda manera consiste en denunciar el inmenso daño que Stephanie Seneff y otros como ella producen sobre todo a los familiares de las personas afectadas, pero también a la credibilidad de la ciencia en una época en que la información científica que discurre por los canales mayoritarios de información (internet y sus redes sociales) es muchas veces indistinguible de la seudociencia o el simple camelo.

Esta es la historia. Seneff es una licenciada en biofísica en 1968 que después de su graduación enfocó su trabajo hacia el campo de la computación. Desde hace años ejerce como investigadora del Laboratorio de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial del MIT, áreas en las que al parecer ha desarrollado una carrera solvente, según se deduce de su trayectoria y su registro de publicaciones. Pero en los últimos años, Seneff ha derivado hacia una línea de intereses muy diferente. Así lo expone ella misma en su reseña biográfica en la web del MIT:

En los años recientes, la doctora Seneff ha focalizado el interés de sus investigaciones de regreso a la biología. Se está concentrando principalmente en la relación entre nutrición y salud. Desde 2011, ha escrito diez estudios (siete como primera autora) en varias revistas médicas y relacionadas con la salud sobre temas tales como las enfermedades modernas (por ejemplo, alzhéimer, autismo, enfermedades cardiovasculares), el análisis y la búsqueda de bases de datos sobre efectos secundarios de los fármacos utilizando técnicas de procesamiento de lenguaje natural, y el impacto de deficiencias nutricionales y toxinas ambientales en la salud humana.

De todo esto, queda claro que Seneff no es doctora en biología; ni siquiera es bióloga. Sus intereses actuales regresan a un lugar en el que nunca ha estado antes. Seneff no tiene la más mínima autoridad ni cualificación para pontificar sobre efectos secundarios de los fármacos, deficiencias nutricionales o toxinas ambientales. Todo lo que ella diga o escriba sobre lo que se permite llamar enfermedades «modernas» (lo cual es tanto como llamar moderno a Plutón, ya que no se descubrió hasta el siglo XX) tiene el mismo valor que lo que pueda decir cualquier persona de la calle.

El de Seneff no es un caso único, sino que sigue una larga tradición de científicos que se han distinguido por elevar proclamas fantasiosas o estrambóticas sobre materias ajenas a sus investigaciones. Como ya he contado aquí anteriormente, Francis Crick, el codescubridor de la estructura del ADN, creía que la vida en la Tierra había sido sembrada por una raza de alienígenas sumamente avanzados; su compañero James Watson saltó a la infamia hace unos años al afirmar que los negros son menos inteligentes que los blancos; Kary Mullis, el inventor de la PCR, rechaza que el VIH sea el causante del sida y en su autobiografía narró su encuentro con un mapache alienígena; el astrónomo Fred Hoyle negaba la evolución de las especies y el origen biológico del petróleo; el codescubridor del VIH, Luc Montagnier, cree que el agua es capaz de recordar los compuestos que contuvo, el principio en el que se basa la homeopatía.

A propósito de este peculiar fenómeno, el astrónomo y presidente de la Royal Society de Reino Unido, Martin Rees, comentaba al diario The New York Times que los científicos no suelen hacer sus grandes descubrimientos en su vejez, y que muchos de ellos deciden remediarlo metiéndose en terrenos desconocidos donde el agua les cubre. Y por supuesto, comparar a Seneff con todos estos casos es hacerle un enorme favor, ya que en el currículum de esta investigadora no figuran premios notorios ni distinciones de ninguna otra clase.

Seneff parece haber desarrollado una especie de obsesión por demostrar que ciertos compuestos de uso actual son los causantes de trastornos como el autismo. Entre esas sustancias están (cómo no) ciertos ingredientes de las vacunas, así como un herbicida llamado glifosato que la multinacional de cultivos transgénicos Monsanto comercializa bajo el nombre de Roundup. Sobre el glifosato se ha escrito y estudiado mucho, y su toxicidad aún es materia de discusión. A nadie se le escapa que los herbicidas no son los compuestos más saludables del mundo. Probablemente los efectos del glifosato sobre la salud sean nocivos, y quizá incluso debería prohibirse su uso. Pero de ahí a atribuirle el origen de ciertos trastornos concretos media un abismo científico que hay que superar con pruebas contundentes.

La investigadora del MIT parte de un convencimiento personal de que el glifosato es la causa del autismo. Y su manera de demostrarlo es tirar de estadísticas; comparar conjuntos de datos sobre el uso de glifosato y los casos de autismo, correlacionarlos y decir, «ahí lo tenéis». Recientemente, Seneff participó en una conferencia sobre productos transgénicos organizada en Massachusetts por un negocio de presuntas terapias alternativas llamado Groton Wellness, y allí presentó el siguiente gráfico:

Número de casos de autismo (en rosa) frente al uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de Stephanie Seneff.

Número de casos de autismo (en rosa) frente al uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de Stephanie Seneff.

Impresionante, ¿no? Suficiente para que las palabras y la presentación de Seneff encontraran eco en numerosas webs aficionadas al sensacionalismo, a las teorías conspirativas y a las llamadas terapias alternativas; pero también incluso en algún medio serio que, claro está, no puede andar siempre aplicando los mismos criterios de rigor y contrastación cuando se trata de asuntos menores, como un mal que afecta a millones de personas en todo el mundo, que cuando se habla de cuestiones verdaderamente trascendentales para el destino del universo, como la pelea entre Tomás Sánchez y Pedro Gómez (no, espera, ¿o era al revés?).

El problema es que, no me canso de insistir aquí (y aquí, y aquí), correlación no implica causalidad. Una correlación no demuestra absolutamente nada. Cualquiera puede tirar de un conjunto de datos y demostrar una perfecta correlación estadística con otra serie de cifras con las que no existe ningún vínculo, e incluso existe una web dedicada humorísticamente a demostrar cómo, por ejemplo, el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage se asocia con las cifras de ahogamientos en piscinas en EE. UU.

Para ilustrarlo, me he tomado la molestia de buscar otras causas del autismo al margen de la propuesta por Seneff. Para empezar, he tomado los datos de la investigadora y he reproducido su gráfico en Excel. Me queda así:

Número de casos de autismo (en azul) frente a uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1990 a 2010. Reproducción del gráfico de Stephanie Seneff.

Número de casos de autismo (en azul) frente a uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1990 a 2010. Reproducción del gráfico de Stephanie Seneff.

A continuación, me han bastado diez minutos de búsqueda en Google para encontrar otra serie de datos que se correlaciona tan milagrosamente bien con las cifras de autismo como el uso del glifosato. En este caso se trata de las importaciones de petróleo en China, en miles de barriles al día entre 1990 y 2010, el mismo período del gráfico de Seneff. Este es el resultado:

Número de casos de autismo (en azul) frente a importaciones de petróleo en China en miles de barriles al día (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a importaciones de petróleo en China en miles de barriles al día (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Fantástico, ¿no? Cuantos más barriles de petróleo importa China, más crece el autismo en EE. UU. ¿Cuál será el mecanismo biológico implicado?

Pero ni siquiera es necesario encontrar una serie de cifras que se correlacione tan exactamente. Como ya he explicado también anteriormente a propósito de correlaciones y causalidades, existe eso que habitualmente suele denominarse la «cocina» de los datos cuando se trata de encuestas políticas, y que consiste, simple y llanamente, en una manipulación. No se trata de falsear los datos, sino, por ejemplo, de elegirlos cuidadosamente, agregarlos, desagregarlos, o retorcerles el cuello de cualquier otra manera para que el resultado sea el que previamente queríamos obtener. Aquí van dos ejemplos. Veamos qué ocurre si correlacionamos de nuevo las cifras de autismo con otros dos conjuntos de datos elegidos casi al azar en Google: por un lado, el número de mujeres centenarias en Reino Unido; y por otro, la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares.

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

No está mal, ¿no? Pero podemos mejorarlo. ¿Qué tal si aplicamos un poco de «cocina»? Digamos, por ejemplo, que eliminamos los cinco primeros años del intervalo y nos quedamos con los datos de 1995 a 2010. Tenemos la perfecta libertad de hacer esto, ya que el plazo de Seneff también es arbitrario: el glifosato comenzó a utilizarse en 1976, no en 1990. En nuestro caso, esto es lo que resulta:

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Mucho mejor, ¿no? Así, ahora al glifosato hemos añadido al menos otras tres causas del autismo: la importación de petróleo en China, el aumento de la longevidad en las mujeres de Reino Unido y el crecimiento de la industria turística global. Ahora simplemente será tarea de los investigadores encontrar la manera de explicar cómo todos estos factores se alían para provocar el trastorno en los niños. Y en especial habrá que someter a un tercer grado a todas esas malévolas ancianas británicas para obligarlas a confesar en qué clase de terrible conspiración están involucradas.

Espero que nadie concernido con este trastorno neurológico sienta que estoy frivolizando sobre ello. Mi intención es justamente la contraria, denunciar la frivolización que Seneff y otros personajes como ella realizan alegremente sin ningún respeto a la preocupación de los afectados. Más allá de las proclamas estrambóticas de Seneff, el atrevimiento de esta señora al afirmar que «al ritmo actual, en 2025 uno de cada dos niños será autista» rebasa la barrera de la excentricidad para entrar en el terreno de la peligrosa irresponsabilidad. Y aunque tales casos estén fuera de la competencia de los tribunales ordinarios, las instituciones científicas no deberían permanecer impávidas ante los charlatanes ávidos de notoriedad que no hacen otra cosa sino sembrar confusión y cebarse en el dolor ajeno.