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El uso de la violencia no reduce el apoyo a los grupos violentos, pero sí a los no violentos

Soy perfectamente consciente de que el titular que cubre estas líneas puede resultar algo confuso e incluso trabalingüístico. Pero con la que está cayendo hoy, y siendo quizá una de las pocas personas de este país que no van a opinar sobre el tema, en cambio me ha llamado la atención encontrarme justo en estos momentos con este bonito estudio, cortesía de tres investigadores de las universidades de Carolina del Sur, Stanford (California) y Toronto.

Y cuya conclusión es exactamente la que resume el título: cuando un grupo político o ideológico del que se espera un comportamiento no violento se enzarza en altercados violentos, se reduce su apoyo popular. Sin embargo y al contrario, la conducta violenta no menoscaba el apoyo popular hacia aquellos de los que ya se supone que son violentos. Lo cual, obviamente, da mucho que pensar.

Imagen de US Marine Corps.

Imagen de US Marine Corps.

Para su estudio, publicado en la revista Socius: Sociological Research for a Dynamic World, los sociólogos Brent Simpson, Robb Willer y Matthew Feinberg han reclutado a un grupo de 800 voluntarios y les han sometido a un experimento consistente en responder a un test después de leer distintas versiones modificadas de artículos de periódico referentes a un mismo suceso: las confrontaciones entre supremacistas blancos y manifestantes contra el racismo en dos lugares de EEUU, Charlottesville (Virginia) y Berkeley (California).

Los investigadores descubren que «el uso de la violencia lleva al público en general a ver a un grupo de protesta como menos razonable, una percepción que reduce la identificación con el grupo. Esta menor identificación, a su vez, reduce el apoyo público para el grupo violento». Como consecuencia, prosiguen los autores, la violencia aumenta el apoyo hacia los grupos que se oponen al grupo violento.

Lo anterior podría parecer más o menos esperable si uno piensa en esos grupos violentos como aquellos de los que habitualmente no se espera otra cosa que violencia, como los supremacistas.

Lo curioso es que, según descubre el estudio, en realidad no es así como funciona: los actos de violencia por parte de los grupos antirracistas erosionan el apoyo hacia ellos, aumentando la simpatía hacia los supremacistas, mientras que la violencia de estos no afecta a su apoyo, «quizá porque el público ya percibe estos grupos como muy poco razonables y se identifica con ellos a bajos niveles», escriben los autores.

Resultados curiosos, y de los que se podrían extraer varias enseñanzas. No todas ellas buenas. Y mejor lo dejamos ahí.

Madres nevera, videojuegos violentos… La psicología no siempre es ciencia

Ayer les hablaba del psicoanálisis de Freud como ejemplo de lo que parece ciencia, pero no lo es. Y les decía que en el campo de la psicología abundan especialmente los casos en que pasa por ciencia algo que no lo es. Déjenme que prosiga con otros ejemplos.

Desde aquel 1896 en que Freud comenzó a hablar del psicoanálisis, saltemos ahora a 1943. Aquel fue el año en que el psiquiatra austro-estadounidense Leo Kanner describió por primera vez el síndrome del autismo infantil. Estudiando diversos casos, Kanner definió las que desde entonces han perdurado como las principales líneas generales en las que hoy se basan los diagnósticos del autismo.

Durante sus investigaciones, Kanner observó que a menudo los padres de los niños con autismo, y especialmente las madres, mostraban una llamativa frialdad en el trato hacia sus hijos. Dado que en muchos casos los niños con autismo muestran carencias en su capacidad de relación y comunicación, el psiquiatra especuló con la posibilidad de que fuera la falta de afecto y calidez la que sumía a los niños en aquella especie de mundo interior cerrado.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Así fue como llegó a acuñarse el término «madres nevera», y la hipótesis de Kanner fue aceptada por muchos, sin más, porque sonaba bien y explicaba algo hasta entonces inexplicable. Y qué mejor que explicarlo culpando a las propias madres. Y por cierto, entre quienes se lanzaron entusiasmados de cabeza a la hipótesis de Kanner estaban muchos psicoanalistas: ¡trauma de la infancia, allá vamos!

Sería injusto cargar las tintas culpabilizando a Kanner de aquella especulación, que se cayó por el peso de infinidad de datos en contra. Sí se le puede culpar de no haber pensado lo suficiente al revés: ¿no sería que el trastorno de los niños creaba una barrera que muchas madres no sabían cómo superar?

Pero además de que Kanner fue pionero en el estudio del autismo y hoy se le considera el padre de la psiquiatría infantil, en años posteriores se mató a decir que nunca fue su intención atribuir el autismo a esta causa. «Desde la primera publicación hasta la última, hablé de esta condición en términos inequívocos como innata. Pero por haber descrito algunos rasgos de los padres como personas, a menudo se me ha citado mal como si yo hubiera dicho que era culpa de los padres», dijo en 1969.

Lo cual tal vez era demasiado indulgente consigo mismo; la visión más comúnmente transmitida hoy es que Kanner no comenzó desde el principio culpando a las madres, pero que después se sumó a la idea cuando vio que tanto los profesionales como el público la aplaudían. Y lo cierto es que sus escritos parecen reflejar más una cierta ambigüedad, siempre en la cuerda floja, que una evolución consistente de sus ideas en una dirección determinada.

En realidad, Kanner nunca propuso una teoría de las «madres nevera». Pero sus seguidores, que han perdurado hasta hoy, tampoco han propuesto una teoría de las «madres nevera» (me remito a lo que expliqué ayer sobre qué es una teoría científica). Lo de las «madres nevera» fue solo una ocurrencia, no una teoría. Repito, hoy refutada por infinidad de datos y ampliamente desacreditada.

Pero no acabamos aquí. Ahora, saltemos de nuevo hasta el presente. Hace unos días, un telediario hablaba sobre la violencia relacionada con los videojuegos. Allí intervenía un famoso psicólogo español, famoso de salir en la tele, pero de gran prestigio profesional y que ha desempeñado algún importante cargo público. Me ahorro el nombre porque no importa, ya que esto no pretende ser un ataque ad hominem. Lo que importa es la declaración de este psicólogo a propósito del tema en cuestión. Cito de memoria, pero era más o menos así: «Los jóvenes juegan a videojuegos violentos, y luego, claro, trasladan esa violencia a la vida real».

Punto. Firmado, sellado y rubricado. En Madrid, a tantos de mayo de 2019.

Pero ¿es verdad?

No, no lo es. O al menos, no es ciencia.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

La influencia de la violencia en los videojuegos o en otros medios audiovisuales sobre la violencia en la vida real es una cuestión enormemente debatida por psicólogos, psiquiatras y neurólogos, y sobre la que se han hecho infinidad de estudios. Por pura inclinación personal, aquí he contado varios de los que se han publicado sobre el (hasta ahora nunca demostrado) presunto vínculo entre la música violenta y la violencia real.

Pero centrándonos en los videojuegos, ¿quieren saber cuál es el balance final de todos estos estudios? Se lo resumo en dos titulares publicados en sendos medios científicos populares, los dos en distintos momentos de 2018:

«Sí, los videojuegos violentos disparan la agresividad» (Scientific American)

«No hay pruebas que apoyen un vínculo entre los videojuegos violentos y la conducta» (ScienceDaily)

Entonces, ¿cuál es la verdad? En el fondo, el único titular cien por cien fiel al estado actual del conocimiento científico es este:

«¿Los videojuegos violentos hacen más violentos a los niños?» (Psychology Today)

Sí, eso es: un titular en forma de pregunta, ese gran satán del periodismo. Porque la realidad es que la respuesta, si es que existe una respuesta, aún no se conoce. Por cada estudio que encuentra una relación entre videojuegos y violencia, hay otro que no la encuentra (o que sí la encuentra, pero que es justamente la contraria a la esperada), diga lo que diga el famoso psicólogo, que en ese momento no está contando lo que se sabe, sino lo que él cree.

Como vengo explicando estos días, es la ciencia versus la voz del experto. Por suerte, la ciencia no es una sabiduría arcana para la cual debamos fiarnos ciegamente de las visiones del hombre-medicina. Cualquiera con el suficiente conocimiento sobre qué es la ciencia y cómo funciona puede buscar las fuentes y acceder a ese conocimiento por sí mismo.

Por supuesto, todo lo anterior no menoscaba las inmensas aportaciones de la psicología científica, sobre todo la experimental. Pero en estos tiempos en que no hay magacín, ya sea digital, en papel, en radio o en televisión, que no incluya entre sus colaboradores habituales a un psicólogo y un nutricionista, hace falta más que nunca rescatar una vieja fórmula, hoy tan injustamente olvidada e infrautilizada: «yo creo que…».

Una vez más: escuchar heavy metal no inclina a la violencia

En 1985 se formó en EEUU el Parents Music Resource Center, un comité encabezado por Tipper Gore –esposa del exvicepresidente y premio Nobel de la Paz Al Gore– cuyo objetivo era, básicamente, censurar la música. A la señora Gore no le gustó nada descubrir un día a su hija escuchando a Prince cantar cómo Darling Nikki se masturbaba una y otra vez, y decidió hacer algo al respecto: aprovechar la influencia de su importante marido, por entonces congresista, para acabar con aquella música obscena y profana.

En concreto, Tipper Gore y sus tres compañeras, también esposas de políticos de Washington, pretendían que la industria musical adoptara un sistema de calificación moral para los discos, que aquellos con portadas «explícitas» se escondieran bajo el mostrador en las tiendas, que las emisoras de radio y televisión se abstuvieran de emitir canciones guarras o violentas, e incluso, por pedir que no quede, que las discográficas rescindieran sus contratos con los músicos ofensivos y que un comité (es decir, ellas) decidiera qué podía publicarse y qué no.

Bloodbath tocando en Alemania en 2015. Imagen de S. Bollmann / Wikipedia.

Fíjense en la fecha: 1985. La nuestra no fue la primera generación en la que los padres se escandalizaban por la música que escuchaban sus hijos; como cuenta la serie Downton Abbey, en los años 20 a los mayores les espantaba el charlestón. Pero en los 80 ya no se trataba solo de que a nuestros mayores les pareciera que «eso no es música, es ruido», sino que además estaban las letras. Si a Tipper Gore le escandalizaba aquella de Prince, alguien tendría que haberle regalado, por ejemplo, el ¿Cuándo se come aquí? de Siniestro Total (en la gloriosa época del gran Germán Coppini), un LP que un servidor tenía que escuchar obligatoriamente con walkman porque las ondas acústicas de aquellas letras no podían profanar el aire de casa.

Las letras de aquellas canciones, pensaban Tipper Gore y otros muchos como ella, nos iban a convertir en adultos trastornados, violentos e impúdicos. Durante las sesiones del PMRC, el profesor de música de la Universidad de Texas Joe Stuessy, también compositor e historiador del Rock & Roll, declaró que el heavy metal «contiene el elemento de odio, una maldad de espíritu», expresada en sus letras de «violencia extrema, rebelión extrema, abuso de sustancias, promiscuidad sexual y perversión y satanismo».

Las fundadoras del PMRC se quedaron colgando de la brocha cuando incluso músicos de estilos más tradicionales como John Denver, en cuyo apoyo confiaban, denigraron aquel intento inquisitorial. Finalmente todo quedó en esas pegatinas que decoran las portadas de ciertos discos para advertir de que las letras son “explícitas”, y que normalmente se exhiben más como gancho que como penalización.

Pero parece que, después de todo, no hemos salido tan malos quienes crecimos escuchando aquellas letras que por primera vez se atrevían a llegar años luz más allá del I wanna hold your hand. Trabajamos, tenemos familias, nuestros másteres y doctorados son auténticos, y la mayoría ni siquiera hemos robado jamás un bote de crema facial del súper.

Y a pesar de ello, el espíritu del PMRC ha continuado muy presente en quienes piensan que las mentes de los demás son más simples que las suyas, y que por tanto les basta con escuchar a los Sex Pistols cantando “I wanna destroy the passerby” para salir a la calle con el primer bate de béisbol o cuchillo de carnicero que se encuentre a mano. Aún en pleno siglo XXI, hay quienes sostienen que determinados estilos musicales son potencialmente nocivos para el equilibrio mental.

Por suerte, hoy contamos con algo más que con nosotros mismos como pruebas vivientes; contamos también con la ciencia. Estudiar qué efectos causan los géneros musicales más extremos en sus fanes es un campo de interés para la psicología experimental. Y como ya he contado aquí en varias ocasiones anteriores, los estudios no logran demostrar que el punk o el heavy metal nos conviertan en peligrosos desequilibrados. Más bien al contrario: según revelaba el año pasado un grupo de investigadores de la Universidad Macquarie de Australia (y conté aquí), escuchar death metal aporta alegría y paz interior a sus seguidores.

Los mismos investigadores acaban de publicar ahora un nuevo estudio que trata de ampliar un poco más sus hallazgos anteriores. En esta ocasión se han preguntado si escuchar death metal, con sus letras rebosantes de caos, masacre, sangre y vísceras, puede desensibilizar frente a la violencia. Según los autores, esta línea de indagación merece un enfoque especial dentro del debate siempre actual sobre si la influencia de los contenidos audiovisuales violentos tiene alguna responsabilidad en la violencia del mundo real.

Los investigadores reunieron a un grupo de 80 voluntarios, 32 de ellos seguidores del death metal, y los sometieron a un test consistente en mostrar simultáneamente una imagen distinta a cada uno de los dos ojos, una neutra y otra de contenido violento. La percepción de los participantes, si captaba más su atención la imagen violenta o la neutra, revelaba su sensibilidad a la violencia; y esto se hizo mientras los voluntarios escuchaban una de dos canciones: Happy, de Pharrell Williams, o Eaten, del supergrupo sueco de death metal Bloodbath.

Bloodbath en 2016. Imagen de Markus Felix / Wikipedia.

Bloodbath en 2016. Imagen de Markus Felix / Wikipedia.

La diferencia en estilo musical es evidente. Y en cuanto a la diferencia entre las letras de ambas, esta es Happy

Porque estoy feliz, da palmas si te sientes como una habitación sin techo
Porque estoy feliz, da palmas si sientes que la felicidad es la verdad
Porque estoy feliz, da palmas si sabes qué es la felicidad para ti
Porque estoy feliz, da palmas si sientes que eso es lo que te apetece

…y esta es Eaten:

Desde que nací he tenido un deseo
Ver mi cuerpo abierto y destripado
Ver mi carne devorada ante mis ojos
Me ofrezco como sacrificio humano solo para ti
Trínchame, córtame en lonchas
Succiona mis entrañas y lame mi corazón
Descuartízame, me gusta que me hagan daño
Bébete mi médula y mi sangre de postre

Se aprecian las diferencias, ¿no?

Pues bien, los resultados del estudio indican que los fanes del death metal son tan sensibles a la violencia como los no aficionados a esta música, con independencia de si escuchan Happy o Eaten. En cambio, los no aficionados a esta música extrema se muestran más sensibilizados a las imágenes violentas cuando escuchan el fetichismo caníbal de Bloodbath que cuando Pharrell Williams les invita a dar palmas.

En resumen, escriben los investigadores, «la exposición a largo plazo a música con temas agresivos no conduce a una desensibilización general a la violencia mostrada en imágenes». Los resultados del estudio muestran que los seguidores del death metal asocian emociones positivas a su música incluso cuando narra un descuartizamiento; simplemente, no es real. Es solo música.

«De hecho, investigaciones recientes sugieren que los fanes y los no fanes del death metal exhiben la misma capacidad de empatía, lo que cuestiona las graves preocupaciones que se han manifestado sobre los peligros de la exposición a música violenta», escriben los investigadores. Va a resultar que las mentes de quienes escuchan música extrema no son más simples que las de quienes advierten de sus peligros. Y que probablemente Prince no le enseñó nada a la hija de Tipper Gore que ella no supiera ya.

Escuchar death metal aporta alegría y paz interior a sus seguidores

Ayer les contaba aquí que la ciencia aún no ha podido reunir pruebas convincentes de los beneficios específicos del mindfulness, esa técnica de meditación cuya popularidad ha explotado de tal modo que la onda expansiva nos ha alcanzado incluso a quienes estamos en el radio más distante. Pero aclaré también que esto significa exactamente lo que la frase expresa literalmente: la ciencia no niega los beneficios del mindfulness, sino que hasta ahora no ha podido encontrarlos.

Y no puede decirse que no se hayan buscado; como conté ayer, ya se han hecho casi 5.000 estudios. Por supuesto que algunos sí encuentran efectos positivos, pero no así otros, y la ciencia no consiste en lo que en inglés llaman cherry-picking o coger cerezas (aquí tal vez podríamos hablar de coger setas), elegir los estudios que nos convienen, sino en analizarlos todos en su conjunto. Cuando se examinan globalmente los trabajos válidos publicados, esos beneficios no afloran claramente, o al menos no superan a los que pueden obtenerse de otras actividades como la psicoterapia o el simple ejercicio físico. Y si debemos fiarnos de la experiencia, cuando cuesta tanto demostrar algo… tiende a ser más bien improbable que realmente haya algo que demostrar.

Todo lo cual no supone un alegato científico en contra del mindfulness, sino una llamada al escepticismo frente a cualquier tipo de proclama exagerada que pretenda vender esta práctica como el milagro capaz de cambiarnos la vida. A algunas personas tal vez les aporte beneficios. A otras no. Y en cambio, puede que algunas de estas alcancen la alegría y la paz interior con otras actividades tan alejadas del mindfulness como pueden estarlo la meditación y el death metal.

Cannibal Corpse en concierto en Washington en 2007. Imagen de Chris Buresh / Wikipedia.

Cannibal Corpse en concierto en Washington en 2007. Imagen de Chris Buresh / Wikipedia.

No, no es un ejemplo metafórico. Esto es precisamente lo que descubre un estudio elaborado por tres psicólogos de la Universidad Macquarie de Australia y que se publicará próximamente en la revista Psychology of Popular Media Culture. A través de un ensayo experimental y mediante un amplio arsenal de tests y cuestionarios, los investigadores trataron de saber qué tipo de emociones evoca el death metal en un grupo de 48 fans de este subgénero, en comparación con otro grupo de 97 voluntarios que no escuchan este tipo de música.

Quienes visiten este blog de tanto en tanto quizá recuerden que a finales del año pasado publiqué aquí una serie de artículos (que comenzaba aquí) sobre estudios científicos relacionados con la música, y en especial sobre géneros musicales extremos como el metal y el punk. Un viejo cliché asocia estos estilos de música con la agresividad, la violencia, la conducta antisocial y las vidas desestructuradas. Pero la música solo es música, y si en algunos casos es más que música, lo que hay de más no es realmente música. Con esta frase más propia de Rajoy quiero significar que los científicos no parecen encontrar una relación de causa –escuchar decibelios y guitarras distorsionadas– y efecto –acabar tarado–, a pesar de que algunos claramente abordaron sus investigaciones dándolo por hecho.

Si es que en algunos casos existe una relación, tal vez sea de otro tipo; ya sea que ciertas personas de por sí problemáticas encuentren su nicho en el metal o el punk, o que reaccionen inadecuadamente a un estigma social, o incluso que exista un cierto perretxiko-picking a la hora de destacar ciertos rasgos de los protagonistas de sucesos concretos. Creo evidente que la mayoría de quienes hemos frecuentado estos géneros musicales desde hace décadas no hemos salido tan tarados. Incluso en el caso del black metal, que en los años 90 sirvió de escenario a varios sórdidos crímenes en su Noruega natal, es evidente que la práctica totalidad de sus seguidores jamás ha decapitado a nadie.

Los investigadores del estudio que vengo a contar eligieron el death metal por ser uno de los subgéneros que suelen asociarse con contenidos más violentos en sus letras y su iconografía. Esto es más que innegable en algunos (no todos) de los ocho grupos elegidos por los psicólogos, Cannibal Corpse, At the Gates, Arch Enemy, Nile, Autopsy, Obituary, Carcass y Bloodbath. La canción de Cannibal Corpse utilizada para el estudio, Hammer Smashed Face (Cara aplastada por un martillo), describe una repugnante escena de tortura brutal y asesinato a manos de un psicópata que lo cuenta en primera persona.

(Atención: creo que debo advertir de que el siguiente vídeo no es apto para menores, y probablemente tampoco para muchos mayores).

Fuerte, ¿no? Si nos atenemos a la interpretación más simple, cabría imaginar que los fans de Cannibal Corpse están a un hervor de lanzarse a la calle a descuartizar a sus semejantes. Pero naturalmente, el ser humano es bastante más complicado de lo que sugiere esa lógica simple. Como era de esperar, la música provoca emociones diferentes en fans y no fans del death metal: en los segundos predominan la tensión, el miedo y la furia, pero a los primeros la música que escuchan habitualmente les inspira sobre todo fuerza o energía (3,93 sobre 5), alegría (3,58) y paz (2,73). Según los autores, «parece que los fans pueden atender selectivamente a atributos particulares líricos y acústicos de la música violenta de un modo que promueve objetivos psicosociales».

El estudio está en consonancia con otros que he contado aquí anteriormente y que encuentran diferencias parecidas: la escucha de estilos musicales extremos resulta perturbadora y desagradable para quienes no son aficionados a estos géneros, pero a sus seguidores les induce generalmente emociones positivas. Y por otra parte, si alguien decidiera estudiarlo, es bastante concebible que ocurriera justo lo contrario en un análisis inverso, sometiendo a los metalheads a una selección de grandes éxitos de Operación Triunfo.

Según uno de los fans participantes, «tiene algo que ver con el grito primario dentro de nosotros, es una descarga, aceptación y empoderamiento«. Los autores destacan que probablemente los fans del death metal buscan cosas diferentes en la música que los aficionados a otros estilos musicales, y que las letras violentas se contemplan con distanciamiento psicológico porque no son reales.

¿Obvio? Es un caso parecido al de las películas violentas, aunque los autores aciertan al señalar una diferencia: las convenciones del cine establecen unos criterios morales con respecto a la presentación de la violencia en un contexto narrativo que la explica; los malos pierden y sufren castigo, y cuando los buenos son violentos es porque los malos empezaron primero, o para evitar un mal mayor. Sin embargo, nada de esto existe en Hammer Smashed Face.

Pese a todo, esto nos lleva a esa eterna pregunta que ronda las mentes de padres y madres: ¿la violencia audiovisual (películas, música, videojuegos…) lleva a la violencia real? Pero esta es otra historia más amplia, y si acaso ya repasaremos otro día qué dicen los científicos de ello. Por el momento y por si Cannibal Corpse les ha dejado un regusto demasiado visceral (literalmente), les dejo con First Kill de los grandes Amon Amarth, death metal melódico con esas octavas de guitarra que tanto nos gustan a quienes ya peinamos canas.

¿Hay relación entre violencia y ciertos tipos de música?

Mi afición a la música y mi trabajo en esto de la información científica me llevan a curiosear en todo aquello que los estudios tienen que decir sobre el fenómeno musical. Uno de los avances más interesantes del conocimiento en las últimas décadas es el encuentro entre ciencias y humanidades, tradicionalmente separadas por esa frontera artificial y artificiosa del ser de letras o de ciencias. Fíjense en las tertulias radio/televisivas: ¿verdad que en alguna ocasión han escuchado a alguno de sus participantes decir «yo no sé nada de ciencia?» ¿Y alguna vez han escuchado a uno de sus participantes decir «yo no sé nada de historia/arte/literatura/música/filosofía»?

Hoy cada vez es más habitual encontrar estudios firmados al unísono por filólogos y científicos computacionales, historiadores y químicos, o arqueólogos y físicos, porque las ciencias experimentales están aportando enfoques y técnicas que permiten profundizar en las investigaciones humanísticas de una forma antes inaccesible. La frontera se ha derribado; hoy el conocimiento es multidisciplinar. Ya no es posible saber mucho sin saber algo de ciencia. Y por cierto, este es precisamente el motivo que da a este blog el título de Ciencias Mixtas.

El grupo de Black Metal Gorgoroth, cuyo exlíder Gaahl (en el centro) fue encarcelado dos veces por agresión y ha alentado a la quema de iglesias. Imagen de Wikipedia / Alina Sofia.

El grupo de Black Metal Gorgoroth, cuyo exlíder Gaahl (en el centro) fue encarcelado dos veces por agresión y ha alentado a la quema de iglesias. Imagen de Wikipedia / Alina Sofia.

En lo referente a la música, tengo amplias tragaderas. Digamos que desde Mozart a System of a Down, me cabe mucho (aunque desde luego no todo, ni muchísimo menos). Pero como he contado aquí regularmente y sabrá cualquier visitante asiduo de este blog, tengo una especial preferencia por ciertos estilos de música que convencionalmente suelen considerarse extremos, como el punk o el metal. Mis raíces estuvieron en lo primero, y lo segundo me lo aportó la otra mitad con la que comparto mi vida desde hace ya décadas.

De hecho, creo que mi caso no es nada original: en el mundo de la ciencia es frecuente encontrar gustos parecidos, y algunos científicos han llegado incluso a triunfar en estos géneros musicales; aquí conté tres casos, los de Greg Graffin (Bad Religion), Dexter Holland (The Offspring) y Milo Aukerman (Descendents). Sí, sí, también está Brian May (Queen), pero ya en otro estilo musical, alejado de los extremos y mucho más mayoritario.

El líder de Bad Religion, Greg Graffin (en el centro), es doctor en biología evolutiva. Imagen de Wikipedia / Cecil.

El líder de Bad Religion, Greg Graffin (en el centro), es doctor en biología evolutiva. Imagen de Wikipedia / Cecil.

Respecto a esta relación entre ciencia y punk (que es bastante profunda), lo que era solo mi impresión personal quedó curiosamente refrendado por un estudio que conté aquí hace algo más de un par de años, y que descubría una asociación entre los perfiles de personalidad más analíticos y el gusto por géneros musicales como el hard rock, el punk o el heavy metal; y dentro de otros géneros menos extremos, con sus versiones más duras; por ejemplo, John Coltrane y otros intérpretes de jazz de tendencia más vanguardista.

Y sin embargo, suele circular perennemente esa idea que asocia este tipo de géneros, digamos, no aptos para el hilo musical del dentista, con tendencias violentas y criminales, delincuencia, conductas antisociales y vidas desestructuradas.

No vamos a negar que el rock en general tiene su cuota de existencias problemáticas. Pero si hay adolescentes que se suicidan después de escuchar a Judas Priest, a My Chemical Romance o a Ozzy Osbourne (o a Iggy Pop, como hizo Ian Curtis de Joy Division), o desequilibrados que matan inspirándose en Slayer o en Slipknot, en ninguno de estos casos pudo sostenerse responsabilidad alguna de la música o de sus creadores. Si existe un desequilibrio ya prexistente, puede buscar un molde en el que encajarse. Y esos moldes pueden ser muy diversos: el asesino de John Lennon, Mark Chapman, que venía tarado de casa, encontró su misión precisamente en la música del propio Lennon.

Slipknot. Imagen de Wikipedia / Krash44.

Slipknot. Imagen de Wikipedia / Krash44.

Un caso particular es el del Black Metal, asociado a cultos satánicos y en algunos casos a grupos neonazis. En los años 90 esta corriente acumuló en Noruega, su cuna de origen, un macabro historial de suicidios, asesinatos, torturas y quema de iglesias; no por parte de los fans, sino de los propios músicos. Pero es evidente que la inmensa mayoría de la comunidad del Black Metal, músicos y fans, no ha hecho daño a una mosca ni piensa hacerlo, por mucho que alguno de sus líderes les anime a ello. No hay más que darse una vuelta por los comentarios de los foros para comprobar que los fans condenan la peligrosa estupidez de algunos de estos personajes, quienes simplemente han encontrado un outlet a su perversidad; parece concebible que, para quien ya viene malo de fábrica, el Black Metal tenga más glamour que la jardinería o el macramé.

Indudablemente, para algunos fans el Black Metal será solo música. Y quien piense que no es posible admirar la creación sin admirar a su creador, debería abstenerse de disfrutar de las obras de los antisemitas Degas, Renoir o T. S. Eliot, los racistas Lovecraft y Patricia Highsmith, el fascista Céline, los pedófilos Gauguin y Flaubert, el machista Picasso, el maltratador y homófobo Norman Mailer, el incestuoso Byron o incluso la madre negligente y cruel Enid Blyton (autora de Los cinco). Y por supuesto, jamás escuchar a Wagner, el antisemita favorito de Hitler. Esto, solo por citar algunos casos; con demasiada frecuencia, una gran obra no esconde detrás a una gran persona.

Una seguidora del Black Metal. Imagen de Flickr / Robert Bejil / CC.

Una seguidora del Black Metal. Imagen de Flickr / Robert Bejil / CC.

También sin duda, habrá en la comunidad del Black Metal quienes se sumerjan en ese culto sectario (no puedo evitar que me venga a la memoria aquel momento genial de El día de la bestia de Álex de la Iglesia, cuando Álex Angulo le pregunta a Santiago Segura: «tú eres satánico, ¿verdad?». Y él responde: «Sí, señor. Y de Carabanchel»). Pero nos guste o no el oscurantismo malvado, mientras mantengan a Hitler y a Satán dentro de sus cabezas, y sus cabezas dentro de la ley, quienes defendemos la luz de la razón rechazamos el delito de pensamiento. Y no olvidemos: ¿cuántos crímenes se han perpetrado enarbolando la Biblia? Culpar a la música es como culpar a la religión musulmana en general de las atrocidades cometidas en su nombre (sí, algunos lo hacen).

Pero en fin, en realidad yo no venía a hablarles del Black Metal, aunque por lo que he podido ver, o más bien por lo que no he podido ver, sobre este género aún hay mucho campo para la investigación; abundan los estudios culturales, antropológicos y etnográficos, pero parece que aún faltan algo de psicología experimental y de sociología cuantitativa que sí se han aplicado a otros géneros.

A lo que iba: últimamente he reunido algún que otro estudio científico-musical que creo merece la pena comentar. Uno de ellos habla sobre esto de los presuntos comportamientos alterados y antisociales en los seguidores del heavy metal. ¿Quieren saber lo que dice? El próximo día se lo cuento. No se lo pierdan, que hay miga.