Archivo de mayo, 2024

Y a lo mejor te escribo…

Por Sara Levesque

 

 

Querida:

Ojalá algún día pudieras entender lo que intento recitar de la manera en que me hago menos daño(s). Para mí no es un trabajo. Es un idioma. Una lengua. La única lengua con la que nos podemos unir tú y yo. La única con la que alcanzamos a besarnos.

Ahora que he abierto los ojos para mirarte y después verte sin dar rodeos, a ser sincera primero con mi corazón y después contigo tachando los «pero», yo no quería dejar pasar otra vez la oportunidad de cogerte de la mano y contarte a caricias un secreto. Te confesaré que mi insistencia por verte era para susurrarte cuánto me encanta tu dulzura y tu mala hostia. Tus bufidos de desesperación y los latidos esculpidos de tu corazón. Que aún ansío darte un beso en vez de dos a las tres de la mañana, que me muero por sanarme de la ausencia de tu cariño en la playa de Ojalá.

Escribir no es mi trabajo, es mi idioma. Mi forma de decir lo que hablando no me atrevo a descubrir. La manera en que me entiendes porque también escribes; porque también lloras cuando tus poemas te estrujan el alma sin compasión. Porque solo otra artista de las palabras puede intuir lo que pretendo desvelar así. Porque hablamos el mismo idioma. Y si ves que mi relato no te seduce, avísame que recojo los restos del cenicero y me voy a escribir bajo otro aguacero, a seguir desenredando en versos mis «te quiero».

Recuerdo cómo pasear contigo se convertía en el mejor deporte. Y mi meta era llevarte a compartir palabras y cafés en el cielo de Madrid, en una casa encendida de hermosura, brillante y calurosa como tu sonrisa. En aquella casa que, junto a tu mirada, encendía Madrid.

Y a lo mejor te escribo cuando tú pasas de mí porque soy así. Porque me gusta darlo todo por una chica o una mujer que ya no es tan chica cuando a ella solo le sale un monosílabo. Y a lo mejor solo quiero saludarte porque tu respuesta, por escueta que sea, tiene el poder de arreglar mi día. Y a lo mejor te escribo porque estás igual de guapa, sino más, con tu cara de no haber descansado desde el último berrinche. Con tu pelo alborotado por una almohada que, más que relajarte, te desquicia las noches. Cuando al reír te dan ganas de llorar. Estás igual de guapa, sino más, con el guiño de la resaca bajo tus ojos porque ya no recuerdas la última vez que dormiste desnuda, o acompañada, que viene a ser lo mismo. Estás igual de guapa, sino más, con tu mala cara de haber trasnochado para escribir sobre el papel y no encima de su piel. Pero yo, que no (te) miro con los ojos, bailo el dedo por todas tus ojeras y te aseguro que, cuando sonríes, estás igual de guapa, sino más. Y a lo mejor, por eso, te escribo…

© Sara Levesque

Punto por punto

Por Sara Levesque

 

 

––¿Me retas? ––preguntó ocultando su expresión tras las manos.
––Ojalá pudiera verte la cara para decirte juguetona: «sí, cielo, te reto a ti y a todas tus sonrisas a que no se pierdan en una línea recta, porque las calles seguirían iluminadas con farolas y la luna, pero mi mundo se quedaría a oscuras».
––Me dices esas cosas… Que me haces sonreír sin más ––dijo, con sus pupilas parpadeando frente a las mías.

Tenía la expresión de «quiero y no puedo» más hermosa del mundo.

[…]

Me fui unos días a su ciudad por trabajo. No pensé que querría volver por ella. Siempre he amado más mi escritura que cualquier otra cosa o persona que me rodee. Eso es así. Solo mi musa confusa por la que me volví adicta a la ficción sin llegar a seguir el guion consiguió superarlo por unos milímetros. Pav iba por el mismo camino, con la diferencia de que su sendero estaba, esta vez, mucho más cerca del mío del que jamás estuvo el de ella. Incluso podía sacar la mano del bolsillo y dejarla caer a mi lado, bailando al ritmo de mi parsimonioso paso, que estaba segura de que ella haría lo mismo hasta que nos rozásemos queriendo, porque nuestra naturaleza era tímida y algo estúpida.

Era como si nos gritáramos en un estruendoso silencio «adelante, vamos a ignorarnos, a fingir que no nos importamos, a disimular los sentimientos que surgen, a extirparlos como si de un tumor en el amor se tratara, no vaya a ser que casen nuestras risas y seamos felices hasta que la vida quiera».
¿Qué me había hecho? ¿Eso era enamorarse? ¿Temblar tanto por dentro hasta que se descolocasen todos los órganos? Creo que la única verdad en mi vida era que nací con el don, talento o hobby de la escritura, y me enamoró tanto que, cuando decidí convertirlo en mi profesión, se me cruzó una persona en el camino de la que me también me enamoré. Pero el corazón es como el cerebro, solo puede centrarse en la lesión más dolorosa, desestimando las demás. Es su mecanismo de defensa. Y, por muy gruesa que fuera la venda de esparto que coloqué en mis ojos, el amor que me resultaría más doloroso perder era el de la escritura. Así que, a modo de consuelo, me repetí hasta la saciedad que, si quería seguir escribiendo, necesitaba musas. Eran mi excusa para crear. Nunca imaginé que acabaría siendo adicta a los amores difíciles, rebeldes, lejanos, imposibles con tal de obtener material para que mis letras siguieran latiendo hasta mi último aliento.

Sin buscarlo, había vuelto a suceder.

Me enamoré, pero no como una tonta, sino como el ser humano normal y corriente que nunca fui.
Es lo que hizo. Me tocó con suavidad la piel del torso mientras le dejaba entrar hasta mi pecho. Luego, se fijó en las curvas de mi corazón y lo deseó con la mirada. Y para que no se fatigara, lo arranqué y se lo entregué. Metió los dedos en los huecos de la aorta y lo masturbó hasta que el pobre infeliz eyaculó todo su jugo sobre ella. Cuando descubrió que le gustaba más de lo que quería permitirse, más que acceder a pringarse con los latidos de ambas direcciones, más incluso que atreverse a dejarse llevar por lo que sentía me lo devolvió reseco, vacío, marronáceo y hecho una pasa, apestando a indiferencia.
¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Esperar a que se me regenerara de nuevo todo mi volumen sanguíneo? Quizá, cuando eso ocurriera, hubiera aprendido a coserle una cremallera. Para algo debían servir los puntos de costura que quedaron en forma de cicatriz.

© Sara Levesque

 

 

Contradicciones de la derecha

Viñeta de Teresa Castro (@tcastrocomics)

 

Postales de R

Sostenme, voy a caerme.

Angélica Liddell

 

El desierto, los nombres del exilio, la música del daño o la memoria de los huesos son algunos de los paisajes por los que la poeta, filósofa y ensayista Sayak Valencia y estas, sus Postales de R, publicado por Continta me tienes, transitan y nos invitan a viajar a través de ellos. En palabras de María Salgado, autora del epílogo: «Unas cartas breves, precisas, inteligentes, virtuosamente condensadas y elegantes a más no poder, que han sido escritas desde las décadas en que el transfeminismo salió del underground, aportando las cantidades de melodrama, cuerpo y exceso que todas las escenas del arte y la de la vida venían necesitando y periódicamente buscando en las disidencias de las personas más expuestas a todo ello, es decir, las que más orientaron y desorientaron sus trayectorias vitales y estéticas sobre el deseo».

Sobre la autora
Sayak Valencia (Tijuana, 1980). Lesbiana transfeminista. Transfronteriza. Filósofa y escritora. Ama el lenguaje y piensa con acento.

Entre sus publicaciones más recientes destacan: Capitalismo Gore (2010), El reverso exacto del texto (2007) y Jueves Fausto (2004). Algunos de sus trabajos han estado publicados en revistas de España, EEUU y América Latina, también en diferentes lenguas.

Es cofundadora del grupo feminista La Línea, colectivo formado el año 2002 que se dedica a la teoría, la escritura, la edición, el audiovisual y la performance. Como artista de esta disciplina, sus acciones desarrollan los siguientes conceptos: el cuerpo, el espacio público y lo queer.

 

Sin miedos ni sueños

Por Sara Levesque

 

––Descansa.

Esa soy yo. Quería decirle «duerme un poco, preciosa. Mañana estaré allí para darte una sorpresa y que podamos sonreír a los días calurosos, aunque acabemos empapadas. Quiero aprovechar tus ratos libres para seguir conociéndote y comprobar si sí que te gusto tanto como afirmas. Si eres capaz de darle la vuelta a tu vida por vivir los sentimientos encontrados que has descubierto conmigo. Regresar al hostal contigo de la mano y abrazarte en el ascensor que nos lleve al séptimo cielo. Desayunar a las cuatro de la tarde y después abrirte las piernas y enterrar mi hocico en tu jardín para plantar mis besos en tus fluidos y que den sus frutos. Y luego abrazarte cucharita hasta que te durmieras. Que te despertaras sin previo aviso buscándome y yo te dijera en un suave susurro “estoy aquí contigo, no tengas miedo”. Duerme tranquila, amor mío que, aunque te abrace por los michelines que tanto te avergüenzan y no te suelte, no te voy a agobiar, pero tampoco te voy a abandonar, salvo que tú decidas que me aleje de ti. Así que descansa.

Mientras siga a tu lado, las pesadillas no podrán hacerte ningún daño». Y sellar aquel momento con un beso en su frente.

No me importaba desaprovechar los pocos momentos en que podíamos estar a solas pasándolos junto a sus absorbentes hermanas, ni aceptando planes espontáneos sin que pidiese mi opinión. No me importaba, lo juro, siempre y cuando ella mantuviera su palabra y siguiera aceptando mis carantoñas descaradas o a escondidas.

Y como soy cobarde y un poco de aquella manera, me guardé todas esas emociones para llorarlas sobre el papel a hurtadillas y solo le dije un escueto, frío o trisilábico «descansa».

Descubrí, demasiado tarde, que pagábamos al mismo taller para la bola de cristal.

[…]

––Me apeteces mucho ––afirmaba acompañando sus palabras con una foto en sujetador, mostrándome sus jugosos y sugerentes problemas.

¿Le apetecía mucho? ¿Qué era lo que le apetecía mucho? Existían demasiadas posibilidades. Podía ser abrazarme y consolar todos los ruidos de mi interior. Cerrarme la boca con un beso para acallar mis dudas. Recordar mi piel con su lengua. Quizá le apeteciera mucho jugar con mis pezones o con mi corazón. Quizá le apeteciera mucho compartir conmigo sus sentimientos encontrados, y yo los míos con ella. Quizá le apetecía mucho decirme lo que sentía, tomarme de la mano y hundirse dentro de mis ojos, o abrir los suyos y dejarme pasar hasta el fondo de su alma. Quizá le apetecía mucho ser valiente y decirme «te quiero, cabezota» o escuchármelo a mí decir. Quizá le apetecía ahogarse en silencio de la mano de una condena hasta que yo la rescatara. O quizá prefería dejarse morir acompañada por todo el mundo excepto yo.

Acariciar el recuerdo sobre el papel es como acariciar el aroma de su textura. Y si algún día me quedara ciega, me extirparía las pupilas y las colocaría en mi corazón. Así podría recordar hasta la eternidad que, gracias a su dulzura y bondad, me enseñó a creer de nuevo en la felicidad, sean sus palabras mentira o verdad».

© Sara Levesque

Antología de poesía queer

 

Lo queer supone una respuesta amplia a los roles de género tradicionales del universo heteropatriarcal. Como la literatura se alimenta de la identidad personal, la escritura queer refleja la experiencia autobiográfica y el pensamiento crítico del autor queer, nuevas vías que abren fugas al patriarcado global. Hoy en día, la poesía queer es relevante por su capacidad de devolverle al lenguaje una plasticidad extraordinaria, hace posible la reescritura de un relato establecido, violento, rígido y normativo, tanto social como íntimo, que deja fuera a todo sujeto considerado ajeno a los roles habituales de género.

Esta antología está pensada como un libro polifónico, el camino mejor para abordar el deseo queer. Sin pretender esbozar un canon, queremos dejar constancia de varias propuestas que dan forma a un nuevo relato y registran la búsqueda de una nueva afectividad y de su libertad radical. De ahí, la selección de voces que ilustran la pluralidad del deseo tanto en la forma como en los contenidos, así como nuevas maneras de sensibilidad y disidencia sexual, sin olvidar la crítica social, la descolonización, el antirracismo, así como la inclusión de lenguas minorizadas.

Sigue este enlace para leer un fragmento.

La presente compilación, realizada y prologada por Ángelo Néstore, incluye poemas de Héctor Aceves, Txus García, Berta García Faet, Pol Guasch, Laia López Manrique, Antón Lopo, Roberta Marrero, Juanpe Sánchez López, Sara Torres y Gabriela Wiener.

 

Un tumor en el amor

Por Sara Levesque

 

No me lo podía creer. ¡Había vuelto a suceder! ¿Pues no voy y me engatuso ––por no decir otra palabra más temida–– de una mujer complicada hasta las t3tas? Tenía mucho pecho. Así de gordos eran sus problemas. Y a mí no se me ocurrió otra cosa más que prenderme de la luz de sus caricias. No pude evitarlo. Tampoco quise. Hubiese dado lo que fuera por haber aprendido algo en la óptica para la que trabajé y haberme comprado unas buenas gafas de sol con el mejor antirreflejante del mercado.

Ahora, no sé existir sin ellas. Me refiero a sus carantoñas, no a las gafas. Le doy la mano a un picor fantasma porque su piel está con la chica que hoy la trata bien y le pellizca con picardía el trasero, pero mañana le da una patada en el culo tan fuerte que la manda a tomar por el mismo con un billete solo de vuelta, para volver a patearla cuando se le antoje. Y yo me doy la mano a mí misma, dando mucha pena de paso, en un intento de sentir de nuevo algo que simule sus mimos, viendo esa escena pasar ante mis ojos porque no sé quién es más cobarde de las dos: si ella, por no abandonar a una maltratadora psicológica por pena, aceptando pensión completa en una incompleta situación; o yo, que tengo una habilidad innata para esguinzarme los dos tobillos al mismo tiempo sin llegar a dar ni un paso. Normal que tropiece siempre con la misma piedra. No se puede caminar bien con dos muñones tumorales.

Debo reconocer que echaba de menos apuñalarme el pecho con el folio y empaparlo con toda esa sangre lírica, con todo lo que lato. Pero hasta mi pulso se fatiga de tanto sinvivir. Los latidos son para los vivos. Y en su ciudad descubrí lo muerta que estaba hasta que la conocí.

—¿Me dejarás leerlo?

—Preciosa… Yo te dejo lo que tú quieras —y antes de que las lágrimas me atormentasen de nuevo la garganta me puse las gafas que nunca compré, le di un beso en la frente, le susurré demasiado tenue cuánto la quería y me fui. Esperaba que me sujetara de la mano, que algo me impidiese alejarme de su mirar que tanto me había llegado a engatusar, que me agarrara del hombro, aunque fuera con uno de los mordiscos que me entregaba la noche anterior, poniéndose de puntillas porque soy más alta que ella, y que me dijese que eso sí que era mutuo, y no solo la atracción física. Estaba tan distraía asumiendo esos movimientos que el destino se había metido en el bolsillo que lo único que me detuvo fue el marco de la puerta con que me choqué y tambaleé, cayéndoseme de las manos el pañuelo y un par de latidos que se traspapelaron y jamás volvieron.

Quería llorar, pero mis lágrimas eran impotentes. Quería escribir, pero no me quedaba tinta en las venas. Quería muchas cosas y solo obtuve espeso silencio saciado de conjeturas. Me encantaba escribir. Me encantaba escribirla. Aunque me costase la cordura.

© Sara Levesque

 

Carta II

Por Sara Levesque

 

Cuando llegué al destino, lo primero que hice fue acercarme hasta un lugar muy especial al que ya le tenía echado el ojo. Un lugar donde elegí cambiar la melancolía del piano por la bohemia que encierra Mishka con su reggae, aunque no lo parezca. Un lugar donde sentí libertad de mí misma y pude sonreírle al horizonte abrazada de emociones positivas, no acorralada por las adversidades.
Es cierto que vivo en una constante contradicción y parece que ahí es donde encuentro el equilibrio. Dicen de mí que soy cariñosa y cercana, pero adoro el hielo y su gélida distancia. ¿Será por eso que elegí aquel destino? Ya que yo solita me había destruido, ¿necesitaba reconstruirme entre taciturnos carámbanos sin otra compañía que la de mi mochila, en la que ya no guardaba pesares, sino algo tan corriente como ropa y libros? Quizá necesitaba darme una palmadita en la espalda yo misma para ser bien consciente de que nunca me había ido de mi lado.
Existen muchos países que anhelo visitar. Demasiadas cabañas donde deseo ir a soñar. Cientos de caminos que exijo transitar. Infinitud de pasos que dar… Hoy, con la vista flotando sobre este insondable mar, sé que de desamor no volveré a enfermar porque fui capaz de borrar el rastro de su mirar de mi palpitar. La valla que separaba la arena del mar ya no la percibía como un impedimento para saltar, sino como un apoyo sobre el que aprender de nuevo a respirar.
Detrás de él surgía el océano descomunal, profundo, interminable, irascible… Al ser el extremo del continente, los vientos no contaban con tierras alrededor que les limitasen. Podían danzar tan rápidos y coléricos como quisieran, componiendo un baile bramador, furioso, aullador.
Detrás de él vivía el mar. Detrás de ese cartel, imperioso y solitario. Un cartel tallado en madera con letras impresas del color más completo de todos: el blanco. Un cartel que separaba el punto más austral de Argentina, tierra cristalina, con el comienzo del continente siempre nevado.
Permanecí de pie, emocionándome con el horizonte. Para los ojos urbanos, no era más que la visión hermosamente simplona de mucha agua. Mi perspectiva, en cambio, descubría caminos invisibles, ideas prometedoras, esperanzas renacidas. Con ilusión dentro de mi corazón, observé el cartel, de nuevo la textura del agua, y sonreí aún más. Anunciaba lo que parecía una futura realidad: Ushuaia, fin del mundo. ¿Significaba el fin de un mundo donde mendigaba una oportunidad a la musa que siempre me tendía su mejor excusa? Si era así, bienvenida fuera mi nueva vida tras la experiencia.
Detrás de él, recordé cuánto me echaba de menos. Detrás de él, firme frente a lo que estuviera por llegar, dije dos palabras en voz alta que jamás me había atrevido a expresar:
ME QUIERO.
Y es que visto uno, vistos todos; salvo en su caso, que viste los ojos más lindos de la vida.

Antes de acabar te haré una pregunta, querida persona que lee tan bonito. Y responde(te) con total sinceridad:
¿A quién ves cuando cierras los ojos?

© Sara Levesque