Ojalá regresara

Por Sara Levesque

 

—Voy a ser sincera: de ti, me gustas tú —deseé admitirle.

Aunque no reuní agallas para decírselo, tuve un cuajo enorme para esperarla. No fui valiente para hacérselo ver, y sí cobarde para aguardar su regreso de brazos cruzados. La eché de menos veinticuatro veces al día. La eché en falta tanto tiempo que cogía el teléfono y me quedaba mirando su número, buscando el empuje para llamarla y estar con ella un ratito. Pero me sobraban dudas y me faltaban señales suyas. Al final, la pantalla se apagaba, aburrida de tanta indecisión.

Quise que cumpliera sus promesas y me abrazara para que pudiera dejar de mojar la funda de mi almohada con lágrimas, para no sentir más rabia por una huida que fue una retirada a tiempo por su parte, y un abandono por la mía. Y yo dejaría de jurarle imposibles en una cena con velas para prometerle solo aquello que pudiera cumplir a la luz de la luna; o a la de sus ojos, que viene a ser lo mismo.

Durante una temporada la apodé Mimi, que me parecía mejor idea que usar su nombre real. Si pudiera, si me dejara, si me lo permitiera, le escucharía y luego le besaría la voz. Después de besar las lágrimas de las nubes, porque, a veces, cuando la leo me habla a través de ellas. Siempre lo hace. A ratos es auténtica, a ratos da miedo. Sea como sea me invade el pensamiento. Sí, sigo leyendo todo lo que escribe, aunque no se lo diga. Es una anémica forma de volver a sentirla junto a mí. Ojalá volviera. No, ojalá regresara, porque dentro de ese verbo está mi nombre. Y yo me fumaría la vida entera esperándola, porque dentro de ese vicio está el suyo.

Y al pensar en ella, por mucho que duela, se me sigue asomando una sonrisa a la boca. Unas veces tímida, otras valiente, depende de cómo me haya despertado. Es normal. Esté en el país que esté, visite la ciudad que visite, o se levante de la cama de quien se levante, lo cierto es… que hacía los días preciosos. Fue mi más linda casualidad. Solo por eso, merecía la pena soportar que viviéramos cada una en un extremo del mundo.

Quise recoger todos los pasos que se le cayeran al caminar. Acompañarla en cada uno de ellos si cojeaba. Enseñarle a mirar hacia delante cada vez que el desánimo la obligase a agachar la cabeza; y a cómo seguir avanzando, aprendiendo de los golpes. A rescatar las fuerzas cuando no tuviera ganas de enfrentarse a la vida, cuando se atascase con los lunes por la mañana…

Quise que le dieran por saco al protocolo, a las formas, a lo correcto; a no quejarse, a pedir perdón y a fingir afecto. Que le fuera bonito a guardar silencio, aunque por ello creyera que todo lo desprecio. Que se cegara la luz del sol y todos sus efectos, porque a mí me apetecía seguir soñándola en mi magullada cama, aunque eso fuera lo incorrecto.

© Sara Levesque

 

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