Abiertamente humana

Por Sara Levesque

 

Recordé una entrevista que me hicieron para una importante radio de mi ciudad, años atrás. Éramos cuatro participantes en el estudio. Uno para hablar de su obra de teatro, otra para presentar su disco de música de violín, y otra chica y yo para hablar de nuestros respectivos libros publicados, su libro de autoayuda y mi novela del estilo que sea el mío. Todo fluyó con normalidad hasta que llegó mi turno. Fui la tercera en ser entrevistada. ¿Hace falta remarcar que estábamos en directo? La simpática entrevistadora convertía el tiempo en momentos muy amenos, lo cual contribuía a relajar mis nervios. Me lanzó una pregunta que me sorprendió, dado que di por hecho que íbamos a hablar de arte y nada más, como había ocurrido con el resto de mis compañeros. Se me cayó toda la imagen que empezaba a diseñar sobre ella.

—Tú eres una mujer abiertamente lesbiana, ¿verdad? ¿De qué trata tu libro?

—Del asesino de los bocazas —quise responder. Para empezar, no era «abiertamente lesbiana». Era lesbiana y punto, pero no abiertamente. Si alguien me preguntaba, respondía. Si no me preguntaban, no alardeaba porque mi carácter es así, saliera con una mujer, un hombre o un pato.

Enmudecí unos segundos pensando que sobraba por completo lo de mi orientación sexual. ¿Qué pasaba? ¿Le ponía cachondo pensar en dos mujeres en actitud erótica? No me hizo ninguna gracia. En décimas de segundo tuve que decidir si exteriorizar con sinceridad lo que quería responderle, con el riesgo de que se sintiera ridiculizado en directo; o contestar lo que él quería escuchar, aunque se saliera de lo que mis labios deseaban expresar. Mi respuesta fue una mezcla de ambas opciones que, creo, le agradó y me permitió salir del paso con elegancia.

—Si se me tiene que ahorcar con una etiqueta, prefiero que sea la de «escritora», no la de «homosexual», porque hoy he venido a presentaros mi novela, no a ligar contigo —dije entre risas para no crear tensión en el ambiente. Creo que nunca he sujetado una mirada con tanta seguridad en mí misma.

Todos se echaron a reír. Yo también, a pesar de todo. Me dio la sensación de que el resto de mi entrevista perdió fuelle. Ante ella se desperdigaban los papeles con las preguntas que quería hacerme. No los miró en ningún momento. ¿Tenía más balas en su recámara? No me importaba. Yo vestía un chaleco negro para cada uno de sus dardos con el que le impediría dar en el blanco que buscaba. Al día siguiente, nos enviaron la entrevista por email. Nunca me apeteció verla.

Volviendo a casa pensé que, quizá, mis palabras sobre aquel acontecimiento habrían podido significar que me avergonzaba ser lesbiana o que daba más prioridad a mi trabajo que a mi corazón. Lo primero era mentira. Lo segundo era verdad. Simple.

Quizá todo este asunto fuera una lucha; no por ello teníamos que convertirlo en una guerra… Somos el único animal capaz de usar los labios para besar y, en vez de eso, los malgastamos en insultar y en dejar en evidencia a los demás.

Desconozco cuándo se suponía que salí del armario ni con cuántas etiquetas cargaba. La única conclusión a la que había llegado, lo único sobre lo que no albergaba ninguna duda, era que me sentía feliz porque saber quién era. Sin excusas y sin disculpas. Sin presumir ni mentir. Me sentía tan libre que podría volar. Convivía con ciertos miedos que, en ocasiones, me hacían llorar. Me miraba en el espejo y, a veces, lograba reír sin parar. Solo sabía que, si alguna vez hubo un armario, bloqueé sus puertas con mi etiqueta para no volver a entrar.

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