¿Quién teme a lo queer? – Cuerpo en fuga: taxonomías, lechones y sirenas

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

 

Las viejas ideas se hacen a un lado despacio,

pues son algo más que formas y categorías abstractas.

Son hábitos, predisposiciones, actitudes de aversión

y preferencia profundamente enraizadas.

John Dewey

«Self portrait», 2020. IG: @flowerenbxy

 

En el prefacio de Las palabras y las cosas, Michel Foucault cita la clasificación de los animales que aparece en “cierta enciclopedia china”, donde está escrito que «los animales se dividen en:

a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas».

En esta taxonomía tan divertida, que aparece en El idioma analítico de John Wilkins de Borges, se cuestiona lo arbitrario o caprichoso de las clasificaciones, y es cierto que nos hace advertir, como poco, dos cosas: la primera es que en ella efectivamente están todos los animales, dado que las propiedades que se escogen para clasificarlos los incluyen (o pueden hacerlo) ya sea por nombre (lechones, sirenas), por contexto (incluidos en esta clasificación, que acaban de romper el jarrón, que de lejos parecen moscas), o incluso por defecto (innumerables, etcétera); y la segunda es que ahí radica precisamente el problema ridículo de las clasificaciones, en la propiedad que se escoge para elaborar la taxonomía y distinguir, en este caso, unos animales de otros. Lo que hace Borges es plantear lo imposible de la clasificación o, como mínimo, poner de manifiesto su carácter caprichoso.

No quiero decir, evidentemente, que las clasificaciones sean inútiles, falsas, o instrumentos obsoletos para la explicación de las cosas. Nada más lejos. Clasificar nos permite conocer el mundo y leer sus fenómenos (los naturales, al menos) como resultado de una organización. Sin embargo, lo sugerente de la clasificación borgiana de los animales, y lo que podríamos plantearnos aquí, es la manera en la que se elaboran las taxonomías y si esa manera, quizá, ha saltado de las ciencias naturales a la conquista de otras esferas de la existencia (de la humana, particularmente, en su variable política, que poco tiene de natural y menos de clasificable). Dividir por categorías a los animales en vertebrados o invertebrados, en mamíferos, reptiles y anfibios, nos será de utilidad para organizar el mundo y sus fenómenos, desde luego.

Tendremos, eso sí, que poner nuestra atención sobre una propiedad esencial de estos seres vivos (por ejemplo, la columna) para comenzar nuestra taxonomía. Lo mismo podemos hacer con otras cosas, con las frutas, por ejemplo, y dividirlas en función de si son dulces, ácidas o amargas. Sin embargo podríamos organizarlas por colores, porqué no, en cuyo caso el plátano y el limón quedarían agrupados bajo una misma categoría, como ocurriría con la lima y la sandía. Y por poco (o muy tonto) sentido que pueda parecer que tiene esto, lo cierto es que para clasificar lo primero que hacemos es reducir al objeto a una propiedad esencial de todas las que tiene, y lo segundo es leer esa propiedad como diferencia, como oposición, para discriminar y agrupar con sentido.

El problema viene entonces, cuando nos fijamos en la diferencia para explicar una clasificación y esperamos que esa diferencia sea estable. Obviamente no hay demasiados problemas cuando nos encontramos con un limón verde, sin embargo sí los hay cuando elaboramos una taxonomía de lo humano, cuando discriminamos según una única propiedad y esperamos igualmente un comportamiento estable de los significados (que en nuestro caso, tienen carga y gravedad política). La tentación de definir lo humano por oposición binaria es tradicional, y se ha servido de todo tipo de discursos para discriminar por la diferencia desde la supremacía (blanca, cis, burguesa y heterosexual).

Cierto que ya se han quebrado algunas lógicas que se adherían al sexo (“biológico”, genital, si se quiere) y sus significados esperables dentro del marco del género. Las lógicas de la división binaria del sexo esperaban comportamientos estables de varones y mujeres que, efectivamente, serán varones y mujeres siempre que se organicen y se lean dentro de un marco cisheteronormativo. La policía del sexo se encarga de señalar a los elementos defectuosos que no encajan en la taxonomía, y condena a los cuerpos que desbordan, a los cuerpos en fuga que se escapan de la clasificación.

No hace mucho las bi, maricas y bolleras no éramos varones y mujeres, porque no cumplíamos con el régimen taxonómico heterosexual. Y no se consideraba que lo equivocado fuese el propio marco en el que debíamos encajar, era nuestro deseo el desviado, el anormal, el que hacía de nosotres un tercer género, otra cosa no encajable en la taxonomía. Lo mismo ocurre ahora con las personas trans* y no binaries, y con las salidas del armario múltiples que se pueden dar a lo largo de la vida, las que nos reorientan, nos azotan y nos desubican. La policía del sexo carga contra aquello que haga amenazar la estructura taxonómica y, en definitiva, los significados estables que se esperan, pero los cuerpos están en fuga, se escurren de todo significado que trate de sujetarlos, porque la existencia política no son ciencias naturales. Somos lechones y sirenas, somos etcétera. No hemos salido del armario para entrar en un cajón, nuestro cuerpo se pavonea y se ríe de la organización, su deseo se extiende, se multiplica, muta.

Ojalá poder decir que no nos importa lo más mínimo vuestra clasificación y orden del mundo, que no queremos caber ahí, que no queremos ser varones y mujeres, que os los quedéis, que a nadie le importan. Pero no es así, porque la única forma de reivindicar una existencia es dentro de los parámetros legibles de la taxonomía, y por eso lo que hacemos es entrar, eso sí, a codazos. Porque no se trata (nunca se ha tratado) de caber en el significado varón o mujer, se trata de cambiarlo, de ampliarlo, de estirar sus estrecheces opresivas. Se trata de hacer visible lo ridículo de las clasificaciones humanas para acceder a unos derechos civiles o a una existencia en sociedad sin miedo permanente al acoso y la violencia. Se trata de que los seres humanos no podemos reducirnos a una propiedad esencial ni a una diferencia estable, porque eso nos aleja y discrimina y, por demás, es una mentira.

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