¿Quién teme a lo queer? – Intimidad y sexo: un conjunto de órganos fragmentados

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

Foto: «Lulú // Louise Brooks Duplicada» por Chema Ayuso @xemasanayu

Eva Illouz habla del sexteo como una exposición fraccionada, “la visualización y la sexualización del cuerpo, entonces, disocian al cuerpo del yo para someterlo a una mirada rápida e instantánea, dentro de una interacción cuyo objeto se reduce a un órgano”. Somos, en Illouz, un conjunto de órganos fragmentados y, en la práctica del sexteo, reducimos nuestro cuerpo a una fracción cosificada que, a la vez, cosifica. El sexteo invita a leernos (y a leer los fragmentos de otre) como pedazos desapegados no sólo del resto del cuerpo, sino de cualquier otra condición, virtud o fuente relativa a la identidad social.

Como conjunto de órganos fragmentados que ha practicado y practica el sexteo, con mayor o menor frecuencia, no tengo nada que decir en contra, faltaría más. Por más que uno siempre habite la crítica y la sospecha, a veces gusta de meterse en estructuras cosificadoras y en las lógicas mercantilistas del cuerpo, “una tiene sus locas vanidades”, que nos diría Woolf.  Entre esas críticas, claro está, se encuentra el ser consciente de que entrar y salir de una práctica cosificadora del propio cuerpo (más o menos) a voluntad, es fruto de un privilegio y una agencia que, al menos, me sirve para decirme a mí mismo que soy yo quien decide fragmentarse un órgano de vez en cuando, por mucho que, quizá, sea resultado de un autoengaño y la práctica fagocite más esferas de las que creo.

Lo cierto es que los cuerpos (o una gran mayoría de, convengamos) no entran y salen de la cosificación a su antojo, y habitan muchas veces el lugar obligatorio del fetiche (sexual, en última instancia) para relacionarse íntima, afectiva y/o eróticamente. Ya sabemos que (pre)existe una estructura de distribución de los cuerpos en el espacio social que fuerza a la subordinación y al espacio de la subalternidad, y que se esmera en negar la agencia, o arrebatarla sistemáticamente, como forma de reproducción del propio sistema jerárquico. En el sexteo y en algunas de las tecnologías que utilizamos para acceder al mismo no es distinto, al revés, parece más bien que en la mayoría de casos los estándares jerárquicos y los estereotipos sexuales se refuerzan, y nuestro órgano fragmentado en consecuencia puede verse sometido a los juicios más feroces.

Podemos, en todo caso, hacerlo: podemos fragmentarnos, exponer nuestros órganos y entrar al mercado (la pregunta a estas alturas es, quizá, si podemos no hacerlo), podemos ponernos el Oslo o el California, crear una imagen creíble y escoger el ángulo adecuado. Sea como sea, las leyes del capital erótico se encargarán de distribuirnos convenientemente en etiquetas o estereotipos, con sus máximas y sus mínimos, procurando que no haya confusiones, mezclas arbitrarias o usurpaciones de lugar. Podremos sumarnos (pertenecer, en definitiva) al gran panorama de autorretratos de la genitalidad que constituye el mosaico sobre el que camina buena parte de nuestra interacción social.

Y lejos (muy, muy lejos) de querer decir aquí que todo esto se soluciona con ser conscientes de lo que hacemos, de “empoderarnos” de nuestra fragmentación, que a la liberación por el capital erótico o gilipolleces similares, quiero llamar la atención sobre otra de las sospechas que azota cuando entramos a competir en el mercado de consumo de los cuerpos. Más allá de comprender que siempre va a contaminar parcelas muy frágiles de la autopercepción, y someternos a las violencias propias de la supremacía (racismo, capacitismo, misoginia y, también, gordofobia, plumofobia, slutshaming y un largo etc.), creo que es interesante pensar si no contamina además, o refuerza incluso, todas otras interacciones íntimas que ya vienen condicionadas por el régimen alosexista.

El alosexismo es la lógica que estructura y discrimina las relaciones en función del eje del sexo (de la relación sexual). Es decir, es el eje que, junto a la monogamia obligatoria, vertebra y organiza nuestras intimidades de forma jerárquica, y es quien vigila que ‘se cumplan’ determinados parámetros dentro de una relación íntima (tener sexo) para ser considerada como afectiva o romántica. El régimen alosexista no sólo deja fuera e invisibiliza todas las experiencias asexuales y las intimidades románticas que no comparten relaciones sexuales, sino que además (y nuevamente) sirve de herramienta de clasificación para definirnos según una propiedad esencial (nuestro deseo y la realización o no del mismo) y organiza nuestras relaciones íntimas a partir de un único fragmento posible de la misma.

De todos los elementos y complejidades que una relación íntima puede tener, se escoge un único fragmento, un único eje (el sexual), para determinar si habemus pareja o si sois “sólo amigos”, como si las intimidades debieran reducirse a casillas escuetas y entendibles y, por demás, organizarse convenientemente. Del sexo esperamos validación, signos, respuestas y comportamientos estables, cuando las emociones, el erotismo, el deseo y sus expresiones, la intimidad y la gestión de los afectos son elementos que desbordan cualquier organización preestablecida.

Puede que para el sexteo no sea necesario más que unos cuantos fragmentos o uno sólo; y puede que la tentativa a comparar el sexteo con cualquier otra intimidad sea aventurada, sin embargo, creo que es interesante preguntarnos si entramos en la dinámica normativa de distribución de las relaciones sin cuestionarla, como entramos en la dinámica normativa de fragmentar nuestro cuerpo para encajar en un molde visual, en un estereotipo o en un fetiche, y hasta qué punto nos condiciona.

Me pregunto si nos estamos esforzando en caber en las identidades y relaciones que produce el sexo (el discurso del sexo) y porqué parece que estamos a su servicio, en lugar de descentralizarlo y transitar su espectro como potencial posible pero no determinante para las intimidades, la identidad y la experiencia. Si el sexo es un fragmento, no es la génesis de un todo, no siempre será el eje vertebrador de una relación, no siempre determinará el total de quiénes somos. No le pedimos eso a nada, no le pidamos eso al sexo.

Descentralicemos. Deconstruyamos la lógica alosexista, la obligatoriedad del sexo y sus dinámicas. No sólo como ejercicio de visibilización asexual, sino como toma de conciencia de lo mucho que determina las esferas íntimas de todas las personas. Someter nuestros afectos a la normativa del sexo y sus expectativas reduce todas las complejidades de expresión y todas las posibilidades de intimidad, fuerza las agendas y somete a los cuerpos a ficciones dolorosas.

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