¿Quién teme a lo queer? – Navidad, imanes y fantasmas

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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Una vez al año todos estos discursos – de la religión, del Estado, del capital, de la ideología, del ámbito privado, de los discursos de poder y de la legitimidad – coinciden armoniosamente dando lugar a un monolito que algunos contemplamos con tristeza.

Eve Kosofsky Sedwick.

 

Edith Massey Christmas card collection. 12. Baltimore or Less

 

  • Me voy – dije una vez, sin querer hacerlo.
  • No, por favor – respondió -. No signifiques “el que se va.”

Ojalá pudiera, pensé, significar ahora mismo algo tan sencillo como “el que se queda.” Pero no podía, o sí, pero no lo hice. La fuerza de un discurso preexistente me alejaba. Porque a veces no es posible habitar el texto que deseamos, ni quedarnos siquiera en la línea que compartimos con otros semas, contigo entonces.

Porque no siempre significamos lo que queremos significar. No creo, de hecho, que lo consigamos nunca.

¿Por qué nos alejamos?

Hay veces que la fuerza cultural, la inercia poderosa de la estructura que preexiste a nuestros cuerpos y que los distribuye formalmente en el espacio nos aleja, como se repelen dos imanes de polos iguales. A veces el contacto se hace imposible, incluso cuando ha sido intenso antes, incluso cuando no podemos explicarnos porqué.

Eve Kosofsky Sedwick, en su magistral A(Queer) y ahora, reflexiona entre otras cosas sobre la Navidad. Fechas en las que patriarcado, capitalismo y religión ponen sobre la mesa que su violenta y silenciosa complicidad funciona a modo de comunión perfecta. Participamos todos los años de este pacto con leves fisuras sobre el que estamos o no de acuerdo, sobre el que opinamos y nos posicionamos, y al que nos sumamos con mayor o menor entusiasmo, resignación o pena. Ya lo habitemos plenamente, ya nos mantengamos todo al margen que se pueda, nos vemos abocadas a un espacio relativo, por fuerza derivado de este momento de comunión religiosopatriarcalcapitalista. Y no se trata de denunciar de nuevo las microvueltas micropolíticas al armario (sea éste cuál sea) y a los fantasmas que se acumulan en los silencios que guardamos en pro de un supuesto mal menor. Se trata más bien de advertir que es un período en el que a las cuestiones personales (e incidentalmente políticas) que nos atraviesan cada día cotidianamente, se les recuerda su lugar. Un lugar definido por la relación con este pacto silencioso que siempre impera y que en estas fechas se erige orgulloso. Los nombres de su bondad son muchos, la familia, el amor, la celebración… y como la otra cara de esa misma moneda, los fantasmas. Todo lo que no se dice según a quién, según dónde, y mejor así porque… para qué. Nuestros fantasmas son el mal menor.

Y así mantenemos la estructura, esa que en el fondo no podemos no querer, esa que es la de la pertenencia y también la que reproduce el discurso, y que se sostiene sobre fantasmas. La navidad es familia, es amor, es celebración, y también es exilio exterior e interior, es melancolía, añoranza y resignación. Es un recuerdo del vigor del texto.

Desde quien tiene la suerte de habitarlo cómodamente, con la mera tibieza de saber que en algún momento será el centro de la conversación, el comentario o la broma, hasta quien habita un cúmulo doloroso de exilios solapados. Intervenimos, nos apropiamos, participamos con mayor o menor fuerza o resistencia en toda esta historia. No se trata de eso, se trata de señalar la vigencia y buena salud del relato, y de cómo insiste en ocasiones de manera tan visible en definirnos por oposición, según la deriva de su dirección en apariencia incuestionable. Ya sabemos que la vigilancia a la identidad (con todos los problemas que conlleva usar esa palabra) está siempre presente, pero sabemos también que la norma vigilante se hace notar de más en ciertas ocasiones. Se trata de cómo nos relacionamos, de cómo interactúan nuestros cuerpos y cómo se tejen nuestros vínculos. Se trata de cómo se siguen dando por supuestos los significados asociados al sexo, al género, a los afectos, a todo lo personal (e incidentalmente político). Y de cómo en definitiva nos revelamos como significantes de una u otra forma disonantes en la organización.

Sobre esa organización y esa disonancia se pregunta Sedwick. Sobre la condición de disposición monolítica que se le supone a la identidad.

¿Y si no lo hace?
Este es, precisamente, uno de los fenómenos a los que «queer» puede referirse: el amplio amasijo de posibilidades, huecos, solapamientos, disonancias y resonancias, lapsos y excesos de significado que hallamos cuando los elementos constitutivos del género o de la sexualidad de cualquier persona no están hechos para (o no se les puede hacer) significar de forma monolítica. (…) y también hacia dimensiones que la sexualidad y el género no pueden abarcar en absoluto: por ejemplo, la forma en que la raza, la etnia y la nacionalidad postcolonial se entrelazan con éstos y con otros discursos que constituyen y fragmentan la identidad.”

Perseguimos nuestro propio significado que se adivina como un continuo desiderátum, fragmentado en parcelas de tiempo y relación. A veces no significamos lo que queremos significar, o lo que se espera de nosotres; quizá no somos capaces, no queremos, nos es imposible. No creo, de hecho, que lo consigamos nunca. A veces (o siempre) nos significan desde fuera, sin avisar, y se nos contempla y nos contemplamos con distancia o extrañeza. Y a veces, sin saber muy bien por qué, nos alejamos.

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