¿Quién teme a lo queer? – Thunberg (pos)Oreskes: Posverdad, capital y cuerpo

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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Naomi Oreskes

Cuando Naomi Oreskes, historiadora de la ciencia estadounidense, decidió hacer una investigación sobre todos los artículos científicos que tratan el tema del cambio climático para elaborar una estadística, no imaginaba que iba a encontrar un porcentaje enfrentado 100 a 0 entre aquellos que explicaban con datos y estudios el por qué de sus causas y sus devastadoras consecuencias, y los que negaban su existencia. Oreskes descubrió que no era cierto, que no había tal “debate” interno entre la comunidad científica sobre la realidad climática y su catástrofe acelerada. Se preguntó por qué, entonces, siempre se presentaban en los medios de comunicación posturas enfrentadas entre dos representantes de autoridad (presunta, al menos) como si se tratara de equivalentes. Dos posturas que forzaban a concluir que todo son finalmente “opiniones”, dado que no hay consenso sobre una verdad objetiva, sobre datos. Oreskes escribió sobre el tema, publicó sus resultados, lanzó la pregunta. Y no sólo fue silenciada sino que, como explicó posteriormente en su libro Merchants of Doubt (‘Mercaderes de la duda’, del que se realizó un documental del mismo nombre), no ha cesado de recibir amenazas de muerte diarias desde entonces. Grandes compañías, multinacionales e instituciones estaban detrás de todo aquello.

Desde los medios no se trataba, pues, de informar sobre investigaciones científicas en torno al cambio climático sino, al contrario, propagar la duda sobre la verdad de este hecho. La duda era el nuevo producto a distribuir para que las pautas de consumo y las políticas de expolio energético continuasen sin obstáculos y con el beneplácito social. La posverdad, renovación de la reproducción lingüística del capitalismo en crecimiento desaforado, había nacido como sistema (aunque sus primeras manifestaciones podemos encontrarlas mucho antes). Sin embargo, comenzamos a escuchar esa palabra bastante después, especialmente con el Brexit y el ascenso meteórico de Trump. Los diccionarios de Oxford consideraron el término como “la palabra del año 2016”, y definieron con precisión su prefijo “pos” como algo que no apunta a un sentido temporal (es decir, no es que hayamos dejado atrás la verdad), sino que ésta ha sido completamente desacreditada; que es irrelevante en última instancia, al menos para la comunicación, para la descripción de hechos sociales y las decisiones políticas consecuentes.

Y no pretendo aquí hacer un alegato sobre conceptos tan controvertidos como “verdad objetiva” o “verdad universal”, parámetros lingüísticos con graves implicaciones que siempre han de someterse a debate y que han de evolucionar de acuerdo a crítica. La posverdad apunta hacia un lugar caótico y tremendamente peligroso que no persigue elaborar una nueva o adecuada teoría sobre el conocimiento, sino que trata de subvertirla para, en palabras de McIntyre, “ponerla al servicio de una supremacía ideológica”. No tiene tanto que ver con la propaganda (aunque se nutra, ciertamente, de algunos de los principios de Goebbels) sino con el derrame de dudas que ponen en cuestión toda evidencia, que equiparan datos con creencias y que apelan a la emoción (¿por qué si yo creo que una cosa es verdadera no ha de serlo? ¿quién puede decirte que no es cierto aquello que te conviene creer en función de tus emociones previas?) Tiene más que ver con el negacionismo clásico, con el movimiento antivacunas y el tierraplanismo (¿cómo afirmar que las imágenes desde el espacio no son fruto de un montaje? ¿cómo afirmar como verdadero el Holocausto si ni tú ni yo estuvimos ahí?).

Desde el lugar de la incertidumbre es, obviamente, más sencillo operar políticamente. Y es drástico. El terreno se allana para extremismos populistas y discursos fanáticos. El fenómeno de la posverdad es, desde luego, tan interesante como aterrador. ¿A qué otros aspectos de nuestra vida afecta? ¿Cuál puede ser nuestro papel como significantes-cuerpo en un discurso pragmático infectado de fake news y clickbait en batalla? Es pronto (o demasiado tarde, quizá) para comprender con exactitud el devenir de la posverdad, aunque anticipa un escenario precarizante por alarma. Escenario que conocemos: creación de enemigos internos y externos (contra las vidas trans, los cuerpos queer, personas migrantes, racializadas), nacionalismos a la vieja usanza y cierre hermético de fronteras geopolíticas y epistémicas (la administración Trump ha seguido este esquema de manera rápida y ejemplar). Y es que favorecer el caos y precarizar la vida favorece, también, la creación sencilla de culpables y su persecución y condena social (que históricamente son/somos, además, siempre los mismos).

Creo que estamos en plena inmersión, demasiado cerca del fenómeno para tomar la distancia adecuada y comprender sus consecuencias; aunque sería interesante preguntarnos por nuestro panorama político y sus derivas, por la emergencia de fanatismos, de ultracatólicos y fascistas en medios, y de su catalogación como “parte” del debate (como opinión, vaya, equivalente), y por la relación de la dinámica de la posverdad como sistema en todo ello. Sin embargo hoy lo que llama la atención es la huelga mundial por el clima, y por eso conviene recordar la travesía de Oreskes, además de, claro está, preguntarnos por el fenómeno (mediático, como mínimo) de Greta Thunberg.  Y creo que es relevante porque asistimos en paralelo a múltiples cuestiones problemáticas, entre las que destaca evidentemente la emergencia como icono de la propia Thunberg y la consecuente tamización de su discurso.

Habitamos un sistema que se reproduce y crece a partir de la fagocitación de todo aquello que pudiera ponerlo en cuestión o peligro. El capitalismo no da pasos en falso, y absorbe las experiencias para reconvertirlas convenientemente en productos para el consumo. Y de un tiempo a esta parte, quizá, sobre aquello que le convenga creará como mínimo la duda, la sospecha. Confieso que no había reparado en las críticas en redes sociales a Thunberg hasta que alguien me preguntó mi opinión sobre ello. No la tenía y me puse a leer. No voy a valorar la validez, contundencia o dramatismo de su discurso, sino el hecho de que para ser una voz escuchada haya tenido que ser revestida de heroína pop, como si no pudiéramos (y quizá no podamos) escuchar otra voz que no venga de la portada del Times. Sin embargo la cuestión no es esa. Thunberg, imagino, ha hecho lo que creía justo y ha pedido (entre muchas cosas e incontables pirotecnias mediáticas) que se escuche a los científicos. Pero, ¿por qué precisamente ella y no otra voz? ¿Por qué Thunberg y no las otras Gretas? ¿Por qué ha tenido que escribirse un historia vendible con heroína adolescente blanca y europea para que alguien se planteara que, quizá, ya que lo dice, habrá que pararse a pensar? Ese es, en definitiva, el problema del capitalismo y su supervivencia caníbal.

Las críticas en redes a Thunberg me escandalizan, por suerte, aunque ya debería haberme acostumbrado a su dinámica. Desde la misoginia más rancia que la infantiliza, la reduce a emociones sin control ni agencia, etc., hasta el capacitismo, la patologización o (clásico también) el aspecto. Leer opiniones del tipo “qué hace una puta cría subnormal diciéndome lo que tengo que pensar” ha sido lo frecuente, ya sabes. Y sabemos también que la reacción de voluntad humillante y reaccionaria siempre estará ahí, sin embargo se la critica también mucho por ser un icono (pop). Por habitar el espacio capitalizado y visible del propio sistema que ha causado todos los problemas. Y esto es interesante porque nos debería conducir, creo, a la autocrítica.

Entre las muchas cosas que muestra la absolutamente magistral Years and years, distopía también de un probable (casi palpable) escenario de la posverdad, es que personalizamos, es decir, que convertimos a una persona en culpable de las dinámicas de un sistema del que todas formamos parte y que nos ahoga. Es injusto que haya que capitalizar la rabia para que sea escuchada. Es injusto y terrible. Pero el error consiste en dirigir esa rabia contra la persona que, como tú y yo, está dentro de ese sistema, y no contra el sistema en sí, que no sólo permite que la expresión ocurra de esta forma, sino que obliga forzosamente a que no pueda ocurrir de otra manera.

Por eso las críticas masivas contra Thunberg son injustas. Como lo son las críticas a Pose por no reflejar la precariedad trans y queer contemporánea. Coexistimos en líneas narrativas de visibilización capitalizada y margen textual, entre el consumo asumible y la imposibilidad de ser cuerpos ahí visibles. De eso no tiene la culpa Thunberg, y no tiene la culpa Indya Moore y su passing cis; no ganamos nada cargando contra ellas, al contrario: perdemos. No quiero decir que todo discurso no deba ser sometido a crítica, al contrario. Pero pienso que perdemos porque hacemos un favor a ese sistema que quiere que no se escuche, no se lea, no se hable, de determinadas cuestiones. Y no se hace, al final, se critica a la persona en sí, se la culpabiliza como producto, y se pierde el resto en un mar de posts.

Hace dos días Thunberg estaba sumida en una de sus activas protestas. Twitteó “los haters están más activos que nunca, me persiguen, mi aspecto, mi ropa, mi comportamiento, mis diferencias. Se les ocurren todas las mentiras imaginables y la teoría de la conspiración.”

Naomi Oreskes, precisamente, hizo retweet con comentario: “Since they can’t win the argument on facts…” (Como no pueden ganar la discusión sobre los hechos…).

Me encantó esta conexión. Me hizo pensar sobre los hechos, las acciones y las redes. Sobre la ciencia, el pop, las voces capitalizadas y la disputa en la era de la posverdad.

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