¿Quién teme a lo queer? – Conmemoración, crítica y capital.

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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Lo siento, Marsha. Lo intenté.

Sylvia Rivera

 

¿Desde cuándo el capitalismo es un camino de liberación?

Me hago esta pregunta hoy, 28 de junio de 2019, mientras pienso sobre qué podría escribir. Más bien, mientras me pregunto qué tendría yo que decir (si es que aún tengo que decir algo) sobre lo que hoy se conmemora. No es algo que pueda responderse fácilmente, dado que no quiero sencillamente sumarme a otros textos o proclamas similares que explican desde hace tiempo (y mejor, sin duda, de lo que yo podría) por qué conceptos como homonacionalismo o pinkwashing han pasado de ser importantes a ocupar, en el marco que habitamos, el carácter de la urgencia (Orgullo Crítico de Madrid (OCM) por ejemplo, explica éstas y otras cuestiones desde sus plataformas).

Siempre es importante recordar Stonewall, y explicar de nuevo que esta fecha se conmemora por la revuelta violenta contra la policía y sus abusos a la disidencia sexual, de género, raza y clase (como hace Irantzu Varela en su entrada de esta semana en El Tornillo)

Es importante también hacerse cargo del movimiento lo queer no te quita lo racista, que lleva años recordando que no existe sexo sin racialización, que no existe sistema de opresión que no someta a los cuerpos como un complejo de intersecciones, y apuntar otra vez que las propias protagonistas de esa revuelta fueron Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera, mujeres trans, racializadas y putas (y la transfobia y la putofobia extra e intra-organizaciones y movimientos también es un problema cuyas consecuencias conocemos muy bien).

Esta semana (o este mes, si renta) los muros de las parada del metro de Chueca se empapelan con la bandera del arcoíris y fotografías de personajes (LGTB…) de sus series; Just-Eat lanza una campaña también con la bandera y el eslogan “A quién le importa lo que yo coma?”; las empresas en general se (tra)visten de “orgullo” y se suman a la capitalización de la conmemoración, que ha pasado a llamarse ‘celebración’ sin recordar muy bien por qué ni cuándo. Y quizá es esa la clave, esa transformación (absolutamente legítima) en fiesta, la que ha vehiculado la instrumentalización capitalista de lo que originalmente fue (y es todavía) una protesta violenta contra el abuso del poder que impide el derecho a la existencia de los cuerpos queer.

Las palabras son polisémicas, híbridas, contienen en su enunciarse lo múltiple, la posibilidad variable. Y lo mismo ocurre con los actos performativos, las expresiones y la acción. La performance es tan polisémica como la palabra y queda expuesta a la interpretación (y a la manipulación, llegado el caso). Cuando reclamamos la celebración entonces lo hicimos con toda la carga que suponía la liberación de tantos años de ostracismo, exilio, ocultación y silencio. No había nada de lo que avergonzarse, al contrario, para celebrar la ruptura pública del armario, la reivindicación de la existencia hasta entonces proscrita se convirtió en fiesta, en alegría. Con pitos y canciones (y en bragas, por qué no), además de con pancartas. Exponer nuestros cuerpos en la calle no era sólo resistencia, era activismo encarnado en red, el tejido visible contra la norma blanca cishetero, y lo celebramos.

Desde luego es mucho más sencillo capitalizar una celebración. ¿Cómo ha pasado? ¿Y cuándo? Lo hemos visto desmoronarse, ocurrir delante de nuestros ojos y apenas hemos podido darnos cuenta. Me recuerda a cuando vi por primera vez camisetas de los Sex Pistols en Zara. El potencial revulsivo del punk se había convertido en un producto vendible y apto, reducido y de consumo. Despolitizado. Ya no podía, por fuerza, significar lo que significó en el 77. No allí, no colgado en forma de T por tallas estandarizadas y sugerido como posibilidad estética cool. Por lo mismo 2019 no puede significar lo mismo que 1969 para el Orgullo. Conmemorar significa reconocer un hecho histórico y recuperar el por qué debe ser recordado. 50 años de Stonewall deberían, quizá, hacernos reflexionar sobre la deriva de esta peligrosa capitalización. Debemos preguntarnos qué escenario nos ha dejado y, de nuevo, ¿desde cuándo el capitalismo es un camino de liberación?

Cuando Marsha P. Johnson apareció muerta flotando sobre el río Hudson, sus amigas más cercanas sabían perfectamente que no se había suicidado. Era imposible, era una vez más un relato falso de la policía sobre los cuerpos que no importan (sobre las vidas no llorables) para no investigar más. Sylvia Rivera, su camarada de vida, su compañera, fue testigo de esta transformación mucho antes que nosotras, en 1973. Cuando salió a dar su discurso en el Orgullo de Christopher Street cuatro años después de la revuelta, se encontró con el rechazo de las que habían sido sus aliadas en la lucha. Las homosexuales asimiladas (blancas y con passing hetero), no querían saber nada de las queers (racializadas, travestis, trans, putas, pobres, plumeras, locas) que pudieran estropear su camino hacia la normalización. Y ese es el reducto en el que paulatinamente (y en considerable poco tiempo) nos ha colocado como cuerpos significantes el sistema capitalista.

Y es esa la trampa, la verdadera, que no es la de la diversidad (Bernabé, no), sino la del capital y su sistema de organización. Afirmar que la trampa es de la diversidad es negar e ignorar alegremente (haciendo un enorme ejercicio de irresponsabilidad social) las razones históricas del por qué de la emergencia de esas luchas, de ese primer ladrillo contra el cristal y de esos (los nuestros) relatos de vida. No. La trampa es capital, que neutraliza toda amenaza a su propia supervivencia transformando las experiencias e identidades en productos para el consumo. Sylvia Rivera pasó una etapa en el absoluto ostracismo, como homeless desahuciada y sin recursos. “Lo siento, Marsha. Lo intenté”, es lo que acierta a decir llorando mientras desalojan su chabola en la autopista del West Side.

La trampa del capitalismo es siempre la misma: ofrece lugares de identificación estandarizados y asumibles a cambio de despolitizar las voces y los cuerpos revulsivos (que siguen, por cierto, seguimos existiendo). Ofrece un nosotros/ellos y tiende una mano alentadora. Lo tremendamente desconcertante de este proceso, para el caso, es que para caber en ese binomio excluyente, para integrarse, se hayan aceptado a la primera de cambio sus reglas. En ese otro no está el policía, el cura o el agresor. La trampa y su espejismo ha causado una ceguera suficiente como para generar el rechazo de la compañera que lanzó la primera botella, la que sujetaba la pancarta en primera fila y se llevó los golpes. La que, como tú antes, no tenía nada que perder porque ya le habían negado todo.

¿Desde cuándo el capitalismo es un camino de liberación?

A riesgo de copiar y repetirme, recuerdo que el Orgullo Crítico es, sí, necesario como siempre (y quizá, más que nunca), y no sólo por las fuerzas de extrema derecha (visible o agazapada) que quieren retrotraernos al escenario del exilio, la enfermedad y el silencio, sino porque en este 50 aniversario debemos afrontar que la despolitización capitalista ha comido demasiado terreno. Fuimos peligrosas sociales y las hay que siguen siéndolo. Darles la espalda no es sólo dar la espalda a nuestra propia historia; también es validar y asumir como ciertas las condiciones que nos han impuesto para la existencia desde el sistema neutralizador, que nos quiere despolitizadas y bajo control.

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