¿Quién teme a lo queer? – Orientaciones radicales o la (im)posible horizontalidad

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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Tuff; 2018

Mil plumas están preparadas para deciros lo que debéis hacer y qué efecto tendréis.

Mi propia sugerencia es un tanto fantástica, lo admito; prefiero, pues,

presentarla en forma de fantasía.

Virginia Woolf

Que habitamos un espacio social organizado verticalmente es algo que no se cuestiona, excepto, por supuesto, por parte de quienes obtienen beneficio de esa verticalidad y no consideran que sea un problema para el resto (o sencillamente no les importa). La búsqueda progresiva de una redistribución justa y un reconocimiento equivalente debiera ser (es), sin duda, a lo que una sociedad que se autodenomina democrática debe(ría) aspirar. Sin embargo llama poderosamente la atención que, cuando se plantean debates en lo público sobre estrategias posibles para alcanzar objetivos que dinamiten la estructura vertical, lo que más ruido genere sean las voces del surtido ultraconservador que se erigen como baluartes del privilegio.

Es interesante vincular la idea de espacio social y distribución (vertical, en este caso) con los sustantivos abstractos que este sector monopoliza y retuerce (como la “nación” o el binomio “normal/anormal” cuando se habla, por ejemplo, de modelos de familia o afectos reconocibles, de educación sexual, de migración o de ciudadanía). Lo vertical se defiende como una estructura espacial inconquistable, infranqueable; incorruptible por ese resto social que pretende con sus estrategias de escalada conquistar los privilegios de la cima. Pero, ¿por qué tiene que haber precisamente una cima, y por qué se ataca todo intento de imaginar otros posibles?

Virginia Woolf ya nos advirtió, en Una habitación propia, sobre el hecho de que la distribución de los cuerpos en el espacio político no es casual, y mucho menos puede ser arbitraria. Resultó evidente entonces que nuestro cuerpo estaba ya determinado para ocupar unos espacios (y no otros) en el espectro simbólico/físico de la política, y que ello, claro está, respondía a una organización previa. Una organización artificial (cultural si se prefiere) que determinaba nuestro lugar, pero, ¿cómo se ejecuta esa estructura? ¿Cómo se reproduce y legitima una y otra vez esta organización de cuerpos?

Sabemos que la verticalidad se impone como disposición espacial, y que esta verticalidad está condicionada por múltiples intersecciones, que operan a distintos niveles y nos colocan con voluntad determinista en lugares concretos. La clase es, quizá, la primera y más evidente de estas cuestiones (aunque no exclusiva, la propia Woolf, como sabemos, era de clase acomodada). Las categorías actúan en nuestro cuerpo y escriben un código para su interpretación cultural, un mapa de lectura, que nos atraviesa a modo de intersecciones. ¿Qué nos atraviesa? Pues todo aquello relacionado con la clase y la situación económica, sí, pero también con los valores sociales propios del sexismo, racismo, xenofobia, capacitismo… todo ello nos moldea como significantes y nos asigna un lugar en la verticalidad política. Verticalidad que se pretende hermética en su perpendicular división fronteriza, y cuya fortaleza reside en la estabilidad de la subordinación.

Ángel Calle Collado, en Democracia Radical. Entre el vínculo y la utopía, llama “expresiones de democracia radical” a aquellas propuestas y prácticas que tienen su orientación en el ánimo de la horizontalidad. El análisis del sociólogo (sobre todo para las que pensamos que la clase no es la única verticalidad que nos organiza) resulta sugerente porque habla de la condición horizontal como objetivo hacia el que orientarse según (el ánimo de) las prácticas. Idea que combina palabras sobre el movimiento, sobre la (re)distribución en el mapa democrático, que si bien pueden apuntar a priori a abstractos (como lo normal y lo abyecto) se traducen siempre en accesos materiales al desarrollo de nuestro cuerpo en sociedad, en definitiva, a ocupar más o menos espacio en el estrecho concepto de ciudadanía. Esto quiere decir que cualquier elemento de lo social es susceptible de distribuirse o no, y que en gran medida su distribución depende del significado cultural que se le aplica.

Es cierto que muchas de nuestras existencias queer, por el mero hecho de ser cuerpos ahí, es decir, ser significantes encarnados en el pragmático social, ya evidencian de facto el error vertical; su invalidez o, al menos, su contradicción intrínseca en tanto organización democrática. Cuando se plantean orientaciones radicales hacia la horizontalidad, los baluartes del privilegio se aferran a los significados que reproducen lo vertical, y puede que la violencia de sus argumentos (además de por ideología conservadora) provenga del terror que produce visualizarse a sí mismos formando parte de ese resto, de ese fondo bajo, del sótano de la jerarquía social. Esto ocurre a menudo, cuando nos acusan de pretender hacer/ser lo que ellos hacen/son. Cuando nos atacan de manera ofensiva (‘feminazis’, ‘supremacismo LGTBI’, ‘ideología de género’) parece que acusan el temor de ser ellos quienes caigan en el destierro de lo vertical. Parecen decir, “eh, si tú ahora eres normal, ¿en qué lugar me deja a mí eso?” Porque no pueden (consentir) imaginar otra forma de distribución social que no contemple la exclusión. Porque el privilegio sólo se sostiene mediante la subordinación organizada en escala descendente, manteniendo las distancias y sin riesgo de movilidad.

En otras palabras, quien habita el privilegio y no utiliza su voz para desmantelarlo se defiende argumentando que las propuestas de cambio, en realidad, sólo pretenden dar la vuelta a la organización, revertirla y mantener sus reglas. Quien teme la venganza piensa que va a verse revocado al estatuto de lo anormal. Quien no puede imaginar orientaciones radicales a la horizontalidad increpa que vamos a imponer la dictadura queer. Y no, no tenemos tiempo de explicar que no queremos que unas expresiones de género sean normales y otras no, que no queremos que unas relaciones sean válidas y reconocibles y otras no: cuando hablamos de reconocimientos otros no queremos definir a nadie como abyecto. Imaginar la orientación horizontal pasa por extender los significados y acortar las distancias, pasa por ampliar los conceptos para que sean habitables para más cuerpos, para todos los cuerpos y sus interacciones, para que la existencia en el margen sea progresivamente menor y no deje a nadie fuera de la convivencia democrática. No queremos el poder para reproducir la violencia, queremos contaminar los valores per se excluyentes y dinamitar sus lógicas verticales.

Por eso no es extraño que cuando Sara Ahmed en Fenomenología Queer dice que “habitar los espacios implica una negociación dinámica entre lo que es familiar y lo que es desconocido, de tal modo que aún es posible que el mundo genere nuevas impresiones”, recupere a Virginia Woolf y su ánimo a imaginar, a fantasear con nuevas prácticas para conquistar la habitación (propia) de los cuerpos en el discurso. Esas que nos niegan, esas que nos dicen que no pueden existir.

La verticalidad se empeña en reproducir las opresiones para sobrevivir y, frente a ello, la práctica queer (de ánimo y orientación radical), al cuestionar la rigidez de las categorías de identidad y habitar el tránsito, quiebra sus lógicas. Desdibujar los límites del significado produce una liberadora desorientación. Un mapa de democracia radical (horizontal) orienta a los cuerpos como de facto colectivos, con independencia de sus marcas interseccionales. La horizontalidad como desiderátum de reconocimiento y redistribución es imaginable desde la (des)orientación queer, que desdibuja y libera a los cuerpos y tiende a enfocar la ontología del ser social, quizá, en su única condición de transitoriedad perpetua.

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