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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Tanto terraceo no es bueno para la salud… de los gorriones

Dos machos de gorrión común. Foto: Pixabay

El gorrión común va de cráneo. Sus poblaciones han descendido en España casi un 20% desde que SEO/BirdLife comenzó a registrar datos en 1998. En las últimas tres décadas Europa ha perdido el 60% de las poblaciones de gorriones comunes. ¿Por qué se extinguen?

Las causas son variadas y permanecen sin ser identificadas con seguridad, pero se ha constatado que el descenso es más acusado en los medios urbanos que en entornos rurales. En algunas ciudades de Europa, como Londres o Praga prácticamente han desaparecido.  ¿Tan mal se vive en la ciudad?

Una reciente investigación española acaba de descubrir una razón desconcertante, el terraceo les sienta fatal a los gorriones. Se ponen morados a restos de patatas fritas, cruasanes, tortilla, queso o pan, pero esta dieta tan artificial a base de comida procesada, en lugar de la habitual en los pueblos a base de insectos y semillas, los enferma. Acaban con anemia, desnutrición y crían peor.

Los gorriones son excelentes bioindicadores. Es de sobra conocido que la “comida basura” tiene consecuencias similares en los seres humanos, por lo que estos resultados son un ejemplo claro del importantísimo papel que tiene el gorrión común como alarma biológica. Al igual que el canario en la mina, lo que le pase al gorrión común debería servir como aviso de lo que le puede pasar a las personas que viven en los entornos urbanos. Moraleja: si a los gorriones la comida basura les sienta mal, a nosotros no nos va a sentar mejor.

Te lo resumo en este nuevo podcast de mi programa en RNE ‘El vuelo de la alondra’. Y te lo cuento con detalle a continuación.

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Descubren que los buitres también son gourmets y no comen cualquier cosa

Dos adultos de buitre leonado. Foto: Pixabay

Las nuevas tecnologías de seguimiento por GPS han permitido hacer un descubrimiento sorprendente: los buitres leonados españoles no comen cualquier carroña que pillan por el campo. Tienen su particular cultura gastronómica, sus propios gustos personales. Tanto que los que se han acostumbrado a comer cerdos muertos en las granjas rechazan luego un venado olvidado en una montería, tan solo porque no les apetece ese tipo de carne. ¡Están hechos unos gourmets!

Un equipo científico español ha descubierto que los buitres presentan patrones de alimentación distintos según el lugar donde crían, con independencia de los recursos disponibles.

Esto indica que adquieren gustos distintos por transmisión cultural entre los individuos de una misma población. Exactamente igual que nos pasa a los humanos, pues nuestra dieta está íntimamente relacionada con los gustos culinarios del grupo social al que pertenecemos.

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Botánicos españoles descubren a la madre del boniato

Boniato, camote o batata. Foto: Wikimedia Commons

El boniato, esa patata dulce tan propia de la cocina española, especialmente popularizada por los puestos de castañas donde se suelen ofrecer asados en invierno, es originario de la América tropical, especialmente del Yucatán (México) y el río Orinoco (Venezuela).

Era un tubérculo muy popular en América Central cuando lo trajo a España nada menos que Cristóbal Colón, y desde entonces forma parte de nuestra dieta más nutritiva.

¿Cuál fue la primera especie que los indígenas prehispánicos domesticaron y convirtieron en boniatos cultivables?

El misterio ha sido desvelado este año por expertos de la Universidad de Oxford en un trabajo científico cuyo primer firmante es el español Dr Pablo Muñoz-Rodríguez. Ipomoea aequatoriensis ha resultado ser “madre” de la planta del boniato (Ipomoea batatas) según han revelado los análisis genéticos. El eslabón perdido  del popular camote.

Flores de Ipomoea aequatoriensis. @PabloMuRod

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Me rindo. No habrá Navidad vegetariana

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© Wikimedia Commons

Los vendedores de fruta y verdura lo saben y aceptan con resignación la llegada de unas semanas de incomprensión generalizada hacia sus productos. Por mucho que se empiece a notar en España una leve recuperación en el gasto alimenticio navideño, lo verde sigue teniendo poco espacio en la cesta de la compra de estos días de contenido derroche. De hecho, la Navidad es para fruteros y verduleros su peor época del año.

Mariscos, cordero, merluza, pavo, jamones, besugo, bacalao o ternera han desbancado de las mesas de Nochebuena y Año Nuevo a todo producto vegetal. De aparecer alguno será, a lo sumo, como guarnición o en ensalada. Y salvo las uvas en Nochevieja y alguna que otra piña tropical, los polvorones, turrones, mazapanes y chocolates mandan rotundos en los postres.

Quizá aparezca algún cuñado vegetariano, el rarito de la familia, poniendo caras y pidiendo plato especial, pero lo tradicional es y ha sido siempre relacionar una buena comida con abundantes manjares de origen animal. Porque como recuerda el sabio refrán castellano, “de un cólico de acelgas nunca murió rey ni reina”. Y para un par de días que nos vemos todos al año, tampoco es cuestión de enredarse en discusiones sobre el impacto ambiental de consumir tanta carne y pescado, los peligros para la salud de toda esa medicación con la que los atiborramos o el inmenso sufrimiento infringido a las ocas para producir el denostado foie. O proponer un cambio de dieta a la familia. ¡Ni se te ocurra!

Por todo ello me temo que, una Navidad más, mi militancia ecologista deberá decretar el temporal cese de las hostilidades. Y puesto que «no hay más alta virtud que la prudencia«, prometo eludir las discusiones sobre política, religión, fútbol o vegetarianismo. No se me vaya a enfadar el personal y descubra aquello tan terrible de “tripa vacía, corazón sin alegría”.

Pues eso, que ¡Feliz Navidad!

Pregunta para el debate: ¿Alguno de vosotros tiene problemas en las comidas navideñas por ser vegetariano? Contadnos, contadnos.

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Carnismo, el nuevo palabro de los vegetarianos estrictos

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Me acabo de encontrar con un palabro, con un nuevo concepto, que no deja indiferente a nadie: carnismo. Dícese de aquel sistema de creencias que nos condiciona a comer determinados animales, a alimentarnos básicamente de carne.

Lo han adoptado los vegetarianos estrictos, los veganos, como contraposición a su elección, más que alimentaria, vital. Abstenerse del consumo o uso de productos de origen animal. No sólo comerlos. También usar pieles, lanas, aromas, tintes o cueros.

Yo no soy ni lo uno ni lo otro, pero he de reconocer que ambos términos me hacen pensar.

Melanie Joy, profesora de Psicología y Sociología en la Universidad de Massachussetts, es una de las que más están publicitando el carnismo por todo el mundo. Tiene la culpa su último libro, titulado: “Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas” (Editorial Plaza y Valdés, colección Liber Ánima).

Porque así se ha hecho toda la vida, dirá más de uno. Pero no es verdad. Hay mucho de cultural en los hábitos alimentarios; perfectamente lógico comerse un perro en China e inadmisible matar una vaca en India.

En nuestra cultura fue siempre así, justificará alguno. Pero tampoco. Hace apenas un siglo la carne era un aderezo en los platos de verduras y legumbres, en pequeñas cantidades, y ahora ocurre exactamente lo contrario, las verduras son un acompañamiento poco más que decorativo del filete.

Al margen de éticas y conceptos, la actual y planetaria tendencia social hacia el carnismo o como lo queramos llamar tiene efectos demoledores sobre el medio ambiente y nuestra salud. A más carne, más ganado y más cultivos de forraje. También más contaminación.

¿Solución? Quizá apostar por otro palabro: locávoro. Comer productos cercanos, apoyar a nuestra agroganadería más sostenible. Incluso en Navidad, cuando nos convertimos en consumidores compulsivos de todo: ¿Totalvoros?

Foto: Retrato de Rudolf II. Giuseppe Arcimboldo (circa 1590).

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La fiebre del Omega 3 amenaza a los tiburones

El animal más peligroso de los océanos no es el tiburón, es el hombre. De hecho, la mayoría de las especies de escualos están en las últimas por culpa de dos curiosas modas nuestras. La primera es la supuesta sofisticación culinaria de comer sus aletas en sopa, arrojando el resto del animal moribundo al mar. La creciente demanda de este producto en Asia conduce muchas veces al aleteo (shark finning), una práctica derrochadora y cruel que  apenas aprovecha entre el 2% y el 5% del cuerpo del tiburón, despreciando el resto. Según datos de Oceana, sólo Hong Kong importa al año más 10.000 toneladas de estos pobres animales, en su mayoría aportadas por pesqueros españoles.

La segunda moda consiste en aprovechar el aceite de sus hígados, ricos en Omega 3. Esto último está dando la puntilla a tiburones de profundidad de aguas frías, los más desconocidos y, ahora, más amenazados que nunca por barcos piratas que sólo aprecian sus entrañas.

Resulta paradójico que este comercio ilegal esté sustentado por sociedades como la nuestra, aparentemente concienciadas con la protección del medio ambiente pero extremadamente propensas a consumir productos milagro sin cuestionarse su origen o efectividad. Porque tampoco está muy claro que el aceite de hígado de tiburón sea bueno para la salud. Algunos estudios científicos advierten de su posible toxicidad, alergias y aumento de los niveles de colesterol en quienes lo consumen.

Sabemos que los ácidos grasos Omega 3, abundantes en el aceite de pescado, son inmensamente populares porque la investigación los ha relacionado con una reducción de las enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, un reciente estudio no detectó tales beneficios entre personas con diabetes tipo 2. Así que, al menos para algunos, tampoco es tan milagroso.

Hay una solución más sencilla que matar tiburones para rellenar cápsulas de caros complementos alimenticios: comer sano. Incorporando a nuestra vida una dieta variada que incluya pescado azul y frutos secos como las nueces es más que suficiente para cubrir nuestras necesidades de ácidos grasos. Nos lo agradecerá nuestra salud y millones de tiburones.

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Comer mucha carne provoca hambre

Nuestra sociedad siempre ha estado subyugada a los pecados y peligros de la carne. Según el párroco de mi pueblo, la mayoría de los problemas del mundo venían precisamente de allí, de esas bajas pasiones tan cárnicas. Superado el trauma religioso me vuelve ahora el miedo a la carne, pero esta vez desde el punto de vista de la sostenibilidad. Sin ser vegano ni vegetariano, cuanto más analizo este tema menos apetecibles se me antojan los chuletones. Os explico la razón.

La producción mundial de carne se ha disparado hasta los 228 millones de toneladas anuales. Con el actual ritmo de crecimiento de la población y de consumo, la FAO calcula que en 2050 deberá ser el doble o no habrá comida para todos. Al no existir  suficientes pastos, los países desarrollados nos llevamos lo mejor y dejamos el hambre y los desequilibrios a los más desfavorecidos. Como resultado fatídico, cuanta más carne comemos más hambre provocamos. ¿Paradójico verdad?

Con 52 kilos por persona y año España es el octavo país más carnívoro del planeta, muy por encima de la media europea. Y vamos a más, empeñados como estamos en marginar la dieta mediterránea a cambio de grandes filetes diarios. Se nos olvida que su producción tiene terribles consecuencias. Obtener un kilo de carne consume 15.000 litros de agua frente a los modestos 500 litros de un kilo de patatas. Y resulta tan dañino para la atmósfera como conducir 1.600 kilómetros en coche. El excesivo consumo es igualmente perjudicial para nuestra salud, y eso sin hablar de los nocivos efectos de las hormonas y antibióticos con los que inflamos a ganado y consumidores.

Tan monótona alimentación nos hace además terriblemente dependientes. No sólo de las exportaciones cárnicas. Las lustrosas vacas o los gordos cerdos patrios se alimentan de selva tropical a un ritmo anual de deforestación de 600.000 hectáreas sólo en Sudamérica. De ahí proceden los piensos que integran la mayor parte de su dieta, a base de soja venida de Brasil o Argentina y cultivada en lugares donde hace poco tiempo había impenetrables bosques. Quedaros con otra cifra. Hacen falta 9 kilos de piensos para producir un solo chuletón.

¿Qué podemos hacer entonces? Evidentemente, reducir el consumo cárnico. Comer más verdura. Y quizá volver a los consejos del viejo párroco de no probar carne los viernes. De la nutritiva, se entiende. Del otro tipo ya no es pecado.

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