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Tanto terraceo no es bueno para la salud… de los gorriones

Dos machos de gorrión común. Foto: Pixabay

El gorrión común va de cráneo. Sus poblaciones han descendido en España casi un 20% desde que SEO/BirdLife comenzó a registrar datos en 1998. En las últimas tres décadas Europa ha perdido el 60% de las poblaciones de gorriones comunes. ¿Por qué se extinguen?

Las causas son variadas y permanecen sin ser identificadas con seguridad, pero se ha constatado que el descenso es más acusado en los medios urbanos que en entornos rurales. En algunas ciudades de Europa, como Londres o Praga prácticamente han desaparecido.  ¿Tan mal se vive en la ciudad?

Una reciente investigación española acaba de descubrir una razón desconcertante, el terraceo les sienta fatal a los gorriones. Se ponen morados a restos de patatas fritas, cruasanes, tortilla, queso o pan, pero esta dieta tan artificial a base de comida procesada, en lugar de la habitual en los pueblos a base de insectos y semillas, los enferma. Acaban con anemia, desnutrición y crían peor.

Los gorriones son excelentes bioindicadores. Es de sobra conocido que la “comida basura” tiene consecuencias similares en los seres humanos, por lo que estos resultados son un ejemplo claro del importantísimo papel que tiene el gorrión común como alarma biológica. Al igual que el canario en la mina, lo que le pase al gorrión común debería servir como aviso de lo que le puede pasar a las personas que viven en los entornos urbanos. Moraleja: si a los gorriones la comida basura les sienta mal, a nosotros no nos va a sentar mejor.

Te lo resumo en este nuevo podcast de mi programa en RNE ‘El vuelo de la alondra’. Y te lo cuento con detalle a continuación.

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Estamos matando a nuestros hijos a cucharadas

obesidad

Comparto con el mediático cocinero británico Jamie Oliver su preocupación por nuestros (malos) hábitos alimentarios.

Comparto sus críticas a esa comida de catering que diariamente dan a nuestros hijos en los comedores escolares y luego reforzamos los fines de semana llevándolos a hamburgueserías y pizzerías.

Comparto sus elogios hacia los productos frescos y nutritivos, sus críticas salvajes (y merecidas) hacia la comida preparada, transformada, congelada, trufada de conservantes, antioxidantes, espesantes, colorantes, aromatizantes, estabilizantes, emulgentes, gelificantes, antiespumantes, antipelmazantes, antiaglutinantes, humectantes, correctores, acidulantes, potenciadores, edulcorantes y una larguísima panoplia de productos químicos de síntesis.

Comparto su lucha contra los refrescos azucarados y las leches coloreadas para imitar ese chocolate, fresa o vainilla que no tienen.

He firmado en change.org su petición para que en los colegios de todo el mundo exista una asignatura obligatoria en educación alimentaria; para que entre las competencias básicas de todo joven se incluya el saber hacer al menos 10 recetas de cocina diferente.

Pero también estoy de acuerdo con el dietista-nutricionista y bloguero de 20 Minutos Juan Revenga en que la auténtica revolución de la comida la debemos hacer en nuestras casas.

La culpa es nuestra y de nadie más. Porque en el pecado de este sistema de vida urbano, estresante, frenético, sin tiempo para preparar un guiso y ni tan siquiera para pelar una naranja, llevamos nuestra penitencia, terrible penitencia: 42 millones de niños menores de cinco años padecen sobrepeso u obesidad en el mundo, muchos de ellos con un tipo diabetes que hasta hace poco sólo se desarrollaba a partir de los 40 años.

En un espeluznante reportaje Jamie se lo explicaba así a una madre norteamericana que no paraba de llorar. “Estoy matando a mis hijos con toda esta comida basura”, le venía a decir al cocinero.

Y éste, también lloroso, le respondía: “Es verdad, los estás matando, pero aún estás a tiempo de evitarlo”.

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