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La cóvid larga puede dañar el cerebro, y también afecta a los niños

Cuando llegaron las primeras vacunas contra la COVID-19, el objetivo estaba claro: vacunar a la mayor parte de la población adulta, tanta como fuese posible. Pero en fases posteriores las respuestas no eran tan sencillas: ¿conviene vacunar a los niños? ¿Será necesario aplicar dosis de refuerzo? ¿Cuándo, cuántas, a quiénes? ¿Qué hay de las personas recuperadas? ¿Y a quienes han pasado la infección más de una vez? ¿Compensa el beneficio?

La inmensa cantidad de datos aportados por las numerosas investigaciones en todo el mundo ha despejado algunas de las principales incógnitas, pero no siempre los mensajes han calado adecuadamente. Por ejemplo, la vacunación de los niños ha sido minoritaria en comparación con los adultos. En EEUU, un estudio publicado hace unos días ha indagado en las causas de la baja tasa de vacunación entre los niños, y por qué incluso muchos adultos que se han vacunado han decidido no vacunar a sus hijos.

Los autores concluyen que los efectos de la desinformación sobre las vacunas han sido potentes: muchos padres se han quedado con el mensaje de que la enfermedad es leve en los niños, y que en cambio la vacuna podía suponer un riesgo mayor. Los mensajes cruzados entre las fuentes científicas fiables y los propagadores de bulos en internet han formado un batiburrillo en la mente de muchos padres en el que no se distingue entre información y desinformación.

Separando lo correcto de lo falso, es cierto que generalmente la cóvid aguda es más leve en los niños, aunque no debe caerse en el error —como sucedió en los primeros tiempos de la pandemia— de pensar que ellos no se infectan: el estudio de la seroprevalencia en EEUU (presencia de anticuerpos, revelando una infección pasada) ha estimado que el 86% de los niños han pasado la cóvid; probablemente la gran mayoría de ellos sin siquiera enterarse. Pero aunque sufren menos la enfermedad, también hay casos de hospitalizaciones, y los datos han mostrado que los ingresos hospitalarios por cóvid de los niños no vacunados más que duplican los de los vacunados.

Los estudios han mostrado que las vacunas estimulan en los niños una respuesta inmune al nivel de la de los adultos, pero las cifras de eficacia (protección en los ensayos clínicos) y efectividad (protección en el mundo real) son menores: la eficacia contra la variante Delta fue de casi un 91% frente a la cóvid sintomática en niños de 5 a 11 años, mientras que la efectividad contra Ómicron, con mayor capacidad de evasión inmunitaria, ha sido del 51% frente a la infección y del 48% frente a la infección sintomática en niños de la misma franja de edad, con mayor efectividad en los más pequeños que en los mayores, al tratarse de una formulación pediátrica. En los niños de  6 meses a 5 años, la eficacia contra la infección sintomática de Ómicron es del 31-51% de 6 a 23 meses y del 37-46% de 2 a 5 años.

Tomografía computarizada de un cerebro humano. Imagen de Department of Radiology, Uppsala University Hospital / Mikael Häggström / Wikipedia.

La conclusión de estos datos es que las vacunas también protegen a los niños, aunque sea a un nivel menor que a los adultos; recordemos que la efectividad de las vacunas contra la gripe suele moverse entre el 40 y el 60%, y a pesar de ello se consideran instrumentos poderosos para contener el brote anual invernal y proteger a las personas más vulnerables.

Un argumento contundente para recomendar la vacunación de los niños figura en los datos citados: como ya he contado aquí, aunque las vacunas no se diseñaron ni se testaron inicialmente para reducir la transmisión, los estudios han descubierto consistentemente que sí lo hacen. Lo cual no es fácil de explicar, dado que las vacunas no reducen la carga viral de la que depende la posibilidad de contagiar a otros. Se ha propuesto que este no es un efecto individual sino poblacional, debido a una reducción de las tasas de infección entre la población vacunada, pero no parece un argumento lo suficientemente completo. Sea como fuere, el hecho es que según las cifras anteriores las vacunas reducen la tasa de infección un 51% en los niños, por lo que su vacunación contribuye a disminuir la transmisión en su entorno, en el que puede haber personas más vulnerables.

Pero frente a todo esto, ¿qué hay de los riesgos? Y es aquí donde el mensaje que ha calado entre muchos padres se ha dejado influir por la desinformación. Es cierto que las vacunas, como todo medicamento, pueden provocar de por sí efectos secundarios que obviamente no existen en las personas no vacunadas. Pero repetidamente los estudios han mostrado que la infección supone un riesgo mucho mayor que la vacunación. Hace un par de meses, una revisión sistemática y metaanálisis (un estudio que reúne estudios previos) concluía que el riesgo de miocarditis —inflamación del músculo cardíaco, más frecuente en personas jóvenes y que en la gran mayoría de los casos es leve— es siete veces mayor debido a la infección por COVID-19 que a las vacunas. Las vacunas duplican el riesgo de miocarditis respecto a no vacunarse, pero la infección lo multiplica por 15 respecto a la no infección, con independencia del estatus de vacunación. Por lo tanto, en el balance, es evidente que no vacunarse supone un riesgo mucho mayor que vacunarse.

Es difícil que este mensaje llegue a calar entre los antivacunas convencidos, pero más preocupante es que entre quienes simplemente dudan hay otros datos que no parecen conocerse. Por encima de todo esto, hay un motivo mucho más poderoso para recomendar la vacunación de los niños, y es la cóvid larga o persistente. Desde bien entrada la pandemia los expertos están advirtiendo de que esta va a ser la mayor preocupación a largo plazo, porque aún es mucho lo que se desconoce sobre esta enfermedad.

Especialmente alarmantes son los últimos estudios sobre los efectos de la cóvid en el cerebro. Desde que se empezó a reconocer la existencia de la cóvid larga se sabe que incluye síntomas neurológicos como falta de memoria y atención, y lo que los enfermos a veces describen como una «niebla cerebral», una especie de lentitud y sensación de letargo. Las investigaciones comenzaron a detectar secuelas como signos de inflamación en el cerebro de las personas que habían sufrido cóvid grave, y un mayor riesgo de desarrollar demencia. Pero en marzo de este año un estudio en Reino Unido con casi 800 personas encontró una ligera reducción de la sustancia gris del cerebro y un cierto declive cognitivo también en pacientes que habían pasado una infección leve, en comparación con quienes no se habían contagiado.

Dado que la pérdida temporal del olfato ha sido uno de los síntomas típicos de la cóvid desde el principio, y que la región cerebral donde se encontró esta reducción de la sustancia gris está conectada con el bulbo olfatorio —la parte del cerebro que procesa el olfato—, los investigadores proponían que quizá la vía neuronal olfativa era la puerta de entrada del virus en el cerebro, o tal vez era solo un efecto secundario debido a la inflamación. Pero preocupaba el hecho de que la región donde se encontraron estas alteraciones está implicada también en la degeneración que produce el alzhéimer.

Estudios patológicos y experimentos in vitro han revelado que el virus es capaz de infectar las células de la glía, que rellenan el tejido cerebral y ejercen funciones auxiliares esenciales, incluyendo la inmunidad y el soporte a la transmisión del impulso neuronal. Los autores de este estudio apuntaban que esta infección podría estar relacionada con los efectos neuropsiquiátricos a largo plazo de la infección leve, incluyendo la atrofia de la corteza cerebral, problemas cognitivos, fatiga y ansiedad, a través de un mecanismo por el que las células gliales afectadas causan disfunción o muerte de las neuronas.

Ahora, un nuevo estudio trae novedades no precisamente alentadoras. Investigadores de la Universidad de Queensland, en Australia, han descubierto que el virus activa en el cerebro una respuesta inflamatoria similar a la que se observa en el párkinson o el alzhéimer. En concreto, el virus infecta células inmunitarias de la glía llamadas microglía, en las cuales se forman grupos de proteínas llamadas inflamasomas que disparan la inflamación asociada a la muerte neuronal en estas enfermedades degenerativas.

Obviamente, esto no significa que las personas que han pasado la infección estén condenadas a padecer algún día una enfermedad neurodegenerativa. Por desgracia, aún no se conocen las causas primarias que dan origen a estas enfermedades. Pero según el director del estudio, Trent Woodruff, «si alguien ya tiene predisposición al párkinson, tener COVID-19 podría ser como echar más combustible a ese fuego en el cerebro. Lo mismo se aplicaría a la predisposición al alzhéimer y otras demencias que se han vinculado a los inflamasomas».

Es importante recordar que, igual que ocurre con la cóvid aguda, probablemente los niños también tienen menos riesgo de padecer cóvid larga que los adultos. Pero pueden sufrirla: un estudio español publicado en agosto de este año encontraba que, de una muestra de 451 niños con cóvid sintomática atendidos en tres hospitales de Madrid, uno de cada siete tenía síntomas de cóvid larga tres meses después de padecer la infección. Los autores calificaban esta proporción como «preocupante».

La cóvid larga en niños se conoce quizá peor que la que afecta a los adultos, y podría tener sus propias peculiaridades. De hecho, ni siquiera las cifras coinciden en los diferentes estudios; uno también reciente en EEUU da una estimación menor, pero en cambio una revisión de estudios y metaanálisis publicada en junio de este año aumenta el porcentaje a un más alarmante 25%. Tanto esta revisión como el estudio español han detectado también en los niños síntomas neuropsicológicos similares a los descritos en los adultos. Aún no se sabe si la cóvid larga en los niños puede llevar asociada la inflamación cerebral observada en los adultos, pero con los datos disponibles no hay motivo para descartar que pueda ser así.

No está de más recordar otro dato destacado del estudio español: el 82% de los niños atendidos por cóvid en los hospitales sufrieron síntomas leves y solo necesitaron atención ambulatoria. Pero el 5% tuvo que ingresar en UCI pediátrica.

En resumen, y aunque los niños generalmente están a salvo de los peores efectos de la cóvid, no siempre es así. Y también corren el riesgo de padecer cóvid larga, un riesgo que disminuye con la vacunación. Incluso si Ómicron y sus subvariantes son realmente más leves que variantes anteriores —como ya he contado aquí, algo sobre lo que no hay consenso, ya que es difícil valorarlo en una población mayoritariamente inmunizada—, hay informes anecdóticos de que en cambio la cóvid larga podría ser peor con alguna de estas subvariantes, aunque esto no debe tomarse como dato contrastado.

Si se trata de proteger a los niños, el modo de hacerlo es protegerlos con las vacunas, no de las vacunas. Por desgracia, muchos padres y madres parecen haberse equivocado de enemigo, pero aún estamos a tiempo de que el esfuerzo por separar información de desinformación acabe haciendo calar los mensajes correctos.

Y volviendo al comienzo, otra de las incógnitas que se han ido presentando y que aún deben responderse es la cuestión de las dosis de refuerzo. ¿Realmente es aconsejable y necesario revacunarnos una y otra vez, indefinidamente? Mañana lo veremos.

La vacunación puede reducir el riesgo de cóvid larga o persistente

Las secuelas que muchas personas están sufriendo después de superar la COVID-19 son una de las grandes incógnitas sobre esta pandemia.

En los pacientes recuperados se han descrito hasta 200 síntomas diferentes que pueden persistir tras la infección, en diversos sistemas del organismo. Entre ellos, la fatiga o debilidad, los problemas cognitivos y mentales o las dificultades en la respiración parecen figurar entre los más prevalentes, pero van surgiendo otros no tan evidentes: desde el principio de la pandemia se detectó que la enfermedad afectaba al sistema cardiovascular con riesgo de trombos, miocarditis y fallos cardíacos, pero un reciente y amplio estudio en Nature Medicine sobre más de 150.000 pacientes recuperados ha levantado mucho revuelo al descubrir que el riesgo de fallo cardiovascular permanece al menos un año después de la enfermedad, incluso en las personas que la padecieron solo con síntomas leves.

Es tanta la confusión al respecto que aún no existe una definición común de lo que se conoce como cóvid larga o persistente. No se sabe exactamente cuánta gente la sufre; se habla de un 2% de los infectados, un 10, un 20 o incluso un 50%. No hay un pronóstico claro: algunas personas mejoran rápidamente, mientras que otras parecen más estancadas. No hay tratamientos específicos. Y sobra decir que no se conocen los mecanismos que están provocando esos síntomas, pero es que ni siquiera puede asegurarse que haya una causa común a todos ellos.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

La identificación de ciertos factores de riesgo ha sugerido varias hipótesis. Se habla de la posibilidad de que en ciertos rincones del cuerpo pueda resistir un reservorio de virus. Se habla de una inflamación persistente sostenida por residuos virales. Se habla de una reacción autoinmune, quizá provocada por moléculas inflamatorias asociadas a microtrombos. Se habla incluso de la posible reactivación de otros virus latentes como el de Epstein-Barr (EBV), del que ya hablé aquí (otro estudio epidemiológico reciente en Cell apoya este vínculo), y últimamente propuesto también como un posible factor de riesgo de esclerosis múltiple. Se habla quizá de todo ello a la vez, o no.

Pero conocidos ya bastante bien el propio virus y la enfermedad aguda que provoca, obtenidas y desplegadas las vacunas, y más preparadas las respuestas contra futuras oleadas que al comienzo de la pandemia, puede decirse que ahora la cóvid larga es la incógnita pendiente más preocupante para la comunidad científica y médica. Y no solo por su efecto individual sobre la salud de las personas, sino también por la demanda futura que pueda suponer para los sistemas sanitarios públicos, o los sistemas públicos en general, por las discapacidades que pueda provocar.

Por encima de todo ello sobrevuela además el fantasma de cómo la cóvid larga puede afectar a los niños recuperados de la enfermedad, todavía una nebulosa aún mayor que la de los adultos. Datos de Reino Unido indican que más de 100.000 niños y adolescentes pueden estar sufriendo cóvid larga. Y aunque aún es pronto para tomar estos datos como sólidos, lo que ya es indudable es que estas secuelas también pueden afectar a los menores. Y que por lo tanto, incluso si generalmente la infección aguda no suele causarles gran problema, esta es una razón muy poderosa para vacunarlos.

Claro que aquí surge una lógica pregunta: ¿protege la vacunación de la cóvid larga? Sabemos que la vacunación nos protege bastante bien de la enfermedad grave, y que también reduce en cierta medida tanto la posibilidad de contagio como la aparición de síntomas. Pero dado que hay personas vacunadas que se infectan y que sufren la enfermedad, ¿es posible que la vacuna pueda ofrecer una cierta salvaguarda contra los síntomas persistentes?

En los últimos meses se han publicado varios estudios sobre esto, pero aún deberemos esperar a que haya suficiente material como para poder encontrar una respuesta más firme en los metaanálisis, estudios publicados que recopilan los estudios previos y sacan conclusiones agregadas de ellos, estadísticamente más fiables. Todavía no estamos en esta fase. Pero de los estudios y de un informe-metaanálisis recién aparecido comienza a surgir una respuesta, y es afirmativa: sí, la vacunación reduce el riesgo de cóvid larga.

Un informe de la Agencia de Seguridad de Salud de Reino Unido (nótese que no es un estudio publicado y revisado por pares) ha reunido 15 estudios previos hasta enero de 2022 que reúnen a un gran número de participantes; siete de ellos con personas vacunadas antes de la infección, otros siete con enfermos de cóvid larga vacunados después de la infección, y un estudio que ha examinado las dos situaciones.

El segundo supuesto es interesante. Aunque no todas las vacunas son preventivas, sino que también existen las terapéuticas, en el caso de la cóvid no se ha tenido en cuenta este objetivo. Pero ante la posibilidad de que en los síntomas de la cóvid larga pueda verse implicado un remanente de virus no eliminado, quizá la vacunación pudiera aportar algún beneficio. Y sería muy alentador si la vacuna sirviera también para que las personas que no se vacunaron antes de infectarse pudieran reengancharse después y encontrar alivio a sus síntomas persistentes.

Y aquí, los resultados: de los ocho estudios con personas vacunadas antes de la infección, seis encuentran una reducción en la aparición de cóvid larga, desde 4 semanas hasta 6 meses post-infección; los vacunados con pauta completa tienen aproximadamente la mitad de riesgo de sufrir cóvid larga que los no vacunados o los vacunados con una sola dosis. Los autores apuntan que a esta disminución en la incidencia de cóvid larga en los vacunados que se infectaron habría que añadir los casos de cóvid larga que se han evitado porque la vacuna también reduce la probabilidad de contagio, algo que los estudios no contemplan, pero que es importante recordar.

En concreto, dos de estos estudios midieron síntomas concretos, y encontraron una reducción de los siguientes gracias a la vacunación pre-infección: fatiga, dolor de cabeza, debilidad en brazos y piernas, dolor muscular, pérdida del pelo, vértigos, dificultad para respirar, anosmia (pérdida del olfato), enfermedad intersticial del pulmón y otros dolores.

En cuanto a las personas que no se vacunaron antes de la infección y desarrollaron cóvid larga, tres de cuatro estudios que compararon los síntomas pre y post-vacunación encontraron una mayoría de mejora en los síntomas después de la vacuna, de forma inmediata o al cabo de varias semanas. También hay que decir que en algunos casos la vacunación empeoró los síntomas de la cóvid larga. Aún no se sabe por qué este efecto puede aparecer en algunas personas, pero si en ciertos casos fuese una respuesta inmune errónea la causante de los síntomas, una estimulación inmunológica adicional bien podría hacer más daño que bien.

Otros tres estudios se fijaron en la comparación del progreso de los síntomas entre las personas que se vacunaron con cóvid larga y las que no lo hicieron. Los tres encontraron una progresión más favorable de los síntomas en los pacientes que se vacunaron, a corto y a largo plazo, respecto a los que no lo hicieron. Uno de los estudios que analizó los tiempos de vacunación encontró que el beneficio es mayor si la vacuna se administra lo antes posible tras el diagnóstico. Sin embargo, en otros tres estudios se encontró que una mayoría, un 70%, ni mejoró ni empeoró en los síntomas de cóvid larga con la vacunación post-infección.

Por otra parte, también se han hecho públicos ahora los resultados de un ensayo clínico en Francia destinado a analizar el efecto de la vacunación en pacientes de cóvid larga. El estudio aún no se ha publicado, pero está en revisión en una de las revistas del grupo Nature. Los investigadores han comparado 455 pacientes de cóvid larga que recibieron una primera dosis de vacuna después de la infección con otro número igual como control. Los resultados a 120 días indican que los síntomas de cóvid larga remitieron en casi un 17% de los vacunados, frente a un 7,5% de los no vacunados. Dos de los 455 vacunados, un 0,4%, tuvieron efectos adversos de la vacuna que requirieron hospitalización, y un 2,8% tuvieron una recaída en los síntomas de cóvid larga.

«Como conclusión, la vacunación de COVID-19 reduce la gravedad y el impacto en la vida de la COVID larga en los pacientes con esta enfermedad«, escriben los autores. «Es probable que estos resultados puedan reducir la reticencia a las vacunas entre los pacientes que ya han tenido COVID-19 y extiendan nuestro conocimiento de los mecanismos que subyacen a la COVID larga«.

En resumen, aún queda un largo camino a la investigación, pero la acumulación de estudios empieza a apuntar en una dirección: que a sus beneficios ya conocidos, se suma que la vacuna puede ser también un arma contra la cóvid larga, sobre todo si se administra antes de la infección.

La reactivación de otro virus latente puede ser una causa de cóvid persistente

En el último año y medio largo el interés de los medios y del público se ha centrado en la mortalidad de la COVID-19, y la baja letalidad del virus ha sido esgrimida como un argumento por parte de los negacionistas. Pero si bien es lógico que la cuestión de vida o muerte sea la que más ha preocupado a los ciudadanos, en cambio hay otro problema que a más largo plazo va a suponer un brutal legado de la pandemia y una carga enorme para muchas personas y para la sociedad en conjunto: la llamada cóvid persistente o larga (Long Covid en inglés); secuelas de la enfermedad que perduran en las personas que han superado la infección y que pueden afectar gravemente a la capacidad física y mental.

Aunque esta particular vertiente de la pandemia ha quedado casi enterrada y oculta bajo las cifras de mortalidad, bajo el dilema de vivir o morir, hay otro contexto en el que cobra mayor importancia: pensemos, por ejemplo, en la diabetes, que puede tratarse y cuyos afectados pueden llevar una vida casi normal, pero que se considera un problema social sanitario de primer orden.

En cambio, la cóvid persistente aún no tiene tratamiento. No se conocen sus mecanismos concretos. Ni siquiera se sabe con certeza a cuántas personas afecta; las estimaciones varían salvajemente desde un 2% de los infectados hasta más de un 63% de los hospitalizados, e incluso el simple hecho de dar positivo en un test de cóvid aumenta el riesgo de padecer este extraño síndrome para el cual se han identificado más de 50 efectos diferentes, pero que con más frecuencia incluye fatiga, debilidad muscular, dolor de cabeza, dificultades para respirar y/o trastornos de atención. Muchas personas sin patologías previas, que solían llevar una vida sana y con gran actividad física, dicen que ahora cualquier pequeño esfuerzo les cuesta un triunfo. A menudo se habla de una especie de neblina mental que a muchos afectados les impide concentrarse y que afecta a su rendimiento en el trabajo.

Por todo ello, y fuera del radar de los medios, la cóvid persistente es uno de los campos que más atención de científicos y médicos está acaparando en esta fase de la pandemia. Sin embargo, todavía no hay resultados demasiado concluyentes, y ni siquiera se sabe con certeza hasta qué punto unos casos de cóvid persistente pueden ser comparables a otros.

Ahora, un nuevo estudio publicado en la revista Pathogens viene a aportar una posible pista interesante: al menos en ciertos casos, los efectos de la cóvid persistente podrían deberse no al propio coronavirus de la cóvid, sino a la reactivación que provoca de otro virus latente que infecta a la inmensa mayoría de los humanos: el virus de Epstein-Barr (EBV).

Fotografía al microscopio electrónico de dos partículas (redondas) del virus de Epstein-Barr. Imagen de Liza Gross / Wikipedia.

Fotografía al microscopio electrónico de dos partículas (redondas) del virus de Epstein-Barr. Imagen de Liza Gross / Wikipedia.

El EBV, un tipo de virus herpes (Gammaherpesvirus Humano 4), es uno de los virus más comunes de la humanidad: afecta a más del 90% de las personas. Y pese a todo, aún es mucho lo que se ignora sobre él. Muchos padres y madres se encuentran con él cuando reciben un diagnóstico de sus hijos adolescentes que dicen encontrarse cansados: mononucleosis infecciosa. Así dicho, el nombre puede sonar alarmante, pero la también conocida tradicionalmente como «enfermedad del beso» –porque el virus se transmite sobre todo por la saliva– se cura sola en poco tiempo y no tiene mayores consecuencias. Sin embargo, la parte más desconocida del EBV es su posible relación con otras enfermedades, como cánceres, trastornos autoinmunes y otras. Pero, en general, la mayoría de las personas suelen contraer el virus durante la infancia o la adolescencia sin síntomas aparentes.

Pero eso sí, el EBV es un compañero de por vida. Una vez superada la infección inicial, el virus queda latente en los linfocitos B, las células que producen los anticuerpos, pero puede reactivarse de forma ocasional o periódica. Y curiosamente, esta reactivación produce algunos síntomas parecidos a los de la cóvid persistente: «Observamos que muchos síntomas atribuidos a la cóvid persistente son los mismos, o muy similares, que aquellos que se han asociado con la reactivación del EBV«, escriben los autores del nuevo estudio. Lo cual les llevó a preguntarse: ¿sería posible que la reactivación del EBV esté detrás de esta cóvid larga?

Para testar su hipótesis, los autores examinaron a un pequeño grupo de pacientes, 185 en total. De estos, 56 mostraban síntomas de cóvid persistente, un 30% (interesa destacar que 4 de estos 56 pasaron la infección sin síntomas; es decir, fueron pacientes asintomáticos de cóvid, pero sin embargo después desarrollaron cóvid persistente). Aplicando un kit de test clínicos para analizar la actividad del EBV, los investigadores encontraron que un 67% de los pacientes de cóvid persistente mostraban reactivación de este virus, frente a solo un 10% en los controles. Estos datos se repitieron en dos grupos diferentes de pacientes a distintos tiempos después del diagnóstico de infección por cóvid, menos de tres meses o más de tres meses.

Aunque es un estudio pequeño, no es la primera vez que se observa una reactivación del EBV en los pacientes de cóvid. Los autores mencionan otros estudios previos que han detectado reactivación del EBV en los enfermos de cóvid, con mayor frecuencia a mayor gravedad, desde un 55% de los hospitalizados a un 95% de los pacientes de UCI. Algunos síntomas concretos de la cóvid, como los cutáneos –por ejemplo, los sarpullidos en la piel y en los dedos de los pies–, se han asociado previamente a la reactivación del EBV. Este es quizá el primer estudio, o al menos uno de los primeros, que asocia dicha reactivación también a la cóvid persistente.

Y aunque no se establece un vínculo causal claro entre la cóvid y la reactivación del EBV, se sabe que este virus puede despertar de su latencia por distintos estímulos de estrés al organismo, lo que incluye otras infecciones. Por todo ello, concluyen los autores, «merece la pena considerar que una porción de los síntomas de cóvid persistente pueden ser el resultado de una reactivación del EBV inducida por la inflamación asociada a la COVID-19«.

La mala noticia es que el EBV no tiene tratamiento específico, ni vacuna, a pesar de que se describió en los años 60. Tradicionalmente se ha considerado la infección por EBV un problema menor, a lo que se une la complejidad de este virus. Pero el interés por su patología ha crecido a medida que se han ido detectando posibles asociaciones con otras enfermedades más graves a largo plazo.

Si además el EBV llegara a confirmarse como un implicado en los daños que provoca la cóvid, sería de esperar que más investigaciones se volcaran en este virus. Como escriben los autores del nuevo estudio, «conocer las asociaciones entre el SARS-CoV-2 y la reactivación del EBV abre nuevas oportunidades para el diagnóstico y los posibles tratamientos de la cóvid persistente«.