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¿Sirven los refuerzos de las vacunas para mejorar la protección contra la COVID-19?

Decíamos ayer que el transcurso de la pandemia de COVID-19 va planteando nuevas incógnitas que la ciencia trata de resolver. Los gobiernos aspiran a tener respuestas inmediatas e irrefutables para tomar decisiones que no pueden esperar. Pero los resultados científicos no son inmediatos ni irrefutables. Y a falta de consensos, los países van tomando decisiones que ya no son tan unánimes como lo eran al comienzo de la pandemia o de las campañas de vacunación: con respecto a las dosis de refuerzo de las vacunas, algunos países como España y otros de Europa las están recomendando solo a personas mayores y colectivos vulnerables, mientras que en EEUU se aconsejan para toda la población.

Pero ¿cuál es la vía correcta? ¿Deberemos revacunarnos cada cierto tiempo de aquí en adelante, una y otra vez, con actualizaciones de las mismas vacunas adaptadas a las variantes que vayan surgiendo, o con nuevas vacunas esencialmente similares?

No parece que este sea el camino. Las vacunas que tenemos han cumplido su propósito, salvando millones de vidas. Pero su potencial ya está prácticamente agotado, y el beneficio general de estas revacunaciones es dudoso. Aquí, la explicación.

Vacunación de COVID-19. Imagen de Comunidad de Madrid.

A lo largo de la pandemia hay dos enfoques que han ido guiando las decisiones de los gobiernos sobre las campañas de vacunación: uno, epidemiológico, los resultados de los ensayos clínicos de eficacia de protección (lo que incluye el balance del beneficio frente a los efectos secundarios adversos); dos, inmunológico, el efecto de las vacunas sobre la respuesta inmune.

En lo que se refiere a este segundo, prácticamente toda la atención se ha centrado en los efectos de las vacunas sobre los niveles de anticuerpos neutralizantes, esas moléculas fabricadas por las células (linfocitos) B activadas que circulan por el organismo y se unen al virus, bloqueándolo. Los estudios en los que se han basado las decisiones de revacunación describían cómo el nivel de anticuerpos neutralizantes descendía al cabo del tiempo tras la vacunación, y cómo el refuerzo de la vacuna le daba un nuevo empujón.

El descenso de los niveles de anticuerpos unos meses después de la vacunación es algo con lo que ya se contaba, porque así es como funciona el sistema inmune. Los anticuerpos son proteínas, que como todas las demás tienen una vida media limitada en el organismo y se acaban degradando, reciclándose para formar nuevas proteínas. La producción de nuevos anticuerpos depende de lo que dure la estimulación del sistema inmune. Pero la proteína S (Spike) del virus que nuestras células producen utilizando el ARN de la vacuna solo dura unos días, por lo que una vez que se acaba este estímulo, la producción de anticuerpos comienza a descender, y los que ya existen van desapareciendo con el paso del tiempo.

Esto no quiere decir ni mucho menos que volvamos a la casilla de salida. Lo esencial de las vacunas es que, como consecuencia de esta simulación de un ataque infeccioso, se induce la maduración de una población de células B de memoria que quedan durmientes, preparadas para activarse y lanzar una nueva remesa masiva de anticuerpos ante una reestimulación, por ejemplo cuando nos contagiamos. No todos los estudios analizan la población de células B de memoria que queda después de la respuesta inicial. Pero los que sí lo han hecho han encontrado que existe y es potente. Estas células B de memoria son las responsables del nuevo aumento de anticuerpos que experimentan las personas vacunadas cuando después se contagian.

Y esto es solo la mitad del sistema inmune específico. La otra mitad son las células T, que no producen anticuerpos pero también reconocen el virus, y que desempeñan distintas funciones, como estimular la producción de anticuerpos por las células B y matar las células que ya se han infectado.

Medir los niveles de células específicas contra el virus, B o T, es más complicado y requiere equipos más costosos que comprobar los niveles de anticuerpos, por lo que esto no suele hacerse en los seguimientos clínicos rutinarios. Pero sí se ha hecho en varios estudios, según los cuales las vacunas están induciendo una respuesta de células T potente y duradera, y probablemente este componente esté asumiendo una gran carga de la protección a largo plazo.

A todo esto hay que añadir la aparición de Ómicron. Esta variante redujo el poder neutralizante de los anticuerpos inducidos por la vacuna, ya que las mutaciones en su proteína S le permitían evitarlos, pasar desapercibido ante los ojos de esta vigilancia que circula por nuestras venas. Así, las personas con pauta completa (doble dosis) neutralizaban peor esta variante. En cambio varios estudios mostraron que el refuerzo de la vacuna, la tercera dosis, no solo elevaba de nuevo el nivel general de anticuerpos contra el virus de modo similar a como antes lo había hecho la doble vacunación, sino que además multiplicaba por más de 20 veces el nivel de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Dado que esta tercera dosis era idéntica a las anteriores —es decir, estaba diseñada contra el virus original, no contra la propia Ómicron—, no era algo previsible que esto fuera a ocurrir; como ya conté aquí, los inmunólogos han propuesto un mecanismo para explicarlo.

Pero los estudios han revelado también que, con independencia del refuerzo, la efectividad de la vacuna contra los síntomas apenas descendía. Es decir, la pauta completa continuaba protegiendo también contra la enfermedad causada por Ómicron, aunque el nivel de anticuerpos capaces de neutralizar esta variante fuera bajo. Esta protección se ha atribuido a las células T, al comprobarse que la respuesta de este componente inmunitario permanece alta también contra Ómicron después de la doble dosis de vacuna, sin necesidad del refuerzo.

Todo lo cual nos lleva a la pregunta: ¿realmente necesitábamos refuerzo? Las recomendaciones de vacunación han estado sobre todo guiadas por el estudio de los niveles de anticuerpos, especialmente cuando la respuesta de las células T contra la infección ya se conocía bastante, pero aún no tanto la provocada por las vacunas. Entonces tenía sentido restaurar los niveles de anticuerpos neutralizantes con este refuerzo, aún más cuando se descubrió la potente respuesta anti-Ómicron que inducía. En su momento, el primer refuerzo parecía una buena idea.

La cuarta dosis es otra historia. En este caso se está aplicando una vacuna bivalente, contra el virus original y las subvariantes BA.4 y BA.5 de Ómicron. Los estudios han revelado que este segundo refuerzo eleva de nuevo la presencia de anticuerpos a un nivel similar al de después de recibir la tercera dosis. Pero no por encima de este nivel, al contrario de lo que hacían las dosis anteriores. Es decir, que el refuerzo es comparativamente menos potente.

En el caso de las personas mayores, inmunodeprimidas y enfermos crónicos, tiene sentido recomendar la cuarta dosis. Estos grupos siguen corriendo un riesgo mayor; son habitantes de ese porcentaje de resto a quienes la vacuna protege menos, en un momento en el que todos hemos vuelto a una ansiada normalidad. No solamente ya no existen restricciones de ninguna clase (salvo por el absurdo guiñol de las mascarillas en el transporte público, un escenario que nunca ha sido de alto riesgo), lo cual es de agradecer, sino que además, y esto ya no es en absoluto de agradecer, también se han relajado precauciones voluntarias que deberían mantenerse. Buena parte de la población parece haber decidido olvidar que el virus existe; como conté recientemente, un estudio descubría que casi la mitad de los encuestados prefiere ignorar sus síntomas y no testarse, o testarse y mentir a su entorno, prefiriendo no ver alterada su libertad a tomar precauciones para evitar poner en riesgo a otros.

Pero para el resto de la población, la cuarta dosis no tiene mucho sentido. Incluso siendo una vacuna específica contra Ómicron, la respuesta que induce contra esta variante no es mejor que la de la tercera dosis.

Un nuevo estudio publicado ahora en Science Immunology debería ser la tumba de los refuerzos con las vacunas actuales para la población general. Los investigadores, de la Universidad de Tubinga (Alemania), han detallado la respuesta de las células T contra la proteína S completa y contra Ómicron, después de los distintos regímenes de vacunas que se han aplicado en Europa: pauta completa (doble dosis) de vacuna de ARN (Pfizer o Moderna), lo mismo con refuerzo (tercera dosis), una dosis de Oxford-AstraZeneca seguida de una o dos de Pfizer o Moderna, dos dosis de Oxford-AstraZeneca, o una de Johnson & Johnson.

Los resultados muestran que todos los regímenes de vacunas inducen una respuesta duradera de células T de memoria contra el virus, incluyendo Ómicron, similar a la que produce la infección con el propio SARS-CoV-2, aunque la respuesta inicial es mejor en los que han recibido vacunas de ARN en toda o parte de su pauta. Pero mientras, como ya se sabía, el refuerzo aumenta los niveles de anticuerpos —que descienden a los 6 meses, también como ya se sabía—, en cambio «las respuestas de células T permanecieron estables a lo largo del tiempo después de la vacunación completa, sin un efecto significativo del refuerzo en las respuestas de células T ni en el reconocimiento de las mutaciones de Ómicron BA.1 y BA.2», escriben los autores.

Es decir, que la respuesta de células T, el principal componente del sistema inmune que nos está protegiendo de los síntomas graves de la cóvid, es magnífica con la pauta completa de las vacunas, también contra Ómicron; es perdurable y los refuerzos no la mejoran.

Los autores no niegan la posible utilidad de los refuerzos, de los que mencionan que tienen «efectos beneficiosos en términos de protección contra la infección del SARS-CoV-2 y contra los cuadros graves de COVID-19». Recordemos que, inesperadamente, las vacunas están reduciendo la transmisión, y es posible que este efecto recaiga más en la respuesta de anticuerpos que en la de células T.

Pero este estudio, que extiende y confirma lo hallado por otros anteriores, debería servir para entender que los refuerzos aportan muy poco beneficio a la población general. Y que por lo tanto sus costes no compensan. Costes económicos, de las dosis que en su lugar deberían destinarse a las personas que quieren vacunarse y aún no han podido hacerlo (en otros países, claro). Costes de efectos adversos de las vacunas, un riesgo muy pequeño pero que no merece la pena correr si el beneficio obtenido es mínimo. Costes de cansancio de la población, confundida por mensajes basados en evidencias endebles. Y también costes de cansancio del sistema inmune; como ya conté aquí, una exposición repetida puede causar tolerancia a la vacuna, falta de respuesta. Hasta ahora esto no está ocurriendo en los refuerzos contra la cóvid, y es difícil que suceda por el poco tiempo que dura la proteína S que nuestras células fabrican con el ARN de la vacuna. Sin embargo, no es descartable que llegue a ocurrir.

Claro que el hecho de que —todo lo anterior, se entiende, con la ciencia disponible hoy, a falta de saber si todo esto cambiará con lo que nos depare el futuro— los vacunados ya no necesitemos estas vacunas no significa que no necesitemos más vacunas; necesitamos otras vacunas. Mañana seguiremos.