Este debería ser el próximo paso en las vacunas contra la COVID-19

A día de hoy no hay razones científicas sólidas para aplicar una cuarta dosis de vacuna a toda la población que ha recibido las tres anteriores. Solo para ciertos grupos de riesgo se está administrando esta cuarta dosis en España y otros países, y esta es una recomendación razonable: los datos obtenidos de estudios en Reino Unido, Francia y EEUU han mostrado que casi la mitad de las personas inmunodeprimidas apenas responden a dos dosis de la vacuna, pero la mitad de esa mitad mejora su respuesta con una tercera dosis. Aunque aún faltan datos respecto a cómo esa cuarta parte restante responderá a un nuevo refuerzo, parece razonable pensar que les aportará algún beneficio. Y en el caso de las personas con un sistema inmune débil, cualquier ayuda es buena.

Pero no está justificado para la población general. Los estudios muestran que la cuarta dosis aumenta una respuesta de anticuerpos neutralizantes que está decayendo a los pocos meses de recibir la tercera, restaurándola a niveles similares que con la dosis anterior, pero no se logra el efecto de refuerzo que la tercera proporciona respecto a la doble dosis. Es decir, hay un beneficio, pero es marginal. Si a esto unimos que, como ya he explicado aquí, el efecto de las vacunas no se limita a los anticuerpos neutralizantes, sino que incluye también los no neutralizantes, la respuesta de células T y la inmunidad innata, y si además recordamos por un momento que existen continentes enteros donde la mayor parte de la gente aún no ha tenido la oportunidad de recibir ni la primera dosis, el resultado es que un cuarto pinchazo para todos no tiene sentido.

Todo esto, claro, se refiere a la situación actual. No sabemos cómo evolucionará el virus en el futuro, y en esto la ciencia solo puede ir por detrás. Pfizer y Moderna están ahora ensayando sus vacunas específicas contra Ómicron, pero realmente no sabemos si serán necesarias o beneficiosas; por ejemplo, en el caso de que surja una nueva variante contra la cual quizá las nuevas vacunas anti-Ómicron no aporten nada sustancial respecto a las diseñadas contra el virus ancestral de Wuhan.

Como tampoco sabemos qué destino aguardará a las casi 350 vacunas que ahora están en desarrollo o en ensayos preclínicos o clínicos. Muchas de ellas fracasarán; como media, solo uno de cada diez fármacos candidatos acaba superando todas las pruebas para llegar a ver la luz. Al menos una docena de vacunas contra la cóvid ya se han quedado en el camino. Pero las que lleguen hasta el final dentro de meses o años, ¿tendrán alguna utilidad?

Los esfuerzos de científicos, instituciones y gobiernos por responder al horror de la pandemia aportando sus recursos han sido encomiables en todos los casos. Pero uno no puede evitar preguntarse si esta enorme dispersión de esfuerzos, en muchos casos con evidentes tintes nacionalistas, ha tenido algún sentido; y si, dado que no ha sido una sorpresa que llegaran primero a la línea de meta las vacunas que contaban con diez o cien veces más músculo financiero que otras, no habría sido más fructífero en muchos casos enfocar esos otros proyectos más cortos de fondos, y por tanto más lentos, a apuestas con más visión de futuro.

Por ejemplo, una de esas visiones de futuro es la de las vacunas pan-coronavirus, diseñadas para actuar contra cualquier virus de esta familia. El SARS-CoV-2 no ha sido el primero ni el más letal, y no será el último. Realmente habríamos salido enormemente fortalecidos de esta pandemia si lo hiciéramos con una vacuna que pudiera protegernos de futuros coronavirus que todavía no han escapado de sus reservorios animales.

Pero si hay un hueco importante en el campo de las vacunas contra la cóvid que aún falta por rellenar, es sin duda el de las esterilizantes, las que sean capaces de bloquear la infección por completo. Y para este trabajo no parece haber nada más cualificado que las vacunas intranasales.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Como es bien sabido, el coronavirus infecta a través de las mucosas respiratorias, sobre todo por vía nasal, más que por la boca. En estos tejidos se produce un tipo especial de anticuerpos llamados IgA que actúan como centinelas apostados a las puertas, mientras que por la sangre y otros tejidos corren los IgM y los IgG, las patrullas móviles; los IgM son la respuesta temprana, y los IgG la vigilancia posterior. Las vacunas intramusculares que hemos recibido son muy buenas produciendo IgM e IgG, pero no tanto produciendo IgA, por lo que dejan opción a que el virus entre en el organismo para combatirlo una vez que nos ha invadido. Una vacuna por vía nasal, capaz de estimular una fuerte respuesta IgA en las vías respiratorias superiores, podría bloquear al enemigo a las puertas. Naturalmente, una buena vacuna nasal también deberá inducir una potente respuesta sistémica de IgG y de células T en las mucosas.

En contra de lo que decía uno por ahí, ni las vacunas que tenemos se han diseñado para no ser nasales, ni una vacuna nasal se diseña para ser nasal. Cualquier vacuna en principio puede administrarse por la nariz, solo con que su formulación se adapte para este fin, incluyendo el vehículo adecuado para que llegue a donde tiene que llegar y haga lo que tiene que hacer. De hecho, al menos dos de las ya conocidas y utilizadas, la rusa Sputnik V («uve») y la de Oxford-AstraZeneca, se están ensayando ahora por vía nasal.

Pero si aún no las tenemos es porque hay razones que hacen esta vía más complicada. La administración intramuscular es la más rápida y fácil de testar, y con la explosión de la pandemia había prisa. Sobre todo cuando una vacuna de acción sistémica asegurada, como la que se pincha, podía lograr ese objetivo urgente de reducir la enfermedad grave y las muertes. En comparación, las vacunas nasales se han investigado y desarrollado mucho menos, porque antes de la COVID-19 no había demasiado incentivo para ello. Aunque en los últimos años pre-pandemia ha sido un campo en auge, que yo sepa aún solo existe una contra la gripe (y alguna más para uso veterinario), pero incluso esta ha funcionado regular.

La primera de esas complicaciones es que estas vacunas deben vencer un obstáculo peliagudo: la mucosa nasal está especializada en proteger las vías respiratorias de la entrada de elementos extraños. De hecho, en inmunología se consideran las barreras físicas (piel, mucosas) como las primeras defensas básicas. Y tras la barrera física está, además, la inmunidad innata. Así que la vacuna nasal debe encontrar la forma de vencer esas resistencias. Por otra parte, medir parámetros inmunitarios como los anticuerpos es más difícil en las mucosas que en la sangre, y pueden estar sujetos a fluctuaciones que es complicado controlar.

Actualmente hay al menos una docena de vacunas nasales en el horno, de varios tipos, incluyendo virus atenuado, proteína recombinante, vectores adenovirales o ARN/ADN. Algunas de ellas ya están en la fase 3 de los ensayos clínicos. Posiblemente la que esté más cerca de la meta sea la vacuna de adenovirus de chimpancé con la proteína Spike del SARS-CoV-2 creada por la Universidad de Washington y licenciada al fabricante indio Bharat Biotech. Esta vacuna, llamada BBV154, se está ensayando en doble dosis para personas aún no vacunadas y como refuerzo a personas ya vacunadas, pero solo con las indias Covaxin de la propia Bharat y Covishield, la marca india de la vacuna de Oxford-AstraZeneca.

Las vacunas nasales (o quizá también orales) que previsiblemente comenzarán a llegar dentro de unos meses podrán utilizarse como refuerzo en las personas ya vacunadas, complementando el nivel de vigilancia de su sistema inmune inducido por las dosis anteriores con una dotación de células B y T y anticuerpos IgA en la mucosa de las vías respiratorias, además de reforzar de nuevo la inmunidad sistémica. Este es el enfoque en algunas de las vacunas en desarrollo. Pero quizá alguna de ellas logre una inmunización potente con solo una o dos dosis, lo que podría aumentar las tasas de vacunación entre las personas que aún no se han vacunado (por motivos de naturaleza distinta a la ideológica, claro). O quizá incluso existan las dos opciones. Alguna de estas vacunas ha sido diseñada para poder hacer frente a múltiples variantes del virus.

Alguna ya se ha quedado por el camino, como la vacuna de la compañía Altimmune y la Universidad de Alabama, que funcionó bien como vacuna nasal esterilizante con una sola dosis en los ensayos preclínicos en ratones, pero que fue abandonada cuando en la fase 1 con humanos no indujo una buena respuesta. Lo cual debería servir de advertencia sobre la presentación triunfalista de los resultados preclínicos en los medios.

Conviene añadir que no toda la comunidad científica coincide en que vayamos a necesitar con seguridad las vacunas esterilizantes. Y el motivo de estas dudas es que nadie sabe qué hará el virus en el futuro. Si no surgieran nuevas variantes más peligrosas y el virus se limitara a circular en sus formas similares a las actuales, chocando contra nuestra inmunidad ya construida por las vacunaciones y las infecciones, y reforzando temporalmente esa inmunidad en el transcurso de estos choques, tal vez las vacunas esterilizantes estarían de más. Si el SARS-CoV-2 se comportara en el futuro como los coronavirus del resfriado entre la población previamente inmunizada, el riesgo general sería bajo.

Tampoco hay ninguna garantía de que pueda lograrse una inmunidad esterilizante; las vacunas no hacen otra cosa que engañar al organismo con una infección simulada para poner en marcha un proceso natural, y la naturaleza no ha conseguido una inmunidad esterilizante contra los coronavirus del resfriado, que resurgen y nos infectan periódicamente sin que hasta ahora nos haya importado demasiado.

Pero si en algún momento surgiera una nueva variante más peligrosa, entonces sí agradeceríamos tener a mano una vacuna esterilizante. Y quizá la tengamos, o quizá no: el problema, lamentan algunos investigadores, es que la fuente se ha secado. Después de todo ese esfuerzo inicial encomiable aunque disperso, en el que todo el dinero era poco, ahora la financiación de los proyectos de vacunas ha decaído. Ya no existe la carrera por ser el primero, ya no luce tanto destinar fondos a ello, y ni siquiera se sabe si habrá mercado para una próxima generación de vacunas. Pero si algo debería habernos enseñado esta pandemia es que invertir en preparación merece la pena, incluso si aquello contra lo cual nos hemos preparado nunca llega. El error de haber desperdiciado la oportunidad de prevenir una posible nueva amenaza no puede enmendarse, y cuesta vidas.

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