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La población vacunada, nuestra nueva burbuja que las autoridades de salud pública deben proteger

Observo a mi alrededor que en Madrid, donde actualmente no se aplica ninguna medida de restricción contra la pandemia de COVID-19, hemos regresado a una vida casi completamente normal, prepandémica: entramos, salimos, nos reunimos con quien, donde, cuando y como queremos, sin tomar absolutamente ninguna precaución, ya que las mascarillas solo se utilizan caminando por la calle –donde no son necesarias– y en entornos distintos a cualquier situación de ocio, como el transporte público o el trabajo.

Esto es algo que todos hemos anhelado, y que sería estupendo si hubiésemos superado ya la fase epidémica para entrar en la fase endémica, aquella en la que, si las apuestas de muchos científicos aciertan, el virus permanecerá entre nosotros pero guardando un ritmo lineal de infección, tal vez con picos epidémicos estacionales (ver, por ejemplo, este reciente análisis en Nature; de los tres posibles escenarios futuros contemplados, ninguno asume la eliminación del virus, siendo la previsión más optimista que logremos convivir con él soportando una carga de mortalidad inferior a la de la gripe).

Pero por desgracia, aún no es así. Como conté aquí, al menos un país, Singapur, ya ha manifestado públicamente que está esbozando su plan para la postpandemia, sin medidas de restricción ni recuentos diarios de cifras, pero que esta utopía –cuando vivíamos así no sabíamos que lo era– solo se hará realidad cuando se alcancen los objetivos de vacunación.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Y naturalmente, a nadie se le escapa que de eso se trata: vacunación. En nuestra vida cotidiana, en la práctica, se diría que muchos estamos asumiendo que ya el riesgo es menor porque estamos vacunados. Pero tal vez olvidemos que la inmensa mayoría de la población menor de 40 años aún no lo está. Y si somos conscientes de que debemos proteger a quienes todavía no han tenido esa oportunidad –en el caso de Madrid, básicamente los menores de 25, ya que la vacunación de los mayores de 16 se abrió en falso durante unas horas para luego cerrarse–, en cambio quizá no siempre seamos tan conscientes de que también entre las franjas de mayor edad hay personas que no están vacunadas porque han rechazado hacerlo.

Por suerte y como han mostrado las encuestas, nuestro país es uno de los que destacan por confianza en las vacunas, frente a otras naciones más tradicionalmente permeadas por las corrientes antivacunas como EEUU o Francia. Pero incluso en el ansiado día en el que se alcance la cuota necesaria de vacunación de la población (que NO es el 70%), continuará habiendo entre nosotros personas que han rechazado vacunarse.

Y recordemos: primero, la vacuna no es un condón, sino una respuesta contra una infección, por lo que no impide infectarse (aunque sí reduce la transmisión en más de un 80%, variante Delta aparte); segundo, todas las vacunas fallan en un pequeño porcentaje de personas que no desarrollan inmunidad, y que están protegidas no por su propia vacunación, sino por la de quienes les rodean, como también es esto lo que protege a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. Dado que este pequeño porcentaje a escala poblacional se traduce en cientos de miles, esto explica por qué en un brote epidémico con una gran parte de la población vacunada, pero sin inmunidad grupal, aún puede haber una transmisión exponencial (número de reproducción mayor que 1) que lleve a miles de personas vacunadas a los hospitales (sobre todo cuando las personas vacunadas tienden con más facilidad a abandonar las precauciones). Una vez alcanzada la inmunidad grupal real (no por porcentaje de población vacunada, sino inmune), los contagios proseguirán, pero con una tasa lineal descendente. Este es el motivo por el que normalmente no enfermamos de los endemismos contra los cuales estamos vacunados, incluso si no somos inmunes. Y este es el motivo por el que las personas que no se vacunan perjudican a toda la población.

Pero parece casi inevitable que vayamos a compartir espacios con personas que no estarán vacunadas porque no quieren vacunarse. Y aunque en nuestro entorno personal y familiar podamos controlarlo y tomar las medidas necesarias para protegernos del riesgo que suponen estas personas, en cambio no podremos hacerlo en el trabajo, en los espacios públicos, en nuestros lugares de ocio, o ni siquiera en la consulta del médico (no es un secreto que también hay profesionales sanitarios antivacunas; ni siquiera los médicos son todos científicos).

La semana pasada, dos investigadores del Leonard D. Schaeffer Center for Health Policy & Economics, un centro dependiente de la Universidad del Sur de California, publicaban un informe en el que analizan cómo el requisito de vacunación obligatoria se está extendiendo por instituciones y empresas de EEUU, y cómo esta medida está contribuyendo a contener la expansión del virus.

Así, según los autores, más de 500 campus de universidades de EEUU ya exigen prueba de vacunación a sus alumnos y a su personal, lo mismo que organizaciones sanitarias con decenas de miles de empleados. Grandes compañías como la aerolínea Delta ya no contratan a nadie sin certificado de vacunación. Otras, como los hipermercados Costco, Walmart o Target, no llegan a tanto, pero exigen conocer el estatus de vacunación de sus empleados para aplicarles distintas normas: los vacunados pueden prescindir de la mascarilla; los no vacunados, no. Los autores del informe añaden que entre los espacios de propiedad privada y uso público, como estadios, auditorios, gimnasios, restaurantes y otros locales de ocio, se está extendiendo la medida de separar secciones para clientes vacunados y no vacunados.

Los autores apuntan una interesante reflexión: la separación entre las personas vacunadas y las no vacunadas está naciendo de la iniciativa del sector privado, combinada con la demanda de los propios clientes y consumidores. Pero si este empuje está consiguiendo avanzar incluso en estados con bajos porcentajes de vacunación, donde a menudo las propias autoridades tienen una inclinación hacia el negacionismo, en cambio es urgente, dicen, que los gobiernos federal, estatales y locales se impliquen y tomen parte activa en la regulación de la obligatoriedad de vacunación. «Una fuerte alianza entre gobiernos y sector privado podría impulsar los requisitos de vacunación, proteger a las comunidades y reducir disparidades en la carga de la enfermedad«, dice la coautora del informe Karen Mulligan.

Sin embargo, el actual presidente Joe Biden ya ha declarado anteriormente que no está en sus planes imponer mandatos de vacunación obligatoria. En nuestro entorno más cercano vemos que tampoco parece existir la voluntad de las autoridades de regular la obligatoriedad de la vacunación, aunque en algunos países europeos y en algunas comunidades autónomas están empezando a regularse limitaciones para las personas no vacunadas.

En España, estamentos jurídicos y políticos han rechazado la vacunación obligatoria. Según el presidente del gobierno de Canarias, «no puede obligarse a la vacunación porque es un derecho individual». En EEUU, poseer armas y portarlas es un derecho individual. En varios países del mundo, conducir borracho es un derecho individual. En otros, que un marido pegue o viole a su esposa es un derecho individual. No hace tanto tiempo, en España una mujer casada no podía abrirse una cuenta en el banco, tramitar un pasaporte o salir del país sin la autorización de su marido. No hace tanto tiempo, fumar en cualquier lugar público cerrado era un derecho individual.

Lo que es o no es un derecho cambia con el tiempo y según los lugares de acuerdo a la mentalidad social. Y en una sociedad avanzada y civilizada, no puede permitirse que algunas personas estén poniendo en peligro a otras rechazando la vacunación. Algunos llevamos años defendiendo que las mal llamadas «vacunas obligatorias» en los niños deberían ser realmente obligatorias. Y esta pandemia es un ejemplo trágicamente ilustrativo de que rechazar la vacunación no puede continuar siendo un derecho individual.

La idea de las burbujas, a la que nos hemos acostumbrado durante la pandemia, ha cambiado, y este cambio debe llevarse a la práctica. Ahora nuestra burbuja son las personas vacunadas. Y a quienes queremos fuera de nuestra burbuja es a las personas que rechazan vacunarse, dado que, una vez que toda la población diana tenga acceso a las vacunas, estaremos más cerca de alcanzar la inmunidad grupal si el porcentaje minoritario de población no inmune corresponde únicamente a las personas vacunadas sin inmunidad.

Pero dado que nadie lleva escrito en la cara si está vacunado o no, y dado que es extremadamente improbable que las personas no vacunadas decidan voluntariamente seguir utilizando mascarilla para no contagiar a otros cuando ya no sea obligatorio llevarla, es necesario que existan mecanismos para salvaguardar a la población vacunada de quienes no lo están. Y estos mecanismos no pueden depender de la iniciativa privada de los propietarios de negocios, empresas y locales, cuando existen autoridades cuya función es proteger nuestro derecho a la salud pública.

Por qué los adolescentes y jóvenes tienen razón al reclamar vacunas de COVID-19

Parece ser que hace unos días corrió por las redes sociales la declaración de una chica que reclamaba vacunas para su franja de edad, alegando que ellos salen, al contrario que los de 40. Como no podía ser de otra manera, le llovieron memes y chistes, y no era para menos; con independencia de cómo serán los de 40 que conocerá esta chica, en fin, cómo decirlo…

Creo, y esta ya es una opinión muy personal y subjetiva, que quienes hoy ya pasamos de los 40 e incluso de los 50 crecimos en unos tiempos que en muchos sentidos eran infinitamente más ¿libres? ¿locos? ¿despendolados? ¿irresponsables? que los actuales, con la explosión de libertad que siguió a lo de Franco y antes de todas las cortapisas que vinieron después. Y algunos de los que vivimos aquello no hemos parado del todo desde entonces. Probablemente seamos la única generación a la que tanto nuestros padres como nuestros hijos nos han pedido que bajemos la música. Y a la que incluso tanto unos como otros nos han dicho que eso no es música, es ruido. Claro, ahora padecemos de tinnitus, y eso como mínimo (niños, por favor, por vuestro bien, bajad el volumen de los auriculares).

Pero en fin, dejando aparte estas cosas que no vienen mucho al caso, en estas páginas ya he defendido anteriormente la postura de los jóvenes, sin la menor intención de caerles bien ni lo contrario, cosa que no me importa en absoluto. Simplemente, como padre de niños y adolescentes, soy consciente de lo que la pandemia les ha robado de todo aquello de lo que nosotros a su edad disfrutábamos libremente. Y para ellos, un año y pico de sus vidas es subjetivamente mucho más largo que para nosotros, lo cual no es raro si tenemos en cuenta algo tan obvio como que, para alguien de 50, un año es solo la cincuentava parte de su vida, mientras que para un chaval de 15 es la decimoquinta parte de toda su existencia. Quizá solo quien tiene hijos comprenda, y no todos, que a un niño no puedes decirle «es solo un año».

Todo lo cual, sin embargo, no es óbice para entender que la proliferación de viajes de fin de curso en estos momentos y circunstancias era una soberana imprudencia. Personalmente y si me hubiera visto en la tesitura, que no ha sido así, no habría permitido que mis hijos menores se apuntaran a esos viajes, y en caso de tener alguno mayor de edad, que aún no, le habría rogado encarecidamente que no lo hiciera.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Pero con respecto a la vacunación de los jóvenes, de lo que se trata, en el fondo, y es lo que vengo a traer aquí hoy, es de que los políticos una vez más no han entendido el mensaje de los científicos, o lo han interpretado de la manera que les ha dado la gana. Los científicos dijeron que era prioritario vacunar en primer lugar a la población con mayor riesgo de padecer enfermedad grave o morir por COVID-19, grupo que incluía a las personas de mayor edad. Y los políticos entendieron que entonces había que vacunar primero a los mayores de 80, después a los de 70, más tarde a los de 60, luego 50, 40 y así sucesivamente. Y que los jóvenes, por lo tanto, debían quedar ya para el final, si aún sobraba algo.

Pero, a ver. No. En primer lugar, conviene insistir una vez más en algo mil veces repetido aquí. Y es que la palabra de un científico solo tiene verdadero valor cuando transmite los resultados de los estudios científicos. Cuando no es así, evidentemente sus palabras tienen un valor muy superior a las de cualquier ciudadano no experto, pero no deben tomarse como «ciencia». De hecho, tampoco los científicos están exentos de verse afectados por sesgos en sus opiniones, pero esa es otra historia.

El caso es que, cuando los científicos dijeron que era prioritario vacunar primero a los más mayores, no lo dijeron mirando una bola de cristal ni las entrañas de un animal sacrificado. Ni acodados en la barra de un bar tomando un carajillo. Lo dijeron mirando los resultados de sus modelos matemáticos epidemiológicos según los cuales la mayor reducción de mortalidad en la población se alcanzaba priorizando la vacunación de las personas de mayor edad, resultados que a su vez fueron revisados por otros científicos expertos y validados para su publicación en revistas científicas.

Es más: ni siquiera esta era una conclusión grabada a fuego. Como ya conté aquí en su día, dichos resultados de dichos algoritmos epidemiológicos son diferentes según las condiciones de partida. Un modelo matemático no es más que un experimento, pero que se hace en las tripas de un ordenador en lugar de en el mundo real; o sea, una simulación. Y en función de las condiciones de la simulación, los resultados también varían.

Así, han sido muchas y variadas las conclusiones de los modelos, pero a la luz de los resultados se ha debatido sobre todo en torno a dos opciones: 1) vacunar primero a los más vulnerables, los ancianos y enfermos crónicos, o 2) vacunar primero a la población con mayor riesgo de aumentar la transmisión, los jóvenes.

Podía elegirse la opción 1 o la 2. Pero de acuerdo a los datos científicos, lo lógico hubiera sido que, en caso de elegirse la 1, que parecía más favorecida por los estudios, inmediatamente después se hubiese aplicado el criterio de la 2, vacunar a los más jóvenes. Y sin embargo, nuestros políticos optaron por ni 1 ni 2, sino por franjas decrecientes de edad, algo que los estudios no habían dicho.

Mientras los jóvenes reclamaban vacunas, entre el resto de la población se han prodigado dos posturas hacia ellos. Una, muy ruidosa en los medios y en las redes sociales, la de descalificarlos como niñatos inmaduros e irresponsables a los que hay que cerrarles el ocio nocturno y encerrarlos en casa, sobre todo por la noche (todo esto mientras los bares de tapas no nos los toquen, claro). Otra, mucho más minoritaria e impopular, defender que la vacunación de los jóvenes, adolescentes y niños debería haber sido una prioridad para que puedan volver cuanto antes a su vida, a su libertad y a sus costumbres sin que supongan un riesgo para sí mismos ni para los demás. Ahora por fin se está comenzando a vacunar a los jóvenes, pero no es ni mucho menos suficiente, dado que aún no se vacuna a los menores de 16. Total, estos ya ni siquiera protestan.

Esta conveniencia de la vacunación de los jóvenes también se ha comentado en las revistas científicas. En The Lancet, un grupo de investigadores de varias universidades británicas señala: «La infección masiva no es una opción: debemos hacer más para proteger a nuestros jóvenes«.

En concreto, los autores desaprueban la intención del gobierno británico de retirar todas las restricciones el 19 de julio, y temen especialmente por la población joven: «La transmisión descontrolada afectará desproporcionadamente a los jóvenes y niños no vacunados, que ya han sufrido mucho«. Alertan de que, si bien generalmente los más jóvenes no corren riesgo de morir de COVID-19, en cambio no puede asegurarse que no vayan a padecer las secuelas a largo plazo que están afectando a muchos de los enfermos que se recuperan. «Esta estrategia crea al riesgo de dejar una generación con problemas crónicos de salud y discapacidad, cuyos impactos personales y económicos podrían durar décadas«.

Por otra parte, en Nature, Smriti Mallapaty alerta sobre cómo en muchos países la COVID-19 se está convirtiendo en una enfermedad de los jóvenes. Y sobre todo esto, no deberíamos además olvidar el riesgo que esto supone para toda la población. Los niveles intermedios de vacunación, decía un estudio de modelización, ofrecen el terreno fértil ideal para la aparición de nuevas variantes; cuando nadie está vacunado, el virus no sufre presión evolutiva; y cuando lo está todo el mundo, no hay una población suficiente del virus que permita un gran número de experimentos evolutivos (variaciones azarosas de las cuales pueden surgir variantes más peligrosas).

Por último, si hemos olvidado las lecciones de la gripe de 1918, es que una vez más somos una especie incapaz de aprender de la experiencia. La segunda oleada de aquella pandemia fue la que afectó y mató preferentemente a los niños y a la población joven y sana. Si esperamos a que surja una variante del SARS-CoV-2 más virulenta en los niños, adolescentes y jóvenes, entonces sí vamos a saber lo que es vivir aterrorizados.

Combinar AstraZeneca con una segunda dosis de otra vacuna de COVID-19 se perfila como opción ventajosa

Cuando comenzaron a surgir las noticias sobre casos rarísimos de mortalidad asociada a la vacuna de COVID-19 de Oxford-AstraZeneca, algo que entraba dentro de lo previsible –todo fármaco tiene una cuota de efectos secundarios adversos e incluso mortales–, primero se detuvo la vacunación –con el riesgo de aumentar las muertes debidas a la enfermedad–; después, y mientras unas autoridades recomendaban una opción y otras la contraria, se dejó al público que eligiera vacuna a la carta. Lo que resultó en que muchos eligieran en función de la recomendación de los políticos que les gustaban, o de lo que decía el experto de turno en el telediario (sin datos en la mano, porque no los había).

Todo sea dicho: España no es ni mucho menos el único país donde se ha dejado que el usuario elija su vacuna. Se ha hecho en muchos otros lugares; en EEUU se han llegado a colocar pizarras en la calle con la lista de las vacunas disponibles como si fuera el menú del día.

Y mientras tanto, ¿qué decía la ciencia? El problema, como siempre digo aquí, es que la ciencia necesita mucho trabajo para llegar a conclusiones sólidas, lo cual precisa de tiempo, reposo y análisis. Pero una pandemia es el hundimiento del Titanic; no hay tiempo, reposo ni análisis, por lo que no puede haber conclusiones sólidas inmediatas como la gente espera. Mientras, los medios escupen el último estudio, a veces solo un preprint aún sin publicar, presentándolo como si fuese la última palabra de la ciencia, cuando en muchos casos aún no es ni la primera.

Vacuna de la Universidad de Oxford / AstraZeneca. Imagen de Gencat / Wikipedia.

Vacuna de la Universidad de Oxford / AstraZeneca. Imagen de Gencat / Wikipedia.

Pero, desde un punto de vista general, sí, la vacunación heteróloga, combinar dosis de vacunas distintas, es una posibilidad que puede igualar o incluso mejorar la respuesta, al estimular el sistema inmune por distintas vías. Y que, además, cuando el tiempo apremia como ocurre en una pandemia, puede acelerar la vacunación de la población. Así que, no, no es una chapuza que nunca se haya hecho; por ejemplo, se hace con la hepatitis B, se ha aprobado para las vacunas del ébola, y se está ensayando como estrategia contra el VIH/sida, que hasta ahora se ha resistido a todas las vacunas. Es más; de hecho, la propia vacuna rusa de COVID-19 Sputnik V («uve») es una combinación heteróloga de distintos componentes en la primera y segunda dosis.

En el caso de la COVID-19, desde el comienzo de las campañas de vacunación se ha discutido esta posibilidad en las revistas científicas, y ya en diciembre de 2020 AstraZeneca anunció la puesta en marcha de un ensayo para estudiar la combinación de su vacuna con la Sputnik V, mientras que a principios de febrero el gobierno británico lanzó un ensayo (Com-COV) destinado a combinar Oxford-AstraZeneca y Pfizer-BioNTech. En abril el estudio se expandió para incluir además otras dos vacunas, Moderna y Novavax. También en EEUU se ha emprendido un ensayo de combinación de vacunas.

Los resultados de la combinación de vacunas han ido llegando poco a poco; y debido a la urgencia, a menudo a través de preprints o de comunicaciones preliminares de resultados. En enero se difundió un preprint (actualizado después en marzo) que encontraba una potente respuesta en ratones tras la vacunación heteróloga con una vacuna de ARN y la de Oxford-AstraZeneca, mejor que con cualquiera de ellas por separado.

A finales de mayo se anunciaron en España los resultados preliminares del ensayo CombiVacS, en el que participan varios hospitales y universidades españolas junto con el Instituto de Salud Carlos III (el estudio se ha publicado ahora en The Lancet). En un grupo de más de 600 voluntarios, los investigadores encontraron que complementar una primera dosis de Oxford-AstraZeneca con una segunda de Pfizer-BioNTech multiplica por 37 los niveles de anticuerpos neutralizantes y por 4 los de células T en la segunda dosis con respecto a la primera. Y si bien el estudio no comparó esta situación con dos dosis de Oxford-AstraZeneca, los resultados sugieren que la respuesta de la vacunación heteróloga puede ser tan potente, si no más, que de la homóloga, aunque sin una comparación directa esto es solo una hipótesis que habrá que testar.

Casi al mismo tiempo, el Com-COV británico publicó sus primeros resultados, solo relativos a la seguridad de la combinación de las dos vacunas, mostrando que este régimen aumentaba los efectos secundarios leves. Lo cual no es una mala señal; como ya he contado aquí, la ausencia de efectos secundarios no significa que la vacuna no esté actuando, pero su presencia sí significa que está actuando.

Recientemente se han añadido nuevos datos a favor de la combinación heteróloga de la vacuna de Oxford-AstraZeneca (AZ) con una segunda dosis de Pfizer-BioNTech. El 25 de junio Com-COV anunció y difundió en un preprint sus resultados preliminares de inmunogenicidad, según los cuales la combinación AZ+Pfizer es la que genera una mejor respuesta tanto de anticuerpos como de células T, por encima de Pfizer+AZ, y ambas son mejores que el régimen estándar de AZ+AZ. Los niveles de anticuerpos más altos se obtuvieron con Pfizer+Pfizer, mientras que los de células T fueron más elevados en AZ+Pfizer, lo cual encaja con lo ya sabido, ya que las vacunas de ARN son mejores en la estimulación de anticuerpos. Pero aunque las vacunas de vector viral como AZ son mejores en la generación de células T, resulta que en este aspecto la combinación AZ+Pfizer supera a la AZ+AZ.

Por otra parte, también dos nuevos estudios en alemania, por el momento solo en fase de preprint (uno y dos), muestran que la combinación AZ+Pfizer (o también AZ+Moderna, en uno de los dos estudios) provoca una respuesta más potente que AZ+AZ.

Así pues, ¿podemos ya dar por hecho, certificado y rubricado, que la combinación de vacunas es mejor que recibir la misma en las dos dosis?

No.

Como he dicho arriba, tiempo, reposo y análisis. Los estudios, algunos de los cuales aún deben publicarse formalmente, necesitan ampliarse de cientos a miles de personas para confirmar los datos y evaluar efectos secundarios graves. Además, hasta ahora han examinado la potencia de la respuesta inmune generada, pero no la eficacia real en la protección contra la enfermedad (algo que además se hace más difícil estudiar a medida que aumentan los porcentajes de población vacunada).

Esto último es muy importante, y es el motivo por el que todos esos cuadros y gráficos publicados en los medios que pretenden comparar las distintas vacunas no sirven absolutamente para nada: aún no existe un correlato de protección de las vacunas de COVID-19, es decir, un conjunto de indicadores que permita definir cuándo una persona está protegida, y que por tanto ofrezca la posibilidad de comparar directamente las vacunas, manzanas con manzanas (aunque, como contaremos otro día, los científicos se están acercando cada vez más a definir este correlato de protección).

Pero como conclusión de todo lo anterior, sí, con los datos disponibles ahora va emergiendo la idea de que posiblemente la combinación de vacunas sea ventajosa. Hay además otro motivo que puede inclinar la balanza a favor de que la segunda dosis de las personas que han recibido una primera de AZ sea de otra formulación diferente, y es que los vectores virales, como el que utiliza la vacuna de AZ, tienden a estimular una respuesta inmune contra los propios vectores, lo que puede reducir la eficacia de las dosis de refuerzo. Este es el motivo por el que la rusa Sputnik V utiliza en su segunda dosis un vector diferente que en la primera. Pero claro, esto tampoco se le ha explicado a la gente a la que se le ha obligado a elegir a la carta una segunda dosis.

Tampoco es cuestión de decir que se han equivocado quienes han elegido recibir una segunda dosis de Oxford-AstraZeneca en lugar de una de Pfizer-BioNTech. Estas personas van a estar bien protegidas en cualquier caso, y de todos modos es posible que las nuevas variantes nos hagan pasar por la aguja alguna vez más en el futuro. Ahora bien; tal vez sí podría decirse que se equivocan quienes eligen una vacuna en función de qué político la ha recomendado. O qué experto de telediario la ha recomendado, en un momento en el que, con los datos científicos en la mano, lo único que podía decir un verdadero científico experto era: «no sé».

España, entre los países con más confianza en las vacunas de COVID-19

Aunque pueda parecer sorprendente, España es, de entre una muestra de 15 países de renta alta, uno de los que tiene mayor confianza en las vacunas de COVID-19: un 78% de la población dice confiar en ellas, lo cual nos deja por debajo de Reino Unido (87%), Israel (83%) e Italia (81%), pero por delante de Dinamarca (74%), Suecia (74%), Noruega (72%), Canadá (71%), Singapur (70%), Alemania (63%), EEUU (62%), Australia (59%), Francia (56%), Japón (47%) y Corea del Sur (47%). Todo ello según un nuevo informe del Imperial College London.

Informes como este tienen un valor añadido a los publicados por organismos nacionales, ya que de una encuesta de este tipo en una sola población uno puede obtener resultados muy dispares dependiendo de cómo se formulen las preguntas; pero una comparación entre varios países con un método único y consistente nos da una verdadera idea de cómo estamos.

Un ejemplo de cómo los resultados varían según el contenido de la pregunta: según este informe, en EEUU hay un 38% de la población que no confía en las vacunas de COVID-19. Pero también hace unos días, un estudio de la Universidad de Texas A&M revelaba que el 22% de la población encuestada se identifica como «antivacunas». Esto quiere decir, si asumimos que los resultados de ambos estudios son comparables, que un 16% de los estadounidenses, aproximadamente uno de cada seis, no se define como antivacunas, pero rechaza las vacunas de COVID-19.

Es decir, algo que todos hemos escuchado alguna vez: «yo no soy antivacunas, PERO…». Es el mismo tipo de discurso que se oye a menudo con relación a otras etiquetas. Por ejemplo, «yo no soy racista, pero…». A muchas personas les repugna identificarse con ciertas etiquetas, aunque para otras personas esas actitudes o planteamientos claramente correspondan a alguien que encaja en dichas etiquetas.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Pero sí, puede decirse que existen aquí dos grupos taxonómicos diferentes. El primero es el de los que se autocalifican como «antivacunas». Curiosamente, el estudio dice que ese 22% de la población no solo se define como tal, sino que además abraza esta etiqueta como «una forma de identidad social». Es decir, que no es una simple opinión, sino una pertenencia, una militancia. Estudios anteriores a la pandemia han mostrado que estas personas suelen ser muy activas consumiendo y publicando contenidos relacionados con la antivacunación en las redes sociales, y que a menudo también creen en teorías conspiranoicas, hasta el punto de que muchas de estas personas viven prácticamente en una versión ficticia de la realidad (terraplanismo, etcétera).

Un artículo reciente de la psicóloga social Sophia Moskalenko, de la Universidad Estatal de Georgia, presentaba datos mostrando que entre los seguidores de la corriente QAnon –el movimiento que estuvo detrás del asalto al Capitolio, con millones de seguidores en EEUU y que abandera la conspiranoia y la antivacunación– son frecuentes los diagnósticos de trastorno mental, incluyendo trastorno bipolar, depresión, ansiedad y adicciones; el 68% de los arrestados tras el asalto al Capitolio tenía un diagnóstico mental previo.

Durante la pandemia, en las revistas científicas se han publicado innumerables artículos comentando el sentimiento antivacunas y las posibles vías para mitigarlo. Pero muchos expertos se muestran escépticos respecto a la posibilidad de que este tipo de perfil, el que se autodefine como antivacunas y orgulloso de ello, sea en absoluto susceptible de cambiar de opinión. Si por algo se distinguen estas personas es porque no basan sus creencias en la razón ni en las pruebas, y por lo tanto la razón y las pruebas no sirven para convencerlas.

Es más, y según contaba el psicólogo social Tomas Rozbroj, de la Universidad australiana de Monash, estas personas suelen considerarse a sí mismas pro-ciencia e instruidas en cuestiones de salud; se han construido una falsa imitación de la ciencia (esta es precisamente la definición de pseudociencia) en virtud de la cual son «los otros» los que siguen una falsa ciencia. Esto reafirma sus creencias, y por lo tanto son inasequibles a todo razonamiento o evidencia; cuanto más se les intenta convencer, más se atrincheran en su posición. Los propios autores del estudio de Texas señalaban que la simple información y divulgación de mensajes de salud pública no sirve con este grupo.

En esta tipología podríamos situar a algunos personajes populares de nuestro país que han levantado mucho revuelo durante la pandemia con sus declaraciones antivacunas, y sobre los que se ha hablado mucho. Pero en el fondo, la mayoría de lo que se ha hablado sobre ellos tiene tan poco fundamento científico como el que exhiben ellos en sus opiniones.

Me explico: sus opiniones hacen mucho daño, dicen algunos, porque sirven de (mal) ejemplo y condicionan a otros. Pero dado que no existe ningún estudio riguroso que muestre que esto es cierto, de igual modo puede defenderse justo lo contrario, de lo cual tampoco hay ninguna evidencia: que las manifestaciones de estas personas no tienen el menor impacto porque no condicionan a nadie, que solo las aplauden quienes ya piensan como ellos (véase QAnon más arriba), y que para el resto son un simple hazmerreír, cuando no una estrategia de autopromoción de estrellas en declive que añoran su antigua gloria. Y desde este punto de vista, puede decirse que dedicar más a esto (más discusión, más comentario, más titulares) es simplemente ignorar que no tiene la menor importancia.

En cambio, más interés tiene el segundo grupo taxonómico, el de «yo no soy antivacunas, pero…»; menos recalcitrantes, más tibios, y más influenciables por lo que ven a su alrededor o por cómo sopla el viento en cada momento. Esto no debería entenderse en sentido peyorativo; todos somos no expertos en muchas cosas, y es natural que en algo en lo que no somos expertos valoremos las opiniones de otros que creemos más cualificados que nosotros.

El problema es que en muchos casos tampoco sabemos quién está más cualificado que nosotros, y aquí es donde muchas de estas personas sí pueden guiarse por opiniones erróneas. Un ejemplo lo tenemos en la creencia en la fantasía de que el virus SARS-CoV-2 fue diseñado en un laboratorio. Antes esta creencia pertenecía al territorio QAnon; pero se ha extendido a medida que esta idea ha sido respaldada de forma más o menos clara por ciertos opinadores, columnistas y tertulianos no cualificados, aunque de gran influencia.

De hecho, una evidencia más del efecto de esos vientos sobre este grupo lo tenemos en la evolución de la confianza en las vacunas de la COVID-19 en España. Según el mismo tracker del Imperial College citado más arriba, el 1 de noviembre de 2020 España era el país de los 15 analizados donde había menos confianza en las vacunas (un 51%), seguido de cerca por Francia, pero ambos a mucha distancia del resto. Como se ve, en seis meses hemos pasado a ocupar el cuarto puesto de 15 en cuanto a confianza en las vacunas.

Y sin embargo, no ha habido ningún hito o descubrimiento científico en estos meses que justifique este aumento drástico de la confianza; las vacunas ya estaban exhaustiva y rigurosamente testadas y aprobadas en noviembre. Por lo tanto, este despegue de la confianza solo puede atribuirse a factores sociales: el clima social, lo que oímos, lo que se dice por ahí, lo que opinan los periodistas a los que seguimos…

Es decir, que este grupo de los digamos «tibios» sí es altamente susceptible a los mensajes. Y por lo tanto, es a ellos a quienes deberían dirigirse esos mensajes.

La cuestión es: ¿existen esos mensajes, o son los correctos? Al comienzo del plan de vacunación hubo alguna breve campaña institucional, la cual, por otra parte, no era en absoluto informativa o explicativa, sino que más bien se basaba en el argumento emocional o social, como si las autoridades considerasen que la población es demasiado ignorante o idiota como para basar su decisión de vacunarse en argumentos explicativos científicos o racionales.

Y, sin embargo, a esa misma población, a la cual las autoridades no le conceden el criterio suficiente para entender las bases racionales y científicas de la vacunación, en cambio sí la consideran con criterio suficiente para elegir a la carta cuál de las vacunas prefieren para la segunda dosis. ¿Cuál es el mensaje que las autoridades transmiten con esto? ¿Alguien cree que esto ayuda a apuntalar la confianza en las vacunas entre aquellos susceptibles a estos mensajes? O, incluso, ¿podría ser este mensaje más contraproducente que las declaraciones alucinatorias de alguna celebrity pasada de vueltas y de sustancias?

La priorización de las vacunas de COVID-19 y el asiento de la nave de ‘Contact’

Hace unos días, una información publicada en 20 Minutos por Jorge Millán revelaba un dato tan inquietante como lamentable: el porcentaje de personas entre 70 y 79 años –el segundo grupo con más riesgo de muerte por COVID-19– que ha recibido ya dos dosis de vacuna es menor que el de todas las franjas más jóvenes, exceptuando a los menores de edad.

Por esas extrañas asociaciones de ideas que nos asaltan a veces, me vino a la cabeza la película Contact, basada en la novela de Carl Sagan. Unos alienígenas avanzados envían instrucciones precisas a los humanos para construir la Máquina, la nave que salvará el abismo entre los dos mundos. Los humanos siguen estas instrucciones. Pero como se creen más listos, deciden que los pobres alienígenas, ignorantes ellos, han olvidado algo tan básico como poner en la nave un asiento y un cinturón de seguridad. Cuando Jodie Foster despega bien anclada a su butaca, aquello comienza a vibrar como un demonio, tanto que el asiento acaba desclavándose del suelo. Y solo entonces, la vibración desaparece y todo funciona como la seda.

Ahora, aplicación a las vacunas de la COVID-19. Y aviso, este no es un artículo para hacer amigos. Pero como suelo decir aquí, es lo que tiene la ciencia: dice lo que es, no lo que nos gusta.

Vacuna de AstraZeneca. Imagen de Arne Müseler / arne-mueseler.com / CC-BY-SA-3.0 / https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/de/deed.de via Wikipedia.

Vacuna de AstraZeneca. Imagen de Arne Müseler / arne-mueseler.com / CC-BY-SA-3.0 / https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/de/deed.de via Wikipedia.

Los científicos dicen a qué grupos es necesario vacunar de forma prioritaria para optimizar los beneficios a la población (ver más abajo). Pero entonces las autoridades, que se creen más listas, deciden que los pobres científicos, ignorantes ellos, han olvidado algo tan básico como recomendar que se vacune a los colectivos que las propias autoridades consideran «esenciales»: militares, policías, bomberos, protección civil, otros cuerpos y fuerzas de seguridad, todos los sanitarios y aledaños (no solo los que trabajan con enfermos de cóvid), profesores…

Los sanitarios que trabajan con enfermos de cóvid no solo sí son verdaderamente esenciales en estos momentos y corren un mayor riesgo de contagio, lo que justifica su vacunación prioritaria, sino que además su dedicación al bien común y el terrible precio que han pagado en esta pandemia merecen que se les premie con un trato preferente. Pero ¿el resto de los sanitarios y aledaños? ¿Por qué un profesional sanitario no-cóvid, y no cualquier otro profesional que también recibe en su oficina y tiene trato con multitud de personas distintas (sí, la telemedicina también existe)? ¿Por qué es más esencial un podólogo que un abogado? ¿O el/la recepcionista de una podología que el/la recepcionista de una abogacía?

Es más: no se ha considerado esencial vacunar a los investigadores que desarrollan las vacunas que otros se ponen. A pesar de que no solo están expuestos a un mayor riesgo porque trabajan con el virus, sino que, además, son quienes desarrollan las vacunas que otros se ponen.

España es uno de los pocos países que han mantenido las escuelas abiertas durante todo el curso presente. Porque, según las autoridades, no hay riesgo; dicen que el virus no se está transmitiendo en las aulas. Pero a pesar de ello, deciden que es prioritario vacunar a los profesores, quienes según esas mismas autoridades no están expuestos a un mayor riesgo.

Algunos estudios en diversos países han encontrado que, por ejemplo, los transportistas y personas que trabajan en la distribución figuran entre los colectivos con mayor índice de contagios. ¿En serio es más esencial para mí un cabo primero de zapadores del ejército de tierra que el transportista que lleva los alimentos al supermercado y la persona que me los vende, sin los cuales caeríamos en el desabastecimiento, la histeria colectiva y hasta los saqueos?

Es cierto que para alguna de las vacunas disponibles, como la de AstraZeneca, ha habido dudas sobre su uso en los grupos de más edad, y que por ello este fármaco (por cierto, no sé por qué en los medios se ha extendido la costumbre de utilizar «suero» como sinónimo de vacuna, cuando una vacuna dejó de ser un suero en el siglo XIX) se ha destinado a algunos de esos otros grupos más jóvenes. Pero también es cierto que esta consideración de los «esenciales» prioritarios no se hizo a raíz de esto, sino con independencia de esto.

A finales del año pasado, cuando nos llegaron las magníficas noticias sobre las rápidas aprobaciones de las vacunas, no podíamos imaginar que casi ya en mayo aún ni siquiera se habría vacunado a toda la población mayor de 80 años. Ni que la práctica totalidad (puede decirse que un 96,5% es la práctica totalidad, según los datos de Jorge Millán) de las personas de entre 70 y 79 años aún estaría esperando recibir la dosificación completa de la vacuna.

Vuelvo al «ver más abajo» que puse más arriba sobre la priorización de grupos para optimizar los beneficios de la vacunación. Todos hemos escuchado a tertulianos diferentes que, bien aconsejados por su bola de cristal y su cuñado, deciden a qué grupos es necesario vacunar. Por ejemplo: ¡pero no, hombre, no, no hay que vacunar a quienes tienen más riesgo, sino a quienes transmiten el virus, que no son los viejos sino los jóvenes! (Ejemplo real de tertuliano real, pero voy a callarme los detalles)

Pero luego están los científicos, a quienes no les asesoran su bola de cristal ni su cuñado, sino modelos matemáticos informatizados predictivos con algoritmos de optimización. Que no son ni mucho menos infalibles, pero sí más fiables que la bola de cristal y el cuñado del tertuliano.

Y eso sin contar con que la afirmación del tertuliano revela un desconocimiento profundo, porque las vacunas con las que contamos ahora no se han diseñado ni testado para impedir la transmisión del virus (muchas vacunas no hacen esto), sino para impedir que la gente enferme gravemente y muera. Por lo tanto, deben administrarse a quienes tienen más riesgo de enfermar gravemente y morir. El hecho de que se esté mostrando a posteriori que las vacunas probablemente sí puedan reducir la transmisión es un bonus, pero no justifica que algo no concebido para reducir la transmisión se administre para reducir la transmisión.

El 10 de febrero repasé aquí de forma exhaustiva lo que esos modelos matemáticos predictivos en los estudios científicos publicados habían concluido sobre a quiénes debía vacunarse con prioridad para obtener el máximo beneficio de los programas de vacunación. Y como ya conté, no todos los estudios llegaban a conclusiones unánimes; pero tomados en su conjunto, y a la espera de que también los científicos expertos los recopilen y comparen de forma rigurosa, la idea general que se extraía de ellos era que apuntaban a la nada sorprendente recomendación de vacunar primero a los grupos que corren más riesgo de enfermar gravemente y morir, los de mayor edad.

Desde entonces se han publicado nuevos estudios, pero la conclusión general no ha variado. Por ejemplo, un estudio publicado en PNAS encontraba que no solo la vacunación de las personas mayores es la estrategia que más vidas salva, sino también la que más años de vida salva en la población, incluso teniendo en cuenta que esas personas mayores son las que menos años de vida tienen por delante. Otro estudio de esta misma semana, también en PNAS, analiza si debe priorizarse la vacunación por edad o a los trabajadores esenciales. Conclusión nada sorprendente: vacunar en primer lugar a los trabajadores esenciales de mayor edad. Y lo que previene más muertes (en EEUU, el país analizado en el estudio, entre 20.000 y 300.000) es vacunar primero a los más ancianos.

Por cierto, a estos pobres investigadores, probablemente sobrepasados por esa consideración de la esencialidad que no es menos arbitraria ni digital (de «a dedo») en otros países que en España, les sale que el 70% de los trabajadores son esenciales, porque un agricultor, o quien consigue que salga agua al abrir el grifo, o quien arregla una instalación eléctrica averiada, no son menos esenciales que un psicólogo o el tripulante de un submarino.

Claro que todo esto tendría alguna importancia si las autoridades escucharan a los científicos. Lo cual, por desgracia, no ha sido la norma en lo que llevamos de pandemia. Al final, el resumen de todo ello es el mismo que en Contact: cuando se pone un asiento clavado al suelo que quienes saben de ello no han dicho que deba ponerse, todo comienza a descarajarse condenadamente. Mientras el número de vacunas continúe siendo limitado, solo en el momento en que esa butaca se desancle comenzarán a notarse los efectos positivos de la vacunación y cesará el chorreo diario de muertes.

Por qué los efectos secundarios leves de las vacunas son buenos (y cuán rarísimos son los graves)

Cuando yo era niño, pensaba que la fiebre era una enfermedad, como supongo que nos ocurría a todos: tenías fiebre, no ibas al colegio. Conclusión, la enfermedad era la fiebre. Solo años después, al estudiar inmunología en la facultad, comprendí que en realidad es al contrario: la fiebre no son los malos, sino los buenos. Es un signo de que el cuerpo está luchando contra la enfermedad.

La fiebre, de hecho, no es un descontrol de la regulación térmica del organismo. No es un fallo en el termostato, sino al contrario, una subida programada del termostato (que se encuentra en el hipotálamo del cerebro) para que la temperatura normal del cuerpo aumente. Esta subida de la temperatura facilita la acción de distintos mecanismos inmunitarios destinados a combatir una infección. La inflamación actúa de manera parecida: se produce por la liberación de distintos mediadores moleculares que atraen a las células inmunitarias al lugar donde tienen que actuar. Del mismo modo que el dolor sirve para saber que algo no marcha bien y requiere nuestra atención, la fiebre y la inflamación también son mecanismos beneficiosos.

Es por esto que los síntomas leves de fiebre, inflamación y malestar posteriores a una vacunación, como la de la COVID-19, no deben interpretarse como un error, un defecto, una imperfección, algo que no debería ocurrir pero que ocurre porquelasvacunassehanhechoatodaprisaynosehanhechobien. En realidad, la vacuna está haciendo exactamente lo que tiene que hacer.

Una explicación. Imagino que más o menos todo el mundo está al tanto de que la función del sistema inmune –centrémonos en el adaptativo– es combatir al enemigo que se nos mete dentro (no protegernos de él; no es un EPI), y que esto se basa en la capacidad de diferenciar entre lo propio y lo no propio. Pero probablemente no sean tantos quienes hayan dedicado un momento a pasmarse con ello. Piénsenlo un momento: nuestro cuerpo está formado por ácidos nucleicos, proteínas, carbohidratos y lípidos. Un microbio patógeno está formado por ácidos nucleicos, proteínas, carbohidratos y lípidos. ¿Cómo sabe el sistema inmune contra qué debe actuar y contra qué no? De hecho, y dado que el sistema inmune está programado para matar, ¿por qué no nos mata a nosotros mismos?

Imagen de pexels.com.

Imagen de pexels.com.

No, no es una pregunta estúpida. La respuesta no es trivial. Se dice entre los inmunólogos que la mitad del sistema inmune sirve para apagar la otra mitad. Para que podamos sobrevivir, nuestro sistema inmune debe tolerarnos a nosotros mismos. Aprende a hacerlo durante su desarrollo, pero a veces falla, lo que puede resultar en enfermedades autoinmunes como el lupus, la artritis reumatoide, la esclerosis múltiple, la celiaquía y muchas otras. En estos casos, el sistema inmune ataca a alguno de nuestros propios antígenos. No ha aprendido a tolerarnos del todo, o aprendió pero después lo ha olvidado.

Pero esta discriminación entre lo propio y lo no propio es solo una parte de la historia, no la historia completa. Piénsenlo otro momento: si el sistema inmune se limita a respetar lo propio y a actuar contra lo extraño, y teniendo en cuenta que nuestro cuerpo contiene al menos el mismo número de células de bacterias –el microbioma– que propias nuestras (así es: somos medio humanos, medio bacterias), ¿por qué el sistema inmune no elimina este Mr. Hyde bacteriano que todos llevamos dentro? Y ¿por qué no somos todos alérgicos a todo, dado que cualquier alimento, polen, ácaro del polvo o eau de pelo de gato es para nuestro sistema inmune algo extraño, no propio?

En 1989 un ilustre inmunólogo llamado Charles Janeway pronunció una conferencia en el Cold Spring Harbor Laboratory de Nueva York, en la cual lanzó una bomba nuclear sobre la inmunología. Esto dijo Janeway: «Sostengo que el sistema inmune ha evolucionado específicamente para reconocer y responder a microorganismos infecciosos, y que esto implica no solo el reconocimiento de antígenos, sino también de ciertas características o patrones comunes en los agentes infecciosos pero ausentes del hospedador«.

Es decir, Janeway decía que había mucho más, más allá de lo propio/no propio. Que los microbios peligrosos tienen algo que nuestro sistema inmune reconoce como peligroso, y que en cambio no se encuentra en los microbios inofensivos o en el polen. Pero Janeway no tenía ninguna prueba de tal cosa; era una pura especulación teórica para intentar explicar las observaciones de la naturaleza. Y dado que por entonces no se conocía nada parecido a lo que Janeway sugería, decir lo que dijo podía ser, o bien una genialidad, o bien un disparate. O el logro científico de una vida, o la defenestración.

Y fue lo primero. Dos años después se descubrió que una molécula clave del sistema inmune ya conocida, llamada receptor de interleukina-1 (por cierto y no por casualidad, la IL-1 es una molécula proinflamatoria y pirógena, o sea, que produce fiebre), era muy parecida a una proteína de la mosca llamada Toll, a la que hasta entonces se le suponía solo una función en el desarrollo embrionario. Después se descubrió que el Toll de la mosca tenía también una función inmunitaria. En 1997, el propio Janeway y su becario Ruslan Medzhitov descubrieron en los humanos una molécula similar a Toll que reconocía ciertos patrones presentes en microbios patógenos, y que participan en la activación de la respuesta inmune. Desde entonces y hasta hoy se han descubierto en los humanos al menos 11 de estos Toll-Like Receptors (TLR), moléculas que actúan como sensores para reconocer patrones que identifican a los microbios peligrosos. No todo lo extraño es peligroso, y los TLR distinguen lo que sí lo es de lo que no.

Volvamos a la vacuna. Una vacuna no es algo peligroso para nosotros, ya que es solo un trozo inofensivo de un microbio, o un microbio muerto o inactivado. Y sin embargo, se trata de que el sistema inmune no lo sepa; tenemos que hacerle creer que sí lo es, con el fin de que dispare una respuesta como la que montaría contra el propio microbio, y nos deje así preparados para combatirlo en caso de que nos invada. Esta es una de las claves en el diseño de las vacunas: conseguir engañar al sistema inmune para que crea que va en serio.

Y aquí es donde llegan los efectos secundarios: si después de una vacuna tenemos fiebre, dolor, inflamación o malestar, podemos estar seguros de que la vacuna está funcionando dentro de nosotros como debe. Le hemos hecho creer al sistema inmune que estamos sufriendo una infección, y él está reaccionando con toda su artillería. Repetimos: todos esos síntomas no los provoca el invasor, sino nuestro propio cuerpo luchando contra él.

Esto tampoco significa que la vacuna no esté funcionando en las personas que no notan ningún síntoma después de la vacunación. Como los propios virus, también las vacunas producen distintos grados de afección en diferentes personas. Alguien que no desarrolle ningún efecto secundario puede perfectamente estar respondiendo como debe a la vacuna. Pero para quienes después de la vacunación se sientan enfermos, debería ser reconfortante saber que su sistema inmune está trabajando para protegerles.

Por supuesto, todo lo anterior no tiene nada que ver con el VIPIT, o Trombocitopenia Inmune Protrombótica Inducida por Vacuna. Los famosos trombos. En este caso, si realmente se trata de un efecto adverso de la vacuna y no de una simple correlación, se trataría de un síndrome rarísimo, tanto por su prevalencia como por el –todavía– desconocimiento de los mecanismos implicados. Hasta ahora los científicos saben que se parece mucho a casos igualmente extraños observados antes en reacción a la administración de heparina (paradójicamente, un anticoagulante), ciertas infecciones o incluso cirugías.

Por supuesto que la ciencia está ya trabajando en el VIPIT; algo así no puede ignorarse. Por el momento, parece que el tratamiento con anticoagulantes no heparínicos o con inmunoglobulinas (digamos, anticuerpos de marca blanca) puede ser beneficioso.

Pero no quisiera terminar sin insistir en que el VIPIT es algo rarísimo. Y para ello, algo de contexto: la comparación de su prevalencia, que se cuenta en unidades de casos (entre 1 y 6) por cada millón de vacunados, con el aproximadamente 1% de muertes por cóvid, ya es bien conocida. Pero quisiera dejar aquí otros ejemplos para ponerlo más en un contexto. Y para ello, copio y actualizo una tabla que ya publiqué aquí hace cinco años a propósito de las posibilidades de ganar el bote del Euromillones, y que se basa en datos de EEUU recopilados por el experto en desastres naturales Stephen Nelson, de la Universidad Tulane, a los que he añadido otros relevantes (solo a modo de curiosidad; por supuesto que las fuentes son dispares, y el riesgo de morir por un tornado no es el mismo en Kansas que en Tenerife).

Las posibilidades de…

Morir en accidente de tráfico 1 entre 90
Morir por COVID-19 una vez infectado 1 entre 100 (aprox.)
Morir por asesinato 1 entre 185
Morir en un incendio 1 entre 250
Padecer una enfermedad rara en general 1 entre 1.500-2.000
Morir por accidente con arma de fuego 1 entre 2.500
Nacer con distrofia muscular 1 entre 3.500
Morir por ahogamiento 1 entre 9.000
Nacer con enfermedad de los huesos de cristal (osteogénesis imperfecta) 1 entre 10.000-20.000
Morir por inundación 1 entre 27.000
Morir en accidente de avión 1 entre 30.000
Padecer esclerosis lateral amiotrófica (ELA) 1 entre 50.000
Morir por un tornado 1 entre 60.000
Morir por el impacto global de un asteroide o cometa 1 entre 75.000
Morir por un terremoto 1 entre 130.000
Morir por un rayo 1 entre 135.000
Morir por la vacuna de AstraZeneca 1 a 6 entre 1.000.000
Morir por el impacto local de un asteroide o cometa
1 entre 1.600.000
Morir de envenenamiento por botulismo 1 entre 3.000.000
Morir por ataque de tiburón 1 entre 8.000.000
Ganar el bote del Euromillones 1 entre 139.838.160

 

Cinco ideas erróneas sobre las vacunas de la COVID-19 (2): ¿pueden las personas vacunadas contagiarse y contagiar?

Continuamos hoy con la segunda entrega de ideas erróneas en relación a las vacunas de la COVID-19 (aquí la primera entrega).

4. Las personas vacunadas aún pueden infectarse y contagiar a otras

Reflexión previa que explica por qué esto es incorrecto (quien no la necesite puede continuar después de la foto, aunque esto ayuda a entender las cosas):

Cuando uno llega a la profesión del periodismo desde la profesión de la ciencia, hay ciertas cosas a las que cuesta acostumbrarse. Y una de ellas es el tan diferente concepto de la «verdad». La ciencia es el mundo de la búsqueda asintótica de la verdad, como un ideal a perseguir a través de un camino de posibilidades y probabilidades que tiende a acercarse cada vez más a ese límite. No es «científicamente demostrado». Es «los datos actuales sugieren que quizá». En cambio, el periodismo es el mundo de la verdad urgente y absoluta, sin importar que sea objetiva o no, porque los medios ideológicamente opuestos tienen verdades absolutas opuestas. Y, al menos en ciencia, no pueden ser verdad al mismo tiempo una cosa y su contraria.

En tiempos de pandemia se diría que esto se ha acentuado, porque el público sumido en el temor y la incertidumbre busca verdades absolutas, sí o no, blanco o negro. Y así ocurre que constantemente, día tras días, los científicos están difundiendo los nuevos avances de la investigación sobre el coronavirus convenientemente acolchados entre sus «podría ser», «a día de hoy los datos apuntan a que», «quizá», «probablemente», «no es descartable que», «no puede asegurarse que» o «no puede asegurarse que no».

Pero los medios suelen quitar todo este acolchado –hay redactores jefe para quienes un «quizá» o un «podría» en un titular es algo inaceptable, cuando la ciencia en proceso muchas veces solo puede ofrecer «quizás» y «podrías»– y, así, hacen una verdad de algo que no lo es. Por ejemplo: los científicos dicen que no puede garantizarse que las personas vacunadas no se infecten ni contagien a otras. Los medios cuentan que las personas vacunadas pueden infectarse y contagiar a otras. Cualquiera puede entender que hay una clara diferencia entre ambas cosas.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vayamos al tema. ¿Pueden las personas vacunadas contagiarse y contagiar a otras? La respuesta corta: a nivel individual, no es descartable. A nivel epidemiológico, a día de hoy los datos actuales apuntan a que posiblemente esta vaya a ser una preocupación menor.

La respuesta larga. Debe tenerse en cuenta que una vacuna no es un traje de astronauta. Ni una cubierta protectora que repela los virus. No es un «blindaje». La vacuna crea una respuesta inmune que vigila el organismo para responder contra una infección. Con esto se entiende que, para que la respuesta estimulada por la vacuna haga lo que tiene que hacer, en primer lugar es necesario que el patógeno esté en el organismo, en un lugar u otro, de una manera o de otra.

En el caso de la cóvid, y dado que el objetivo era salvar vidas, el testado de las vacunas se ha centrado en determinar si previenen la enfermedad moderada o grave. Es decir, si salvan vidas.

Por lo tanto, han quedado de lado los objetivos de saber: primero, si la vacuna protege de la infección leve o asintomática; segundo, en caso de que la respuesta sea no, si la carga viral en las personas vacunadas e infectadas es suficiente para contagiar a otras, siempre teniendo en cuenta que aún no se sabe cuál es la carga viral necesaria para contagiar a otras. Estos objetivos no han estado presentes en el diseño de las vacunas, y por lo tanto tampoco se han considerado requisitos para su validación.

Existen casos en los que una vacuna puede proporcionar lo que se llama inmunidad esterilizante, es decir, protección contra una infección productiva.En el caso de un virus que entra por las mucosas respiratorias como el SARS-CoV-2, sería posible obtener una vacuna que favorezca la liberación de un tipo concreto de anticuerpos (IgA) que actúa con preferencia en las secreciones de dichas mucosas en lugar de en el torrente sanguíneo (IgG), y que por lo tanto detenga el virus en la misma entrada. De hecho, se están creando vacunas nasales de este tipo.

Hay un problema adicional, y es que no solamente este no ha sido el objetivo de los ensayos realizados antes de la aprobación de las vacunas ya disponibles, por lo que no existen suficientes datos científicos al respecto; sino que, además, aún no existe tampoco un criterio científico para definir la inmunidad esterilizante en el caso concreto de la COVID-19. Comprobar a gran escala si los vacunados se contagian o no es relativamente sencillo, incluso en los casos asintomáticos; comprobar si estos últimos están contagiando a otros es más complicado.

En resumen, no es que las vacunas de la cóvid no den inmunidad esterilizante. Es que aún no se sabe. En algunos casos ni siquiera se ha examinado; en otros hay indicios de que podría ser así, por ejemplo con la vacuna de Janssen que está a punto de aprobarse. También hay indicios de que la vacuna de Moderna podría reducir en dos tercios las infecciones asintomáticas tras la primera dosis.

En cuanto a la vacuna de Pfizer, un estudio en la población israelí publicado en The New England Journal of Medicine estima una efectividad del 90% tras la segunda dosis para la protección de la infección asintomática. Otro nuevo estudio en trabajadores sanitarios británicos, aún sin publicar, ha detectado una efectividad de la primera dosis de esta vacuna del 72% en infección tanto sintomática como asintomática, que aumenta al 86% después de la segunda dosis, lo que según los autores implica que esta vacuna puede «reducir la transmisión de la infección en la población» (nótese cómo la efectividad en el mundo real suele ser menor que la eficacia anunciada en los ensayos clínicos). También en trabajadores sanitarios británicos, una sola dosis de Pfizer reduce los infectados asintomáticos a la cuarta parte, y estos podrían mostrar niveles más bajos del virus y por lo tanto menor riesgo de infectar a otras personas, según otro estudio aún sin publicar.

Por último, respecto a la vacuna de AstraZeneca, los ensayos han encontrado una protección del 59% contra la infección asintomática con la dosificación óptima (que ya expliqué aquí). Datos más recientes publicados en The Lancet indican una protección contra la infección del 64% tras la primera dosis, incluyendo casos sintomáticos y asintomáticos, lo que sugiere la posibilidad de reducir la transmisión.

En resumen y con los datos disponibles hasta ahora, los autores de una reciente y monumental revisión de las vacunas actuales publicada en Science Advances concluyen con respecto a la posibilidad de que las personas vacunadas puedan contagiarse y contagiar a otras: «Aunque este escenario no puede descartarse, pensamos que probablemente será poco común«.

Pero una vez más, conviene insistir: cuando los científicos hablan de si una vacuna reducirá los contagios, lo hacen desde el punto de vista epidemiológico, el de la población general. Al público le interesa el punto de vista individual: ¿me protege a mí del contagio? ¿Me protege de contagiar a otros? Y en este caso la respuesta es… exactamente la que los científicos han estado pregonando desde el principio. Que no puede asegurarse.

6. Las personas vacunadas pueden decir adiós al riesgo de la COVID-19 para siempre

Aunque somos muchos los que nos sentiremos más aliviados cuando recibamos la vacuna, ciertas situaciones que se están viendo en las televisiones estos días son algo preocupantes. Creo que con todo lo anterior ha quedado suficientemente claro que no: las personas vacunadas no necesariamente deben contar con estar del todo protegidas. Ni mucho menos se sabe cuánto durará; para conocer la protección a largo plazo hay que esperar al largo plazo. Aún no existe lo que se llama un correlato de inmunidad de la cóvid, un conjunto de indicadores que sirvan para afirmar que una persona está inmunizada.

Aún no se sabe cuál es la duración de los anticuerpos neutralizantes, ni qué nivel de anticuerpos neutralizantes confiere protección. No se sabe cuál es el papel de los linfocitos T en la inmunidad contra la cóvid ni cuál es la capacidad de las distintas vacunas de estimular esta respuesta, en qué grado y con qué duración. No se sabe qué nivel de inmunidad proporcionan las vacunas en las mucosas por las que entra el virus, ni qué medida de memoria inmunológica se consigue, ni cuánto dura. Las vacunas se han obtenido, probado rigurosamente y validado en tiempo récord, pero caracterizarlas en profundidad llevará meses o años.

Hasta entonces, lo que realmente nos protegerá en mayor medida, lo que finalmente permitirá que algún día podamos volver a la normalidad, no es la vacuna en nuestro brazo, sino muchas vacunas en los brazos de muchas personas. Como ocurre con cualquier otra vacuna, las vacunaciones de otros también nos protegen a nosotros. Y por tanto, las negativas de otros a vacunarse también nos perjudican a nosotros.

Cinco ideas erróneas sobre las vacunas de la COVID-19 (1): la vacuna de AstraZeneca

La campaña de vacunación en España avanza a trompicones, sin dar nunca la sensación de llegar a despegar; para el común de los mortales que no pertenecemos a los colectivos de mayor riesgo o a los privilegiados (este segundo grupo incluiría a aquellos sobre los que no existen datos científicos que apunten a un mayor riesgo de contagio ni de padecer enfermedad más grave, pero que ya han recibido la vacuna), el pinchazo aún parece algo muy lejano. Pero al mismo tiempo, y con toda la difusión que están alcanzando las inmunizaciones, algunos medios están cayendo en ciertas ideas erróneas que pueden dificultar aún más el avance de las vacunas, ya que están contribuyendo a crear confusión e incluso rechazo hacia alguna de ellas. Así que, una vez más, conviene desmontar algunas de estas ideas. Empezamos:

1. Esta vacuna es peor, son mejores estas otras…

Ningún medio ha podido resistirse a la tentación de publicar bonitas infografías en las que se comparan los detalles de las distintas vacunas para que el público pueda saber qué vacuna es mejor, cuál es no tan buena, cuánto protege cada una…

Para que se entienda, esto es como elaborar una bonita tabla comparando la gestión de gobierno de, por ejemplo, Carlomagno, con la de, por ejemplo, John F. Kennedy (por utilizar ejemplos políticamente neutros). Cualquiera entiende fácilmente que esto es comparar peras con manzanas. Y esas tablas publicadas en los medios comparando distintas vacunas también están comparando peras con manzanas.

Las distintas vacunas se han probado y validado en condiciones y con criterios muy diferentes. En un ensayo clínico intervienen infinidad de factores, variables que deben elegirse cuando se diseña el ensayo y que en cada caso son muy distintas: tamaños dispares de los grupos, distintos fraccionamientos, diferentes parámetros medidos, distintos umbrales…

En una revisión en la revista Science Advances, un grupo de investigadores de la Universidad de Cornell se ha echado a la espalda la tortuosa e infernal tarea de recoger todos los datos científicos publicados sobre 17 vacunas, incluyendo las que ya están administrando a la población, con el fin de ajustar sus resultados y condiciones para tratar de sacar algo en claro de sus posibles comparaciones.

El producto de esto son 31 páginas de estudio. A lo largo de las cuales los autores repiten infinidad de veces que la disparidad de los datos, las medidas y los formatos impide la comparación directa de los resultados en la mayoría de los casos. Y escriben: «Necesitaremos más datos […] para saber si todas las vacunas de primera generación pueden proteger a niveles de eficacia cercanos al 90%. También debe tenerse en cuenta que las diferencias en la eficacia aparente pueden depender, al menos en parte, de cómo las infecciones sintomáticas se documentan en los distintos ensayos, lo que parece variar«.

Los investigadores ponen el siguiente ejemplo: en los ensayos de las vacunas de Pfizer y Moderna se identificaba a las personas infectadas cuando acudían por propia voluntad a los centros del estudio informando de síntomas y se les testaba la presencia de ARN viral por PCR, mientras que en el ensayo de AstraZeneca se testaba semanalmente a todos los vacunados y se les hacía rellenar un cuestionario de síntomas. Es evidente que se están midiendo cosas diferentes, y esto significa que los datos de eficacia no son comparables. Este es solo uno de los muchos aspectos diferentes de los ensayos de unas y otras vacunas. Y ni mucho menos se conoce aún cómo evolucionarán con el tiempo los distintos componentes inmunitarios involucrados en la protección con una u otra vacuna.

Al final, la única conclusión de esta monumental revisión es que los resultados «en su conjunto implican que la vacunación puede conseguir un alto nivel de protección contra la infección sintomática del SARS-CoV-2. Más aún, hay indicios preliminares de que las vacunas también podrán proteger contra la COVID-19 grave«.

Es por ello que, ante la proliferación de esas tablas e infografías en los medios, no solo en España, alguna revista científica ha tenido que salir al quite: «Por qué es tan difícil comparar las vacunas de la COVID«, titula Nature en un reciente reportaje. «Puede ser tentador, pero simplemente no es posible comparar directamente la efectividad de las vacunas basándonos solo en estos resultados«, dice en el reportaje el investigador de la Pennsylvania State University David Kennedy.

¿No es posible entonces obtener una comparación real válida entre distintas vacunas? Podrá serlo, cuando existan estudios que comparen directamente distintas vacunas en un mismo ensayo, con criterios comunes.

Vacuna de la Universidad de Oxford / AstraZeneca. Imagen de Gencat / Wikipedia.

Vacuna de la Universidad de Oxford / AstraZeneca. Imagen de Gencat / Wikipedia.

2. La vacuna de AstraZeneca solo tiene un 60% de… ¿eficacia? ¿Efectividad? ¿Eficiencia?

Incluso algún colectivo de profesionales sanitarios se ha manifestado en contra de recibir la vacuna de AstraZeneca, lo cual ya es para miccionar y no expulsar orina, sobre todo teniendo en cuenta que casi la práctica totalidad de la población, incluyendo sectores que corren serio riesgo de morir por cóvid, aún continúa esperando pacientemente un pinchazo que se les prometió allá por noviembre, pero que parece no llegar nunca. Y teniendo en cuenta que hoy mismo algunas personas se contagiarán y acabarán muriendo de una enfermedad contra la cual ya existen vacunas que podrían salvarles la vida. Quienes van a recibir una vacuna próximamente, sea cual sea, pueden considerarse muy afortunados. La mayoría no tenemos esa suerte.

Ante todo, aclaremos: los ensayos clínicos informan sobre la eficacia de una vacuna. Una vez que esta se administra a la población en el mundo real, se puede medir su efectividad (la eficiencia se refiere a la optimización de la campaña en términos de distribución de recursos, coste y resultados obtenidos).

Eficacia y efectividad pueden ser muy diferentes; por ejemplo, una revisión de estudios de una de las vacunas contra la gripe en niños determinó un 79% de eficacia, pero un 38% de efectividad. Debe entenderse que cuando los resultados anunciados de algunas vacunas contra la cóvid hablan de un 95% de eficacia, esto NO significa que de cada cien personas vacunadas 95 vayan a estar totalmente protegidas y 5 corran el riesgo de infectarse; significa que, en las condiciones ideales del ensayo clínico, se ha observado un 95% de reducción de la enfermedad, definida por unos criterios concretos, en el grupo de las personas vacunadas en comparación con el grupo de placebo. Ni más ni menos.

De esto se entiende que la excesiva difusión que se ha dado a esos numeritos mágicos no hace demasiado bien, ya que no se comprenden. El mensaje que debe quedar es que, si los científicos concluyen de los ensayos clínicos que una vacuna es eficaz, esto significa que su administración a la población general conseguirá proteger a muchas personas directamente, a otras indirectamente gracias a la inmunidad de grupo, y por tanto reducirá enormemente el riesgo epidemiológico para todos. Vacunas como las de la gripe, con efectividades reales muchas veces menores del 50%, salvan miles de vidas cada año.

Con respecto a la vacuna de AstraZeneca, este es el resumen de los datos: un ensayo encontró un 90% de eficacia. Otro determinó un 62% de eficacia (de estos dos datos en conjunto sale el 70% del que se habla). Ambos emplearon distinta dosificación. Ahora, una nueva revisión de los estudios ha encontrado una eficacia del 76% después de la primera dosis. Al administrar una segunda dosis antes de las 6 semanas, se ha obtenido una eficacia del 55%, pero del 81% cuando la segunda dosis se retrasa a más de 12 semanas. Y ¿cuál es la conclusión de todo esto? Que quizá convenga retrasar la segunda dosis.

AHORA BIEN:

Dicho lo anterior, también hay que decir esto. No puede ocultarse que la vacuna de AstraZeneca ha recorrido un proceso accidentado y algo desconcertante. Para empezar, los primeros estudios de vacunación con una sola dosis rindieron una producción de anticuerpos neutralizantes menor de lo esperado. Por algún motivo, los diseñadores de la vacuna decidieron utilizar la proteína Spike o S del virus (la misma que se emplea como inmunógeno en todas las vacunas que han llegado a España) en un tipo de conformación que no parecía la óptima, ya que no incluía ciertos cambios estabilizadores que los experimentos previos sugerían que podían ser ventajosos para mejorar su acción.

Quizá algo sorprendidos por este resultado, los investigadores decidieron sobre la marcha incluir una segunda dosis en el protocolo. Pero por un error, resultó que algunos de los voluntarios del ensayo recibieron en la primera dosis solo la mitad de lo pretendido. Así, hubo un grupo que recibió media dosis + una dosis, y otro al que se le administró una dosis + una dosis.

Extrañamente, resultó que el primer régimen, el de media dosis inicial, funcionaba mejor. Esto no es del todo incomprensible; de hecho, ya se había observado con alguna otra vacuna. Una explicación posible sería que el vector que transporta la proteína S, un adenovirus de chimpancé, estaba interfiriendo de algún modo en la respuesta óptima buscada. Pero también resultó que quienes habían recibido media dosis habían esperado más tiempo para recibir la segunda, por lo que quizá la diferencia se deba al tiempo entre ambas dosis y no a la dosificación. O tal vez a ambas cosas.

Por último, también resultó extraño que los resultados presentados por AstraZeneca incluyeran dos ensayos separados de los que se obtenía la media. Si no es posible comparar los ensayos de dos vacunas distintas, tampoco lo es comparar dos ensayos distintos de la misma vacuna. Es irregular; un dato promediado entre dos ensayos diferentes no tiene el mismo valor que un solo dato obtenido a partir de un único ensayo.

En resumen, a lo largo del proceso de ensayos, AstraZeneca y la Universidad de Oxford (creadora original de la vacuna) han dado tumbos y bandazos que han desconcertado bastante a la comunidad científica. Pero también debemos entender que el trabajo desarrollado a lo largo del último año por los investigadores de vacunas ha sido excepcionalmente rápido y urgente; antes de esta pandemia, el tiempo medio desde el diseño de una vacuna hasta su aprobación era de 16 años. Y cuando se avanza tan deprisa por territorio desconocido, no tiene nada de raro que surjan problemas e incluso errores a los que hay que reaccionar sobre la marcha. Lo importante es el resultado final. Y la vacuna funciona; ha superado el umbral del 60% que se estableció como objetivo mínimo para las vacunación contra la cóvid.

Por mi parte, puedo decir que estoy incluido en el grupo de edad de los que vamos a recibir la vacuna de AstraZeneca. Y que lo haré con gusto, dado que los recursos disponibles deben distribuirse del mejor modo posible entre la población, y este lo es (dejando aparte una vez más la discusión sobre los grupos privilegiados, en la que prefiero no entrar). Esto, también dejando de lado el problema de las nuevas variantes del virus. En particular, la vacuna de AstraZeneca parece ser mucho menos eficaz contra la variante sudafricana. Pero una vez más, aún no hay suficientes datos. Y en cualquier caso, creo que ya debería haber quedado suficientemente claro que esta pandemia no se acaba para cada uno de nosotros el día que recibamos el pinchazo en el brazo.

3. La vacuna de AstraZeneca no puede usarse con la gente mayor: es peligrosa, no sirve o algo

Los científicos dicen: no existen suficientes datos que permitan validar la vacuna de AstraZeneca en personas mayores al mismo nivel de confianza obtenido para el grupo de población más joven. Los medios entienden: la vacuna de AstraZeneca no sirve para las personas mayores. No funciona. O es peligrosa. O algo.

Pero sí, la vacuna de AstraZeneca se ha probado en personas mayores. De hecho, hubo un estudio específicamente dedicado a esto. La conclusión: la vacuna «parece ser mejor tolerada por las personas de más edad que por las más jóvenes y tiene una inmunogenicidad similar en todos los grupos de edad después de la dosis de recuerdo«. Según resume la reciente revisión de Science Advances citada más arriba, cuando la vacuna «se testó en voluntarios de edades 18-55, 56-69 o mayores de 70, hubo poca o ninguna reducción de la inmunogenicidad dependiendo de la edad«.

¿Por qué, entonces, esta vacuna solo se está administrando en España a los menores de 55 años? En el conjunto de estudios, el grupo de los mayores de 55 solo ha representado hasta ahora el 12% de los voluntarios –y solo un 4% de mayores de 70– con solo uno de los dos regímenes de administración de dosis probados. Dado que existen distintas vacunas y deben repartirse entre los distintos grupos, las autoridades de algunos países han preferido reservar esta vacuna para el sector de población de menor edad a la espera de más datos. Pero según los datos actuales, sí, la vacuna funciona igual de bien en personas mayores. Y por cierto, el criterio de las autoridades españolas contradice el de la Agencia Europea del Medicamento, que ha recomendado esta vacuna para todos los grupos de edad.

(Continuará)

Según la ciencia, ¿quiénes deberían ser los grupos prioritarios para recibir la vacuna de COVID-19?

Una buena parte del trabajo de los epidemiólogos consiste en planificar las campañas de vacunación de modo que se logre optimizar sus efectos: ante recursos siempre limitados, ¿a quiénes debe vacunarse primero para obtener un mayor beneficio?

Por ejemplo, la llamada vacunación en anillo, consistente en inmunizar a las personas con mayor riesgo de contraer el virus, como los contactos de los infectados, se empleó con enorme éxito en la erradicación de la viruela y en el despliegue de la vacuna contra el ébola en África. Otra estrategia, llamada cocooning (de cocoon, «capullo», por lo que cocooning vendría a significar «hacer el capullo»; es de suponer que los epidemiólogos castellanoparlantes utilizarán otra traducción mejor), se basa en vacunar a quienes rodean a las personas vulnerables para proteger a estas.

Sirva lo anterior para explicar que, en esto, también hay expertos; ni las vacunas ni la epidemiología se han inventado ayer. Y sobra decir que los epidemiólogos no disertan sobre ello mirando el vuelo de las aves o las entrañas de animales sacrificados, sino haciendo rigurosos estudios científicos y utilizando modelos matemáticos informatizados, a su vez construidos y alimentados con los datos de rigurosos estudios científicos. Y aunque esto debería resultar obvio, no parece serlo tanto cuando en estos días los periódicos, las radios y las televisiones se han llenado de comentaristas y tertulianos vírgenes en conocimientos epidemiológicos, pero unidos al grito de «¡HAY QUE VACUNAR A…!«.

Sin embargo, parece evidente que las autoridades contemplan otros criterios ajenos a los científicos. Por ejemplo, no hay criterios científicos que justifiquen una vacunación prioritaria de líderes políticos, gobernantes, militares, obispos… Por supuesto que hay una consideración hacia los trabajos esenciales. Pero ¿cuáles son? ¿Acaso no son esenciales los repartidores que ponen los alimentos en los estantes del súper o las personas que se sientan en la caja para atendernos?

En estos días han proliferado los colectivos que se consideran a sí mismos esenciales. Todo lo cual podría ser ampliamente discutible, pero no es materia de este blog. Lo que importa aquí es contar cuáles son los criterios científicos que los epidemiólogos están manejando respecto a quiénes deberían recibir la vacuna de forma prioritaria. Y subrayar que, al menos, ningún ciudadano ilustrado debería tomar como dogma lo que nadie que no sea epidemiólogo diga sobre a quién hay que vacunar primero (y los científicos tampoco dogmatizan).

Vacuna COVID-19 de Moderna. Imagen de U.S. Air Force / Joshua J. Seybert.

Vacuna COVID-19 de Moderna. Imagen de U.S. Air Force / Joshua J. Seybert.

Un reciente estudio publicado en Science por epidemiólogos de la Universidad de Colorado resume de forma muy clara cuáles son estos criterios: «Hay dos enfoques principales en la priorización de las vacunas: (1) vacunar directamente a aquellos con mayor riesgo de efectos graves, y (2) protegerlos indirectamente vacunando a aquellos responsables de la mayor parte de la transmisión«, escriben los autores.

Es decir, que según la ciencia no siempre es necesariamente más efectivo vacunar primero a los grupos de mayor riesgo, sino que en ocasiones puede obtenerse un mejor resultado si se vacuna a los colectivos que más están extendiendo el virus. Por ejemplo y curiosamente, otros estudios previos citados por los autores han descubierto que en ciertas circunstancias deberían ser los niños quienes recibieran de forma prioritaria la vacuna de la gripe, ya que son los principales contagiadores. En concreto, al parecer la protección directa de los más vulnerables (como los ancianos y enfermos crónicos) es más eficaz cuando hay mucha transmisión de la gripe, pero cuando esta es baja, funciona mejor la protección indirecta vacunando a los niños.

En el caso de la COVID-19, todo es nuevo: nuevo virus, nuevas formas prioritarias de transmisión (aerosoles frente a gotículas y objetos o superficies), nuevos riesgos (transmisión asintomática o presintomática), nuevas vacunas (las de ARN se aplican por primera vez en la población general)… Pero claro, el hecho de que todo sea nuevo no implica que la opinión de cualquiera sobre a quién vacunar primero sea igualmente válida; solo implica que los epidemiólogos deberán hacer un esfuerzo extra para obtener conclusiones avaladas por la ciencia. Y que, como siempre ocurre en ciencia, se necesitarán muchos estudios, no siempre concordantes entre sí, para llegar a un consenso.

Por ejemplo y ya en concreto sobre la COVID-19, otro estudio previo, aún no publicado, tenía en cuenta las posibles variaciones en la efectividad de las vacunas y en su disponibilidad para calcular la priorización óptima. Según este estudio, una vacuna de baja efectividad debería destinarse con preferencia a las personas de más edad, mientras que con otra de alta efectividad debería en cambio priorizarse la vacunación de las personas más jóvenes, a no ser que la disponibilidad de la vacuna sea escasa, en cuyo caso debería favorecerse la protección directa de los ancianos. Y ¿por qué? Porque así es como, según los resultados del modelo matemático, consiguen reducirse más las muertes en cada caso.

Otro factor a considerar para una estrategia óptima, como señalaba otro estudio aún sin publicar, es si una vacuna solo protege de la enfermedad o también bloquea la transmisión del virus. Por último, hay más ingredientes a añadir, como la incógnita sobre qué vacunas protegen en qué medida contra las nuevas variantes del virus que van a continuar surgiendo, hasta qué punto puede proteger una sola dosis de las vacunas que requieren dos si la segunda no está disponible, o si combinar dos dosis de vacunas distintas puede mejorar la protección. Todo lo cual ilustra claramente que el asunto es mucho más complejo de lo que parecen sugerir las opiniones de los tertulianos.

En concreto y en el caso de la cóvid, los autores del estudio de Science llegan a la conclusión de que la vacunación prioritaria de las personas mayores de 60 años es la estrategia que más consigue reducir la mortalidad en la mayoría de los escenarios. Curiosamente, hay matices, ya que la vacunación de personas entre 20 y 49 años es más eficaz para reducir los contagios con una vacuna altamente efectiva y que bloquea la transmisión, y hay ciertas situaciones en las que esta estrategia sería ligeramente mejor para reducir la mortalidad, como cuando se aplican medidas para contener los contagios (como está ocurriendo ahora), o las dosis de la vacuna son escasas, o la vacuna es poco eficaz en personas mayores.

Pero salvando estos matices, concluyen los autores, «para la reducción de la mortalidad, la priorización de los adultos más ancianos es una estrategia robusta que será óptima o casi óptima para minimizar la mortalidad para virtualmente todas las características posibles de las vacunas«. Los investigadores recomiendan una última medida para mejorar el resultado: postergar la vacunación de las personas seropositivas frente a las seronegativas. Es decir, vacunar primero a quienes no han pasado la enfermedad.

Sin embargo, conviene aclarar, ya dicho más arriba, que esta es ciencia en proceso: otro estudio reciente de simulación publicado por investigadores de la Universidad de Nueva York en la revista Advanced Theory and Simulations y que ha tomado como escenario un lugar muy concreto, la localidad neoyorquina de New Rochelle, concluye que «priorizar la vacunación de las personas de alto riesgo tiene solo un efecto marginal en el número de muertes por COVID-19«.

En general, las autoridades han priorizado la vacunación de las personas mayores. Pero más allá de esto entran factores que estos modelos no contemplan, y que son esenciales de cara a esta segunda fase del plan de vacunación en la que nos hallamos ahora: si se dice que debería vacunarse a los colectivos más expuestos y con mayor riesgo, ¿cuáles son los colectivos más expuestos y con mayor riesgo?

Por ejemplo, la Comunidad de Madrid dijo que estudiaría la vacunación del personal de hostelería por estar expuesto a un mayor riesgo. Al mismo tiempo, dice que los bares y restaurantes son seguros, lo que implica que el personal de hostelería no está expuesto a un mayor riesgo. Con este ejemplo se entiende que ahora las decisiones sobre quiénes recibirán la vacuna próximamente ya no estarán basadas en la ciencia, sino en otro tipo de criterios.

Pero también la ciencia puede analizar cuáles son los colectivos que están expuestos a un mayor riesgo. Diversos estudios han analizado las tasas de infecciones y la mortalidad en distintos colectivos profesionales en diferentes lugares. He aquí algunos datos:

En EEUU, el estado de Washington examinó la incidencia de la cóvid por sectores industriales, concluyendo que los más afectados son, obviamente, los trabajadores sanitarios y sociales (25%), seguidos de agricultura, bosques, pesca y caza (11%), pequeño comercio (10%), fabricación (9%), hostelería (7%), construcción (7%), administración pública (5%), transporte y almacenaje (4%), gestión de residuos (4%), educación (3%) y otros menores.

Un estudio en Reino Unido dirigido por la Universidad de Glasgow y publicado en Occupational & Environmental Medicine, del grupo BMJ, descubre los colectivos profesionales más afectados por cóvid grave: trabajadores sanitarios, seguidos muy de lejos por transporte y trabajadores sociales, con educación, alimentación y policía y otras fuerzas en un nivel mucho menor de riesgo.

También en Reino Unido, el gobierno ha recopilado las muertes por cóvid en distintos sectores profesionales. Después de los trabajadores sanitarios y sociales como grupo más afectado, hay ciertos datos destacados, como una especial incidencia en las mujeres que trabajan en fábricas. No se registra una mortalidad especialmente alta en el sector educativo en general, pero sí en particular en los hombres profesores de secundaria (recordemos que en España se ha priorizado la vacuna para docentes de infantil y primaria, edades con menos propensión a contraer el virus que los adolescentes de secundaria).

Un estudio del Instituto Noruego de Salud Pública ha analizado los casos de cóvid por profesiones. En la primera ola los más afectados fueron los profesionales sanitarios, seguidos de los conductores de autobuses, tranvías y taxis. Pero curiosamente, en la segunda ola la situación cambió por completo: los sanitarios pasaron a un nivel mucho menor de infecciones, mientras que en este periodo las profesiones con más casos fueron camareros/as (incluyendo bares, restaurantes y establecimientos de comida rápida), azafatos/as, transportistas, taxistas, dependientes y recepcionistas. Los autores del estudio explican la posible causa de la discrepancia por el hecho de que al comienzo de la pandemia el testado estaba priorizado sobre todo para el personal sanitario.

Un estudio aún no publicado de la Universidad de California en San Francisco ha analizado los sectores profesionales en los que la cóvid se ha cobrado un mayor exceso de mortalidad en California. Los resultados son algo inesperados: el colectivo más afectado son los cocineros (extrañamente, no los camareros), seguido de los trabajadores de empaquetamiento y envasado, agricultores, panaderos, construcción, producción, operadores de costura y comercio.

En resumen, en este batiburrillo de datos al menos puede verse que, después de la prioridad absoluta de los profesionales sanitarios y sociales, quiénes están más o menos expuestos o corren mayor o menor riesgo puede ser algo discutible y variable según los lugares y otras circunstancias. Pero que nos interesa proteger a las personas que producen alimentos, los transportan y los venden. Y que si algunos datos apuntan a que el personal de hostelería es, en efecto, de alto riesgo, es porque trabaja en lugares de alto riesgo.

Pero sobre todo, si algo parece especialmente claro es que los líderes políticos y gobernantes en ningún caso forman parte de esos grupos de riesgo. Como escriben tres investigadores de la Universidad Johns Hopkins en The New England Journal of Medicine, «los marcos de priorización creados por paneles de expertos y adoptados por los estados no conceden a los líderes gobernantes ningún estatus especial, y darles prioridad suscita importantes preguntas sobre justicia y transparencia«.