España, entre los países con más confianza en las vacunas de COVID-19

Aunque pueda parecer sorprendente, España es, de entre una muestra de 15 países de renta alta, uno de los que tiene mayor confianza en las vacunas de COVID-19: un 78% de la población dice confiar en ellas, lo cual nos deja por debajo de Reino Unido (87%), Israel (83%) e Italia (81%), pero por delante de Dinamarca (74%), Suecia (74%), Noruega (72%), Canadá (71%), Singapur (70%), Alemania (63%), EEUU (62%), Australia (59%), Francia (56%), Japón (47%) y Corea del Sur (47%). Todo ello según un nuevo informe del Imperial College London.

Informes como este tienen un valor añadido a los publicados por organismos nacionales, ya que de una encuesta de este tipo en una sola población uno puede obtener resultados muy dispares dependiendo de cómo se formulen las preguntas; pero una comparación entre varios países con un método único y consistente nos da una verdadera idea de cómo estamos.

Un ejemplo de cómo los resultados varían según el contenido de la pregunta: según este informe, en EEUU hay un 38% de la población que no confía en las vacunas de COVID-19. Pero también hace unos días, un estudio de la Universidad de Texas A&M revelaba que el 22% de la población encuestada se identifica como «antivacunas». Esto quiere decir, si asumimos que los resultados de ambos estudios son comparables, que un 16% de los estadounidenses, aproximadamente uno de cada seis, no se define como antivacunas, pero rechaza las vacunas de COVID-19.

Es decir, algo que todos hemos escuchado alguna vez: «yo no soy antivacunas, PERO…». Es el mismo tipo de discurso que se oye a menudo con relación a otras etiquetas. Por ejemplo, «yo no soy racista, pero…». A muchas personas les repugna identificarse con ciertas etiquetas, aunque para otras personas esas actitudes o planteamientos claramente correspondan a alguien que encaja en dichas etiquetas.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Pero sí, puede decirse que existen aquí dos grupos taxonómicos diferentes. El primero es el de los que se autocalifican como «antivacunas». Curiosamente, el estudio dice que ese 22% de la población no solo se define como tal, sino que además abraza esta etiqueta como «una forma de identidad social». Es decir, que no es una simple opinión, sino una pertenencia, una militancia. Estudios anteriores a la pandemia han mostrado que estas personas suelen ser muy activas consumiendo y publicando contenidos relacionados con la antivacunación en las redes sociales, y que a menudo también creen en teorías conspiranoicas, hasta el punto de que muchas de estas personas viven prácticamente en una versión ficticia de la realidad (terraplanismo, etcétera).

Un artículo reciente de la psicóloga social Sophia Moskalenko, de la Universidad Estatal de Georgia, presentaba datos mostrando que entre los seguidores de la corriente QAnon –el movimiento que estuvo detrás del asalto al Capitolio, con millones de seguidores en EEUU y que abandera la conspiranoia y la antivacunación– son frecuentes los diagnósticos de trastorno mental, incluyendo trastorno bipolar, depresión, ansiedad y adicciones; el 68% de los arrestados tras el asalto al Capitolio tenía un diagnóstico mental previo.

Durante la pandemia, en las revistas científicas se han publicado innumerables artículos comentando el sentimiento antivacunas y las posibles vías para mitigarlo. Pero muchos expertos se muestran escépticos respecto a la posibilidad de que este tipo de perfil, el que se autodefine como antivacunas y orgulloso de ello, sea en absoluto susceptible de cambiar de opinión. Si por algo se distinguen estas personas es porque no basan sus creencias en la razón ni en las pruebas, y por lo tanto la razón y las pruebas no sirven para convencerlas.

Es más, y según contaba el psicólogo social Tomas Rozbroj, de la Universidad australiana de Monash, estas personas suelen considerarse a sí mismas pro-ciencia e instruidas en cuestiones de salud; se han construido una falsa imitación de la ciencia (esta es precisamente la definición de pseudociencia) en virtud de la cual son «los otros» los que siguen una falsa ciencia. Esto reafirma sus creencias, y por lo tanto son inasequibles a todo razonamiento o evidencia; cuanto más se les intenta convencer, más se atrincheran en su posición. Los propios autores del estudio de Texas señalaban que la simple información y divulgación de mensajes de salud pública no sirve con este grupo.

En esta tipología podríamos situar a algunos personajes populares de nuestro país que han levantado mucho revuelo durante la pandemia con sus declaraciones antivacunas, y sobre los que se ha hablado mucho. Pero en el fondo, la mayoría de lo que se ha hablado sobre ellos tiene tan poco fundamento científico como el que exhiben ellos en sus opiniones.

Me explico: sus opiniones hacen mucho daño, dicen algunos, porque sirven de (mal) ejemplo y condicionan a otros. Pero dado que no existe ningún estudio riguroso que muestre que esto es cierto, de igual modo puede defenderse justo lo contrario, de lo cual tampoco hay ninguna evidencia: que las manifestaciones de estas personas no tienen el menor impacto porque no condicionan a nadie, que solo las aplauden quienes ya piensan como ellos (véase QAnon más arriba), y que para el resto son un simple hazmerreír, cuando no una estrategia de autopromoción de estrellas en declive que añoran su antigua gloria. Y desde este punto de vista, puede decirse que dedicar más a esto (más discusión, más comentario, más titulares) es simplemente ignorar que no tiene la menor importancia.

En cambio, más interés tiene el segundo grupo taxonómico, el de «yo no soy antivacunas, pero…»; menos recalcitrantes, más tibios, y más influenciables por lo que ven a su alrededor o por cómo sopla el viento en cada momento. Esto no debería entenderse en sentido peyorativo; todos somos no expertos en muchas cosas, y es natural que en algo en lo que no somos expertos valoremos las opiniones de otros que creemos más cualificados que nosotros.

El problema es que en muchos casos tampoco sabemos quién está más cualificado que nosotros, y aquí es donde muchas de estas personas sí pueden guiarse por opiniones erróneas. Un ejemplo lo tenemos en la creencia en la fantasía de que el virus SARS-CoV-2 fue diseñado en un laboratorio. Antes esta creencia pertenecía al territorio QAnon; pero se ha extendido a medida que esta idea ha sido respaldada de forma más o menos clara por ciertos opinadores, columnistas y tertulianos no cualificados, aunque de gran influencia.

De hecho, una evidencia más del efecto de esos vientos sobre este grupo lo tenemos en la evolución de la confianza en las vacunas de la COVID-19 en España. Según el mismo tracker del Imperial College citado más arriba, el 1 de noviembre de 2020 España era el país de los 15 analizados donde había menos confianza en las vacunas (un 51%), seguido de cerca por Francia, pero ambos a mucha distancia del resto. Como se ve, en seis meses hemos pasado a ocupar el cuarto puesto de 15 en cuanto a confianza en las vacunas.

Y sin embargo, no ha habido ningún hito o descubrimiento científico en estos meses que justifique este aumento drástico de la confianza; las vacunas ya estaban exhaustiva y rigurosamente testadas y aprobadas en noviembre. Por lo tanto, este despegue de la confianza solo puede atribuirse a factores sociales: el clima social, lo que oímos, lo que se dice por ahí, lo que opinan los periodistas a los que seguimos…

Es decir, que este grupo de los digamos «tibios» sí es altamente susceptible a los mensajes. Y por lo tanto, es a ellos a quienes deberían dirigirse esos mensajes.

La cuestión es: ¿existen esos mensajes, o son los correctos? Al comienzo del plan de vacunación hubo alguna breve campaña institucional, la cual, por otra parte, no era en absoluto informativa o explicativa, sino que más bien se basaba en el argumento emocional o social, como si las autoridades considerasen que la población es demasiado ignorante o idiota como para basar su decisión de vacunarse en argumentos explicativos científicos o racionales.

Y, sin embargo, a esa misma población, a la cual las autoridades no le conceden el criterio suficiente para entender las bases racionales y científicas de la vacunación, en cambio sí la consideran con criterio suficiente para elegir a la carta cuál de las vacunas prefieren para la segunda dosis. ¿Cuál es el mensaje que las autoridades transmiten con esto? ¿Alguien cree que esto ayuda a apuntalar la confianza en las vacunas entre aquellos susceptibles a estos mensajes? O, incluso, ¿podría ser este mensaje más contraproducente que las declaraciones alucinatorias de alguna celebrity pasada de vueltas y de sustancias?

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