Si la epidemia baja en verano, es posible que no sea por el virus, sino por nosotros

Decíamos ayer que, durante décadas, los virólogos han buscado la respuesta a la estacionalidad de ciertas enfermedades en cómo se comportan esos virus en invierno y en verano, en distintas condiciones de temperatura y humedad. Y que si bien esto sin duda influye en buena medida, no parece que la respuesta esté exclusivamente ahí. Y que quizá deberíamos fijarnos en el otro término de la ecuación de toda infección: nosotros. ¿Somos distintos en verano y en invierno?

Sí, esto ya lo podemos imaginar, podría pensarse. Incluso en los anuncios de televisión hemos escuchado que nuestro sistema inmune se debilita con el frío. Y también que ciertos productos nos ayudan a reforzarlo. Claro que, cuando quien nos lo cuenta es quien quiere vendernos esos productos, como mínimo deberíamos desconfiar. Y cuando estas proclamas se llevan al estudio científico, la conclusión suele ser que no existen pruebas suficientes para sostenerlas.

Claro que parecería lógico pensar que el frío nos debilitara y nos hiciera más propensos a sufrir infecciones. En un estudio curioso, dos investigadores dividieron a 180 voluntarios en dos grupos, y a uno de ellos les hizo meter los pies en agua fría durante 20 minutos; los resfriados posteriores fueron casi el triple de frecuentes que en el grupo de control. El «vas a coger frío» que decíamos ayer.

Pero esto no es necesariamente así: en realidad, aunque a simple vista pudiera parecer comprensible que el frío nos debilite el sistema inmunitario, desde un punto de vista biológico no tiene mucho sentido. El frío intenso es una agresión al organismo, lo que se denomina un factor de estrés. Y precisamente lo que suelen hacer los factores de estrés es justo lo contrario, preparar a nuestro cuerpo para responder más eficazmente con diferentes respuestas; entre ellas, estimular el sistema inmune.

Esto se revelaba en un estudio en el que un grupo de investigadores fue sometiendo a un grupo de sufridos voluntarios a inmersiones repetidas y periódicas en agua fría, para ir midiendo la evolución de algunos de sus parámetros inmunitarios. El efecto de una sola inmersión fue mínimo. Pero según se iban repitiendo, los científicos descubrieron que los sujetos fueron aumentando sus niveles de monocitos, linfocitos T y B, interleukina-6 (IL-6) y otros indicadores de respuesta inmune, sin un aumento de anticuerpos, los proyectiles teledirigidos del organismo contra los invasores. Es decir, que el frío estaba armando al cuerpo para responder mejor en caso de infección.

Extrayendo una muestra para una prueba de coronavirus. Imagen de Diario de Madrid / Wikipedia.

Extrayendo una muestra para una prueba de coronavirus. Imagen de Diario de Madrid / Wikipedia.

Claro que esto debería llevarnos a pensar que en invierno estaríamos precisamente más preparados para combatir una gripe o incluso un coronavirus. Lo cual no cuadra con el hecho de que la gripe nos ataque precisamente en invierno. Pero una vez más, sería solo quedarnos con una pequeñísima parte del dibujo total, como fijarnos solo en una de las figuras del Jardín de las Delicias de el Bosco e ignorar el resto. Porque en el caso del comportamiento de la respuesta inmune a lo largo del año y de las estaciones, sin duda estamos ante una enorme y complicada pintura que aún no podemos ver ni entender en su totalidad.

Para ilustrarlo, baste este dato: la ecóloga de las enfermedades infecciosas Micaela Martínez, de la Universidad de Columbia, ha estudiado las variaciones estacionales de numerosos contagios y ha llegado a la conclusión de que todas las enfermedades infecciosas, hasta un total de 68, tienden a subir y bajar en ciertas épocas concretas del año. Pero no hay un patrón común: la gripe ataca en invierno, pero las paperas, la rubeola o el sarampión lo hacen en primavera, la hepatitis A en verano, la polio entre verano y otoño… Así pues, en lo que respecta al sistema inmune, parece que la cosa es mucho más compleja que una simple «subida o bajada» de las defensas en ciertas épocas del año.

Y dado que los factores inherentes a los distintos patógenos (salvo algunos muy claros, como por ejemplo, en el caso de las enfermedades transmitidas por mosquitos u otros artrópodos) no parecen suficientes para explicar esta estacionalidad de los contagios, Martínez se ha embarcado en un ambicioso proyecto que puede llevarla al Nobel o a ninguna parte: estudiar las variaciones estacionales del sistema inmune y sus factores desencadenantes; en otras palabras, descifrar el calendario de nuestras defensas y por qué existe este calendario.

He aquí el motivo de lo arriesgado del proyecto: todo científico necesita dar a sus becarios un tema de trabajo que pueda garantizar la conclusión de una tesis doctoral en cuatro años. Martínez selecciona grupos de voluntarios, les extrae sangre y otras muestras corporales en distintas estaciones durante varios años, y confía en encontrar huellas celulares y moleculares de un comportamiento estacional de nuestro reloj interno que justifique variaciones inmunitarias a lo largo del año, descontando el posible efecto de otras infinitas variables experimentalmente incontrolables. Para ello, mide todo lo que puede medirse: metabolitos, citoquinas (moléculas reguladoras de la respuesta inmune), niveles de distintos tipos de células inmunitarias, comunidades microbianas… Pero la probabilidad de no encontrar nada relevante o coherente es muy alta, y este es uno de los motivos por los que hasta ahora este ha sido un terreno científicamente inexplorado.

Como en todos los campos que investigan los ritmos biológicos, las hormonas son un objetivo especial a tener en cuenta. La melatonina, una hormona que secretamos por la noche, es uno de los reguladores más potentes de nuestro reloj interno. Y en invierno, cuando las noches son más largas, fabricamos más cantidad. Como contaba un reciente reportaje en Science, se ha visto en animales que la manipulación de los niveles de melatonina puede cambiar hasta en un 40% la respuesta inmune. Se ha relacionado esta variación con el hecho de que la respuesta del organismo no sea la misma si nos ponen una vacuna por la mañana o por la tarde, y se ha comprobado también que la mayor o menor activación de ciertos genes relacionados con el sistema inmune a lo largo del año tiene patrones invertidos en el hemisferio norte y en el sur.

En resumen, el limitado conocimiento de estas variaciones inmunológicas estacionales aún no pude decirnos nada respecto a cómo se comportará nuestro organismo en diferentes épocas del año frente al coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, y por lo tanto si nuestro propio sistema inmune podrá ayudarnos a que el azote de la pandemia descienda en verano. Pero claramente y según la ciencia vaya haciendo la luz en esta caverna casi inexplorada, será un factor que podremos aprovechar.

Por ejemplo, pensemos en el crucero Diamond Princess que estuvo en cuarentena en Japón por el brote del nuevo coronavirus. Este caso ha servido como un infortunado experimento natural que ya ha ofrecido a los científicos innumerables datos para ayudar a entender el comportamiento de la epidemia (y que reveló una de sus claves más importantes, la alta proporción de contagiados asintomáticos). Sin embargo, hay algo de aquel caso que aún no se ha estudiado con detalle: en un crucero se reúnen personas procedentes de todo el mundo. Algunas de ellas vienen con su sistema inmune en «modo invierno» y otras con el «modo verano». ¿Afectó el virus de diferente manera a unos y a otros?

Todo lo anterior podría parecer demasiado incierto y abstracto como para resultar de utilidad en estos momentos. Pero en realidad, este conocimiento podría resultar crucial para salvar vidas ahora. Porque según van conociéndose con mayor detalle el virus de la COVID-19, sus efectos y su comportamiento, hay algo esencial que se va revelando, y es que, como ocurre también con otras infecciones víricas, en realidad puede que en muchos casos no sea el virus el que mata, sino la respuesta inmune desbocada que provoca en el organismo. Y por lo tanto, saber controlar estas moléculas reguladoras de la inmunidad, como la IL-6 o la melatonina, podría ser la clave para curar la enfermedad. Como contaremos el próximo día.

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