Este es el tiempo máximo en el interior de un restaurante para evitar el contagio, según un modelo científico

Entre la comunidad científica se ha extendido ya el reconocimiento de los aerosoles como el principal vehículo de contagio de la COVID-19, a pesar de que este hecho no ha calado aún ni en las autoridades ni entre el público: las primeras apenas han dejado la ventilación como una recomendación opcional a pie de página (en algunos países se ha impuesto por ley e incluso se han decretado ayudas a los negocios para instalar nuevos sistemas), mientras que otras medidas de eficacia dudosa o no avalada por la ciencia se obligan bajo penas de multa; y en cuanto al segundo, el público, muchos ignoran el riesgo de los locales cerrados y mal ventilados, sobre todo allí donde no se usa mascarilla, como bares y restaurantes.

Conviene además aclarar que no es aire fresco todo lo que reluce: no podemos fiarnos de la vista o el olfato. Así lo contaba para un reportaje en Nature la científica de aerosoles Lidia Morawska, de la Universidad de Tecnología de Queensland, en Australia. Morawska, como otros investigadores de su especialidad, recorre distintos locales con un monitor de CO2 portátil; la presencia de este gas que expulsamos al respirar es un indicador de la renovación del aire, por lo que estos monitores pueden servir como el canario en la mina, de cara a alertar sobre la posible acumulación de aerosoles contaminados con el virus.

En exteriores, la concentración de CO2 es de unas 400 partes por millón (ppm). «Incluso en un restaurante aparentemente espacioso, con techos altos, el número a veces se dispara hasta las 2.000 ppm, una señal de que la sala tiene mala ventilación y supone un riesgo de infección de COVID-19«, cuenta el artículo de Nature. «El público en general no tiene ni idea de esto«, dice Morawska. «Imaginas un bar muy atestado, pero en realidad cualquier lugar puede estar demasiado lleno y poco ventilado, y la gente no se da cuenta de ello«.

El artículo advierte de que, ante la falta de insistencia de las autoridades en esta cuestión, «algunos científicos dicen que esto deja a gran parte de la población, desde los escolares a trabajadores de oficinas, clientes de restaurantes y presos, en riesgo de contraer COVID-19«. Y por lo que observamos a nuestro alrededor, es evidente que en España aún no existe una conciencia clara de este riesgo, mientras en cambio se continúa con las inútiles desinfecciones.

Incluso la Organización Mundial de la Salud, que por motivos ignotos se ha resistido con uñas y dientes a aceptar el clamor de la comunidad científica, ya publicó el mes pasado una hoja de ruta para mejorar la ventilación y la calidad del aire en interiores con el fin de reducir el riesgo de contagio, algo que marcaría una enorme diferencia en la lucha contra la pandemia.

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

En un mundo ideal, a estas alturas la calidad del aire sería ya la preocupación principal en todos los espacios públicos y privados; al entrar a cualquier tienda veríamos potentes sistemas de ventilación, y una pantalla nos informaría del nivel de CO2. No se permitiría la apertura de un local que no tuviese estos sistemas, o donde los niveles de CO2 superaran el máximo permitido. Y sin embargo, mientras tanto las autoridades continúan ignorando esta medida esencial pero complicada y cara, prefiriendo en su lugar las opciones más fáciles y baratas de encerrar a la población, prohibir las reuniones y tocar la campana para recluir a todo el mundo en sus domicilios al caer la noche. Medidas del siglo XV para el siglo XXI.

Una salvedad: aún no es posible medir directamente la concentración de virus en el aire de forma rápida y sencilla; la medición de CO2 es lo que se llama un proxy, una medida indirecta que se supone asociada a la que se quiere saber. No todos los científicos están de acuerdo en que sea tan relevante como otros defienden. Por ello, ante la duda y teniendo en cuenta que la posible contaminación del aire es indetectable, quien quiera asegurarse de ahorrarse este riesgo solo tiene una opción, y es abstenerse de visitar lugares cerrados donde no se use mascarilla en todo momento. No solo bares y restaurantes, sino también aquellos negocios cuyos responsables solo se ponen la mascarilla cuando entra un cliente.

Pero esto no tendría por qué ser así. A todos nos gusta que los negocios estén abiertos, y las personas cuyo sustento depende de ello lo necesitan desesperadamente. A falta de que las autoridades dejen de ignorar y despreciar este riesgo, y de que el público en general deje de ignorar y despreciar este riesgo, los investigadores intentan al menos cuantificarlo en términos de reglas sencillas. Reuniendo el conocimiento acumulado sobre la dinámica de los flujos de aire, las posibles dosis infectivas del virus, sus concentraciones en aerosoles y otros datos, se están refinando herramientas de simulación que permiten estimar cuál es el riesgo de contagio en distintas situaciones y tipos de locales.

En enero, investigadores de la Universidad de Cambridge y del Imperial College London publicaron un estudio en Proceedings of the Royal Society A acompañado por una herramienta online para calcular el riesgo de contagio de COVID-19 en interiores. El modelo es muy versátil, ya que pueden introducirse distintos parámetros como las medidas del local, la ventilación o el porcentaje de infectividad de los ocupantes. De hecho, se está utilizando en la práctica en los departamentos de la Universidad de Cambridge.

Pero para el público en general quizá sea más ilustrativa y sencilla otra herramienta online elaborada por científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y que acompaña también a un estudio publicado ahora en PNAS. El simulador permite elegir el idioma (no hay castellano, de momento), las unidades de medida (sistema métrico, en nuestro caso), el modo (básico o avanzado), el tipo de local, lo que hace la gente (si llevan mascarilla o no, si hablan, cantan…), el grupo de edad y la variante del virus (la original de Wuhan o la británica).

Una vez elegidos todos estos datos, el resultado es cuántas personas durante cuánto tiempo serían aceptables para evitar el contagio, cuánto tiempo sería el máximo permitido para un número de personas que podemos elegir, y cuántas personas serían admisibles para un tiempo que podemos elegir; todo ello, claro, suponiendo que en el local hubiera una persona infectiva. Aclaremos que el modelo no se basa en niveles de CO2, sino de virus infectivo. Y los investigadores subrayan que sus estimaciones son conservadoras; es decir, que han preferido pasarse de riesgo que quedarse cortos.

Por ejemplo (todos estos casos se refieren a la variante británica del virus): para un restaurante, hablando y sin mascarillas, suponiendo 25 personas en el local, estamos en riesgo si permanecemos más de 51 minutos. Con 100 personas, bastarían 15 minutos para contagiarnos. Incluso con solo 10 personas en el local, el límite de seguridad serían 2 horas.

Los locales donde se usa mascarilla en todo momento son notablemente más seguros: en el aula de un colegio con 25 niños, los niveles se mantienen por debajo del riesgo durante 38 horas. Si además no se habla, como suele ocurrir en el transporte público, aún mejor: en un vagón de metro, esa situación que tanto terror injustificado causa, con mascarillas y sin hablar haría falta que lo ocuparan 50 personas durante 12 días seguidos para que se alcanzaran los niveles de riesgo de contagio; 14 días para el caso de un avión comercial. En cambio y aunque la herramienta no ofrece una opción específica de gimnasio, un aula con 25 personas haciendo ejercicio sin mascarilla se convierte en un riesgo de contagio a los 13 minutos. Con mascarillas, el riesgo desciende drásticamente: 5 horas para esas mismas 25 personas.

Todos estos resultados no deberían sorprender a nadie. Si acaso lo hacen, es señal de que aún no se han comprendido los aerosoles.

Según cuenta a la CNBC el primer autor del estudio, Martin Bazant, «la distancia en exteriores no tiene casi ningún sentido, y especialmente con mascarilla es una locura porque no vas a contagiar a alguien a dos metros«. Y añade: «Una multitud al aire libre podría ser un problema, pero si la gente mantiene una distancia razonable de unos dos metros en el exterior, me siento cómodo con eso incluso sin mascarilla«. En resumen: en exteriores, o mascarillas, o distancia, pero solo en aglomeraciones. En cambio en interiores, advierte Bazant, «no es más seguro estar a 20 metros que a 2 metros«.

Salta a la vista que todo lo anterior no coincide con lo que las autoridades promulgan, los medios difunden y el público entiende. Cuando se teme el contagio en el metro o se alerta del gravísimo riesgo de la calle Preciados llena de gente con mascarillas, pero en cambio se desprecia el riesgo de los restaurantes y los hoteles (en estos es obvio que la gente se quita la mascarilla en la habitación, pero sus aerosoles pasan al circuito del aire), es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se obliga a llevar mascarilla a personas en movimiento por calles u otros lugares abiertos sin aglomeraciones, como un parque o una playa, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que la llamada «distancia de seguridad» nos protege en interiores, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que cruzarnos por la calle a menos de dos metros de otra persona va a contagiarnos, es que no se han comprendido los aerosoles.

Claro que el pensamiento mágico no es un problema solo de España. Por ello dice Bazant: «Necesitamos información científica transmitida al público de un modo que no sea solo meter miedo, sino basada realmente en análisis«. Y concluye con la esperanza de que sus resultados influyan en las medidas adoptadas por las autoridades. Porque la esperanza es lo último que se pierde, aunque esto no lo dice él, si es que este refrán existe en Massachusetts, que no lo sé.

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