Entradas etiquetadas como ‘2019-nCoV’

Así funciona un test de antígeno, y así se estropea con zumo o agua

Es curioso cómo los bulos sobre la pandemia aparecen y desaparecen para resurgir después cada cierto tiempo, lo que le lleva a uno a preguntarse ciertas cosas. Por ejemplo, esta semana mi madre (un beso, mamá) me contaba que le había llegado por Whatsapp una historia según la cual el inmunólogo y premio Nobel Tasuku Honjo dice que el coronavirus ha sido fabricado por China, que él lo sabe de buena tinta. Lo curioso es que este bulo tiene casi dos años: nació en la primavera de 2020, y fue en abril de ese año cuando Honjo aclaró (original aquí) que él jamás había dicho tal cosa, y que se sentía «muy entristecido» por el uso de su nombre y el de la Universidad de Kioto «para difundir falsas acusaciones y desinformación». Los comprobadores de datos descubrieron que el bulo partió de una cuenta falsa de Twitter a nombre de Honjo.

Y la pregunta que esto suscita es: la postura estándar de los medios es no dar difusión a los bulos; pero ¿no sería más provechoso dedicar 15 segundos en todos los informativos de radio y televisión a contar el bulo junto con su desmentido? ¿No serviría esto mejor para inmunizar a la gente de buena fe contra estas patrañas para evitar que sean víctimas de futuras oleadas de los mismos bulos?

Esta semana ha resurgido también otra nueva ola de los bulos relacionados con los test de antígeno. En su versión más tonta, al parecer un tipo abría el cartucho de plástico de un test y afirmaba que no sirve para nada porque en su interior solo había «una tira de papel». Quizá él esperaba encontrar un condensador de fluzo, pero en tal caso los test de antígeno serían bastante más caros. La maravilla de esta bioquímica es que permite hacer lo que hace de forma barata y con una simple tira de papel (aunque de uno especial), si bien en realidad esa tira contiene una tecnología muy sofisticada. No se ve porque la bioquímica tiene la absurda manía de trabajar con cosas muy pequeñas llamadas moléculas que no se aprecian a simple vista.

En la versión más interesante, algunas personas situaban en el pocillo de la muestra del test unas gotas de agua o zumo y veían cómo aparecían las dos bandas, la de test y la de control. Conclusión, decían estos sujetos, el agua o el zumo dan positivo de coronavirus, por lo que los test no sirven para nada.

Lo que en realidad han descubierto estas personas es que, cuando un test se utiliza de forma incorrecta, no funciona. Noticia fresca. El test funciona cuando, con una muestra válida y siguiendo las instrucciones, da una señal positiva cuando la muestra contiene coronavirus, y se abstiene de dar una señal positiva cuando la muestra no contiene coronavirus. Cuando se echa azúcar en el depósito de combustible de un coche, el motor no funciona. Cuando se echa zumo, agua o Coca-Cola en un test de antígeno, no funciona, y entonces puede aparecer cualquier resultado.

Creo que todo el mundo sabrá cómo hackear el test diagnóstico más sencillo del mundo, un termómetro: se frota la punta metálica de un termómetro digital con una tela y la pantalla da una temperatura de fiebre. En realidad el termómetro no está midiendo la temperatura de la tela. La tela no tiene fiebre. Simplemente se está utilizando el test de forma incorrecta, y por eso se obtiene una lectura positiva absurda. Pero en el caso del test de antígeno, es interesante contar por qué aparecen las dos bandas, dado que al menos servirá para explicar algo de bioquímica a quien le interese.

Es preciso aclarar también, volviendo a las oleadas de bulos que van y vienen, que esto tampoco es nada nuevo; lleva circulando en la red al menos desde diciembre de 2020, probablemente antes. Incluso ha motivado varios artículos científicos (como este, este o este).

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Comencemos explicando cómo funciona un test de antígeno. El fundamento básico es una técnica llamada cromatografía, que sirve para separar moléculas. La cromatografía es tan vieja que ya era viejísima cuando un servidor hizo la tesis doctoral en los años 90. Su versión más simple es un pequeño experimento que se hace en las aulas de primaria o secundaria, utilizando cosas tan sencillas como una tira de papel normal, un punto pintado con rotulador y un disolvente como el alcohol, que al difundirse por el papel arrastra los componentes de la tinta y los separa en bandas de distintos colores, como en el ejemplo de la foto.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Por supuesto que un test de antígeno es más complicado que esto, pero al menos quien tenga un nivel de enseñanza obligatoria debería haber oído hablar alguna vez de la cromatografía.

En el caso de los test se utiliza un tipo de papel especial llamado nitrocelulosa, que tiene la ventaja de que en él se pueden fijar proteínas. Porque, como vamos a ver, esta es una parte esencial del test.

Pasemos a otra pequeña explicación necesaria: antígenos y anticuerpos. Un antígeno es una proteína contra la cual el sistema inmune es capaz de fabricar anticuerpos que lo reconocen y se unen a él, como una llave encaja en una cerradura. Un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno por los extremos de los dos rabitos superiores. Estos extremos son las partes que varían de un anticuerpo a otro, y que permiten que un anticuerpo se una, por ejemplo, a un alergeno del polen, y otro anticuerpo diferente se una a una proteína del coronavirus. El resto de la «Y» es igual para ambos anticuerpos; de uno a otro solo cambian esas puntas de las ramas que dan a cada anticuerpo su especificidad concreta.

En el caso de los test de antígeno, supongamos que una persona está infectada con el coronavirus. Al introducirse el bastoncillo en la nariz, se pegan a él partículas del virus. El bastoncillo a continuación se introduce en un líquido para soltar en él esas partículas virales. Este líquido es importantísimo, tanto que explica esos casos de mal uso del test. Por el momento digamos solo que se llama buffer o tampón.

Seguidamente se vierten unas gotas de ese buffer con el virus en el pocillo e impregnan la tira de nitrocelulosa. A lo largo de ella empieza a difundirse el buffer, arrastrando con él las partículas del virus.

En esta carrera, el virus se encuentra primero con una franja que no se ve porque queda oculta en el cartucho de plástico, y que contiene anticuerpos contra un antígeno del virus; o sea, anticuerpos anti-virus. Estos anticuerpos llevan unido un compuesto que da color. En los test que utilizamos normalmente este compuesto es lo que se llama oro coloidal, nanopartículas de oro. Esta es una sustancia curiosa, porque por un fenómeno físico llamado resonancia plasmónica de superficie, que no viene muy al caso explicar, se ve un color u otro en función del tamaño de las nanopartículas de oro, como se ve en la siguiente foto. En el caso del oro coloidal utilizado en los test, vemos un color rojizo.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Lo que tenemos ahora es que el buffer sigue avanzando por la tira de nitrocelulosa arrastrando virus unidos a anticuerpos que llevan el oro pegado. Entonces la carrera llega a la franja T, la del test. En esta franja se han fijado a la nitrocelulosa, de modo que no puedan soltarse de ella, otros anticuerpos contra el virus (anticuerpos anti-virus). Cuando pasan los virus unidos a los primeros anticuerpos y al oro, estos segundos anticuerpos los capturan. La concentración de los virus en esta franja es la que hace que veamos la banda de color del oro, del mismo modo que muchos pequeños puntos dispersos resultan invisibles, pero forman un punto grueso visible cuando se unen.

Después, el buffer continúa avanzando por la tira hasta la franja C, la de control. En esta franja se ha fijado a la nitrocelulosa un tercer tipo de anticuerpo que no reconoce el virus, sino cualquier anticuerpo por esa región de la «Y» que es igual para todos. Es decir, estos anticuerpos son anticuerpos anti-anticuerpos. Dado que siempre hay anticuerpos en la muestra que corre por la tira (los que estaban en la franja que queda oculta bajo el cartucho), aquí siempre se verá una banda de color, que demuestra que el test se ha hecho bien. El funcionamiento del test queda resumido en este dibujo:

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Vayamos ahora al caso en que la muestra nasal de una persona no contenga virus. En este caso, los anticuerpos pegados al oro de la franja oculta bajo el cartucho corren con el buffer sin llevar virus adosado. Y por lo tanto, pasan de largo por la primera franja T, la del segundo anticuerpo anti-virus, ya que este no captura ningún virus. Pero cuando estos anticuerpos pasan por la segunda franja C, la de control, sí quedan atrapados allí, ya que el anticuerpo anti-anticuerpo los reconoce igualmente. Por eso vemos la banda de color en la franja de control, y sabemos así que el test se ha hecho bien. Y por eso es importante entender que cualquier rastro de color que aparezca en la franja T es un test positivo, por muy tenue que sea, ya que en caso de no haber virus no debe aparecer absolutamente nada en esa franja.

Por último, vayamos ahora al hackeo. Y como decíamos, en este punto lo esencial es el buffer. El tampón es una solución salina que sirve para mantener el pH –la acidez– en valores neutros, fisiológicos. Cuando las condiciones como el pH o la temperatura se disparan a valores extremos, por ejemplo temperatura muy alta o un pH muy ácido o muy alcalino, las proteínas se desnaturalizan, pierden su forma, se despliegan. Y cuando esto ocurre, la atracción entre las numerosas cargas eléctricas positivas y negativas que quedan expuestas hace que las proteínas tiendan a agregarse de forma inespecífica, a formar grumos. Los ejemplos más sencillos de esto los tenemos en la cocina: los cuajos en la leche o la coagulación del huevo cuando se cuece son casos de agregación de proteínas por desnaturalización.

El buffer está compuesto por varios ingredientes cuyo efecto final es compensar pequeñas subidas o bajadas de pH. Pero líquidos como el zumo de naranja o la Coca-Cola son demasiado ácidos como para que el buffer pueda seguir neutralizando el pH; entonces los anticuerpos del test se desnaturalizan, y al pasar el primer anticuerpo por las franjas T y C se agrega con los anticuerpos presentes en esas franjas, dando las bandas de color que se ven en esos casos.

Un estudio publicado en octubre de 2021 comprobó cómo un test daba falsos positivos por esta causa con la mayoría de los productos probados: leche, café, casi todos los zumos, bebidas refrescantes, mostaza o kétchup, cerveza, ron, whisky y 24 tipos distintos de agua, mineral, del grifo o de lluvia. También el estudio mostró cómo, al eliminar por separado cada uno de los ingredientes del buffer, o someter el cartucho del test a temperaturas extremas, se obtenían falsos positivos. El buffer mantiene la conformación de las proteínas; el agua, no. Por eso utilizamos sueros fisiológicos o soluciones salinas para los usos experimentales o médicos donde el agua rompería las células o desbarataría el plegamiento de las proteínas. Otros estudios también han obtenido resultados similares con distintas bebidas o líquidos de todo tipo.

Pero del mismo modo que las proteínas se desnaturalizan en condiciones no fisiológicas, también pueden renaturalizarse en ciertos casos si se las somete de nuevo a condiciones fisiológicas. En un artículo en The Conversation el químico Mark Lorch, de la Universidad de Hull, mostraba cómo en un test falso positivo con refresco de cola la banda T desaparece cuando se lava la tira de nitrocelulosa con buffer, como se ve en la foto. De este modo Lorch aconsejaba a los niños que no intenten hackear un test para librarse del colegio, ya que el truco puede descubrirse fácilmente.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Como conclusión, para que el resultado de un test sea fiable es esencial seguir estrictamente las instrucciones de uso, que por algo están. Incluso una pequeña contaminación del bastoncillo, del buffer o de la tira de nitrocelulosa puede resultar en un test inválido. Aunque, si de algo no hay dudas, es de que ninguna explicación servirá para evitar que los bulos vuelvan a resurgir en oleadas. Porque también las vacunas del conocimiento contra la ignorancia solo actúan si uno se las pone.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (2)

Decíamos ayer que sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 hay más preguntas que respuestas, ya que la ciencia aún tardará en llegar a conclusiones sólidas que puedan confirmar o desmentir las ideas preliminares que están circulando.

Una de estas ideas es que las vacunas actuales son menos eficaces contra Ómicron. O que, simple y llanamente, no sirven. A los datos de los estudios preliminares que se están difundiendo en los medios se une la experiencia de muchas personas vacunadas que se han contagiado con Ómicron. Lo cual debería recordarnos algo que parece haberse olvidado: estas vacunas se aprobaron porque se probaron muy eficaces para proteger de los síntomas graves y de la muerte. Nunca se dijo que fueran a protegernos del contagio.

Es más, se dijo expresamente que no protegían del contagio ni evitaban la transmisión a otras personas. Y aunque posteriormente los datos han revelado que las vacunas sí reducen los contagios, con Ómicron la situación ha cambiado: como decíamos ayer, datos preliminares de laboratorio con estudios en pseudovirus indican que Ómicron podría ser el doble de infecciosa que Delta, la cual a su vez sería el doble de infecciosa que el virus original de Wuhan. Se entiende que si, por ejemplo, una vacuna reduce el riesgo de contagio a la cuarta parte (este es solo un dato de ejemplo; un estudio encontró esta reducción, pero otros han aportado cifras diferentes), pero Ómicron es cuatro veces más infecciosa, entonces estamos como estábamos.

Es decir, esto en realidad no puede predecir si cada persona individualmente será más o menos susceptible a la infección con Ómicron después de la vacunación con respecto a variantes anteriores, pero sí que a nivel poblacional la vacunación no va a reducir el número de contagios con respecto a variantes anteriores.

Sirva como muestra un estudio publicado en Science Immunology en octubre de este año: los hámsters que se han recuperado de la infección del SARS-CoV-2 pueden reinfectarse; en este caso ya no enferman incluso aunque se infecten con una variante distinta (los autores probaron el virus original de Wuhan y la variante Beta), pero sí contagian el virus a otros. Es decir, la respuesta de memoria generada por la infección protege de los síntomas en una segunda infección, pero no impide que el virus continúe propagándose.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Es necesaria aquí una breve explicación básica sobre el sistema inmune. La respuesta inmunitaria opera a través de dos grandes mecanismos, la inmunidad innata y la adquirida. La innata es la primera línea de defensa; cuando un virus entra en el organismo, se dispara la producción de una serie de componentes que tratan de detener la invasión, y al mismo tiempo facilitan la puesta en marcha de la inmunidad adquirida, más lenta pero más eficaz, ya que se crea específicamente contra ese virus concreto. La respuesta innata es rápida y generalista; la adquirida es más lenta pero específica. Es como la diferencia entre comprarse un traje ya hecho o encargar uno a medida en una sastrería. Lo primero es más rápido para salir del paso, pero lo segundo se adapta más a lo que necesitamos.

Ocurre que, a lo largo de la evolución, los virus también han desarrollado mecanismos de defensa contra la inmunidad innata. El estudio citado de los hámsters muestra también que el coronavirus de la COVID-19 es bastante bueno defendiéndose de la respuesta innata, restrasándola hasta dos días en comparación con una invasión similar del virus de la gripe. De este modo, el virus gana tiempo para multiplicarse, porque la cualidad fundamental de la respuesta innata, la rapidez, queda anulada.

Otro estudio publicado en diciembre en Nature muestra que el SARS-CoV-2 ha ido mejorando para defenderse de la respuesta innata: algunas mutaciones en la variante Alfa, la primera surgida que se consideró preocupante, consiguen anular parte de estos mecanismos rápidos mejor de como lo hacía el virus original de Wuhan. Y estas mutaciones se han mantenido en Delta y Ómicron, por lo que el virus que circula ahora es más fuerte contra la respuesta innata que el virus inicial.

En cuanto a la inmunidad adquirida, tiene a su vez dos mecanismos principales: linfocitos B y linfocitos T. Tanto unos como otros se generan para reconocer específicamente el virus que ha infectado el organismo y no otro, y por tanto para luchar contra él. Las células B crean anticuerpos a medida contra ese virus, mientras que las T tienen una doble función, eliminar las células infectadas y estimular la producción de anticuerpos por las células B.

La respuesta adquirida tiene otra cualidad, y es la memoria. Así como la respuesta innata se enciende cuando se necesita y después se apaga, la respuesta adquirida deja una guardia permanente una vez que la infección ha sido eliminada, en forma de células B y T de memoria que quedan preparadas para responder con mayor rapidez en caso de una nueva reinfección.

Pero del mismo modo que la evolución de los virus puede llevarlos a responder mejor contra la respuesta innata, lo mismo ocurre con la adquirida. Un mecanismo por el cual los virus pueden escapar parcialmente a la memoria inmunológica es mutar, cambiar ligeramente, no demasiado, de modo que puedan seguir haciendo lo mismo que hacían antes, pero sí lo suficiente para que la memoria inmunológica no los reconozca como el mismo virus, y no pueda responder contra ellos con la misma eficacia.

Estas mutaciones se producen al azar; los virus mutan constantemente (aunque el SARS-CoV-2 es poco propenso a mutar en comparación, por ejemplo, con la gripe). Es probable que la mayoría de estas mutaciones no le sirvan al virus para nada, o incluso le perjudiquen. Pero entre todas ellas puede surgir alguna combinación que le resulta ventajosa, como un jackpot de mutaciones que le confiera, por ejemplo, más potencia infecciosa y mayor capacidad de eludir la memoria inmunológica.

Todo esto deberían entenderlo sobre todo quienes han caído en la trampa de un falso argumento del movimiento antivacunas: mi inmunidad natural es mi vacuna, dicen. Primero, no existe inmunidad contra un virus al que el organismo no se ha visto expuesto antes. Segundo, la inmunidad innata no sirve contra el SARS-CoV-2. Por lo tanto, una primera infección puede matarnos. Quien sobreviva tendrá memoria inmunitaria, incluso puede que más que con la vacuna, pero la aparición de nuevas variantes contrarresta su eficacia tanto en los recuperados como en los vacunados, y por ello es necesario revacunarse. Idealmente, en un futuro cercano nos revacunaremos contra las nuevas variantes (o quizá contra todos los coronavirus), lo que ampliará el espectro de nuestra memoria inmunológica para responder contra todas las versiones del virus que circulan o han circulado (sobre las posibles futuras variantes hablaremos otro día).

En concreto, diversos estudios sugieren que Ómicron es bastante bueno eludiendo nuestra respuesta de anticuerpos, gracias a las muchas mutaciones en su proteína S (Spike) que cambian su aspecto de cara al sistema inmune sin perjudicar su capacidad de seguir infectando. Varios preprints recientes indican que esta variante escapa a la mayoría de los anticuerpos artificiales que se están probando como posibles tratamientos contra la cóvid.

Un estudio de laboratorio en Nature muestra que Ómicron elude los anticuerpos presentes en la sangre de las personas recuperadas y de las vacunadas. Las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) siguen siendo las que mejor plantan batalla, pero incluso con estas el poder de neutralización de los anticuerpos se reduce entre 8 y 20 veces respecto al virus de Wuhan. Las personas que han recibido una tercera dosis tampoco están completamente protegidas: sus anticuerpos neutralizan Ómicron unas 6 veces menos que el virus original.

Otro estudio, también en Nature, confirma los mismos resultados: Ómicron escapa a los anticuerpos destinados al tratamiento y elude en gran medida la neutralización en el suero de las personas vacunadas o recuperadas de la enfermedad. Las personas vacunadas después de la infección o que han recibido una tercera dosis de Pfizer retienen neutralización contra Ómicron, aunque de 6 a 23 veces menos que contra Delta. Otros estudios han confirmado esta pérdida de potencia de las vacunas contra Ómicron, pero también que la tercera dosis aumenta la capacidad de neutralización.

Por otra parte, los estudios epidemiológicos también indican que la eficacia de las vacunas se reduce contra Ómicron: dos dosis de Pfizer reducen su eficacia del 90% contra el virus original a un 40 y un 33% en Reino Unido y Sudáfrica, respectivamente.

Ahora bien: todo lo anterior se refiere, o bien a los anticuerpos neutralizantes, o bien a la incidencia de la infección con Ómicron en personas vacunadas o recuperadas. Pero como decíamos, existe otro componente de la respuesta inmune adquirida, las células T. Desde el comienzo de la pandemia varios estudios han mostrado que la respuesta de este tipo de linfocitos es esencial para mantener a raya la infección por el coronavirus. Y aunque en estudios de laboratorio puede comprobarse la existencia de células T específicas contra el virus en la sangre de los pacientes, es difícil establecer un correlato de inmunidad para las células T.

Un correlato de inmunidad es como un indicador que relaciona un nivel concreto de algo con un estado de protección. Esto ya se ha hecho para los anticuerpos: por encima de determinado nivel de anticuerpos neutralizantes en la sangre, se considera que una persona está protegida. Pero esto es mucho más difícil de establecer para las células T, porque no hay test tan sencillos que permitan medir cuántas células T anti-SARS-CoV-2 tiene una persona; no es tan inmediato establecer un indicador basado en la reactividad de las células T que revele cuándo una persona está protegida.

Por lo tanto, los estudios que han medido la neutralización de Ómicron por los anticuerpos del suero no han medido hasta qué punto la respuesta de memoria de células T puede estar actuando contra el virus. Y es probable que lo esté haciendo con bastante eficacia. Según contaba a Nature el inmunólogo Alessandro Sette, del Instituto de Inmunología de La Jolla en California, datos preliminares sugieren que más del 70% de los fragmentos del virus reconocidos por las células T de las personas vacunadas no han mutado en Ómicron respecto a variantes anteriores, por lo que el sistema inmune seguiría reaccionando contra ellos, a pesar de que las mutaciones del virus sí eludan el reconocimiento de los anticuerpos.

Hay un posible indicio en este sentido referente a otra variante anterior, la Beta. Un estudio reciente publicado en Science Translational Medicine descubre que los anticuerpos de las personas recuperadas del virus original pierden poder de neutralización contra esta variante, pero en cambio sus células T siguen siendo eficaces contra Beta. «Estas observaciones pueden explicar por qué varias vacunas retienen su habilidad de proteger contra la COVID-19 grave incluso con una pérdida sustancial de actividad de anticuerpos neutralizantes contra Beta«, escriben los autores.

Aunque aún deberá comprobarse si ocurre lo mismo con Ómicron, esto podría explicar por qué los síntomas son más leves. Como decíamos ayer, en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a personas vacunadas que no vacunadas. Pero más del 80% de las personas hospitalizadas, las que desarrollan síntomas moderados, graves o mortales, no están vacunadas. Quizá las personas vacunadas o recuperadas estén conteniendo la gravedad de la infección gracias a sus células T de memoria.

Como también decíamos ayer, resulta raro que una variante capaz de infectar más masivamente sus células diana produzca síntomas más leves, a no ser que otras de sus propiedades hayan cambiado; y vimos que quizá algo de esto haya ocurrido. Pero una posibilidad es que al menos parte de lo que Ómicron no es capaz de hacer en términos de gravedad se deba a la inmunidad ya presente en las personas vacunadas o recuperadas, que es menos potente en la respuesta de memoria de células B y anticuerpos, pero que quizá lo sea más en la respuesta de memoria de células T. Y si bien esta inmunidad no es capaz de evitar la infección, en cambio puede que sí la mantenga a raya para evitar los síntomas graves, incluso si el nivel de anticuerpos neutralizantes disminuye cierto tiempo después de la revacunación.

Actualmente hay varios grupos de investigación analizando la reactividad de las células T contra el virus en las personas vacunadas y recuperadas, y pronto deberíamos tener más datos. Pero el mensaje final es este: puede que Ómicron sea más leve, o no, pero nosotros somos ahora más fuertes contra el virus, gracias a las vacunas.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (1)

A estas alturas, en la mente de todos parece haber calado ya un breve mensaje sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 de la COVID-19: es mucho más contagiosa y escapa parcialmente a las vacunas, pero por suerte es menos peligrosa que las anteriores.

Si la idea de que es más contagiosa sirve para que no se baje la guardia y se mantengan las precauciones, bien. Si la idea de que las vacunas valen menos contra esta variante contribuye a esto mismo, bien. Pero si ambas ideas llevan a algunos a sumirse en una histeria Ómicron, malo. Y, en el extremo contrario, si la idea de que es más leve incita a los más hartos de casi dos años de restricciones a relajarse y probar suerte pasándolo como una simple gripe, mucho peor.

Porque así como las ideas anteriores se han machacado hasta la saciedad en los medios, en cambio no se ha insistido tanto en otra: con Ómicron la posibilidad de reinfección es mayor, y el infectarse con esta variante no impide que puedan contraerse otras que surjan en el futuro; no es una salvaguarda contra la pandemia. Y además, la idea de que los síntomas de Ómicron son más leves parece, por el momento, algo menos consistente que la de la mayor infectividad, como vamos a ver.

Este es un buen momento para recordar que todas las ideas anteriores son provisionales, preliminares, producto de observaciones anecdóticas. Nada de ello está respaldado aún por ciencia sólida. La ciencia no tendrá respuestas, decía el virólogo alemán Christian Drosten a Science, probablemente hasta Semana Santa. Aunque lo más razonable sería que los estudios confirmasen estas observaciones preliminares, no siempre es así; por ejemplo, en un principio también se dijo que la variante Delta no empeoraba los síntomas, e investigaciones posteriores han mostrado que sí lo hace.

Pero incluso si en el caso de Ómicron finalmente los resultados científicos corroboran estas ideas provisionales, también es buen momento para aclarar que algunas de estas observaciones preliminares tienen salvedades importantes, o se están interpretando de forma confusa.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Por ejemplo, hace unos días se dijo en algunos medios que Ómicron es 70 veces más contagiosa que Delta, o que se contagia 70 veces más rápido. Incluso algún medio especializado ha caído en este error. La cifra de 70 tiene un origen un poco estrambótico. La Universidad de Hong Kong publicó una breve nota de prensa referente a un estudio experimental aún sin publicar. A lo largo de la pandemia ha sido habitual que la urgencia y la necesidad de información vuelquen a los medios estudios que aún no han pasado el obligatorio filtro de revisión por pares para su publicación. Pero en este caso ni siquiera el estudio está disponible en los servidores de preprints para que al menos pueda consultarse qué han hecho los investigadores y cuáles son sus resultados; es ciencia de nota de prensa.

La nota de prensa señala que los autores han analizado la infección por Ómicron en cultivos de laboratorio de tejido ex vivo (cultivos celulares a partir de muestras extraídas de pacientes). Según dicen y muestra la siguiente figura que aparece en este comunicado, en 24 horas Ómicron se multiplica en el tejido de los bronquios 70 veces más que Delta y que el linaje original de Wuhan, «lo que puede explicar por qué Ómicron puede transmitirse más rápido entre humanos que variantes anteriores«, dice la nota.

Replicación de los linajes original, Delta y Ómicron del SARS-CoV-2 a las 24 y 48 horas en tejido de bronquio y de pulmón. Imagen de HKUMed.

Replicación de los linajes original, Delta y Ómicron del SARS-CoV-2 a las 24 y 48 horas en tejido de bronquio y de pulmón. Imagen de HKUMed.

Parece asumirse así que una mayor multiplicación del virus en los bronquios, los tubos principales que conducen el aire a los pulmones, llevará a una mayor liberación del virus en el exhalado de la respiración, aunque en realidad es el tejido nasofaríngeo el que se ha identificado previamente como la principal diana del virus que da origen a la expulsión del virus al exterior.

Conviene aclarar que esto ni mucho menos significa que Ómicron sea 70 veces más contagiosa. Solo significa lo que significa, que se multiplica 70 veces más en los bronquios en 24 horas. Como puede verse en la figura, parece que a las 48 horas la diferencia se reduce a unas 5 veces (estimación a ojo, ya que no se dan los datos). No sabemos si el estudio incluirá experimentos a más largo plazo. Pero de estos datos podría concluirse quizá que el tiempo de incubación de Ómicron sería más corto, algo que coincidiría con lo que se ha observado en los datos epidemiológicos. Es decir, que tal vez podría transmitirse antes, pero no necesariamente más. Si realmente Ómicron es más contagiosa, es algo que no puede desprenderse de este experimento, sino que para ello sería necesario comprobar la mayor o menor facilidad del virus para infectar sus células diana.

Sobre esto último tenemos ya algún indicio. En otro estudio aún sin publicar (este sí disponible en internet) dirigido por el Hospital General de Massachusetts, se muestra que Ómicron parece unirse mejor que las variantes anteriores al receptor de las células humanas que utiliza como vía de entrada para infectar. Los investigadores disponen de un sistema que utiliza pseudovirus SARS-CoV-2; virus diferentes a este, pero disfrazados con sus proteínas para que puedan infectar el mismo tipo de células. Así, pueden testar fácilmente en cultivo cómo se comportan pseudovirus correspondientes a distintas variantes con sus células diana.

Sus resultados indican que Delta es el doble de infecciosa que variantes anteriores y que el virus original de Wuhan, mientras que Ómicron es 4 veces más infecciosa que Wuhan y el doble que Delta. Por lo tanto, Ómicron «exhibe una mayor infectividad in vitro, aumentando el potencial de una mayor transmisibilidad«, lo que «puede haber contribuido a su rápida propagación«, escriben los autores. Sin embargo, advierten de que sus resultados con el pseudovirus deberán confirmarse con el virus Ómicron completo.

Volviendo al estudio de Hong Kong, la figura muestra que, también en las primeras 24 horas, Ómicron se multiplica 10 veces menos que el virus original de Wuhan en el tejido profundo de los pulmones. Lo cual, apuntan los autores, «puede ser un indicador de menor gravedad de la enfermedad«. No conocemos los datos concretos, y en la escala logarítimica es difícil hacer estimaciones a ojo, pero se diría que la diferencia entre Delta y Ómicron en el pulmón está en torno al doble, y que la diferencia con Wuhan parece reducirse ligeramente a las 48 horas.

¿Son estos datos lo suficientemente contundentes como para justificar una diferencia en la gravedad de los síntomas? Los propios autores reconocen que no necesariamente hay una relación causal directa entre la replicación del virus y el alcance de la enfermedad: «Es importante notar que la gravedad de la enfermedad en humanos no está determinada solo por la replicación del virus, sino también por la respuesta inmune contra la infección, que puede llevar a una desregulación del sistema inmune innato, es decir, una tormenta de citoquinas«, dice en la nota de prensa el director del estudio, Michael Chan Chi-wai.

Con respecto a la gravedad de la enfermedad, la idea de que Ómicron produce síntomas más leves comenzó a surgir de los primeros estudios epidemiológicos. Tanto en Sudáfrica, donde la variante se detectó por primera vez, como en Dinamarca y Reino Unido se analizó el riesgo de hospitalización, de enfermedad grave y de muerte por la variante Ómicron. A comienzos de diciembre la especialista en salud pública Harsha Somaroo, que forma parte del equipo que siguió la evolución de los contagios iniciales con Ómicron en Sudáfrica, explicaba a The Conversation que las hospitalizaciones, los síntomas graves y las muertes habían descendido respecto a oleadas anteriores, «lo que sugiere que la variante puede causar una enfermedad menos grave«.

Sin embargo, Somaroo advertía de que estos datos debían tratarse con cautela, por diversas razones: muchos casos se detectaron en testados rutinarios de COVID-19 a personas hospitalizadas por otras causas, casos que de otro modo no se habrían detectado, por lo que podría haber un sesgo hacia una mayor detección de asintomáticos. En especial, había un porcentaje mayor de población joven. El mismo hecho de que la población de aquella región sudafricana sea más joven que en otros países, por ejemplo los europeos, podía dar una imagen distorsionada de una falsa levedad. Y muy importante, Somaroo precisaba que la mortalidad con Ómicron todavía era alta en los mayores de 50.

Los primeros datos de Sudáfrica reunidos en un preprint muestran que Ómicron reduce el riesgo de hospitalización en un 80% respecto a variantes anteriores, y un 70% el riesgo de enfermedad grave respecto a Delta. Sin embargo, en los pacientes hospitalizados no se observan diferencias de riesgo de aparición de síntomas graves con respecto a otras variantes. Otro informe de la aseguradora privada Discovery Health cifraba en un 29% el descenso de riesgo de hospitalización de Ómicron respecto a Delta.

En Reino Unido, un informe de la Agencia de Seguridad de la Salud (UKHSA) que reúne más de 114.000 casos de Ómicron y más de 460.000 de Delta concluye que el riesgo de hospitalización por la nueva variante es un 60% menor que por la anterior, y un 40% menor si se considera también el riesgo de entrar por urgencias. Pero la UKHSA advierte de que es un estudio con un pequeño número de casos: 70 ingresos hospitalarios y 431 visitas a Urgencias.

Otro informe del Imperial College London encuentra que la reducción general del riesgo de hospitalización por Ómicron con respecto a Delta es del 20-25%, que asciende al 50% en los reinfectados. «En general, encontramos evidencias de una reducción del riesgo de hospitalización por Ómicron en comparación con las infecciones con Delta, promediando todos los casos del periodo estudiado«, escriben los investigadores.

Pero con respecto a todos estos datos, los investigadores se muestran prudentes, porque son muchas las posibles variables de confusión. Cuando empezaron las hospitalizaciones por Ómicron, todavía eran demasiado escasas para tener un gran volumen de datos, y aún era pronto para conocer su evolución. A medida que Ómicron se extendía, de nuevo era difícil tener datos comparables entre ambas variantes en el mismo periodo, ya que Delta estaba casi desapareciendo. Y dado que tanto las infecciones como las campañas de vacunación han seguido avanzando, un mayor porcentaje de población vacunada o recuperada podría dar una falsa impresión de una enfermedad más leve. De hecho, ya hay informes esporádicos de la evolución de Ómicron hacia cuadros graves. E incluso si finalmente se confirma que Ómicron es menos agresiva en general, puede no serlo en los grupos más vulnerables.

Hay, además, otra cuestión para la reflexión. Para un mismo virus, a igualdad de comportamiento entre dos variantes, que una variante más resistente a la inmunidad existente en la población provoque una infección más leve es algo que no resulta evidente.

Es cierto que en muchos enfermos de cóvid los síntomas más graves vienen provocados por la propia respuesta inmune contra el virus, la tormenta de citoquinas que mencionan los investigadores de Hong Kong y que he tratado aquí anteriormente. Pero dado que esta es una fase ya muy avanzada de la enfermedad, no tendría relación con el riesgo de hospitalización, aunque sí quizá con el riesgo de ingreso en UCI. En el riesgo de hospitalización sería más relevante la respuesta inmune inicial, y sería de esperar que un virus que, como se dice, escapa a la acción de las vacunas, produjera una enfermedad más seria.

Salvo, claro, que realmente no escape a la acción de las vacunas (más sobre esto mañana).

Una salvedad a lo anterior sería que Ómicron no se comportase igual que Delta o el resto de variantes. Hay un par de indicios intrigantes. Por un lado se ha visto que, incluso si la proteína S (Spike) de Ómicron se une con mayor afinidad a su receptor celular (llamado ACE2), en cambio parece que el proceso de corte de esta proteína que propicia su entrada en la célula es menos eficaz, lo que podría explicar que no infecte con la misma facilidad ciertos tipos de células.

Por otro lado se ha observado que Ómicron no parece formar sincitios, masas formadas por la unión de varias células. Esto sí ocurre con el virus original y con Delta. Aunque no está clara la relación de los sincitios con la gravedad, estos se han encontrado en los pulmones de pacientes fallecidos por cóvid.

La conclusión de todo lo anterior es que aún hay muchas preguntas sin responder. Pero un mensaje que debería calar es que, en todo caso, la levedad o gravedad de Ómicron puede depender al menos en parte de la respuesta del organismo, y por lo tanto de la acción de las vacunas. Un dato para no olvidar: aunque en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a vacunados y no vacunados, más del 80% de los hospitalizados no están vacunados. Mañana veremos qué se sabe hasta ahora sobre la respuesta de las vacunas frente a esta variante, y si es cierta la idea extendida de que no protegen contra Ómicron.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (2)

Ayer vimos aquí lo que dice la ciencia sobre el riesgo de contagio en exteriores. Hay un segundo capítulo: ¿sirven las mascarillas para reducir este riesgo ya de por sí muy escaso? Debemos recordar que, pese a que muchos atribuyen a las mascarillas una cualidad mágica de protección total, en realidad no es así. Las mascarillas reducen el riesgo, no lo eliminan.

En el mayor ensayo clínico hasta ahora, que ya comenté aquí, se observó que las mascarillas reducían el riesgo al menos en un 10%; probablemente la reducción sea algo mayor, incluso bastante mayor en algunas circunstancias. Pero nunca se debe caer en el error de pensar que la mascarilla es una garantía contra el contagio, dado que en todos los estudios la protección obtenida siempre es parcial. En interiores, la distancia continúa siendo una medida necesaria aunque se utilice mascarilla (suponiendo una ventilación adecuada, ya que en caso contrario no hay distancia segura, ni siquiera con mascarilla).

Un preprint reciente de la Universidad de California, basado en casos reales con controles, estima que en situaciones de alto riesgo la mascarilla puede reducir el peligro de contagio hasta en un 48%, que aumenta en las personas vacunadas a un 68% (una dosis) o a un 77% (pauta completa), y que el efecto protector se nota sobre todo en exposiciones al virus en interiores y de más de tres horas (una vez más, no en la situación de cruzarse casualmente con otras personas en la calle).

Sin embargo, en Nature otros investigadores han criticado que el diseño del estudio podría sobreestimar la protección de las mascarillas. Pero aunque el estudio no está dedicado a analizar el efecto de la mascarilla específicamente en exteriores, de sus datos los investigadores concluyen: «No se observan efectos estadísticamente significativos del uso de mascarillas entre los participantes que solo estuvieron expuestos al virus al aire libre«. La explicación es que, si el riesgo en exteriores es muy bajo y las mascarillas protegen solo parcialmente, es probable que la protección adicional que puedan ofrecer respecto al descenso de riesgo por el ambiente exterior sea estadísticamente insignificante.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Tanto este estudio como muchos otros han considerado situaciones en interiores y exteriores. Hasta donde sé, no hay grandes estudios fiables que hayan analizado específicamente el efecto de la mascarilla para reducir el riesgo de contagio solo en exteriores. Por lo tanto este es un terreno sobre el que solo se puede decir que aún no hay evidencia científica sólida, ni a favor ni en contra, más allá de que podamos especular con que el efecto protector observado en interiores, o en estudios que no distinguen entre interiores y exteriores, podría aplicarse al caso exclusivo de exteriores.

Existen casos anecdóticos en los que no se ha encontrado protección por la mascarilla en exteriores. Por ejemplo, en un campamento de verano en Georgia (EEUU) en el que se produjo un gran brote, y en el que se combinaban ambientes exteriores e interiores (los participantes dormían en cabañas), no se observaron diferencias de contagios entre quienes usaban mascarilla y quienes no. Es, repito, una observación anecdótica que no puede tomarse como dato científico. Pero está en consonancia con el estudio de California, apuntando a la posibilidad de que, cuando el riesgo es bajo, tal vez la mascarilla no aporte una significativa protección extra.

En definitiva, no existen pruebas suficientes, directas y concretas de la protección de las mascarillas en exteriores, pero incluso si extrapolamos los resultados generales sobre el uso de mascarillas, como mucho podrían ofrecer una pequeña reducción de un número de contagios ya de por sí muy pequeño. A propósito de la mascarilla, los autores del estudio francés que cité ayer escriben:»Con respecto a la cuestión de cuándo llevarla, la respuesta no es obvia, aunque está claro que llevarla día y noche en toda circunstancia no es realista«. Y añaden: «Incluso en zonas atestadas, el riesgo al aire libre es mucho menor que en interiores. Desde este punto de vista, debe notarse que ciertas decisiones tomadas por las autoridades públicas pueden aparecer como absurdas para la gente. Esta opinión basada en el sentido común queda confirmada por el presente estudio«.

Con todos estos elementos, el juicio sobre si tiene algún sentido la medida tomada por el gobierno de imponer de nuevo la obligación del uso de mascarillas en la calle ya puede quedar a criterio de cada cual. En el título está el mío.

Cuando la ministra de Sanidad Carolina Darias habla de que tienen estudios según los cuales esta es una medida avalada por la ciencia, debería explicar a qué ciencia se refiere. Porque quizá en cuestiones de seguridad, defensa, política u otras materias uno pueda tener estudios secretos y confidenciales que no tienen los demás. La ciencia no funciona así; es imperfecta, tiene sus muchos defectos, se equivoca, rectifica. Pero si tiene algo bueno es que solo es ciencia aquello que ha sido revisado por otros científicos y está disponible para la comunidad científica en general. La ministra Darias no tiene ciencia que nadie más tiene. Y la ciencia que tenemos todos no avala lo que ella dice que avala.

Pero, además, si la medida decretada por sí sola puede decirse que es completamente inútil, y se convierte en una aberración en el contexto del resto de no-medidas, cuando una persona está obligada a llevar mascarilla por la calle pero puede quitársela al entrar en casi cualquier recinto interior, por último están las excepciones, el disparate final. Si no lo he entendido mal, puede prescindirse de la mascarilla en «entornos naturales» cuando hay distancia, o corriendo por la calle.

Respecto a lo primero, es evidente que en el campo no hay riesgo. Pero pensar que los llamados «entornos naturales» entrañan un menor peligro de contagio que los entornos construidos, por el mero hecho de ser «naturales» (ya que no se contempla la misma regla en los construidos), es algo que raya en la pseudociencia. En una playa, una de las excepciones contempladas, donde la gente está reunida en grupos durante horas, estática y próxima a otros grupos, el riesgo es mayor que caminando por una calle transitada, como ya he repetido a la luz de todos los estudios.

Y, segundo, ¿corriendo por la calle? Entre los pocos casos demostrados de contagios en exteriores están precisamente los de deportistas que corren juntos. Al correr se respira con mayor fuerza que en reposo, y este es un factor de riesgo del contagio en exteriores. Precisamente son los corredores quienes deberían llevar mascarilla con mayor motivo que quienes simplemente están paseando, y más aún en carreras multitudinarias. Es de suponer que el gobierno ha decidido contemplar esta excepción porque debe de ser molesto correr con mascarilla. Pero ¿es que acaso han tenido en cuenta la comodidad de 48 millones de personas que llevan ya dos años sujetas a privaciones y restricciones, muchas veces arbitrarias o inútiles?

Una reflexión final. Frente a todo lo contado aquí ayer y hoy, habrá quien pueda oponer una objeción, y es que todos los estudios citados se refieren a variantes anteriores a la Ómicron. Esta última, se dice, es más contagiosa, y por lo tanto las precauciones deben ser mayores.

Pero dado que aún nadie tiene este tipo de estudios sobre Ómicron, tampoco los tiene Darias. Debe entenderse que la ciencia aún tendrá que desentrañar cómo Ómicron es más contagiosa: ¿hay mayor liberación de partículas en el mismo tiempo? ¿Durante más tiempo? ¿Son las partículas más infectivas? ¿La dosis infectiva es menor? Sin que la ciencia dilucide todo esto, lo cual quizá aún tarde meses, uno podrá tomar las decisiones que le parezca, pero no puede decir que están avaladas por la ciencia.

Incluso si finalmente la conclusión fuese que las mascarillas en la calle pueden prevenir alguna pequeña cuota de contagios por Ómicron que no se habrían producido con las variantes anteriores, esto no cambia el hecho de que el balance del beneficio conseguido frente a los perjuicios ocasionados por la obligatoriedad general de las mascarillas en la calle continuará siendo enormemente desfavorable, ni el hecho de que la medida seguirá siendo absurdamente contradictoria con la situación en recintos interiores.

Ni Ómicron es Omega (no es la última variante que vamos a ver), ni sabemos cuándo va a terminar la pandemia. Con dos años de experiencia y aprendizaje, con una población ya cansada, con niños que empiezan a tener uso de razón y que no recuerdan cómo era la vida antes de la pandemia, ya es hora de que los gobernantes dejen de tratar a sus gobernados como estúpidos, incluso si algunos lo son. Una campaña informativa que explicara en qué situaciones y por qué es recomendable usar la mascarilla en exteriores, incluso un sistema de alertas que avisara de cuándo ciertas condiciones atmosféricas generales o locales pueden aumentar el riesgo de contagio al aire libre, estaría al menos algo más cerca de la ciencia real que esos papeles que Darias mueve nerviosamente sobre la mesa sin razón aparente cuando le preguntan por la ciencia que respalda su medida.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (1)

Es comprensible que haya crecido una avalancha de indignación, por no decir cabreo, contra la medida del gobierno de reinstaurar el uso obligatorio de la mascarilla en exteriores en todo momento, con ciertas excepciones que no sé si alguien habrá llegado a comprender bien, incluyendo a quienes han tomado esta decisión.

Sobre si hay algún tipo de motivación política detrás de esta decisión, quienes entiendan de ello deberán analizarlo, yo no sé. Pero más allá de la indignación y el cabreo, merece la pena volver sobre lo que dice la ciencia respecto a los contagios en exteriores y el uso de la mascarilla para tratar de dilucidar si existe el aval científico que defendía la ministra de Sanidad Carolina Darias, o al menos tratar de entender a qué se refería cuando hablaba de aval científico. Si es que se refería a algo.

En primer lugar, sobre los contagios en exteriores. Para nadie será ya una sorpresa que contagiarse al aire libre es mucho más difícil que en recintos cerrados. Suele citarse la cifra de que el riesgo es 20 veces mayor en interiores que en exteriores. La cifra procede de una revisión publicada hace un año que agregaba los estudios publicados hasta entonces, y que llegaba a la conclusión de que menos de uno de cada diez contagios se produce al aire libre, siendo la transmisión en interiores 18,7 veces más probable.

La revisión recogía también los casos descritos en los estudios de transmisión al aire libre: durante una conversación prolongada, entre personas que corrían juntas o en reuniones de varios días. En otros casos había una mezcla de ambiente exterior e interior, como en un campamento de verano y en un edificio en construcción. Los autores mencionan también que, una vez concluido su análisis y durante el proceso de publicación, surgieron noticias en distintos países sobre brotes provocados por grandes aglomeraciones al aire libre. Pero nótese que esto no se refiere a una situación como el tránsito por una calle concurrida, sino a eventos como conciertos, festivales o competiciones deportivas, sobre todo si duran varios días.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Otras investigaciones posteriores han venido a confirmar que el riesgo en exteriores es mucho menor. Por citar alguno, un estudio francés publicado en julio de 2021 que modelizaba la transmisión del virus en interiores y exteriores en distintas condiciones meteorológicas concluía que el riesgo en interiores generalmente es de varios órdenes de magnitud superior (entre 10 y 1.000 veces).

Según el modelo utilizado por los autores, solo en determinadas circunstancias específicas puede existir un riesgo comparable en exteriores: en situaciones de inversión térmica, cuando el aire caliente queda atrapado cerca del suelo, con una atmósfera muy estable y sin viento, y especialmente donde haya aglomeraciones. Según los autores, esto podría explicar las observaciones de otro estudio según las cuales las bolsas de contaminación atmosférica sobre las grandes ciudades o el polvo sahariano en Canarias podrían haber contribuido a la expansión de los contagios.

Otro estudio italiano publicado en febrero, también de modelización, estimaba que en circunstancias normales la concentración del virus en un espacio abierto sin grandes aglomeraciones es inferior a una copia por metro cúbico de aire, en el peor de los casos y suponiendo un 25% de población infectada. Los investigadores aplican su modelo a las ciudades de Milán y Bérgamo, y calculan que, con un 10% de población infectada, haría falta que una persona susceptible respirase de una sola vez el equivalente al aire de 31,5 días seguidos para llegar a infectarse, y 51,2 días en Bérgamo. «Por lo tanto, la probabilidad de transmisión aérea debida a aerosoles de la respiración es muy baja en exteriores«, concluyen. También concluyen que la interacción del aerosol viral con las partículas atmosféricas de contaminación no aumenta el riesgo de infección.

Esto último también es interesante, ya que se ha especulado con la posibilidad de que las partículas, como las de la contaminación en las ciudades o el humo del tabaco, puedan aumentar el riesgo de infección. Incluso algunos famosos opinadores poco informados han seguido propagando el bulo de que el humo del tabaco aumenta el riesgo de infección, a pesar de que nunca ha existido evidencia científica de esto (solo el deseo muy fuerte de algunos de que sea cierto). Una razón por la que una persona infectada fumando sí podría suponer un mayor riesgo para otros es que al expulsar el humo se exhala con más fuerza que con la respiración normal, lo que puede proyectar el virus a mayor distancia; no por el humo en sí, sino por la fuerza con la que se expulsa. Pero esto se aplica del mismo modo a toda situación en la que se respire con más fuerza de lo normal; por ejemplo, hablando a gran volumen, gritando, cantando o haciendo ejercicio físico.

Hay dos estudios interesantes que hablan de situaciones en las cuales el riesgo de transmisión en exteriores podría aumentar. En uno de ellos, investigadores indios muestran que cuando un viento de más de 8 km/h sopla en la misma dirección que una tos, la distancia a la que pueden llegar las partículas virales se extiende un 20%, y aún más a mayores velocidades del aire. Sin embargo, es importante subrayar que los autores solo han modelizado la dinámica de fluidos del chorro de partículas, no el riesgo de infección ni sus efectos reales, y que los estudios han mostrado que una tos o un estornudo esporádicos representan un riesgo mucho menor que estar inspirando la respiración de otra persona durante largo rato —por ejemplo durante una conversación cara a cara—, especialmente si, según lo ya dicho, se habla en voz alta, se canta o se hace ejercicio físico.

En el otro estudio, investigadores de EEUU han comparado la evolución de los contagios entre marzo y diciembre de 2020 con las condiciones meteorológicas, mostrando que, durante los meses más templados en los que se supone que la gente prefiere reunirse en exteriores, hay un aumento de los contagios de hasta el 45% cuando la velocidad del viento es inferior a 8,85 km/h, supuestamente porque las partículas del virus se dispersarían menos.

Aunque el resultado es interesante, hay que interpretarlo con cautela, como hacen los propios autores. Los estudios en los que se comparan series inconexas de datos que no nacieron para ser comparadas entre sí pueden dar lugar a aparentes correlaciones que son simplemente casuales. Las críticas a este tipo de estudios dieron lugar a famosos ejemplos como el que demostraba una mayor incidencia de brazos rotos en los servicios de urgencias en las personas de un signo zodiacal concreto, o cómo los ahogamientos en piscinas aumentaban cuando Nicolas Cage estrenaba una película. También hice mi pequeña contribución a propósito de los bulos sobre el autismo, demostrando cómo el presunto aumento de la incidencia de los trastornos del espectro autista viene causado por la importación de petróleo en China, la facturación de la industria turística global o el crecimiento de las personas centenarias en Reino Unido. Correlación no significa causalidad.

En el caso del estudio del viento, los autores no han analizado los casos concretos de reuniones al aire libre ni los contagios producidos en ellas en unas y otras circunstancias, ni han estudiado la evolución de la actividad interior/exterior ni ningún otro parámetro parecido. Simplemente han tomado, por un lado, la evolución de los contagios, y por otro, el tiempo que hacía a lo largo de esos meses. El análisis es interesante y descarta algunas variables de confusión, pero los propios autores reconocen: «No podemos afirmar de forma concluyente que el viento fuerte proteja a las personas«.

En resumen, de todo lo anterior podemos concluir algo que ya la mayoría tiene en mente: el riesgo de contagiarse en exteriores es muy bajo. Y cuando se habla del aumento de riesgo en aglomeraciones, hay que entender que esto no se refiere al tránsito de personas que se cruzan durante un instante en la calle, sino a situaciones como conciertos, fiestas o eventos deportivos, reuniones en las que las personas permanecen estáticas o en grupo durante largo rato, sobre todo si hablan en voz alta, ríen o cantan. Por poner ejemplos concretos, una calle Preciados de Madrid en horario comercial no sería una situación de especial riesgo; la Puerta del Sol en Nochevieja, sí. En el caso de la calle Preciados, el riesgo aparecería cuando esas multitudes invaden los recintos cerrados, sobre todo si en ellos no utilizan mascarilla (bares y restaurantes).

Hasta aquí, lo referente al riesgo de contagio en exteriores. Mañana veremos lo que dice la ciencia respecto al uso de la mascarilla al aire libre.

La sexta ola, la incidencia acumulada y los test

No importa a quién preguntemos, todo el mundo parece estar de acuerdo en que la explosión de casos de COVID-19 que estamos viviendo a nuestro alrededor no tiene comparación posible ni de lejos con ningún otro momento en los casi dos años que llevamos de pandemia.

Recordemos que, si bien se ha atribuido la actual escalada de casos a la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron, esta no fue la que inició el actual pico; por entonces Delta aún era mayoritaria. Algo que parece se ha olvidado, pero que es importante recordar, es que todas las enfermedades epidémicas son estacionales, y los virus respiratorios generalmente tienden a atacar más en los meses fríos.

En tiempos anteriores, con una población inmunológicamente virgen y por tanto muy susceptible a la infección, este factor anulaba el peso de la estacionalidad. Ahora, con mucha población vacunada o recuperada, es probable que el efecto estacional se esté dejando notar más, sobre todo cuando el nivel de interacción y las situaciones de riesgo son mucho mayores ahora que en estas fechas del año pasado, cuando las restricciones eran más fuertes.

Los medios y los expertos en análisis de datos nos cuentan que la incidencia acumulada ahora es más del doble que en las mismas fechas del año pasado. Pero en el pico del pasado invierno, a finales de enero, era 100 puntos mayor que ahora. Y sin embargo por entonces, poniendo el ejemplo de un entorno concreto que quienes tenemos hijos conocemos bien, un caso positivo en un aula era una rareza, y en todo un colegio se contaban con los dedos de una mano.

En este fin de año, las vacaciones escolares de Navidad han tenido que comenzar de forma improvisada porque en cada aula hay varios positivos. En algunos casos incluso prácticamente la mitad de la clase. Y hablamos de un entorno en el que el uso de la mascarilla se respeta a rajatabla. Imaginemos lo que está ocurriendo en los lugares donde no se usa, como las reuniones familiares o los bares y restaurantes (recordemos que la llamada distancia de seguridad es una ficción si no existe una fuerte ventilación).

En conclusión, cualquiera podría pensar que no parece haber una correspondencia clara entre las cifras de incidencia acumulada y lo que se está viviendo en el mundo real. Y quien piense así tiene razones para ello. Porque más allá de las comparaciones de datos, lo que medios y expertos en análisis de datos no están mencionando (no es su función ni tienen por qué saber de ello) es: ¿sirven para algo los datos de incidencia acumulada?

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Ya he hablado aquí de cómo los científicos llevan tiempo cuestionando la utilidad real de este indicador con un virus que una gran mayoría de los infectados lleva sin saberlo (los asintomáticos son cinco veces más que los sintomáticos), algo que probablemente se ha acentuado aún más con las vacunas (que, recordemos, también reducen la infección asintomática, pero sobre todo los síntomas graves, que suelen corresponderse con los casos que no escapan a los registros). En la primera ola solo se detectó un 1% de los casos. Y si se confirma que la variante Ómicron produce síntomas más leves (algo aún no confirmado y que, como veremos otro día, también puede ser un mensaje confuso y peligroso), estaríamos ante una diferencia aún mayor entre lo que dice esa cifra que se nos cuenta a diario y la evolución real de la infección en la población.

Sobre esto último hay un dato curioso. Como se sabe, la variante Ómicron se descubrió durante análisis genómicos rutinarios del virus cuando se observó un brote exponencial de contagios sin precedentes en la provincia sudafricana de Gauteng. Este fue también el primer indicio que apuntaba a una posible mayor infectividad o transmisibilidad de esta nueva variante.

Pero recientemente ha ocurrido algo extraño: de repente, los casos en Gauteng han comenzado a descender sin razón aparente. Dado que el porcentaje de población contagiada allí aún es bajo y la mayoría de la gente no está vacunada, los científicos esperaban todavía un crecimiento mucho mayor si, como se sospecha, Ómicron es una apisonadora. Y sin embargo, no es eso lo que está ocurriendo. Los científicos aún no entienden por qué. Pero en Science el bioinformático Trevor Bedford, de la Universidad de Washington, apunta una posible explicación: los contagios reales en Gauteng han sido muchísimos más de lo que dicen los datos oficiales porque la inmensa mayoría han sido asintomáticos o muy leves.

En resumen, la incidencia acumulada se ha convertido en un estorbo, un lastre que impide apreciar la evolución real de la epidemia y que por tanto también dificulta su predicción. Como también conté, los científicos han propuesto otros indicadores que pueden dar una idea más real, consistente y comparable de la evolución de la infección en la población a lo largo del tiempo y entre distintos territorios. Pero hasta ahora estas propuestas no han cuajado; en todo el mundo sigue tirándose de la incidencia acumulada.

Hay un aspecto concreto en el que merece la pena insistir. Podría pensarse que, aunque la incidencia acumulada ya no sea un proxy de los contagios reales, sí puede servir para comparar dos territorios en un momento determinado, o bien dibujar una evolución de la epidemia en un territorio concreto a lo largo del tiempo. Pero hay otra objeción importante a esto, y es que solo funcionaría si las condiciones de detección de casos fueran exactamente las mismas entre esos dos territorios, o no cambiaran a lo largo del tiempo en el caso de un territorio concreto.

Lo cual, como sabemos, no está ocurriendo. No hay la misma disponibilidad de test, ni los test son los mismos, ni las estrategias de testado, ni el rastreo (del que puede depender el testado de asintomáticos), ni la propensión de una persona a testarse cuando nota síntomas o ha estado en contacto con un positivo, ni su propensión a informar de un test positivo.

Un ejemplo drástico lo estamos viviendo estos días. Hace unas semanas, antes de la explosión actual de casos, era fácil conseguir un test de antígeno en cualquier farmacia, porque poca gente se testaba. Cuando la incidencia acumulada se dispara, todo el mundo quiere testarse, de modo que la subida de la incidencia se retroalimenta a sí misma, ya que al aumentar el número de test, aumenta el número de casos; más que un indicador de la epidemia, la incidencia acumulada es un indicador de testado.

Pero por otra parte, ahora es casi imposible obtener un test, al menos en la zona donde vivo. La Comunidad de Madrid prometió un test gratuito por persona antes de Navidad. En la farmacia de mayor tránsito de una población de 63.000 habitantes de la Sierra de Madrid (Collado Villalba) ayer recibieron 53 test; ni siquiera suficiente para un bloque de pisos. Hoy, me dijeron, recibirían más o menos la misma cantidad.

Probablemente aquí se suman varios problemas. Al parecer el gobierno central de España no ha resuelto un problema de autorización de marcas adicionales de test, quizá porque estaba demasiado ocupado decretando la vuelta a la obligatoriedad de las mascarillas en la calle (una medida que ni siquiera es pseudociencia porque no hay pseudociencia que la defienda). Por otra parte, la Comunidad de Madrid prometió regalar lo que no tiene ni puede cumplir. Y a ello se suma que en España la venta de test está secuestrada en exclusiva por las farmacias; en otros países pueden comprarse en los supermercados, y en Alemania basta con un click en Amazon y te llevan a casa todos los que quieras. En Portugal, Mercadona los vende a menos de 3 euros. Aquí, solo en farmacias, y a un mínimo del doble.

Respecto a esto de las farmacias, no puedo evitar contar una experiencia personal. La encargada de una farmacia de mi zona tenía una lista de espera de tres folios por las dos caras. Ante mi protesta, que no iba dirigida contra ella ni su establecimiento, ha pretendido regañarme, «es que no hay que reunirse». He contestado que ella no sabe si voy a reunirme o no, ni es de su incumbencia, pero que la cuestión no es esa, sino que muchos hemos tenido contacto con positivos y sentimos la responsabilidad de saber si podemos ser un peligro para otros. Que estamos dispuestos a confinarnos si es necesario, pero no sin saber si lo es. Su respuesta ha sido que vaya a testarme al Centro de Salud. Alentando así a quienes no estamos enfermos a que saturemos la atención primaria.

Pero en fin, el resultado de todo ello es que no hay test. Y si no hay test, no hay positivos. No hay nada para reducir la incidencia acumulada como impedir que la gente pueda testarse.

Por último, no resisto la tentación de dejar aquí otra observación curiosa. Si miramos los datos actuales de incidencia acumulada en la Comunidad de Madrid, resulta que las poblaciones con cifras más altas son las más ricas, Pozuelo y Boadilla del Monte. Y en la capital, son también los distritos con mayor renta, como Salamanca y Chamberí, mientras que los barrios con menor incidencia son Villaverde, Usera y Puente de Vallecas, barrios humildes. Los expertos en análisis de datos se preguntan: ¿por qué las zonas más ricas tienen más contagios? Y aventuran explicaciones sobre el estilo de vida, los contactos sociales, las fiestas…

Pero sin ánimo de prestar a esto más valor que el anecdótico, recordemos: la incidencia acumulada ya no es un indicador real de las infecciones. Sino del testado. Y en una ola explosiva como esta, cuando las autoridades prometen test pero no los dan, en las zonas más ricas hay un factor diferenciador respecto a las más pobres, que se resume en dos palabras: test privados.

¿Es momento de introducir nuevas restricciones contra la pandemia? (Spoiler: no)

Según lo que oigo a mi alrededor, parece que ya hay un fuerte agotamiento de la paciencia para aceptar medidas de restricción contra la pandemia como las que se dice que podrían discutirse y adoptarse este próximo miércoles. Aunque también parece que muchos harán lo posible por respetar las normas que se impongan incluso si no les gustan. Es más, basta mirar alrededor para comprobar cómo en general la gente está adoptando medidas de precaución por propia iniciativa, fruto de casi dos años de aprendizaje, sin necesidad de que nadie se las imponga.

No seré yo quien critique esta oposición actual a las restricciones. Desde aquí ya me declaré contrario a ese linchamiento público del sector de población más joven, cuando prácticamente se les culpaba de la ola de contagios de entonces por imbéciles, irresponsables e inmaduros, y los telediarios abrían con el número de botellones dispersados por la policía como si fueran actos terroristas. Como se pudo ver después, los jóvenes no necesitaban lecciones, ni mucho menos porrazos. Necesitaban vacunas. Y cuando por fin se les permitió vacunarse, se acabó el predominio de su franja de edad en los contagios (ahora ha subido de nuevo en la franja de los mayores de 20, precisamente los más reticentes a la vacunación).

Ahora es perfectamente comprensible que muchos estén hasta las narices de restricciones, sobre todo cuando llevamos casi dos años sumidos en esta desesperante espiral sin fin, y durante este tiempo la inmensa mayoría han cumplido obedientemente lo que se les ha dicho: han utilizado mascarillas, han cambiado las de tela por las quirúrgicas o las FFP2, no se han reunido cuando no podían reunirse, no han viajado, se han vacunado.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Las vacunas funcionan. Una vacuna con una eficacia del 90% significa que reduce el riesgo de sufrir el «resultado de interés» (en este caso los síntomas graves y la muerte) en un 90%. La eficacia se refiere al número de personas vacunadas en un ensayo clínico que sufren este resultado de interés en comparación con el número en el grupo de control que recibe un placebo. Lo cual quiere decir que una pequeña minoría de personas vacunadas desarrollarán síntomas graves e incluso morirán. Esto sucede con todas las vacunas si la enfermedad es grave o mortal. Pero sin las vacunas muchas más personas habrían muerto ya.

Las vacunas, esto hay que repetirlo mil veces porque aún no se ha entendido, reducen también el riesgo de sufrir infección asintomática, aunque en menor medida que la enfermedad grave. Y reducen la transmisión, al menos antes de la variante Ómicron. El hecho de que las disponibles actualmente no sean esterilizantes, no impidan por completo la infección y no eviten totalmente la transmisión, junto con las dudas sobre Ómicron, es el argumento que están esgrimiendo las autoridades, apoyadas en los especialistas en medicina preventiva y salud pública, para recomendar la aplicación de nuevas restricciones, incluso a las personas vacunadas.

Pero sería ahora el momento de recordar cuál era el objetivo inicial de todo esto. Desde el principio de la pandemia hubo un pequeño puñado de países que adoptó una estrategia de eliminación del virus. Véase el caso de Nueva Zelanda. Esta nación ha permanecido prácticamente cerrada al mundo desde el comienzo de la cóvid. Y si bien en un principio parecía una solución teóricamente posible para un país isleño y poco poblado, se ha impuesto la realidad de que en la práctica es inviable crearse un planeta paralelo apartado del resto. En octubre, Nueva Zelanda anunció que la estrategia de eliminación ya es historia.

Pero ni España ni ningún otro país de nuestro entorno adoptó una estrategia de eliminación, probablemente bajo el criterio realista de que esto era imposible. Y entonces, ¿cuál era nuestro objetivo? Recordemos ahora una frase largo tiempo olvidada: aplanar la curva. Esto, según escribía aquí el 11 de marzo de 2020, días antes del confinamiento general del primer estado de alarma, significaba: «comprar tiempo para retrasar el avance de una epidemia. Como ya están explicando las autoridades sanitarias, reduciendo la interacción social se logra que la curva de contagios se aplane, repartiéndose más a lo largo del tiempo; el número final de infectados será el mismo en cualquier caso, pero un largo goteo en lugar de un chorro instantáneo tiene la ventaja de no saturar los sistemas de salud, y de que estos tengan en todo momento la capacidad de atender en óptimas condiciones a los enfermos para reducir al mínimo el número de muertes«. Por entonces la perspectiva de las vacunas aún parecía muy lejana. Pero las necesarias restricciones de entonces también compraron tiempo hasta la llegada de las vacunas.

Todo ello se resumía en este gráfico, también largo tiempo olvidado:

Aplanar la curva. Imagen de Siouxsie Wiles y Toby Morris / Wikipedia.

Aplanar la curva. Imagen de Siouxsie Wiles y Toby Morris / Wikipedia.

Aquel mismo 11 de marzo escribía también que el SARS-CoV-2 «no va a desaparecer, y que más tarde o más temprano es probable que la mayoría de nosotros vayamos a contraer el virus«. Este comentario venía a propósito de un artículo en la revista The Atlantic, firmado por una persona con la voz muy alta pero pocos conocimientos de virus y epidemias, que pedía «cancelarlo todo» en aquella primavera de 2020 para que en otoño pudiéramos sacudirnos las manos y volver a la vida normal. Casi dos años ha costado que se entienda que esto que no ocurrió entonces tampoco va a ocurrir ahora. Más vale tarde que nunca.

Pero si nunca hemos tenido aquí una estrategia de eliminación porque sencillamente no era posible, si nuestro objetivo era aplanar la curva, si empieza a aceptarse que en algún momento casi todos tendremos ante los ojos un test positivo, si las vacunas están haciendo un trabajo increíble para mantener a raya los síntomas graves, si no hay peligro de colapso de los sistemas de salud, si las muertes por cóvid ahora se están manteniendo en unos niveles similares a los que cada año suele causar la gripe estacional sin que antes a nadie le importara (que ya era hora de que sí importe)… ¿Por qué ahora hay quienes olvidan todo esto y piden volver al momento en que todo estaba empezando?

Por supuesto que las restricciones drásticas como las que se están aplicando en otros países reducirían los contagios (recordemos que no tenemos nada de lo que enorgullecernos, ya que muchos de esos países están en la cuarta ola cuando aquí llevamos ya seis, y nuestros porcentajes de infección acumulada son mayores, sobre todo en Madrid).

Por supuesto que, incluso con vacunas, una explosión brutal de nuevos casos aumentará la demanda de atención sanitaria. Pero mientras no haya colapso, es que estamos por debajo de la línea discontinua del gráfico. Es que estamos en curva plana. Precisamente lo que se pretendía.

Por supuesto que la misión de los especialistas en medicina preventiva y salud pública es recomendar medidas tajantes, como también malos especialistas en medicina preventiva y salud pública serían los que dijeran que con un par de cigarritos al día no pasa nada.

Por supuesto que la variante Ómicron, si como se sospecha es más transmisible, ha introducido un factor de nuevo empuje a los contagios (mañana resumiremos lo que la ciencia realmente sabe hasta ahora de la nueva variante, y no todo coincide con lo que se está contando).

Pero si hay un momento para defender que la medicina preventiva y la salud pública deben ser compatibles con la vida, no en el sentido biológico, que ya lo hemos conseguido gracias a las vacunas, sino en el social, económico y demás, es este. Quienes se han vacunado tienen todo el derecho a reclamar que no se les trate por lo que la vacuna no puede hacer, sino por lo que la vacuna sí hace. No olvidemos que, incluso si como parece las vacunas pueden ser menos eficaces contra Ómicron, el aumento de los contagios en España hasta ahora no se ha debido a Ómicron. Sino al otoño (motivo por el cual, por cierto, no tiene ningún sentido comparar los datos de diciembre con los de septiembre, y sí los de diciembre de 2021 con los de diciembre de 2020).

Por último, hay una razón más: las restricciones se dictan en función de la incidencia acumulada, pero hace ya mucho tiempo que la incidencia acumulada dejó de ser un indicador fiable de la evolución de las infecciones para quedarse solo como un indicador de la evolución del testado. Ya expliqué esto aquí, aunque hoy habría algo más que añadir con las nuevas variantes.

El hecho de que no se respete este criterio, que se pretenda tratar igual a las personas que han elegido voluntariamente vacunarse y a las que han elegido voluntariamente no vacunarse, no solo ha hecho ya que algunos se arrepientan de haberse vacunado, sino que incluso puede detraer a muchos de inocularse la tercera dosis, que ahora podría ser la mejor arma contra la Ómicron. Si se cuenta que los síntomas de Ómicron son más leves (sobre lo cual, como veremos mañana, aún no hay resultados concluyentes) y se imponen restricciones a las personas vacunadas, quizá los más reticentes prefieran arriesgarse a pasar por la infección que por una tercera dosis. Y si, por culpa de la torpe actuación de las autoridades, para muchos cobra más sentido contagiarse que revacunarse, estos contagiarán a otros.

Las autoridades rehúyen la medida más crucial, la vacunación universal obligatoria. Y en cambio están demostrando de nuevo (ya en algunas comunidades autónomas y en otros países, quizá pronto aquí a nivel general) que, rota una vez la barrera ética de restringir las libertades, rota para siempre: dado que el virus no va a marcharse, parece que debemos resignarnos a aceptar que en el futuro que nos espera ciertas libertades fundamentales ya nunca volverán a ser fundamentales. Es un gran error. Es una barbaridad. Y sí, es solo una opinión.

Aplicar igual criterio a vacunados y no vacunados es contradictorio y dañino

Cada vez que empiezo a escribir en este recuadro del WordPress, y a menos que desde el principio tenga muy claro cómo va a titularse esto, pongo una palabra provisional en la casilla del título. La que hoy he puesto es «barbaridad», porque esta es la que me ha venido a la mente al leer que el gobierno impone la cuarentena de los contactos de personas sospechosas de estar infectadas por la variante Ómicron del SARS-CoV-2, AUNQUE DICHOS CONTACTOS ESTÉN VACUNADOS. Finalmente no me ha quedado un título muy apañado, lo admito, pero no siempre se acierta.

Para empezar, aclaremos: sobre si puede haber un criterio técnico que justifique el aislamiento de toda persona que haya tenido contacto con un contagiado, la respuesta es que sí, aunque abajo detallaré las salvedades. Pero no solo a) llama la atención este repentino arrebato de adherencia estricta a criterios científicos cuando en otros casos se ignoran olímpicamente, sino que además b) en este caso se está traicionando el compromiso de confianza en la herramienta más poderosa que tenemos para luchar contra la pandemia, las vacunas.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona el pasado verano. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Entre los extremos de ninguna restricción y el confinamiento total de la población, es evidente que no es fácil encontrar el punto justo de equilibrio entre los criterios científicos y los sociales y económicos, y cada uno puede situarlo en un lugar diferente; incluidos los gobiernos, como ha quedado de manifiesto a lo largo de la pandemia. Como ya he contado aquí, si se deja que sean los especialistas en medicina preventiva y salud pública quienes tomen las riendas, lo más sencillo es tirar del principio de precaución, ese gran maltratado, para decretar siempre medidas que tiendan a lo excesivo.

Como decía, hay una salvedad, y es que cuando el principio de precaución se confronta con la medicina basada en evidencias, a veces surgen las sorpresas. En este blog he hablado ya de algún gran estudio (aquí y aquí) basado en los datos reales y que llega a la conclusión de que un confinamiento total es una medida menos eficaz de lo que se ha dado por supuesto y menos eficaz que otras; como también hablé de un estudio según el cual los contagios en España en marzo de 2020 comenzaron a descender antes del confinamiento, no a partir del confinamiento. En ciencia a veces los resultados no confirman lo que es intuitivo. Pero cuando esto ocurre no se pueden barrer debajo de la alfombra. Hay que contrastarlos y explicarlos. Y si no pueden explicarse, basta con usar las dos sílabas más importantes en ciencia: «no sé».

En España no se está hablando de un confinamiento, algo que sí se está haciendo en otros países. Pero el alegato, en el fondo, es el mismo en ambos casos: ya no estamos en marzo de 2020. Estamos en otra fase. La pandemia terminará algún día, pero el virus no va a marcharse. Tras la pandemia vendrá la endemia. Debemos aprender a convivir con el virus, y eso supone seguir adelante en un mundo con COVID-19. Afortunadamente, ya no somos una población inmunológicamente virgen. Tenemos herramientas poderosas, las vacunas, y en ellas debemos basar nuestra lucha ahora.

Pero si puede haber un criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública para que a las personas vacunadas se les aplique el mismo criterio que a las no vacunadas, ahí va otro criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública: vacunación obligatoria.

Sin embargo, este no se ha adoptado. De hecho, en España se pretendió cerrar el debate incluso antes de abrirlo. Desde el principio se dijo que no se iba a aplicar este criterio, sin dar siquiera ocasión a que se aportaran argumentos. La vacunación obligatoria ha existido en varios países antes de la pandemia, aplicada a las inmunizaciones reglamentarias en los niños. Y aunque ni mucho menos hay un consenso en la comunidad científica con respecto a esto, nadie puede negar que hay caso, y que por lo tanto debe haber un debate. Personalmente, algunos pensamos que este es un camino que debe recorrerse, que está comenzando a recorrerse ahora y que terminará completándose cuando la sociedad esté madura para recorrerlo. Y al menos ahora la Unión Europea ha tenido la sensatez de quitar la razón a quienes ni siquiera han querido abrir el debate.

Así que, bien, si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, confinemos también a las personas vacunadas. Pero si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, ¿qué hay de la vacunación obligatoria?

Aún hay una segunda razón en contra de esta barbaridad, la b). Motivos para vacunarse puede haber muchos, pero como en los mandamientos del catolicismo se resumen en dos: por mi propio bien y por el bien de todos. Otra cosa diferente son los motivos concretos que hayan llevado a cada uno a pasar por la aguja. Para algunos de los reticentes, podrá ser que sus allegados se lo han pedido. Para otros, que la empresa en la que trabajan les ha transmitido más que una insinuación.

Pero es natural que ahora se esperen contrapartidas. Las tenemos: podemos viajar. Podemos acceder a cualquier lugar. No tenemos que guardar cuarentenas. O no teníamos, antes de esta nueva decisión del gobierno.

Con esta pandemia ha ocurrido que muchas personas que antes tenían una idea equivocada sobre qué son y para qué sirven realmente las vacunas ahora lo entienden mejor, y otras están en proceso de ello. Han comprendido que una vacuna no es una coraza ni un condón, y que no funciona siempre para todos igual protegiendo de una infección al 100%. Esto es común a todas las vacunas, aunque muchos lo han comprendido solo con la pandemia. También, espero, se está entendiendo mejor qué es y qué no es la inmunidad de grupo: es lo que en el mundo real actual está protegiendo a la comunidad de infecciones como el sarampión, y podemos afirmar que la tenemos una vez que la hemos conseguido, cuando comprobamos que el posible efecto individual de la vacuna ha quedado aminorado por la protección del grupo. Pero salvo quizá en experimentos controlados de laboratorio, decir que la inmunidad de grupo se alcanzará el 16 de febrero a las 4 y 36 de la tarde cuando esté vacunado el 87,2% de la población es absurdo, ridículo y acientífico, lo diga Pedro Sánchez o Boris Johnson.

Dicho de otro modo: la eficacia de una vacuna a nivel individual puede ser variable. La eficacia de una vacuna a nivel colectivo es indiscutible y muy poderosa. Pero si muchas personas se han vacunado también por el bien de la comunidad y en pos de ese objetivo etéreo, evanescente e improbable de la inmunidad de grupo, ¿qué cara se les queda ahora a esas personas cuando se les dice que se les va a aplicar el mismo criterio que a los no vacunados? ¿Qué manera es esa de fomentar la vacunación y la confianza en las vacunas?

Incluso si las personas vacunadas pueden contagiarse, que ya decimos que sí, e incluso si las personas vacunadas pueden transmitir el virus, que ya decimos que también, la libertad de movimientos de las personas vacunadas no solo es el camino hacia esa transición a la endemia, a la convivencia con el virus, sino que además no se puede romper de esta manera unilateral el compromiso mutuo adquirido entre gobernantes y ciudadanos, cuando los primeros han prometido esas ventajas a los segundos y muchos de estos han vencido su reticencia basándose en dicha promesa. El mensaje que transmite un gobierno que toma tales decisiones es un mensaje de reticencia a la eficacia colectiva de la vacunación.

Por último, conviene apuntar algo más. Una vez que ha quedado claro que, cuando en febrero de 2020 en España se decía que había uno o dos casos de contagios, en realidad el virus ya estaba circulando libremente y transmitiéndose exponencialmente en la comunidad de modo que el número de contagios reales en cada momento era cien veces mayor que los detectados (como han mostrado varios estudios, uno de los cuales comenté aquí),¿en serio vamos a volver ahora a decir que en España hay tres casos de la variante Ómicron? ¿Es que todavía no hemos aprendido nada? Si, como se ha dicho, esta variante del virus se ha detectado en las aguas residuales de Barcelona (algo que, supongo, aún deberá confirmarse), ¿será que esas tres personas han estado en Barcelona haciendo de vientre en cantidades industriales, solo comparables al volumen de plasma del mono que en la película Estallido lograba abastecer de antisuero a toda la población?

Pasen y vean el circo Ómicron

—Y tú, ¿qué crees que es mejor contra la variante Ómicron?

—Dejar de ver las noticias.

Es un chiste o no lo es. Que cada cual se lo tome como quiera. Pero lo cierto es que nadie que en estos días apague la radio y la televisión y deje de leer los periódicos (de las redes ya ni hablemos) va a perderse ningún dato real relevante sobre la nueva variante Ómicron del SARS-CoV-2. Porque los datos reales relevantes que están publicándose ahora no son sobre la Ómicron, sino sobre Alfa y Delta, las anteriores.

Por ejemplo. En cuanto a la Alfa, en la Universidad de Texas un equipo dirigido por Pei-Yong Shi y Scott Weaver ha descubierto que la mutación N501Y en la proteína Spike del virus (significa que en la posición 501 de la proteína el aminoácido asparragina se sustituye por una tirosina; la proteína Spike es la principal que el virus emplea para infectar) es la que permite a la variante Alfa aumentar su infectividad en hámsters y en células del epitelio respiratorio humano, a través de una mayor afinidad por su receptor celular.

En lo que se refiere a la Delta, investigadores del Instituto de Virología Gladstone de San Francisco y de la Universidad de Berkeley, dirigidos por Jennifer Doudna –codescubridora del sistema de edición genética CRISPR–, han creado un sistema de partículas cuasivirales similares al SARS-CoV-2 (iguales al virus pero sin su genoma) que permiten simular la infección en cultivos celulares y en laboratorios de baja seguridad biológica, ya que no son virus reales. Gracias a este sistema han observado que la variante Delta produce 50 veces más virus que el linaje original. Es decir, que se reproduce más. Lo mejor del sistema creado por Doudna y sus colaboradores es que ofrece una plataforma en la que podrá testarse de forma relativamente rápida el comportamiento de nuevas variantes. Relativamente rápida quiere decir que no será necesario crear el sistema de nuevo.

Por otra parte, investigadores de varias instituciones japonesas han mostrado que la mutación P681R de la Spike en la variante Delta (mismo que lo anterior; P es prolina, R es arginina) aumenta la capacidad fusogénica del virus in vitro, es decir, su habilidad para infectar, y también su patogenicidad, es decir, su poder de enfermedad.

¿Algo de esto se ha contado ahora en los medios?

Tomando en conjunto los dos últimos estudios, ahora sabemos que la variante Delta infecta mejor, se reproduce mejor y provoca una enfermedad peor que el linaje original. Y sí, respecto a esto último, todos recordamos que en su momento se dijo en todas partes que no, que no provocaba peores síntomas. Se dijo cuando en realidad aún no se sabía nada. Y del mismo modo, lo que ahora se sabe sobre la transmisibilidad, la reproductividad y la patogenicidad de la Ómicron es esto:

  • (nada)

Por desgracia, así es la ciencia. Va lenta, se equivoca y rectifica. Pero da respuestas, aunque las da cuando puede darlas. Como dice en Science el director del Wellcome Trust, Jeremy Farrar, «la paciencia es crucial».

Imagen de Chinmayamahapatra / Wikipedia.

Imagen de Chinmayamahapatra / Wikipedia.

Pero la paciencia, que lleva la ciencia dentro de sí, no es la especialidad de los medios. Se ha dicho que la Ómicron es más contagiosa, que no se sabe. La variante se ha descubierto solo por casualidad, por análisis rutinarios de genomas en Sudáfrica. Esto no quiere decir que no sea más contagiosa, pero tampoco que lo sea. Simplemente, todavía no se sabe; no siempre una variante que de repente crece lo es, como demuestra la expansión de un linaje particular del que aparecieron miles de casos en San Diego, California, y que se debió a varios eventos de supercontagios en una universidad, no a que este linaje fuese más infeccioso.

También se ha dicho que la Ómicron provoca síntomas leves, que no se sabe. Se ha dicho que escapa a los anticuerpos neutralizantes, que no se sabe. Se ha dicho que puede eludir la protección vacunal, que no se sabe. Por decirse, juro que en la radio he oído a una corresponsal hablar de la variante «Ócrimon». Solo un lapsus, claro, y más comprensible aún si la corresponsal en cuestión tiene hijos en edad de jugar a Pokémon, que de esto doy fe.

Y mientras, cada uno a lo suyo; países cerrando fronteras y suspendiendo vuelos, y políticos aprovechando para hacer caldo con los huesos. Así que, en lo que se refiere a esta variante y sus circunstancias, la única lectura que ahora puedo recomendar es un artículo publicado en The Conversation por el vacunólogo Shabir Madhi, de la Universidad de Witwatersrand de Sudáfrica, y que aporta una lección de sensatez al circo de tres pistas Ómicron en forma de recomendaciones. Lo más importante de lo cual transcribo literalmente (los comentarios son míos):

  • «Primero, que no se impongan más restricciones indiscriminadamente, excepto en reuniones en interiores«.

Será cosa mía y observación anecdótica, pero en un escenario cualquiera elegido al azar donde hasta anteayer el uso de la mascarilla se había relajado enormemente (recogida de niños en colegio en la calle, al aire libre), ayer las mascarillas volvían a ser la norma.

  • «Segundo, que no se dicten restricciones de viajes nacionales o internacionales. El virus va a diseminarse en cualquier caso, como ha sido el caso en el pasado. Es ingenuo creer que las restricciones de viajes en un puñado de países detendrán la importación de una variante. Este virus se dispersará por todo el globo a menos que seas una nación isleña que se cierre al resto del mundo«.

Gran verdad, grandemente ignorada por medios, políticos y el público en general. Sobradamente corroborada por numerosos estudios a lo largo de la pandemia, como he ido contando en este blog. Las restricciones de viajes solo «retrasan lo inevitable«, escribe Madhi. En Science, Farrar decía que para lo único que si acaso pueden servir estas restricciones temporales es para comprar algo de tiempo, pero añadía: «La cuestión es qué se hace entonces con ese tiempo«. ¿Qué se está haciendo entonces con ese tiempo? Añade Madhi: «Para cuando se imponen las restricciones, probablemente la variante ya se habrá extendido«. En varios países europeos hay casos de Ómicron detectados sin ninguna relación con Sudáfrica. Y probablemente aquí también, no detectados.

Solo habría una pequeña alegación a las palabras de Madhi: ni siquiera ser un país isleño cerrado al resto del mundo garantiza nada. Esto es lo que ha hecho Nueva Zelanda, cerrada a cal y canto desde el principio de la pandemia bajo la estrategia de eliminación del virus. Recientemente y ante el aumento de contagios, su primera ministra Jacinda Ardern ha admitido un replanteamiento de la estrategia de eliminación. Lo cual no hace sino hablar en su favor; Nueva Zelanda es uno de los pocos países, si es que hay otro, que ha tratado de guiarse por la ciencia. La ciencia se equivoca y rectifica; Nueva Zelanda también.

Es más, a la inutilidad de las suspensiones de vuelos y los cierres de fronteras se suma el enorme perjuicio económico y social que provocan. En Science, la viróloga de la Universidad de Berna (Suiza) Emma Hodcroft cuenta que le consta que ciertos países han mirado para otro lado durante un rato al descubrir nuevas variantes por temor a que los demás les impusieran restricciones de viajes.

Por cierto, ¿alguien se acuerda de dónde surgió la primera variante preocupante del virus respecto al linaje original de Wuhan, la mutación D614G, que se extendió por toda Europa en el verano de 2020 antes de que las nuevas variantes comenzaran a recibir nombres de letras griegas? Una pista: es un país del sur de Europa que hace frontera con Portugal, Francia y Andorra. Y miren qué curioso, resulta que el estudio en Nature que describe aquella variante y su expansión está codirigido por… Emma Hodcroft, viróloga de la Universidad de Berna.

En el artículo de Science se reconoce la valentía de los investigadores sudafricanos al haber informado prontamente de la detección de esta variante, dado que no puede esperarse lo mismo de todos los países siempre. Aún más, y como dice Madhi, «la ausencia de informes de variantes de países que tienen una capacidad limitada de secuenciación no implica la ausencia de otras variantes«. En el mundo circulan miles de variantes del virus. Quizá millones. No cuatro o cinco. Miles o millones. Y probablemente la mayoría de ellas nunca salgan a la luz porque los países no las secuencian, bien porque no pueden, o bien porque no quieren.

Sigo con Madhi. Me salto las partes aburridas:

  • «Quinto, dejen de vender el concepto de inmunidad de grupo. No va a materializarse y paradójicamente socava la confianza en las vacunas […] La vacunación todavía reduce la transmisión modestamente, lo que es de gran valor, pero no es probable que lleve a la inmunidad de grupo mientras vivamos. En lugar de eso, deberíamos hablar sobre cómo adaptarnos y aprender a convivir con el virus«.

Sobre esto ya he hablado aquí largamente. La inmunidad de grupo existe, pero no es lo que se cree y se está vendiendo. Es un concepto científico académico, tan útil para el público como la idea del solsticio. Es decir, el solsticio de verano existe. Pero nadie sabría que existe ni qué es si no se dijera; y quien crea que el solsticio de verano es cuando los días comienzan a alargarse, el sol comienza a calentar más y hay que empezar a ponerse protección solar porque es cuando empieza a subir la radiación UV, está creyendo justo todo lo contrario de lo que realmente es.

Por último, termino con algo que Madhi menciona solo de pasada, porque esto hoy en día casi no puede decirse de frente y a las claras, salvo que a uno no le importe que le comparen con Hitler:

  • «Obligar a la vacunación«.

Pero no. Las autoridades no obligan a nadie a vacunarse. En su lugar, piden a los jueces que les permitan obligar a los camareros a que exijan a sus clientes un certificado sanitario.

La vacunación de los niños no es un sacrificio por la comunidad, sino un beneficio también para ellos

Entre las cosas más chocantes que se han publicado en los últimos días, llaman poderosamente la atención las declaraciones de un miembro del comité encargado de diseñar la estrategia de vacunación contra la COVID-19 y presidente del Comité de Bioética de España, según el cual «no se puede vacunar a los niños en beneficio de la colectividad«. Añadía que la enfermedad no supone riesgo alguno para los niños, y que en cambio los beneficios de la vacuna para ellos «no están claros«.

Por situar las cosas en su contexto, cabe decir que el personaje aludido es un prestigioso jurista con una reputada trayectoria en el ámbito sanitario. Pero no tiene formación científica. Y por desgracia, con tales declaraciones no solo demuestra una falta de alineamiento con el consenso científico actual, sino que también roza la reticencia a las vacunas, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera una de las 10 mayores amenazas actuales a la salud global.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Con respecto a lo primero, en los últimos meses la vacunación de los niños menores de 12 años se ha discutido en las páginas de las revistas científicas, tanto desde el punto de vista puramente técnico como desde la perspectiva bioética. En julio, un editorial en The Lancet Infectious Diseases se preguntaba si deberíamos vacunar a los niños, y argumentaba que «podría defenderse la vacunación de los niños en un futuro no lejano«, poniendo como posible obstáculo a ello el hecho de que las vacunas aún apenas han llegado a los adultos vulnerables en muchos países en desarrollo. Es decir, no cuestionaba el balance beneficio/riesgo de la vacunación para los niños, sino el balance entre el beneficio para los países desarrollados y el de los países en desarrollo.

El editorial fue contestado por un grupo de investigadores que acusaban a la revista de postergar a un segundo plano el bien de los menores en favor de los adultos.«Parece desconcertante que consideremos la protección ofrecida por una vacuna superior a la de la infección natural en adultos mientras hablamos de la superioridad de la inmunidad natural generada por la infección en niños«, escribían los autores, subrayando que «los niños dependen de otros para ejercer sus derechos«, y que a veces no solo los adultos, sino incluso las propias instituciones «niegan a los niños el acceso justo a las vacunas por razones espurias, revelando un prejuicio contra los niños«.

El pasado 27 de octubre, Nature consultaba a varios expertos a propósito de la aprobación de la vacuna de Pfizer en EEUU para los menores de 12. «Va a salvar vidas en ese grupo de edad«, decía la epidemióloga australiana Emma McBryde, añadiendo: «Por cada vida de un niño que salves, salvarás muchas más de adultos«. Para el especialista en infecciones pediátricas Andrew Pavia, los riesgos justifican sobradamente la vacunación. También en Nature, el pediatra de enfermedades infecciosas Adam Ratner aclaraba que durante la pandemia ha atendido a «muchos niños bastante enfermos«.

El 18 de noviembre, Science publicaba un editorial firmemente favorable a la vacunación de los niños: «No se equivoquen; la COVID-19 es una enfermedad de los niños«. Los responsables de la revista repasaban las cifras: «En EEUU, casi 700 niños han muerto de COVID-19, situando la infección por el SARS-CoV-2 entre las 10 mayores causas de muerte infantil. Ningún niño ha muerto por la vacunación«. Y concluía:

Aunque es cierto que la mayoría de los niños experimentarán una enfermedad leve o asintomática, algunos enfermarán bastante, y un pequeño número morirán. Este es el motivo por el que a los niños se les vacuna contra la gripe, la meningitis, la varicela y la hepatitis, ninguna de las cuales, ni siquiera antes de que hubiese vacunas, ha matado a tantos como el SARS-CoV-2 al año.

Algunos padres son comprensiblemente reticentes a vacunar a sus hijos pequeños. Sin embargo, la elección de no vacunarse no está libre de riesgos; en su lugar, es una decisión de asumir un riesgo diferente y más grave. La comunidad biomédica debe esforzarse por dejar esto claro al público. Podría ser una de las decisiones de salud más importantes que unos padres puedan tomar.

La vacuna de Pfizer proporciona un 90% de protección a los niños de 5 a 11 años. La Agencia Europea del Medicamento ha recomendado su administración, algo que ya se está haciendo en EEUU desde el pasado 29 de octubre. La comunidad científica se inclina claramente por la necesidad de vacunar a los niños, no solamente por el bien de la comunidad, sino también por el suyo propio.

Cuando hablamos de la resistencia a las vacunas, normalmente pensamos en el movimiento antivacunación; personas que se manifiestan radicalmente y de forma activa en contra de todas las vacunas e incluso de la ciencia biomédica en general, que mueven sus proclamas a través de determinados círculos, sobre todo en las redes sociales, en las que encuentran posturas similares que amplifican sus creencias a través de desinformaciones y bulos que aceptan sin contrastación por simple coincidencia con sus prejuicios.

A pesar de que ningún país está libre de esta corriente, en España es residual con respecto a otras naciones desarrolladas o de nuestro entorno. Pero incluso en los países donde está más arraigado, este sector tiene más presencia por su visibilidad pública que por su representatividad real. Por ello y aunque a menudo se ponga el énfasis en esta comunidad, no olvidemos que la OMS no incluye entre sus 10 mayores amenazas a la salud pública los movimientos antivacunas, sino la reticencia a las vacunas. La cual define como un «retraso en la aceptación o rechazo de las vacunas a pesar de la disponibilidad de los servicios de vacunación«. Insistamos: retraso en la aceptación. En este perfil se incluye un sector de población mucho más amplio que el de los movimientos antivacunas.

La vacunación no es un sacrificio, sino un beneficio, tanto para el propio individuo como para la comunidad. Las vacunaciones son posiblemente lo más parecido a un superpoder que podemos encontrar en el mundo real. Nos permiten protegernos y defendernos contra enemigos que de otro modo podrían hacernos enfermar gravemente o incluso matarnos. Este beneficio es un derecho que los adultos nos hemos concedido a nosotros mismos. Privar de este derecho a los niños es atentar contra sus intereses. Dudar de que conceder este derecho a los niños suponga un beneficio para ellos es, claramente, una reticencia a la vacunación.