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Casi la mitad de la gente oculta su COVID-19 o miente sobre ella

Hace tres años los miles de autoproclamados videntes de todo el mundo desperdiciaron una ocasión única en la vida: con que uno de ellos, bastaba con uno solo, hubiese vaticinado lo que se nos venía encima, que el mundo iba a cambiar en unos meses, que las vidas de la mayoría de los humanos iban a verse profundamente alteradas, que estaríamos encerrados en casa, que llevaríamos mascarillas durante años, que millones morirían… Solo con que uno lo hubiese visto en su bola de cristal, en su baraja, en las entrañas de su besugo o en su lo que fuese, nos habría convencido a los demás de que no son unos charlatanes. Pero claro, no ocurrió. Porque los superpoderes solo existen en los mundos de Marvel y DC. En el mundo real solo existen los negocios. Si los superhéroes existieran en el mundo real, llevarían el datáfono prendido al cinturón para cobrar el servicio.

Pero no, hoy no vengo a hablar de videntes ni de estafas. Esto viene a cuento de volver la vista atrás, a esos meses finales de 2019 en los que el virus ya estaba comenzando a propagarse, y cómo entonces nadie en este planeta, videntes incluidos, podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. Han pasado tres años y, una vez encajado todo el dolor sufrido, que para muchos nunca se aliviará, hoy ya no se percibe la amenaza del virus del mismo modo. Hemos vuelto a la vida, a la normalidad.

Pero ¿qué normalidad? Durante los peores tiempos de la pandemia se acuñó la expresión «nueva normalidad». No era un invento del gobierno; en todo el mundo se hablaba de «new normal». Para los sectores negacionistas supuso una nueva chincheta en sus tableros de conspiranoias. Aunque, claro, a nadie le gustaba: ¿quién no preferiría la misma vieja normalidad de siempre?

Una UCI con enfermos de COVID-19 en 2021. Imagen de Karina Fuenzalida / Flickr / CC.

Solo que, nos guste o no, hay ciertas cosas que deberían cambiar para siempre, a mejor. El 28 de marzo de 2020, en pleno confinamiento y estado de alarma, escribí aquí un artículo titulado «Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder». Cuando por entonces aún ni siquiera queríamos creer el inmenso desastre que se avecinaba (por entonces había algo más de medio millón de casos confirmados en el mundo y menos de 27.000 muertes; en España unos 64.000 casos confirmados y menos de 5.000 muertes), estaba claro que había cosas que nunca habíamos hecho bien: abusar de los productos germicidas, rehusar las vacunas, menospreciar la higiene pública y, sobre todo y por encima de todo, ir alegremente por ahí repartiendo nuestros catarros y gripes por la calle, en el trabajo, en los transportes, en los bares.

Aunque fuese de forma inocente, como tontos sin culpa, todos hemos sido en nuestra pequeña cuota responsables de la propagación de las epidemias; gripes, catarros y cóvid. El «es un trancazo» o el «he cogido frío» —una vez más, y ya van n, no nos resfriamos por «coger frío», este es un mito insidioso y tan difícil de matar como Steven Seagal que ignora siglo y medio de ciencia; el efecto del frío sobre el cuerpo se llama hipotermia, pero TODA enfermedad con síntomas de resfriado o gripe es SIEMPRE una infección causada por un virus contagioso— nos sirven como pretexto para seguir con nuestra vida normal sin tomar la menor precaución e ir así regalando nuestros virus a todos los que nos rodean.

Porque, claro, la alternativa es un coñazo: testarnos o ir al médico y, ya sea positivo o negativo, aislarnos, usar mascarilla, quedarnos en casa, cancelar planes… Queremos nuestra vieja normalidad, aquella en la que una nariz taponada, unos estornudos, unas toses y un dolor de garganta no iban a fastidiarnos nuestros planes. Incluso los anuncios de ciertos medicamentos contra los síntomas de catarros y gripes nos animan a que los tomemos para sentirnos mejor y así poder salir libremente a contagiar a los demás.

Y así, supongo que esto es algo que todos hemos visto a nuestro alrededor. Se miente. O, por lo menos, se silba mirando para otro lado. Ahora, un estudio de la Universidad de Utah lo confirma y le pone cifras: cerca de la mitad ha mentido en alguna ocasión con respecto a su cóvid.

El estudio, publicado en JAMA Network Open y elaborado por un amplio equipo de expertos en salud pública, psicólogos y médicos de varias instituciones de EEUU, ha consistido en una encuesta a 1.733 personas, una muestra más extensa que en otros estudios previos. Y las conclusiones son consistentes con lo que observamos a diario.

Los investigadores dividieron a los encuestados en tres grupos: quienes han pasado la cóvid, quienes no la han pasado y están vacunados, y quienes no la han pasado y no están vacunados. A todos ellos les hicieron una batería de preguntas para analizar nueve casos diferentes de «misrepresentation», algo así como falsa representación, vulgo mentira, sobre sus comportamientos con respecto a la enfermedad, añadiendo una indagación sobre las causas de tales conductas.

El resultado es que casi el 42% ha mentido alguna vez en alguna de las nueve categorías. Casi la cuarta parte han dicho a otras personas que estaban tomando medidas preventivas que en realidad no estaban tomando; casi otro tanto han roto su cuarentena a sabiendas; más de la quinta parte han evitado hacerse un test sabiendo que podían tener la enfermedad. Y un porcentaje similar han mentido hasta al médico.

Entre las razones que los encuestados alegan para haber mentido, los autores descubren una motivación general común: «querer llevar una vida normal y querer ejercer la libertad personal». Entre las respuestas frecuentemente elegidas figuran frases como «no es asunto de nadie», «no quería que nadie me juzgara», «quería ejercer la libertad de hacer lo que quisiera» , «no me sentía muy enfermo», «tenía que trabajar y no quería quedarme en casa», «seguía los consejos de una figura pública en la que confío» o incluso «no creía que la COVID-19 fuese real».

Que cale el dato: casi una de cada cuatro personas ha preferido no cancelar sus planes ni aislarse, o ni siquiera testarse, aun a sabiendas del riesgo de contagiar a otros.

Según los autores, el perfil preferente de estos mentirosos/irresponsables es variado, pero corresponde sobre todo a una persona menor de 60 años —más mentirosos/irresponsables cuanto más jóvenes— que tiende a desconfiar de la ciencia. No han encontrado diferencias significativas en cuanto a tendencias políticas, creencias religiosas o nivel educativo, y ni siquiera en cuanto a creencias conspiranoicas o actitudes respecto a las vacunas.

Por si quedara alguna duda, los autores concluyen que estas mentiras «pueden haber puesto a otros en riesgo de COVID-19». Según la directora del estudio, Angela Fagerlin, de la Universidad de Utah, mucha gente puede pensar que no pasa nada por una pequeña mentira. «Pero si, como nuestro estudio sugiere, casi la mitad de nosotros lo estamos haciendo, este es un problema significativo que contribuye a prolongar la pandemia».

Y eso que, menciona el estudio, una de sus limitaciones es que no puede comprobarse la veracidad de las respuestas, por lo que la proporción de los que han mentido u ocultado podría ser aún mayor si tampoco han querido reconocerlo en la encuesta. Como conclusión, añaden los autores, «los resultados de este estudio revelan un serio reto de salud pública para la pandemia de COVID-19 y para cualquier futuro brote de enfermedades infecciosas».

Es un asunto demasiado serio como para bromear con esto. Pero uno no puede evitar acordarse de uno de los clichés más típicos de toda película de zombis: «¡No, no me han mordido, estoy bien!», dice tratando de esconder su herida. Y ya sabemos cómo acaba siempre esto.

¿Es momento de introducir nuevas restricciones contra la pandemia? (Spoiler: no)

Según lo que oigo a mi alrededor, parece que ya hay un fuerte agotamiento de la paciencia para aceptar medidas de restricción contra la pandemia como las que se dice que podrían discutirse y adoptarse este próximo miércoles. Aunque también parece que muchos harán lo posible por respetar las normas que se impongan incluso si no les gustan. Es más, basta mirar alrededor para comprobar cómo en general la gente está adoptando medidas de precaución por propia iniciativa, fruto de casi dos años de aprendizaje, sin necesidad de que nadie se las imponga.

No seré yo quien critique esta oposición actual a las restricciones. Desde aquí ya me declaré contrario a ese linchamiento público del sector de población más joven, cuando prácticamente se les culpaba de la ola de contagios de entonces por imbéciles, irresponsables e inmaduros, y los telediarios abrían con el número de botellones dispersados por la policía como si fueran actos terroristas. Como se pudo ver después, los jóvenes no necesitaban lecciones, ni mucho menos porrazos. Necesitaban vacunas. Y cuando por fin se les permitió vacunarse, se acabó el predominio de su franja de edad en los contagios (ahora ha subido de nuevo en la franja de los mayores de 20, precisamente los más reticentes a la vacunación).

Ahora es perfectamente comprensible que muchos estén hasta las narices de restricciones, sobre todo cuando llevamos casi dos años sumidos en esta desesperante espiral sin fin, y durante este tiempo la inmensa mayoría han cumplido obedientemente lo que se les ha dicho: han utilizado mascarillas, han cambiado las de tela por las quirúrgicas o las FFP2, no se han reunido cuando no podían reunirse, no han viajado, se han vacunado.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Las vacunas funcionan. Una vacuna con una eficacia del 90% significa que reduce el riesgo de sufrir el «resultado de interés» (en este caso los síntomas graves y la muerte) en un 90%. La eficacia se refiere al número de personas vacunadas en un ensayo clínico que sufren este resultado de interés en comparación con el número en el grupo de control que recibe un placebo. Lo cual quiere decir que una pequeña minoría de personas vacunadas desarrollarán síntomas graves e incluso morirán. Esto sucede con todas las vacunas si la enfermedad es grave o mortal. Pero sin las vacunas muchas más personas habrían muerto ya.

Las vacunas, esto hay que repetirlo mil veces porque aún no se ha entendido, reducen también el riesgo de sufrir infección asintomática, aunque en menor medida que la enfermedad grave. Y reducen la transmisión, al menos antes de la variante Ómicron. El hecho de que las disponibles actualmente no sean esterilizantes, no impidan por completo la infección y no eviten totalmente la transmisión, junto con las dudas sobre Ómicron, es el argumento que están esgrimiendo las autoridades, apoyadas en los especialistas en medicina preventiva y salud pública, para recomendar la aplicación de nuevas restricciones, incluso a las personas vacunadas.

Pero sería ahora el momento de recordar cuál era el objetivo inicial de todo esto. Desde el principio de la pandemia hubo un pequeño puñado de países que adoptó una estrategia de eliminación del virus. Véase el caso de Nueva Zelanda. Esta nación ha permanecido prácticamente cerrada al mundo desde el comienzo de la cóvid. Y si bien en un principio parecía una solución teóricamente posible para un país isleño y poco poblado, se ha impuesto la realidad de que en la práctica es inviable crearse un planeta paralelo apartado del resto. En octubre, Nueva Zelanda anunció que la estrategia de eliminación ya es historia.

Pero ni España ni ningún otro país de nuestro entorno adoptó una estrategia de eliminación, probablemente bajo el criterio realista de que esto era imposible. Y entonces, ¿cuál era nuestro objetivo? Recordemos ahora una frase largo tiempo olvidada: aplanar la curva. Esto, según escribía aquí el 11 de marzo de 2020, días antes del confinamiento general del primer estado de alarma, significaba: «comprar tiempo para retrasar el avance de una epidemia. Como ya están explicando las autoridades sanitarias, reduciendo la interacción social se logra que la curva de contagios se aplane, repartiéndose más a lo largo del tiempo; el número final de infectados será el mismo en cualquier caso, pero un largo goteo en lugar de un chorro instantáneo tiene la ventaja de no saturar los sistemas de salud, y de que estos tengan en todo momento la capacidad de atender en óptimas condiciones a los enfermos para reducir al mínimo el número de muertes«. Por entonces la perspectiva de las vacunas aún parecía muy lejana. Pero las necesarias restricciones de entonces también compraron tiempo hasta la llegada de las vacunas.

Todo ello se resumía en este gráfico, también largo tiempo olvidado:

Aplanar la curva. Imagen de Siouxsie Wiles y Toby Morris / Wikipedia.

Aplanar la curva. Imagen de Siouxsie Wiles y Toby Morris / Wikipedia.

Aquel mismo 11 de marzo escribía también que el SARS-CoV-2 «no va a desaparecer, y que más tarde o más temprano es probable que la mayoría de nosotros vayamos a contraer el virus«. Este comentario venía a propósito de un artículo en la revista The Atlantic, firmado por una persona con la voz muy alta pero pocos conocimientos de virus y epidemias, que pedía «cancelarlo todo» en aquella primavera de 2020 para que en otoño pudiéramos sacudirnos las manos y volver a la vida normal. Casi dos años ha costado que se entienda que esto que no ocurrió entonces tampoco va a ocurrir ahora. Más vale tarde que nunca.

Pero si nunca hemos tenido aquí una estrategia de eliminación porque sencillamente no era posible, si nuestro objetivo era aplanar la curva, si empieza a aceptarse que en algún momento casi todos tendremos ante los ojos un test positivo, si las vacunas están haciendo un trabajo increíble para mantener a raya los síntomas graves, si no hay peligro de colapso de los sistemas de salud, si las muertes por cóvid ahora se están manteniendo en unos niveles similares a los que cada año suele causar la gripe estacional sin que antes a nadie le importara (que ya era hora de que sí importe)… ¿Por qué ahora hay quienes olvidan todo esto y piden volver al momento en que todo estaba empezando?

Por supuesto que las restricciones drásticas como las que se están aplicando en otros países reducirían los contagios (recordemos que no tenemos nada de lo que enorgullecernos, ya que muchos de esos países están en la cuarta ola cuando aquí llevamos ya seis, y nuestros porcentajes de infección acumulada son mayores, sobre todo en Madrid).

Por supuesto que, incluso con vacunas, una explosión brutal de nuevos casos aumentará la demanda de atención sanitaria. Pero mientras no haya colapso, es que estamos por debajo de la línea discontinua del gráfico. Es que estamos en curva plana. Precisamente lo que se pretendía.

Por supuesto que la misión de los especialistas en medicina preventiva y salud pública es recomendar medidas tajantes, como también malos especialistas en medicina preventiva y salud pública serían los que dijeran que con un par de cigarritos al día no pasa nada.

Por supuesto que la variante Ómicron, si como se sospecha es más transmisible, ha introducido un factor de nuevo empuje a los contagios (mañana resumiremos lo que la ciencia realmente sabe hasta ahora de la nueva variante, y no todo coincide con lo que se está contando).

Pero si hay un momento para defender que la medicina preventiva y la salud pública deben ser compatibles con la vida, no en el sentido biológico, que ya lo hemos conseguido gracias a las vacunas, sino en el social, económico y demás, es este. Quienes se han vacunado tienen todo el derecho a reclamar que no se les trate por lo que la vacuna no puede hacer, sino por lo que la vacuna sí hace. No olvidemos que, incluso si como parece las vacunas pueden ser menos eficaces contra Ómicron, el aumento de los contagios en España hasta ahora no se ha debido a Ómicron. Sino al otoño (motivo por el cual, por cierto, no tiene ningún sentido comparar los datos de diciembre con los de septiembre, y sí los de diciembre de 2021 con los de diciembre de 2020).

Por último, hay una razón más: las restricciones se dictan en función de la incidencia acumulada, pero hace ya mucho tiempo que la incidencia acumulada dejó de ser un indicador fiable de la evolución de las infecciones para quedarse solo como un indicador de la evolución del testado. Ya expliqué esto aquí, aunque hoy habría algo más que añadir con las nuevas variantes.

El hecho de que no se respete este criterio, que se pretenda tratar igual a las personas que han elegido voluntariamente vacunarse y a las que han elegido voluntariamente no vacunarse, no solo ha hecho ya que algunos se arrepientan de haberse vacunado, sino que incluso puede detraer a muchos de inocularse la tercera dosis, que ahora podría ser la mejor arma contra la Ómicron. Si se cuenta que los síntomas de Ómicron son más leves (sobre lo cual, como veremos mañana, aún no hay resultados concluyentes) y se imponen restricciones a las personas vacunadas, quizá los más reticentes prefieran arriesgarse a pasar por la infección que por una tercera dosis. Y si, por culpa de la torpe actuación de las autoridades, para muchos cobra más sentido contagiarse que revacunarse, estos contagiarán a otros.

Las autoridades rehúyen la medida más crucial, la vacunación universal obligatoria. Y en cambio están demostrando de nuevo (ya en algunas comunidades autónomas y en otros países, quizá pronto aquí a nivel general) que, rota una vez la barrera ética de restringir las libertades, rota para siempre: dado que el virus no va a marcharse, parece que debemos resignarnos a aceptar que en el futuro que nos espera ciertas libertades fundamentales ya nunca volverán a ser fundamentales. Es un gran error. Es una barbaridad. Y sí, es solo una opinión.

Cierres perimetrales por zonas y descenso de los contagios: ¿causalidad o simple correlación?

Como ya he mencionado aquí antes, la lucha contra la pandemia de COVID-19 se ha convertido en el mayor experimento epidemiológico de la historia: cientos de países sufriendo oleadas sucesivas de contagios y aplicando medidas dispares con distinta temporalidad; todo ello va a dar a la ciencia infinidad de datos para mejorar la respuesta contra la próxima pandemia. Es evidente que a la actual el mundo llegó con poco conocimiento: las medidas más básicas, como las mascarillas, los cierres y las cuarentenas ya se aplicaban en la gripe de 1918. No había más armas. No se sabía qué hacer. Se reaccionó improvisando, porque ningún país occidental estaba preparado contra una pandemia.

Curiosamente, en estos días en que ha aparecido la conocida como ley de nueva normalidad, toda la preocupación parece haberse centrado en si habrá que llevar mascarilla en la playa, lo cual revela un extraño orden de prioridades. Por ejemplo, habrá quienes piensen que esto es una enorme trivialidad cuando también se ha puesto en juego un derecho tan básico como es la inviolabilidad del domicilio. Estos mismos quizá piensen que solo en las peores distopías de la ficción las autoridades se arrogan el privilegio/abuso de prohibir a un ciudadano hacer en su propia casa algo que no solamente no es un delito, sino que además está permitido en otros lugares también interiores, pero de propiedad ajena y donde hay que pagar. Y por ello quizá también estos mismos piensen que el deber de las autoridades es tomar todas las medidas que sean necesarias en el ámbito público antes de cometer la osadía de meter la mano en algo tan sagrado como es la intimidad del hogar de las personas.

Pero en fin, esto son opiniones. En el fondo, el problema sigue siendo el mismo: ¿qué medidas funcionan mejor? ¿Cuáles son simplemente teatralidad con poca o nula efectividad práctica? Aquí he contado anteriormente en varias ocasiones cuál es la respuesta a la que apuntan la mayoría de los estudios: en general, cualquier medida que suponga una restricción de la movilidad o de la interacción parece correlacionarse con un descenso de los contagios. En concreto, las que más puntos acumulan en los estudios son las ya mencionadas aquí mil veces: cierre de establecimientos no esenciales, cierre de centros laborales y educativos, y cancelación de grandes reuniones y eventos públicos. Sobre el confinamiento domiciliario, hay serias dudas. La desinfección de superficies es entre inútil y perjudicial. En cuanto a los toques de queda, aún faltan datos. Y respecto al cierre de fronteras, los estudios apuntan a más teatro que efectividad.

Pero, en el fondo, todo esto no deja de ser aún un trazo demasiado grueso, sobre todo porque se trata en general de medidas con las cuales el remedio puede ser tan malo como la enfermedad, en términos de impacto económico y social. Además hay otro gran problema, y es el verbo destacado en el párrafo anterior: «correlacionarse». Dado que en el mundo real es muy complicado eliminar todos los factores de confusión y establecer los controles adecuados, ¿realmente esas medidas son la causa que provoca un efecto en el descenso de contagios? ¿O es simplemente una correlación entre ambas cosas sin una causalidad directa?

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Hace unos días, un editorial en la revista The Lancet Infectious Diseases hacía una llamativa observación: comentando la situación de la pandemia en Europa y las esperanzas depositadas en la vacunación, el artículo decía esto: «Inevitablemente, el resultado de las distintas estrategias es que la UE ha visto 27 experimentos diferentes en el control de la COVID-19. El hecho de que diferentes niveles de restricciones hayan conducido a situaciones epidemiológicas similares se ha añadido al debate sobre qué medidas son necesarias, llevando a una creciente presión pública para relajar las medidas de control«.

Es importante pararse y repetir esta idea: a pesar de todas las idas y venidas, picos y valles, olas y resacas y bailes de cifras, uno de los sellos editoriales más prestigiosos del mundo en medicina como es The Lancet, y más concretamente su sección especializada en enfermedades infecciosas, concluye que los distintos tipos e intensidades de medidas restrictivas adoptadas en los distintos países de la UE han conducido a «situaciones epidemiológicas similares». ¿Tira esto por tierra todo lo que creemos saber sobre las medidas que funcionan?

Quizá no sea para tanto. Pero sí deberíamos tener en cuenta que el paso siguiente en los niveles de la evidencia científica, pasar de la correlación a la causalidad, es muy complicado de superar. Un ejemplo: los cierres perimetrales por zonas, supuestamente las de mayor incidencia, en la práctica no necesariamente. En ciertos lugares esta medida se ha tomado y presentado como el agua bendita contra la COVID-19, porque después de aplicar estos cierres, los contagios bajan. Pero ¿hay relación causa-efecto entre una cosa y otra?

Un estudio aún sin publicar (con todas las precauciones que esto conlleva) concluye que no. Un grupo de médicos madrileños ha estudiado la evolución de los contagios en la Comunidad de Madrid a partir de septiembre de 2020, cuando comenzaron a aplicarse los cierres perimetrales por zonas, comparando además las zonas cerradas con otras abiertas. La conclusión: «el descenso en la curva epidémica comenzó antes de que pudiera reflejarse el impacto de los confinamientos perimetrales». Es más, los autores encuentran que «los confinamientos perimetrales no aumentaron la velocidad de descenso de los casos«.

En resumen, los contagios bajaron en todo Madrid, en zonas confinadas y en zonas no confinadas, y sin que en las primeras descendieran de forma más rápida. Pero el descenso general en los contagios no se debió al confinamiento de algunas zonas, dado que comenzó antes de la aplicación de las medidas. O sea, simple correlación, no causalidad.

Surgen dos preguntas: primera, por qué los confinamientos perimetrales por zonas no funcionan. Segunda, por qué la curva de contagios puede descender antes de aplicar las medidas.

Con respecto a la primera, los autores explican lo ya evidente: los presuntos confinamientos perimetrales no tienen prácticamente ninguna aplicación real, dado que en sociedades tan interconectadas poca gente vive, trabaja y lleva a los niños al colegio dentro de su misma área, mucho menos en particiones tan ignotas para el público como son las Zonas Básicas de Salud. Pero ni siquiera en los pueblos periféricos, como sabemos quienes vivimos en ellos. En concreto, dicen los autores, «la movilidad se permitía para actividades esenciales como trabajar, lo que representa la mayoría de la movilidad de los residentes de las zonas afectadas«. Además, los confinamientos perimetrales tampoco impiden las situaciones de alto riesgo, como las actividades en interiores. Los investigadores citan otro ejemplo de cómo en Chile los contagios en zonas confinadas se extendieron rápidamente a las zonas vecinas no confinadas.

En cuanto a la segunda pregunta, cómo es posible que los contagios puedan descender antes de la aplicación de las medidas, hay dos respuestas, una corta y sencilla, otra larga y mucho más complicada. La primera es la de los propios autores: según apuntan, «el descenso observado puede estar asociado a otras medidas aplicadas en las semanas previas, como la limitación de las reuniones sociales, el cierre de los locales nocturnos o la limitación de la capacidad de los restaurantes«.

Podríamos dejarlo aquí, y serviría. Pero merece la pena explicar la segunda respuesta, mucho más complicada. Y para ello recurrimos a otro estudio. Hace varias semanas, la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona colgó un estudio en internet (una vez más, aún no publicado, con todas las cautelas que esto conlleva) que modelizaba el primer pico de la pandemia en España. En los medios se comentó bastante la conclusión más de trazo grueso de este estudio: que si las medidas drásticas de la primavera de 2020 se hubieran aplicado una semana antes, en ese primer pico podrían haberse salvado 23.000 vidas.

(Nota: lo de «trazo grueso» es por un motivo evidente, y es que el estudio solo modelizaba el primer pico; dado que las sucesivas oleadas están determinadas por la heterogeneidad de susceptibilidad de la población, de modo que en cada una se va reduciendo el reservorio de población más susceptible y expuesta, lo más probable es que la porción del sector más susceptible que no redujera su exposición después del primer pico acabara afectada en posteriores oleadas, de modo que el número de muertes podría haber sido mayor que el observado en esas olas sucesivas y por lo tanto la reducción total de la mortalidad habría sido menor, salvando el hecho de que las medidas iniciales sí compraban tiempo para mejorar y no saturar la respuesta sanitaria).

Pero, en cambio, hay una observación de este estudio que en ningún medio se ha mencionado, a pesar de lo brutalmente llamativa. Y es que los contagios en España comenzaron a bajar antes del confinamiento, antes de la aplicación de ninguna medida: «El número de reproducción empieza a descender entre el 5 y el 6 de marzo. El descenso temprano precede a la introducción de cualquier medida de contención, también a nivel regional«, escriben los autores, añadiendo que la reducción de la movilidad, según datos de Google, no comenzó hasta el 9-10 de marzo, cuando se aplicaron las primeras medidas previas al confinamiento general.

Una vez más, es importante pararse y repetir esta idea: al menos de acuerdo a este estudio, el descenso del pico de contagios de la primera ola comenzó antes de que comenzaran a implantarse las primeras restricciones. Cuando se decretó el confinamiento general el 15 de marzo, ya se había superado el pico de contagios y la tendencia era descendente (sobra decirlo, o no, que en todos estos estudios se habla de cuándo se producen los contagios, no de cuándo se reportan y contabilizan, ya que hay un retraso de hasta unas dos o tres semanas entre ambas fechas).

Hay posibles explicaciones que los autores apuntan: sensibilización de la población ante las informaciones cada vez más presentes en los medios, o incluso que la proporción de casos detectados a casos reales comenzó a caer en picado cuando la demanda de test aumentó drásticamente, saturando la oferta. Estas explicaciones son razonables.

Pero ¿podría haber algo más? No aporta mucho caer en especulaciones infundadas. Pero tampoco hace daño, siempre que se comprenda que son eso, simples especulaciones. Y es que llama la atención ver cómo se parecen estos dos gráficos. El primero es el de la evolución de los casos de COVID-19 en España desde la primera ola hasta hoy. El segundo es el de la evolución de la gripe de 1918 (en este caso solo se reflejan las muertes, y en un lugar concreto, el estado de Michigan).

Evolución de la incidencia acumulada de COVID-19 en España desde la primera ola hasta el 5 de abril. Imagen de Carlos Gámez / 20Minutos.es.

Evolución de la incidencia acumulada de COVID-19 en España desde la primera ola hasta el 5 de abril. Imagen de Carlos Gámez / 20Minutos.es.

Muertes atribuidas a la gripe de 1918 en el estado de Michigan entre 1918 y 1920. Imagen de The Conversation.

Muertes atribuidas a la gripe de 1918 en el estado de Michigan entre 1918 y 1920. Imagen de The Conversation.

Es por lo menos curioso ver cómo se parecen las dinámicas del primer año de pandemia de una enfermedad de hace un siglo y otra actual, teniendo en cuenta la gran diferencia entre la severidad de las medidas aplicadas entonces y ahora, y dado que ahora todos damos por hecho que son las escaladas y desescaladas de dichas medidas, o sus incumplimientos, las que están marcando el curso de la pandemia. Pero ¿es realmente así? ¿O las medidas pueden afectar a las cifras absolutas (más o menos casos y muertes), pero no tanto a la evolución general (volvemos a The Lancet)? ¿Hay más correlación que causalidad en los efectos de las medidas sobre esas curvas? ¿Será que la estacionalidad está jugando un papel mucho más relevante que el que hasta ahora se le ha atribuido a la COVID-19? ¿Habrá otros factores todavía desconocidos que impongan una dinámica intrínseca de olas y resacas?

Especulaciones y nada más. Por el momento, quedémonos con la conclusión de que los datos, aunque preliminares, no apoyan el funcionamiento de los cierres perimetrales. Y en cambio, lo que sí está bien establecido es que los cierres en general perjudican en mayor medida a la población más pobre; el último estudio de muchos coincidentes se ha publicado ahora en PNAS, donde investigadores de la Universidad de Nueva York descubren que los cierres reducen el riesgo de contagio de la población con mayores ingresos –por relocalización a segundas residencias y teletrabajo– y en cambio aumentan el de los sectores medios y bajos, que trabajan fuera de casa y aumentan su actividad local debido a los cierres. Como titulaba el diario The New York Times cuando comenzaron los cierres perimetrales, «En Madrid, la resurgencia de COVID-19 divide a ricos y pobres — Las nuevas medidas de confinamiento afectan desproporcionadamente a las personas económicamente más vulnerables en la región capital«.

¿Qué dice realmente la ciencia sobre los cierres de fronteras contra la COVID-19?

Uno de los asuntos más discutidos desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 es el cierre de las fronteras, lo que incluye también el de los aeropuertos. Parecería intuitivo pensar que, ante la expansión de un virus, una reacción lógica sería aplicar de forma inmediata esta medida, incluso antes que cualquier otra.

De hecho, muchos países reaccionaron así, y ello a pesar de que las actuaciones recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) de acuerdo a su protocolo de declaración de la Emergencia Sanitaria Internacional (PHEIC), el máximo nivel oficial de alerta, desaconsejaban esta medida. Pero como ya he contado aquí, según han subrayado los directores de algunas de las principales revistas médicas del mundo, los gobiernos no han escuchado a la ciencia.

La intuición es un mecanismo mental muy útil en ciertos casos. Podría hablarse de cómo evolutivamente nos sirve para evitar innumerables peligros y blablablá. Pero también nos lleva a errores. Uno de los más evidentes: de ser por la intuición, aún seguiríamos pensando que es el Sol el que gira en torno a la Tierra. Por suerte, los humanos inventamos algo mucho más poderoso que la intuición: la ciencia. La ciencia sirve para cosas como describir la física cuántica, donde todo funciona de forma contraria a la intuición. Por desgracia, creer lo que descubre la ciencia en contra de la intuición es algo que no todos los seres humanos están dispuestos a aceptar.

Y aunque la intuición nos lleve por el camino de creer que cerrar las fronteras es un modo genial de parar una epidemia, después de un año de estudios observacionales (con datos reales) y modelos epidemológicos (herramientas predictivas, apoyadas y mejoradas con las observaciones empíricas), la conclusión es que no es tan genial, y que es mucho menos útil que otras restricciones internas en cada territorio. Por resumir las conclusiones de un reciente reportaje en Nature que repasaba estos estudios, las restricciones de fronteras consiguieron algo al comienzo de la pandemia, pero después han servido de muy poco.

Control de viajeros en Barajas. Imagen de Chema Moya / EFE / 20Minutos.es.

Control de viajeros en Barajas. Imagen de Chema Moya / EFE / 20Minutos.es.

Al comienzo de la pandemia, el 31 de marzo de 2020, un estudio de la Universidad de Yale publicado en PNAS cuestionaba la eficacia de los cierres fronterizos. Después de analizar la dinámica inicial de exportación de los contagios desde su epicentro inicial conocido en China, donde rápidamente se aplicaron cierres, los autores concluían: «Nuestros resultados muestran que estas medidas probablemente frenaron el ritmo de exportación desde la China continental a otros países, pero que son insuficientes para contener la expansión global de la COVID-19«.

El motivo: con la transmisión asintomática, que ha sido el gran desencadenante de esta pandemia, cuando se creía que aún era algo restringido a China en realidad el virus ya estaba extendido por el mundo. Y una vez extendido por el mundo, lo único que consigue el cierre de los aeropuertos es retrasar el ascenso del pico de contagios, pero no reducir los contagios.

Así, los investigadores calculan que el 13 de enero de 2020, antes del cierre de Wuhan (23 de enero), cuando aún solo se habían reportado casos en China y Tailandia (publiqué el primer artículo sobre el «nuevo coronavirus chino 2019-nCoV» en este blog el 24 de enero de 2020, cuando había 846 casos confirmados en todo el mundo, 830 de ellos en China, y 26 muertes; por entonces el Medical Research Council de Reino Unido estimaba que los casos reales podían llegar a los 4.000), la probabilidad de que cada día al menos un contagiado hubiera volado ya a otros países sin ser detectado era mayor del 95%, y que para el 15 de febrero ya habían volado al exterior casi 800 contagiados. Los cierres impuestos en China pudieron frenar la exportación de casos en torno a un 80%. En resumen, la conclusión es que, una vez que el virus ha traspasado una frontera, cerrarla ya no logra nada en términos absolutos; solo consigue como máximo un crecimiento más lento, pero no menor, de los contagios.

El estudio temprano de Yale ha mantenido su vigencia a lo largo del tiempo. Porque en efecto, y a pesar de que muchos países reaccionaron cerrando sus fronteras en contra de las recomendaciones de la OMS, estos cierres no lograron evitar que el virus esté presente hoy en todo el mundo. Según el reportaje de Nature, escrito ya con la perspectiva de muchos meses de pandemia y muchos más estudios, «los modelos han mostrado que los cierres estrictos de fronteras podrían haber ayudado a limitar la transmisión del virus en los primeros días de la pandemia. Pero una vez que el virus comenzó a extenderse en otros países, los cierres de fronteras sirvieron de poco«.

El mensaje de este reportaje se basa en gran medida en una revisión, por entonces aún no publicada (hoy ya sí, en BMJ Global Health), que repasaba 29 estudios previos, incluido el de Yale. Y que llegaba a la misma conclusión: «Las medidas relativas a los viajes, especialmente las implantadas en Wuhan, tuvieron un papel clave en la dinámica de la transmisión temprana de la pandemia de COVID-19. Sin embargo, la efectividad de estas medidas fue de corta duración«.

Otro de los estudios incluidos en esta revisión, publicado en The Lancet Public Health en diciembre, calculaba que para el mes de mayo, y sin ninguna reducción del tráfico internacional, en 102 de 136 países algo más de un 10% de los contagios tendría su origen en los viajeros internacionales. Pero para septiembre, y una vez más suponiendo el mismo volumen de viajeros anterior a la pandemia, este porcentaje habría descendido en todos los países, hasta menos del 1% en 21 de ellos. Es decir, una vez que el virus ya ha entrado, la contribución a los contagios de los viajeros que llegan infectados es cada vez menor hasta hacerse prácticamente irrelevante frente a la transmisión interna en el propio país.

En el reportaje de Nature el epidemiólogo Mark Jit, de la London School of Hygiene & Tropical Medicine y director del estudio de The Lancet, concluye que las restricciones de viaje en fases avanzadas de la pandemia no están justificadas por la ciencia, salvo en regiones que están prácticamente libres del virus. El epidemiólogo Steven Hoffman, de la York University de Toronto (Canadá) añade que es muy probable que los cierres de fronteras «estén causando más mal que bien«, ya que los trastornos que provocan a todos los niveles no se justifican por el escaso beneficio que se obtiene.

En resumen y de acuerdo a la ciencia actual –que, como siempre insisto, es la actual, no la última palabra al respecto, pero es la que hoy tenemos–, centrar la discusión en las fronteras y los aeropuertos es una cortina de humo que impide ver las que, también de acuerdo a la ciencia, son las medidas verdaderamente eficaces para contener la pandemia, aquellas que se aplican a nivel local (cerrar los establecimientos no esenciales, sobre todo los de alto riesgo como la hostelería, cerrar los centros de trabajo y educativos, y prohibir las grandes reuniones y los eventos públicos). Y en cuanto a las fronteras y aeropuertos, cierres no, controles sí: testado, rastreo de contactos y cuarentena.

Pandemia y política (2): Díaz Ayuso y la política del «no es para tanto»

Ayer repasábamos aquí los casos de varios dirigentes políticos extranjeros que, en una primera etapa o de forma continuada, se han negado a seguir las recomendaciones científicas de actuación contra la pandemia de COVID-19. Hoy toca analizar nuestro caso más cercano, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Cada caso tiene sus peculiaridades, y la curiosidad de Madrid es que esta fue la región española que respondió de forma más temprana a la pandemia en el primer pico de 2020, ordenando el cierre de los centros educativos el 9 de marzo, antes de la imposición del confinamiento general.

El análisis científico sugiere que la rápida respuesta de esta comunidad autónoma fue un éxito: según un estudio aún sin publicar dirigido por la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, Madrid fue el territorio que primero consiguió reducir su R por debajo de 1, el 14 de marzo. Otras comunidades lo hicieron de forma más tardía, y el estudio estima que la lenta reacción del gobierno central costó 23.000 muertes que podrían haberse evitado si las medidas a nivel nacional se hubiesen implantado una semana antes.

Pero en fases posteriores esa correcta actuación inicial de Díaz Ayuso quedó arruinada por un cambio de rumbo incomprensible. Unas palabras de la presidenta madrileña captadas por un micrófono abierto durante una reunión con Pedro Sánchez sugieren que se equivocó al creer la tesis de Trump, que la pandemia decaería por sí sola en verano para no volver. Posteriormente comenzaron a confirmarse las previsiones de los científicos, que la heterogeneidad de susceptibilidad no bastaría para frenar nuevas oleadas del virus y que aún estábamos más lejos de la inmunidad grupal que del inicio de la pandemia, si es que es posible alcanzarla.

Mientras Johnson y Rutte –e incluso Tegnell, aun manteniendo oficialmente su postura– habían reaccionado endureciendo sus medidas, en cambio Díaz Ayuso recorrió exactamente el camino opuesto, derivando hacia una estrategia blanda: trumpista, contra la ciencia que descalificaba la errónea intuición de Trump sobre la evolución futura de la pandemia; tegnelliana, pero ignorando la premisa del largo recorrido que inspira el discurso de Tegnell; reconociendo explícitamente la priorización de la economía, pero sin admitir el único presunto fin que podría justificar este enfoque, la inmunidad grupal.

Es decir, una postura intrínsecamente contradictoria y científicamente desnortada que ha convertido a Madrid en la comunidad española con mayor incidencia de contagios, un 70% más alta que la media nacional; en la región o provincia número 35 del mundo en contagios totales, solo superada por naciones enteras como Inglaterra y grandes estados de EEUU, India o Brasil (además de Moscú y los distritos capitales de Colombia y Perú), y la tercera región de Europa con más contagios totales, por debajo de Inglaterra (55 millones de habitantes) y Lombardía (10 millones), todo ello según datos de ayer viernes (datos internacionales del COVID-19 Dashboard de la Universidad Johns Hopkins).

La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.EFE/JuanJo Martín/20Minutos.es.

La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.EFE/JuanJo Martín/20Minutos.es.

Con el fin de tratar de hacer algo sin hacer lo que debería hacerse de acuerdo a las recomendaciones científicas, Díaz Ayuso impuso un enfoque de restricciones de movilidad por zonas de un mismo tejido social. Pero el consenso científico ha advertido (por ejemplo, a través del Memorándum John Snow, un documento firmado por casi 7.000 investigadores y profesionales de la salud) de que no es posible restringir la transmisión del virus a ciertas porciones de la sociedad, y de que tratar de hacerlo incrementa el riesgo de perjudicar a la población más desfavorecida.

Numerosos estudios han mostrado la realidad de esta mayor afectación en los barrios de minorías étnicas o más empobrecidos. Pero mientras que en otros países la voz de los científicos ha condenado expresamente los cierres discriminatorios, en Madrid han llegado a aceptarse casi como algo natural. Lo cual no los hace menos científicamente insostenibles y socialmente injustos, sobre todo cuando han quedado fuera de toda restricción –cambiándose los criterios ad hoc— las zonas con mayor actividad comercial y turística, mientras que otras donde el perjuicio económico se consideraba menor se han cerrado durante meses. En algún caso, para colmo del disparate, se ha cerrado una zona pero se ha permitido el acceso desde el exterior a un gran centro comercial ubicado en ella.

A su vez, la laxitud de las medidas madrileñas ha creado un problema adicional, el llamado turismo de fiesta. Madrid se ha convertido en el paraíso de atracción para los ciudadanos no excesivamente concienciados con los riesgos de la COVID-19, que huyen de sus países donde se han tomado medidas más contundentes. Es una curiosa consecuencia de la globalización; quizá imprevista, pero que refuerza aún más la razón de los científicos cuando han pedido reiteradamente estrategias comunes y coordinadas de lucha contra la pandemia, antes que cierres de fronteras (cuya eficacia aún se discute, ya que hay datos contradictorios sobre su efecto en la expansión de los contagios). A lo largo de este tiempo se han alzado quejas de los vecinos del centro de Madrid por las molestias y peligros asociados a este turismo de fiesta. Pero no olvidemos cuál es la raíz del problema: el «salid y divertíos», junto con la decisión de dejar siempre abierto el centro histórico de Madrid para facilitarlo.

Ante la insuficiencia de las medidas adoptadas, el gobierno de la Comunidad de Madrid ha llegado a extremos como prohibir por completo y sine die las reuniones de no convivientes en domicilios. Los muchos estudios publicados han analizado la eficacia de distintas medidas tratando de separar sus efectos individuales. Pero esto no siempre es sencillo, dado que muchas de ellas suelen imponerse simultáneamente. En concreto, el estándar adoptado respecto a las reuniones es la limitación en el número de personas (normalmente 10, 100 o 1.000), tanto en espacios públicos como privados. Por lo tanto, aún no hay evidencias científicas suficientes sobre el efecto de prohibir las reuniones de no convivientes en domicilios sin tocar todas las demás variables sobre las que se puede actuar. Pero parece razonable que semejante intromisión suprema en la libertad y privacidad de los ciudadanos, que entra de lleno en el autoritarismo, solo sería justificable como recurso desesperado cuando todo lo demás ha fracasado.

Los defensores de Díaz Ayuso han argumentado que sus peculiares medidas funcionan. Y en parte, tienen razón: los estudios han mostrado que casi cualquier restricción de movilidad y de la interacción social, incluso mínimas y parciales, ejerce un efecto beneficioso sobre la evolución de los contagios. Pese a cierta demagogia circulante, lo cierto es que toda medida que separe a las personas evita muertes y salva vidas.

Pero además del carácter discriminatorio, incoherente y caprichoso de las medidas de la Comunidad de Madrid, existe una gran objeción. Por tirar de un ejemplo cinematográfico, en la película La lista de Schindler el protagonista se enfrenta a su catarsis final cuando no se enorgullece de las vidas que ha salvado, sino que se atormenta por las que no llegó a salvar pudiendo hacerlo. La ciencia ha mostrado cuáles son las medidas que más vidas salvan. Y el gobierno de Díaz Ayuso se ha negado una y otra vez a adoptarlas, dejando por tanto de forma consciente y deliberada que se produzcan muertes evitables como precio aceptable para salvar la economía.

Sin duda, es cierto que las medidas avaladas por la ciencia no nos gustan, porque conducen a consecuencias indeseables, incluyendo el desastre económico y la ruina de muchas familias. Esto es innegable. Si existe algún modo de definir el interés general, o lo que podríamos llamar el máximo común divisor del beneficio social, quizá podría llegar a decirse que una crisis causada por un parón económico como el que implican las medidas recomendadas por la ciencia afecta más gravemente a más personas que una enfermedad que solo mata al 1% de los contagiados. Esta es la idea que subyace no solo a las posturas de Bolsonaro, Trump, Johnson, Rutte, Tegnell y Díaz Ayuso, sino también al sentir de parte de la sociedad, sobre todo aquella cuyo sustento depende de la hostelería o el comercio.

En el fondo, el éxito popular de Ayuso tiene una explicación. Superados los primeros momentos de terror e incertidumbre con sus teatrillos del Resistiré, cuando muchos pensaban aquello del «vamos a morir todos», muchas personas se han habituado a tolerar un cierto nivel de dolor común como precio para seguir con la vida normal. Han comprendido que, incluso si no se hace prácticamente nada (salvo por las mascarillas y el toque de queda, una tarde cualquiera en Madrid difícilmente se nota que estamos en pandemia), en realidad este virus no es tan contagioso como el sarampión ni tan letal como el ébola; Madrid ha servido casi como control del experimento global de restricciones. Y muchos han pensado que, digan lo que digan los científicos, yo, ciudadano medio sano en edad de trabajar y sin enfermedades crónicas, en realidad corro un riesgo muy bajo de enfermar gravemente, y casi nulo de morir. Y por ello, muchos han pensado que, en realidad, «no es para tanto». Que el interés general pide seguir y mirar al frente, hacia el día cercano en que estemos todos vacunados.

Pero ¿es siempre ético primar el mayor interés general? Todos podemos encontrarnos en cualquier momento ante una indefensión individual contra la cual solo hay una cosa que puede ampararnos. Y es la sociedad. Circula por ahí una hipótesis según la cual los sapiens nos impusimos a los neandertales porque nosotros, y no ellos, conseguimos construir una sociedad. Una de las exigencias de esta sociedad es proteger a los más vulnerables. Aunque la mayoría no corramos un gran riesgo teórico de morir de COVID-19, es una obligación de todos proteger a quienes sí lo corren. Por encima de toda otra consideración, es una exigencia ética adoptar las medidas que más vidas salvan.

El gobierno de Díaz Ayuso no solo se ha negado a adoptar estas medidas, ignorando la ciencia y despreciando la ética; sino que además, como suele ocurrir cuando la realidad no le da la razón a uno, ha inventado toda una narrativa política falsa (pseudocientífica) para justificarlo. Afirma que el cierre por zonas es preferible a un cierre único y general, cuando el consenso científico dice lo contrario. Afirma que no está demostrado que el cierre de la hostelería reduzca los contagios, cuando abrumadoramente toda la ciencia disponible lo avala. Afirma que la inmensa mayoría de los contagios se produce en los domicilios y entre los jóvenes, cuando sus propios datos lo desmienten.

Sería deseable que los gobernantes deban en algún momento responder ante la sociedad de sus errores en la gestión de la pandemia, errores que en España afectan a uno y otro bando político. No es una cuestión de partidismos: gobernantes del partido de Díaz Ayuso en otros lugares sí han actuado honestamente, con más o menos acierto, pero de acuerdo a criterios científicos y éticos. Ante la situación que se abre en la Comunidad de Madrid, sería una distopía que continuara gobernando quien ha demostrado una gestión caprichosa, insolidaria, negligente y negacionista de la ciencia, y que sin el menor atisbo de rectificación parece en cambio correr ahora hacia los típicos órdagos maximalistas y napoleónicos de quien se encierra en su palacio, a contracorriente del consenso científico y del resto del mundo, creyendo que son todos los demás quienes circulan en sentido equivocado.

Esto no es un llamamiento a favor o en contra de ningún partido o bando político. Es un S.O.S. de un madrileño en un momento histórico crítico, en contra de una gobernante concreta que ha comprado votos a cambio de muertes evitables: ¿acaso alguien cuyo sustento dependa de la hostelería o del comercio votará a otro candidato que podría cerrar su establecimiento si los datos de la pandemia empeoran? Sin duda, los gobernantes de otras comunidades que han actuado honestamente se enfrentan al riesgo de pagar un precio político en votos. Pero tirando de otro ejemplo cinematográfico, el sheriff Brody de la isla de Amity acosada por el gran tiburón blanco pedía cerrar las playas para salvar vidas, mientras que el alcalde decidió mantenerlas abiertas para salvar la economía. En la ficción todos sabemos distinguir a los buenos de los malos. Bastaría con hacer el esfuerzo de no dejar la ética aparcada a un lado en la vida real.

En pandemia la política puede salvar vidas, pero solo es ética la que más vidas salva, y solo la ciencia revela cuál es (1)

Hoy y mañana se va a hablar de política en este blog, y ojalá fuese la última vez. Y me temo que va a ser algo largo, porque merece una explicación minuciosa, negro sobre blanco. Es indudable que política, ciencia y salud siempre están relacionadas, y de hecho los más militantes en el territorio de este vínculo dentro del mundo científico suelen reprocharme mi habitual alejamiento voluntario de esos fangales. Quizá tengan razón. Pero soy de esa clase de tipos a quienes sus amigos de derechas suelen acusarle de ser de izquierdas y sus amigos de izquierdas suelen acusarle de ser de derechas; lo cual personalmente solo me confirma que estoy precisamente donde pretendo estar. O sea, en ninguna trinchera.

Pero nunca antes en el tiempo de los hoy vivos la relación entre política y ciencia había sido tan crítica y urgente, porque nunca antes había sido tan claramente una cuestión de vida o muerte. Y por eso, en este momento es inevitable hablar de ello.

La pandemia de COVID-19 ha convertido el planeta en el mayor laboratorio epidemiológico de la historia. Aunque la ciencia ha tenido que trabajar atropelladamente, equivocándose y rectificando en numerosos casos, hoy ya existe un panorama científico más claro sobre cómo distintas intervenciones no farmacológicas afectan a la expansión de la presente pandemia. Y de los cientos de estudios publicados ha emergido un consenso: las medidas más eficaces pasan por la prohibición de las grandes reuniones y eventos públicos, el cierre de los establecimientos no esenciales, la clausura de los centros de trabajo y educativos y las restricciones a la movilidad, con la distancia social y el uso de mascarillas como principales medidas de protección.

Estas han sido las medidas generalmente adoptadas en la mayoría de los países, a veces de forma enormemente drástica, como en Nueva Zelanda (sobre la cual, por cierto, suele saltar a los medios un nuevo confinamiento por la detección de solo un par de casos, pero en cambio no suele contarse que gracias a su estrategia de eliminación durante el resto del tiempo llevan una vida completamente normal, sin siquiera mascarillas).

Pero ha existido un puñado de dirigentes que han adoptado una postura diferente a la gran mayoría de sus homólogos y abiertamente contraria a las recomendaciones nacidas de la investigación científica. No merecen ningún comentario los casos más disparatados y enloquecidos, como el del brasileño Jair Bolsonaro o el del presidente de Tanzania, quien declaró que su país había expulsado el coronavirus de sus fronteras gracias al poder de la oración.

El caso más destacado por su influencia global ha sido el expresidente de EEUU Donald Trump, quien despreció las medidas contra la epidemia, creyendo además que el virus desaparecería por sí solo. El poder directo de Trump sobre las intervenciones no farmacológicas es limitado, ya que estas están en manos de los estados e incluso de los condados y ciudades. Pero sin duda su postura influyó sobre las decisiones de salud pública adoptadas por otros dirigentes de su partido con responsabilidades de gobierno.

Trump ya ha perdido el poder, y seguramente existirán muchas razones muy diversas por las que parte de su electorado no ha seguido apoyándole. Pero es llamativo que nunca antes la comunidad científica, incluyendo algunas de las instituciones más destacadas y muchas de las principales publicaciones, se había posicionado de forma tan explícita en contra de un candidato político como lo ha hecho en contra de Trump.

De izquierda a derecha, Donald Trump, Boris Johnson, Mark Rutte, Anders Tegnell e Isabel Díaz Ayuso. Imágenes de White House, Ben Shread / Cabinet Office / Open Government Licence, EU2017EE Estonian Presidency, Frankie Fouganthin vía Wikipedia y EFE / JuanJo Martín / 20Minutos.es.

De izquierda a derecha, Donald Trump, Boris Johnson, Mark Rutte, Anders Tegnell e Isabel Díaz Ayuso. Imágenes de White House, Ben Shread / Cabinet Office / Open Government Licence, EU2017EE Estonian Presidency, Frankie Fouganthin vía Wikipedia y EFE / JuanJo Martín / 20Minutos.es.

Pero si Trump nunca llegó a abdicar de sus planteamientos, quienes en cambio sí rectificaron una postura inicial equivocada fueron Boris Johnson y Mark Rutte, respectivamente primeros ministros de Reino Unido y los Países Bajos. Ambos afrontaron inicialmente la pandemia con el propósito implícito de crear inmunidad de grupo, rechazando las medidas drásticas disruptivas para favorecer el salvamento de la economía.

Es interesante comentar que, a diferencia de Trump, en cierto sentido Johnson y Rutte, conscientemente o no, asumieron el mensaje correcto de los científicos: que a falta de vacunas el virus era imparable, que no iba a desaparecer simplemente con un par de meses de confinamiento ni con un verano de previsible descenso en los contagios. Por ello y a falta de medidas farmacológicas preventivas, ambos flirtearon con la idea de proteger a los grupos más vulnerables y dejar que el virus siguiera su curso entre los sectores de población de menor riesgo para tratar de alcanzar la inmunidad grupal con la mínima pérdida posible de vidas. Ambos abandonaron después esta posición y optaron por medidas más drásticas; se supone que por consejo científico, pero también ante la oposición del público y los medios.

Conviene mencionar que desde el principio de la pandemia ha existido una pequeña corriente minoritaria entre los científicos que ha defendido la postura inicialmente abrazada por Johnson y Rutte. Muchos de ellos la expresaron mediante la firma de un manifiesto llamado Great Barrington Declaration, que defendía «minimizar la mortalidad y el daño social hasta que alcancemos la inmunidad grupal». Según los firmantes, el interés general y el beneficio mayoritario se alcanzarían tratando de evitar una completa disrupción de la dinámica de la sociedad, con todos los perjuicios que ello conlleva a todos los niveles, incluyendo también el sanitario.

La idea era interesante y merecía un análisis científico serio. Pero no ha superado este análisis, por varias razones. Resumiendo: no puede apoyarse en evidencias reales dado que no existe ningún precedente histórico ni por tanto estudios científicos fiables, lo que planteaba el riesgo de un número inasumible de muertes. El tiempo ha dado la razón a quienes desde el principio no han creído en la inmunidad de grupo, al menos en parte por el efecto de las nuevas variantes del virus: en la ciudad brasileña de Manaos el primer pico de la pandemia infectó al 76% de la población, por lo que esta localidad amazónica se convirtió en el foco de todas las miradas de epidemiólogos e inmunólogos. Sin embargo, Manaos ha sufrido posteriormente nuevas oleadas de contagios, lo que para muchos expertos ha supuesto el clavo definitivo en el ataúd de la idea de la inmunidad grupal adquirida por infección natural. Por lo tanto, si el objetivo final de la estrategia defendida por la Great Barrington Declaration es inalcanzable, el camino para llegar hasta él pierde por completo su sentido.

Continuando con la lista, tenemos a Suecia. Este es un caso peculiar, que he explicado con detalle aquí y en otros medios. Al contrario de lo que sucede en la mayoría de los países, en Suecia la soberanía de las decisiones está en manos del epidemiólogo del estado, Anders Tegnell. En los medios se le ha llamado a menudo el «Fernando Simón sueco», una comparación incorrecta, dado que Simón únicamente asesora, mientras que Tegnell decide. La inmunidad de grupo y la priorización de la economía han estado presentes, al menos de forma implícita, en los objetivos de Tegnell, que optó por una estrategia blanda de mínima disrupción (después en parte rectificada). Tegnell sí entendió y declaró desde el comienzo que el virus no desaparecería, y que la lucha contra la pandemia era una carrera de fondo, no un esprint. Su estrategia ha sido enormemente controvertida, aunque en general ha sido rechazada por la mayoría de la comunidad científica.

Pero pese a todo, Tegnell contó con una ventaja de salida, en forma de las peculiaridades de la sociedad sueca: no solo se trata de un país con baja densidad de población y con singularidades geográficas, sino que además parece existir un cierto sentimiento de responsabilidad común que llevó a la tercera parte de la población a autoconfinarse voluntariamente durante el primer pico de la pandemia, y a muchos establecimientos a cerrar por decisión de sus propietarios, sin ninguna obligación legal de hacerlo.

Pero con el tiempo esta ventaja inicial ha desaparecido, y quizá en parte por un factor que solo estudios científicos posteriores han ido analizando: el efecto de la heterogeneidad de susceptibilidad. Esto significa que entre la población general existe un gradiente de susceptibilidad a la infección por el virus (a la infección, no necesariamente a sus efectos ni a la gravedad de sus síntomas), de modo que en primer lugar la epidemia ataca preferentemente a los más susceptibles de entre todos los expuestos, sobre todo a los más susceptibles cuyo grado o frecuencia de exposición es mayor.

Esto tal vez no impida que en fases posteriores la infección continúe aumentando su índice de reproducción en ausencia de medidas de contención (R, el número medio de personas a las que contagia cada infectado), pero es posible que sí determine que ciertas regiones sufran oleadas secundarias más intensas que la primera, si el virus aún tiene intacto la mayoría de su terreno más fértil. Si en Suecia el primer pico fue moderado por una expansión limitada no debida a las medidas adoptadas, sino a la configuración de la sociedad, tarde o temprano las cifras acumuladas tienden a alcanzar a las de otras regiones que han sufrido un primer pico más intenso, pero que ya tienen una proporción mayor de su población más susceptible desplazada hacia el tercer grupo en términos del modelo SIR (Susceptible-Infectado-Recuperado, un modelo clásico en epidemiología).

Vayamos por fin al caso que nos concierne ahora, el de la Comunidad de Madrid dirigida por la presidenta Isabel Díaz Ayuso. Mañana continuaremos.

¿Se están respetando las prohibiciones de reuniones de no convivientes en domicilios?

Esta es solo una observación anecdótica personal sin otro valor que ese. Pero en el ámbito a mi alrededor puedo decir que la gran mayoría de las personas que conozco no están respetando la prohibición de reuniones domiciliares de personas no convivientes impuesta en la Comunidad de Madrid. Sé que quizá podría esperarse de un inmunólogo, cuyo trabajo en el último año ha consistido mayoritariamente en informar sobre la pandemia de COVID-19, que condenara rotundamente este quebrantamiento de las normas decretadas en la lucha contra la pandemia, y que alertara del gravísimo peligro que suponen estas reuniones. Y vaya por delante que toda restricción es beneficiosa para el control de la pandemia.

Pero la gente se hace preguntas: si todos los días debo viajar en un vagón de metro atestado para después compartir el mismo espacio cerrado durante ocho horas con gente con la que no convivo, ¿por qué no puedo compartir mi propio espacio privado con otras personas con las que tampoco convivo?

Si puedo reunirme con todos los amigos que quiera en un bar o restaurante, simplemente tomando el rodeo legal de repartirnos en mesas de cuatro, ¿por qué no puedo hacer lo mismo en mi casa, donde solo yo soy responsable de la ventilación?

Si mis hijos se juntan cada día y durante varias horas con otro par de decenas de niños o adolescentes, todos ellos con sus respectivas convivencias familiares y otros encuentros fuera del domicilio, ¿por qué no se les permite que inviten a alguno de ellos a su casa?

Si puedo compartir el mismo espacio con decenas o centenares de desconocidos en un cine, teatro, musical, concierto, iglesia, gimnasio, espectáculo de magia, clase de yoga, museo, exposición o infinidad de otros actos y lugares, ¿por qué diablos se me prohíbe hacer en mi propia casa lo que me salga de mis santas entrañas?

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Quien conozca la trayectoria de este blog habrá podido comprobar repetidamente que aquí la única verdad que cuenta es la científicamente objetivable, que falla y rectifica, pero que esa es una diferencia con otras como la verdad revelada, la verdad judicial o la verdad política, que no suelen fallar ni rectificar. La verdad objetivable está en el conocimiento científico. Un científico se equivoca y rectifica. Un juez se equivoca, menosprecia a quienes critican su dictamen para justificarlo, y quizá solo otro juez, pero no él mismo, pueda rectificarlo.

Y lo que hoy nos dice esta verdad científica, siempre preliminar y provisional, pero ya mucho más sólida que cualquiera de las otras, es que existe un puñado de medidas que se han demostrado como las más efectivas en el control de la pandemia (detalles aquí, aquí y aquí): prohibir las reuniones multitudinarias, cerrar los centros educativos y de trabajo, cancelar los eventos públicos y cerrar los establecimientos no esenciales, sobre todo los de alto riesgo como la hostelería.

En cuanto a la prohibición de grandes reuniones, en muchos estudios se han tomado como estándar general las de más de 10 personas, porque el análisis de datos debe ceñirse a poder comparar manzanas con manzanas. Una medida de este tipo, pero más estricta, como la prohibición total de reuniones de no convivientes, solo se ha adoptado en los países donde ha ido acompañada por otras más drásticas, como el confinamiento total. Prohibir por completo las reuniones de no convivientes y dejar absolutamente todo abierto, sin apenas ninguna restricción, como ocurre en la Comunidad de Madrid, es algo cuyo parangón solo puede encontrarse en las normas más arbitrarias e irracionales tomadas a lo largo de la historia de la humanidad por gobernantes arbitrarios e irracionales. Es preferible no citar ningún caso concreto para no caer en clichés demagógicos.

La semana pasada, el portavoz del gobierno regional de Madrid justificaba la decisión de relajar las ya de por sí muy escasas restricciones en la comunidad –salvo por esa prohibición citada y por el encierro sistemático de ciertas poblaciones y ciertos barrios, casi nunca ubicados en el centro de Madrid– alegando que el 80% de los contagios se produce en domicilios.

¿De dónde ha sacado este dato? Lo pregunto porque el informe epidemiológico publicado por la propia Comunidad de Madrid no dice eso: desde julio de 2020 se han registrado 236 brotes de ámbito unifamiliar, con un total de 1.089 casos, y 1.340 brotes de ámbito colectivo, con un total de 12.776 contagios. Aclaremos que esto solo supone menos de un 3% del total de las infecciones, ya que solo incluye los casos que han podido rastrearse –que son una pequeñísima minoría– y están incluidos en brotes, definidos como «agrupación de 3 o más casos con infección activa en los que se ha establecido un vínculo epidemiológico». Es decir, que si una persona se contagia en el trabajo o en un bar y luego a su vez contagia a otros en casa, son casos que van a la bolsa del domicilio. Pero más del 97% de los casos no van a ninguna bolsa.

Incluso con este obvio maquillaje de los datos, de esos 12.776 contagios en brotes colectivos, el grupo de mayor cuantía, 265, se sitúa en el apartado «social», que incluye el siguiente batiburrillo: «bodas, bautizos, eventos y reuniones familiares, funerales, locales de ocio, hoteles y establecimientos de restauración, centros y actividades deportivas, comercios, transportes, viajes extracomunitarios, etc.». Es decir, que realmente no sabemos dónde se producen. Si quieres esconder un árbol, ningún lugar mejor que un bosque.

O mejor dicho, no lo sabríamos, si no fuera porque afortunadamente en otros países sí existe mayor transparencia a la hora de desglosar esos datos (además de un rastreo mucho más extensivo y eficaz), lo que ha llevado a cifras como estas: prohibir las reuniones de más de 10 personas (atención, esto se refiere a cualquier lugar en general, incluyendo todos aquellos establecimientos donde habitualmente existen más de diez personas) reduce la tasa de contagios en un 42%; cerrar solo los centros educativos, en un 38%; y cerrar solo los negocios no esenciales como la hostelería, entre un 18 y un 27%. Todo esto, según un estudio en 41 países publicado en Science.

Como he contado aquí repetidamente, en todo caso es normal, esperable y coherente con los datos que la mayoría de los contagios se produzcan en los domicilios, donde no llevamos mascarilla, vivimos en estrecho contacto y el aislamiento de una persona respecto de las demás no suele ser algo viable. Pero si las autoridades están para algo, parece lógico que debería ser para evitar que las personas se contagien fuera de su domicilio, en los espacios compartidos de uso público.

Y que, por lo tanto, sería lógico, razonable y esperable que las autoridades se preocuparan de adoptar restricciones primero en los espacios públicos, después en los espacios privados de uso público, y dejar la regulación de lo que cada uno puede o no puede hacer en su propia casa, lo cual supone la intrusión suprema en la libertad y la privacidad de los ciudadanos, solo como último recurso extremo cuando todo lo demás ha fallado. En lugar de al revés.

Por cierto, conviene comentar una vez más otro de los grandes secretos a voces que no parece merecer la menor preocupación por parte de las autoridades. Entre esos datos epidemiológicos que la Comunidad de Madrid ha publicado recientemente por primera vez desglosados por ámbitos de contagio –aunque, como ya hemos dicho, convenientemente maquillados– se encuentra algo enormemente alarmante: en la última semana anterior al informe, el mayor número de brotes, 20 en total con 108 casos, muy por encima del siguiente grupo (el laboral, con 14/67), se ha producido en centros educativos.

En otros países se han producido cierres más o menos prolongados de colegios y universidades. A lo largo del año de pandemia, en las principales revistas científicas, como Science, Nature, The Lancet, New England Journal of Medicine o BMJ, se ha discutido el riesgo que suponen estos escenarios, y se ha debatido la conveniencia o no de cerrarlos comparando el beneficio que se obtiene en términos de control de los contagios con los graves trastornos ocasionados en la formación y educación de los alumnos.

Pero no en España: aquí los centros educativos han desaparecido por completo del debate después del comienzo del curso. Se ha insinuado, y muchos ciudadanos han mordido este cebo, que los centros educativos no tienen la menor incidencia en los contagios. No es cierto. No es lo que dicen los datos. No es lo que dice la ciencia. Puede discutirse la conveniencia o no de su cierre. Pero no puede ocultarse la verdad. De hecho, para una familia que adopte las máximas precauciones, con adultos teletrabajando y una burbuja de convivencia respetada a rajatabla, los niños suponen un riesgo incontrolado, incluso quizá el máximo factor de riesgo, sin que los padres puedan hacer nada para paliarlo.

Y también como observación anecdótica personal sin otro valor que ese, puedo contar que en un hogar concreto, y pese a todas las precauciones adoptadas en los colegios, los niños ya han introducido en casa y contagiado al resto de la familia dos virus del resfriado a lo largo de este curso. Estos virus, que quizá puedan ser rinovirus, adenovirus o coronavirus del resfriado (imposible saberlo, ya que hay más de 200 virus que causan catarros), tienen esencialmente las mismas vías y facilidad de contagio que el coronavirus de la cóvid. Por lo tanto, si esos niños no han llevado a casa la cóvid en lugar de un simple resfriado ha sido porque, afortunadamente, este virus no ha entrado en sus aulas. Aún.

Dicho de otro modo y para que quede aún más claro, los virus del resfriado sirven como el canario de la mina: si esos virus han entrado en las aulas de los alumnos y estos se han contagiado y los han llevado a sus hogares, no hay ninguna razón científicamente probable para que en el futuro no ocurra exactamente lo mismo si el virus que entra en sus aulas es el de la cóvid. En resumen, las precauciones adoptadas en los colegios no son suficientes.

La urgencia de la pandemia nos ha obligado a aceptar restricciones a nuestros derechos y libertades que hace solo un año nos habrían resultado intolerables, porque al ser humano le ha costado casi 3.000 siglos adquirirlos, el tiempo que llevamos en este planeta. Y las aceptamos y cumplimos en la medida en que contribuyen al bien común y al objetivo de todos, que es frenar esta pandemia. Pero cuando los gobiernos, para más escarnio alguno que se dice amante de la libertad, entran en nuestro propio ámbito íntimo y privado para decir lo que podemos o no podemos hacer en nuestras casas, y además en contra de sus propios datos y de la verdad científica, mientras se vendan los ojos con sus ideologías para ignorar otras medidas que demostradamente salvan vidas, la única respuesta posible es… la ciencia.

¿Deben los gobernantes responder por su gestión de la pandemia? ¿Y la sociedad por permitir muertes evitables?

No es ningún secreto que en España hay muchas personas descontentas o indignadas con la gestión de la pandemia por parte de los gobiernos, central o regionales. Por desgracia, el problema está en el «o«: muchas de estas opiniones suelen venir condicionadas por posturas políticas radicales que aplauden automáticamente todo lo que hacen los propios y denostan igual de automáticamente todo lo que hacen los contrarios, por lo que su relevancia es cuestionable. Pero es natural que quienes han sufrido pérdidas personales muy dolorosas por la COVID-19 descarguen su pesar contra quienes podrían haber hecho más y mejor para evitarlo.

Solo unos pocos, como este blog, hemos criticado tanto los errores de Fernando Simón o la inacción del gobierno central al lavarse las manos (un gesto ahora muy necesario literalmente, pero no metafóricamente), como los caprichos arbitrarios y anticientíficos de la Comunidad de Madrid, o aplaudido tanto la construcción del Hospital Isabel Zendal como ciertas decisiones del gobierno central que quizá no se entendían, pero que se guiaban por la ciencia del momento, a veces equivocada.

Pero más allá de nuestras pequeñas y políticas ruedas de hámster, lo cierto es que España no es una excepción. En todo el mundo, una parte significativa de la población se ha rebelado contra la gestión de sus gobiernos. «De EEUU a India, de Reino Unido a Brasil, la gente se siente vulnerable y traicionada por el fracaso de sus líderes«, escribe en la revista BMJ (British Medical Journal) su director ejecutivo, el médico del Imperial College London Kamran Abbasi, en un editorial en el que defiende la tesis de que los gobernantes del mundo deberían responder, ser evaluados y, en su caso, asumir castigos por su gestión de la pandemia.

Al comienzo de esta crisis, y sobre todo cuando la gente se vio de repente confinada, abundaban los comentarios alusivos a distopías de ciencia ficción, porque muchos apenas podían creer lo que estaba ocurriendo. Entiéndase que esto, en realidad, no era inconcebible, sino todo lo contrario, una catástrofe largamente anunciada: en 2015 y a propósito del entonces nuevo coronavirus MERS escribí aquí que sobre la posibilidad de una inmensa pandemia letal eran «muchos los epidemiólogos, virólogos y otros especialistas a los que durante años se les ha secado la boca a fuerza de repetir que en en este caso la pregunta no es si sucederá, sino cuándo«.

Lo cierto es que, durante años, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otros organismos e instituciones gritaron a quien quisiera escuchar que una terrible pandemia era inminente. En 2007, como escribí para otro medio, «a juicio de la Organización Mundial de la Salud, el mundo está más cerca que nunca de otra pandemia desde 1968«. Por entonces los autores de un estudio sobre la gripe de 1918 decían confiar en que sus resultados ayudarían a luchar contra “la inevitable pandemia que puede matar a decenas de millones”.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Inconcebiblemente, hoy hay quienes todavía no se lo creen, y siguen pensando que esto no está ocurriendo, o que sí está ocurriendo, pero que es culpa de Spectra, Lex Luthor o el Dr. Maligno. O de Bill Gates; quien, por cierto, es uno de los que llevaban años advirtiendo sobre el riesgo de una gran pandemia. Pero si la gente de a pie ha podido permitirse el lujo de ignorar las repetidas advertencias de que alguno de los innumerables virus emergentes en la naturaleza podía llevarnos a donde estamos ahora, en cambio los gobiernos no podían ignorarlo. Y a pesar de todo, lo hicieron.

En la próxima asamblea general de la OMS, que se celebrará en mayo, un tema estrella a discutir será por qué el mundo no estaba preparado, no escuchó y no reaccionó, ni siquiera cuando el 30 de enero de 2020 se declaró la Emergencia Sanitaria de Preocupación Internacional (PHEIC), la definición técnica de la OMS que, según el Reglamento Sanitario Internacional firmado en 2005 por 196 países, debería haber disparado la adopción de medidas. Se pregunta Abbasi en el editorial del BMJ: «¿Cómo de grande es la omisión de no actuar inmediatamente después de que la OMS declarase una PHEIC el 30 de enero de 2020?»

La inmensa mayoría de los países tardaron entre un mes y medio y dos meses en adoptar dichas medidas, y solo lo hicieron cuando la OMS comenzó a hablar informalmente de «pandemia», que no es un término oficial como sí lo es la PHEIC. La OMS quiere analizar qué falló y por qué; dos investigaciones preliminares, una de la propia organización y otra de un panel asesor independiente, servirán de punto de partida. Por su parte, la OMS estudiará si debería reformar su sistema de alertas.

Pero incluso una vez se pusieron en marcha esas medidas, a España se le criticó que la desescalada posterior fue prematura y atropellada. Posiblemente la llegada del buen tiempo ayudó a reducir los contagios, pero el exceso de confianza llevó a que nuestro país se convirtiera después del verano en uno de los pozos negros de la pandemia en el mundo.

Y pese a ello, las medidas más drásticas nunca regresaron. El gobierno central se lavó las manos y dejó el problema en manos de las comunidades autónomas. Estas actuaron como a cada una se le antojó. Cuesta creer que al menos uno de los objetivos no fuese diluir las críticas entre los distintos colores y formaciones políticas, ya que esto fue exactamente lo que sucedió: a partir de entonces, no solo se aplacó la ferocidad de quienes antes gritaban, sino que unos pocos cientos de muertes al día ya resultaban aceptables siempre que las cifras fuesen inferiores a las de abril, e incluso motivo para el triunfalismo si hoy había algunas menos que ayer, y ayer menos que anteayer.

Pero hemos seguido teniendo cientos de muertes al día, todos los días, de lunes a domingo, durante meses. Se diría que estas muertes ahora escandalizan menos que las de abril, que esas vidas cuentan menos que las de abril. Ya nadie pregunta por qué no se ven ataúdes en TV. ¿Nos hemos acostumbrado, o es que estas muertes importan menos porque todos los bandos políticos tienen las suyas?

Y, al contrario, estas muertes de hoy deberían resultar aún más escandalosas que las de abril, porque hoy la ciencia tiene un conocimiento mucho mayor de cómo evitarlas. Durante el año de pandemia han aparecido docenas de estudios epidemiológicos que han analizado cuáles son las medidas más eficaces para reducir los contagios. La sorpresa ha sido que el confinamiento domiciliario no resulta tan beneficioso como se creía, y que de hecho puede aumentar la transmisión en los hogares.

Pero los principales y más amplios estudios, ya comentados aquí a lo largo de estos meses, tienden a converger en un pequeño grupo de medidas: prohibir las reuniones de más de 10 personas, cerrar los centros educativos, los centros de trabajo y los negocios no esenciales, sobre todo aquellos de alto riesgo donde el uso de la mascarilla no es permanente, como bares y restaurantes.

¿Se consigue algo con medidas más permisivas? Sí, por supuesto; en esto coinciden los estudios científicos rigurosos y las observaciones anecdóticas de la experiencia. Pero no se consigue tanto como se podría; se están permitiendo muertes que podrían evitarse. Y como se pregunta Abbasi, «cuando los políticos y los expertos dicen que están dispuestos a permitir decenas de miles de muertes prematuras para buscar la inmunidad poblacional o en la esperanza de apoyar la economía, ¿no es esto una indiferencia temeraria y premeditada hacia la vida humana?» «Cuando los políticos desprecian a sabiendas las recomendaciones científicas, la experiencia histórica e internacional, y sus propios modelos y estadísticas alarmantes porque actuar va contra su estrategia o ideología política, ¿es eso lícito?»

Por ello, comenta Abbasi, «como mínimo la COVID-19 podría clasificarse como asesinato social, tal como explicaron recientemente dos profesores de criminología«. El director ejecutivo del BMJ se pregunta si sería posible incluir la mala praxis en salud pública dentro de los crímenes contra la humanidad. Sin embargo, reconoce que establecer los estándares contra los cuales juzgar un supuesto crimen de este tipo sería complicado. Pero apunta una posible pauta: los países que han aplicado medidas más estrictas durante más tiempo y que con ello han conseguido resultados infinitamente superiores a otros, como Nueva Zelanda o Taiwán. Aún más complicado sería encontrar mecanismos legales por los cuales responsabilizar a los políticos, más allá de su propia decisión de dimitir –más bien rara– o la de los votantes de echarlos de su sillón.

Por último, Abbasi también propina un buen guantazo a los medios de comunicación, a los que recuerda «su deber de decir la verdad al poder y de responsabilizar a las autoridades«. Y sin embargo, prosigue, «muchos de los medios son también cómplices, atrapados en silos ideológicos que ven la pandemia a través de una lente de tribalismo político«. Aunque Abbasi centra sus críticas en su país, Reino Unido, es evidente que en España los medios de izquierdas han respaldado sin la menor fisura toda la actuación del gobierno central, y que en los de derechas no se encuentra la más mínima crítica a la gestión de sus correligionarios, como el gobierno regional de Madrid.

Esta semana la responsable de emergencias de la OMS, Catherine Smallwood, ha advertido contra el levantamiento de las restricciones en España. Nuestros niveles de transmisión son tan brutales que serían intolerables en otros países con cifras mucho más contenidas y con medidas mucho más drásticas. En el País Vasco un juez ha permitido reabrir la hostelería, despreciando la ciencia y a los científicos, calificando las restricciones como «medievales», cuando es quien niega la ciencia el que está anclado en la Edad Media. ¿Debería también este individuo responder por una decisión que costará vidas? En las líneas editoriales de los medios, siempre tan militantes para otras cuestiones, se observa una tibieza escalofriante a la hora de valorar la prisa de los políticos por tumbar las restricciones, cuando no directamente un negacionismo de las evidencias científicas que ruegan a gritos no relajar las medidas.

«Algunos [políticos] han expresado contrición, pero ‘lo siento’ suena a hueco mientras las muertes suben y las políticas que salvan vidas son deliberadamente evitadas, demoradas o mal aplicadas«, dice Abbasi.

Pero ¿debemos descargar toda la culpa en los políticos, cuando gran parte de la sociedad aplaude una relajación de las medidas que va a causar muertes? ¿Cuántas vidas de otros vale que la nuestra se acerque lo más posible a la normalidad? En Suecia, un país muy criticado por la laxitud de su actuación contra la pandemia, hasta un 30% de la población se confinó voluntariamente durante la primera ola, sin obligación legal alguna. Muchos establecimientos cerraron por decisión de sus propietarios. Allí la sociedad dio una lección a los políticos.

Hoy sabemos que esto no durará eternamente; el virus probablemente sí lo hará, pero entre la vacunación general, la inmunidad a diferentes epítopos del virus que poco a poco vamos a ir construyendo y la mayor vigilancia epidemiológica que seguirá la pista estrechamente a la evolución del SARS-CoV-2, podemos esperar que quizá en un par de años, o incluso menos, la amenaza se sitúe en un nivel similar al de las gripes estacionales, según la previsión más común entre los expertos.

Hasta entonces, es obvio que muchas personas no podrían aguantar sin su empleo o sin su negocio. Pero la solución a los problemas económicos debe ser económica. No puede taparse ese agujero con más muertos. Y si los gobernantes eligen esta segunda solución porque les resulta más barata que sostener a quienes más lo necesitan, ¿cómo es posible que la sociedad no reaccione? ¿Tanto se nos ha endurecido la piel que ya no nos importa?

¿Siguen las autoridades los criterios de la ciencia en sus medidas contra la pandemia? Los cierres perimetrales, la hostelería y los colegios

Dice un adagio humorístico del periodismo que un titular en forma de pregunta siempre tiene una respuesta invariable: no. Pero a pesar de que hay por ahí redactores jefe con reacción anafiláctica grave a los titulares preguntones, lo cierto es que no es cierto: en muchos casos esos titulares reflejan debates abiertos, que no necesariamente se cerrarán algún día, o simplemente preguntas cuya respuesta aún no se sabe. De estos últimos en ciencia los hay a porrillo, porque la ciencia ignora más cosas de las que sabe. Es más, si en los contenidos de ciencia publicados en los medios hubiese más titulares en forma de pregunta se evitaría mucha desinformación. Pero estos, ay, no ganan clics.

Por ejemplo, no tiene por qué existir una respuesta invariable a la pregunta de si las autoridades atienden a lo que dice la ciencia cuando toman decisiones contra la pandemia. Pero es un tema relevante que conviene discutir, sobre todo cuando algunos, como ha ocurrido esta semana con el vicepresidente de la Comunidad de Madrid, aseguran que siguen criterios médicos –supongamos que son lo mismo que «científicos»– en sus decisiones. De ser así, como mínimo este político debería hacer un esfuerzo por explicar cuáles son esos criterios, ya que la ciencia publicada, la normal, la que está al alcance de cualquiera que sepa leerla, no parece apoyar lo que dice.

Llama la atención que, en la guerra eterna entre izquierdas y derechas que a unos pocos tanto nos aburre, los primeros estén centrando toda su artillería en algo tan burdo e irracional como la oposición a la construcción de un hospital público que, con sus aciertos y sus errores –estos últimos lógicamente motivados por la bobería de querer ganar a los amish en rapidez de edificación para entrar en el Libro Guinness de los Récords–, a la larga será un evidente beneficio para todos (y no solo los madrileños). No sé nada de construcción o gestión de infraestructuras hospitalarias, ni de sus costes o de legislación sobre concursos o contratos. Quizá se haya hecho muy mal, no tengo la menor idea. Pero decir que no tener un hospital especializado en enfermedades infecciosas para atender brotes epidémicos es mejor que tener un hospital especializado en enfermedades infecciosas para atender brotes epidémicos es una postura poco digna de un ser racional. Porque lo vamos a necesitar, y no solo en esta pandemia.

En cambio, lo que se cae por su propio peso, a menos que ese vicepresidente disponga de estudios científicos ignorados para el resto, es todo lo demás, las medidas que la Comunidad de Madrid viene adoptando. Repasemos.

La Comunidad de Madrid ha sido pionera en la adopción de medidas discriminatorias –ellos las llaman «quirúrgicas»– que desigualan a sus ciudadanos antes iguales ante la ley. En los medios escuchamos que tal país entra o sale del confinamiento. En Madrid se confina una acera respecto a la contraria. O un pueblo, en el que uno vive, respecto al pueblo limítrofe, en el que uno lleva a sus hijos al colegio o hace la compra. Pero curiosamente, si uno compara el mapa de incidencias acumuladas con el de las restricciones, las primeras forman un agujero negro que ocupa casi toda la comunidad (astutamente, el nivel máximo en el mapa es de más de 700 contagios por 100.000 habitantes a 14 días, lo que disimula las zonas que superan los 900 o los 1.000, muchas de ellas en el centro de la ciudad), mientras que las segundas forman un cinturón de barrios periféricos y poblaciones que apenas afecta al centro de Madrid.

Mapa de la Comunidad de Madrid con los confinamientos perimetrales (izquierda) y las incidencias de contagios por 100.000 habitantes a 14 días, más oscuro a mayor nivel de contagios. Fuente: Comunidad de Madrid.

Mapa de la Comunidad de Madrid con los confinamientos perimetrales (izquierda) y las incidencias de contagios por 100.000 habitantes a 14 días, más oscuro a mayor nivel de contagios. Fuente: Comunidad de Madrid.

Es decir, se confinan zonas con alta incidencia, siempre que no sean barrios muy comerciales o turísticos. La gran mayoría de estos han salido hasta ahora limpios de polvo y paja en cuanto a restricciones de movimiento, a pesar de que muchos de ellos tienen niveles de contagios mayores que otras zonas confinadas. Me ha parecido que incluso a algunos de los propios medios de derechas, que esta semana habían informado de la alta incidencia en barrios de la almendra central de Madrid, les ha desconcertado la última decisión de este gobierno: confinar el Pozo del Tío Raimundo, en Vallecas.

Como no podía ser de otro modo, el (mal) ejemplo de Madrid ha cundido después, lo cual no es de extrañar, puesto que a veces para cualquier gobernante, sea diestro o zurdo, discriminar a sus ciudadanos sería una perfecta solución de ciertos problemas, si no fuese porque se lo impide algo llamado democracia e igualdad ante la ley. Pero dado que en Madrid no se ha desatado una revolución, ¿por qué no hacer lo mismo? Mejor confinar a unos pocos que a todos. Y si esos pocos se quejan de que hay madrileños de primera y de segunda, que se aguanten: haber sido madrileños de primera.

Podrá parecer que aquí no se trata de una cuestión de ciencia, sino de otras cosas como derechos e igualdad ante la ley. Pero los científicos no son ni mucho menos inmunes a los atropellos y al desgobierno; de hecho, en estas últimas elecciones en EEUU han apoyado masivamente a Joe Biden, porque los atropellos y el desgobierno suelen ser también anticientíficos. Y a finales del pasado octubre, un grupo de científicos de primera línea publicaba en The Lancet una carta resumiendo el actual consenso científico sobre la pandemia de COVID-19, la cual, entre otras cosas, decía esto:

La evidencia empírica de muchos países muestra que no es posible restringir brotes incontrolados a secciones particulares de la sociedad. Este enfoque también corre el riesgo de exacerbar las desigualdades socioeconómicas y discriminaciones estructurales que la pandemia ya ha dejado de manifiesto.

Así que, número uno, y a no ser que el dicho vicepresidente cuente con otra ciencia alternativa que no conocemos, no, sus confinamientos perimetrales discriminatorios no se guían por criterios científicos. Y además, discriminan. Y no, incluso aunque estas medidas logren algún efecto, el fin no justifica los medios, salvo que uno sea maquiavélico.

Número dos: la hostelería. Dice el vicepresidente que la mayoría de los contagios se producen en los hogares. Lo cual es noticia, dado que, de acuerdo a lo publicado, Madrid ignora el origen del 83,3% de los contagios en su territorio, por lo que parece que en realidad Madrid no tiene la menor idea de dónde se produce la mayoría de sus contagios; salvo que, una vez más, el vicepresidente cuente con otros estudios que debería revelar cuando comparece ante las cámaras.

Pero se da la circunstancia de que sí, según los estudios publicados, resulta que en todo el mundo la mayoría de los contagios se produce en los hogares y residencias; ver, por ejemplo, esta revisión de estudios de Science, que sitúa en los hogares y otros enclaves residenciales entre el 46 y el 66% de los contagios, y que cifra en seis veces más probable contagiarse en casa que en cualquier otro lugar.

Pero ¿cómo iba a ser de otro modo? En los hogares viven varias personas en estrecha convivencia, sin mascarillas y con ventilación opcional. En casa es muy difícil evitar el contagio, excepto para quienes dispongan de habitaciones suficientes como para que una persona infectada o sospechosa de estarlo pueda aislarse del resto, lo cual no es lo más habitual. Así que echar la culpa de los contagios a los hogares para exculpar a otros escenarios es una simple y llana tergiversación, porque lo importante es saber dónde se producen los contagios fuera de los hogares para que las personas no lleven el virus a casa e infecten al resto de sus familiares.

Y ¿dónde se producen los contagios fuera de los hogares? Para esto la ciencia ha contado desde hace siglos con algo llamado método experimental. Uno hace una observación, cambia las condiciones experimentales, y repite la observación. En el caso que nos ocupa, en un panorama de pandemia, uno introduce determinadas restricciones y comprueba cuáles de ellas reducen en mayor medida los contagios. Y, como ya he contado al menos aquí , aquí y aquí, el resultado de estos estudios es que lo que más reduce los contagios después de limitar las reuniones en los hogares es cerrar colegios y universidades (ahora iremos a esto) y cerrar los negocios no esenciales de alto riesgo como la hostelería. Quien quiera detalles sobre los estudios, los encontrará en los enlaces anteriores.

Por otra parte, el vicepresidente se justificaba aludiendo a lo que él llama «la experiencia» de que el cierre de la hostelería en otros lugares no ha servido para reducir los contagios. La experiencia es solo uno de los factores que deben formar parte de la ciencia basada en evidencias, previo paso por el análisis riguroso de los estudios científicos. De no ser así, la experiencia es lo que en ciencia suele llamarse el amimefuncionismo: uno mira, y así a ojo le parece que. Es lo que alegan los homeópatas para asegurar que sus terapias funcionan, solo que el filtro de los estudios científicos no les da la razón.

Claro que, cuando el gobierno de la Comunidad de Madrid afirma que los bares y restaurantes son seguros, pero al mismo tiempo dice que estudiará la vacunación prioritaria del personal de hostelería por estar expuesto a un mayor riesgo, lo único que queda claro es la contradicción.

Por último, vayamos a los centros educativos. Llaman la atención las recientes manifestaciones de los estudiantes universitarios por los exámenes presenciales, cuando todo padre o madre presencia a diario, en los colegios de los niños, imágenes similares a esas aparecidas en TV. En la Comunidad de Madrid se optó por una presencialidad en los niveles bajos de la educación y por una semipresencialidad en los niveles previos a la universidad.

Hay dos maneras de ver esta solución de la semipresencialidad, la del vaso medio lleno y la del vaso medio vacío. Según la primera, al menos los niños reciben una parte de sus clases presenciales a la vez que se reduce el riesgo de contagio. Pero según la segunda, los niños no están recibiendo toda la educación presencial que necesitarían y además ni siquiera se elimina el riesgo de contagio. Y en pandemia, me temo que fijarse en el vaso medio lleno solo conduce a errores, dolor y sufrimiento.

Curiosamente y dejado ya atrás el comienzo del curso académico, los centros educativos han desaparecido del debate sobre la pandemia. Solo a profesores y padres parece ya preocuparnos, porque probablemente todos conocemos casos de cóvid en los colegios e incluso en las aulas de nuestros hijos. Y porque probablemente, para muchos que a pesar de todo tratamos de ceñirnos en la medida de lo posible a la prudencia de las medidas contra el contagio, nuestros hijos representan ahora el mayor riesgo de introducir el virus en casa. Sí, es cierto que el riesgo de contagio de los niños es aproximadamente la mitad que el de los adultos; pero también que su riesgo de contagio aumenta del mismo modo que el de los adultos con las nuevas variantes del virus. Y algunos estudios apuntan a que los niños pueden ser más infecciosos que los adultos, quizá todavía una incertidumbre, pero una con la que sería preferible no jugar a la ruleta rusa.

Como también he contado ya (detalles aquí, aquí y aquí), el cierre de colegios y universidades es, después de la limitación de las reuniones en los hogares, la medida que más ha ayudado a reducir la propagación del virus en todo el mundo. Aparte de los estudios repasados en esos artículos que enlazo, para los más inmunes a la evidencia científica, traigo aquí otros estudios recientes:

Un estudio de la Universidad de Toronto publicado en PLOS One ha examinado el efecto de las diferentes medidas en la propagación del virus en 40 países y estados de EEUU. La conclusión de los autores es que «cinco de las políticas tienen un impacto relativamente grande cuando se implementan a sus más altos niveles: cierre de centros de trabajo, restricciones a los movimientos internos, confinamiento domiciliario, campañas de información pública y cierre de escuelas«.

Otro estudio de la Universidad Médica de Viena publicado en Nature Human Behaviour analiza el efecto de las medidas adoptadas en 79 territorios. La medida que más reduce la tasa de reproducción del virus es la prohibición de pequeñas reuniones, que no solo incluye domicilios, sino también tiendas y restaurantes. La segunda, el cierre de instituciones educativas. O, en palabras de los autores, «los mayores impactos en la Rt se producen por la cancelación de pequeñas reuniones, el cierre de instituciones educativas y las restricciones fronterizas«. Y añaden:

Aunque en estudios previos, basados en un menor número de países, se había atribuido a los cierres de escuelas un pequeño efecto en la propagación de la COVID-19, evidencias más recientes han favorecido la importancia de esta medida; se ha descubierto que los cierres de escuelas en EEUU han reducido la incidencia y la mortalidad de la COVID-19 en un 60%. Este resultado está también en línea con un estudio de rastreo de contactos en Corea del Sur, que identificó a los adolescentes de 10 a 19 años como más propensos que adultos y niños a transmitir el virus en sus hogares.

Y por cierto, los resultados de los autores también descartan el papel de trenes y autobuses como grandes responsables de la propagación del virus, en línea con estudios anteriores que ya mencioné aquí: «Aunque se ha informado de infecciones en autobuses y trenes, nuestros resultados sugieren una contribución limitada a la propagación general del virus, tal como se ha descrito previamente«.

Otro estudio más, este del Instituto del Trabajo de Alemania y la Universidad de Luxemburgo, publicado en Scientific Reports, ha examinado el efecto de las medidas en 175 países. La conclusión: «Cancelar los eventos públicos, imponer restricciones a las reuniones privadas y cerrar las escuelas y los centros de trabajo tienen efectos significativos en la reducción de las infecciones de COVID-19«.

En fin, se puede seguir negando todo esto si se quiere. Tal vez aquello de que no es posible engañar a todos todo el tiempo sea solo una frase bonita.

Sorpresa: la medida que más reduce los contagios no es el confinamiento, sino la limitación de reuniones y los cierres

A lo largo de estos meses, es mucho lo que la ciencia nos ha enseñado sobre esta pandemia y el nuevo virus, todo lo cual será inmensamente valioso si algún día nos vemos enfrentados a algo peor.

Sí, sé que puede resultar extraña la mención de algo peor, o incluso de la próxima pandemia cuando aún no hemos salido de esta. Pero no olvidemos que los anteriores coronavirus epidémicos, el SARS-1 y el MERS, eran entre 10 y 30 veces más letales que este; la gripe aviar H5N1 mata 60 veces más que la COVID-19. Y no hace falta explicar la mortalidad del ébola. Este último es de más difícil contagio, pero el sarampión, el virus más contagioso del mundo, es hasta casi 10 veces más infeccioso que el nuevo coronavirus. SARS-1 y MERS pudieron contenerse con relativa facilidad gracias a que no se observó transmisión asintomática o presintomática, la que nos ha llevado al desastre de la cóvid. No hay ninguna razón científica para que no pudiese surgir la tormenta perfecta, la madre de todos los virus: tan infeccioso como el sarampión, con transmisión asintomática, tan letal como la gripe aviar o el ébola. Y no queremos imaginar lo que esto significaría. Si se contagiara el 90% de los contactos de cada infectado y muriera entre el 60 y el 90% de ellos, no habría infraestructura ni personal para atender a los enfermos. No se sabría qué hacer con los fallecidos. No habría científicos desarrollando una vacuna. El orden social se descompondría. Sí, podría ser muchísimo peor.

Entre esas cosas que la ciencia nos ha enseñado se cuenta el mayor estudio epidemiológico de la historia en condiciones reales: más de cien países desplegando distintas medidas al mismo tiempo contra un mismo virus y documentando los resultados; todo ello está generando un inmenso volumen de datos que permitirá a los epidemiólogos refinar las estrategias de lucha contra la actual pandemia, y responder mejor contra otras futuras.

Como ya he contado aquí anteriormente, una conclusión general que puede extraerse de todos estos estudios es que cualquier medida de restricción del contacto entre personas consigue alguna reducción de los contagios respecto a no hacer nada: restringir la movilidad, limitar las reuniones, los aforos o los horarios, cerrar los establecimientos, los centros de trabajo o las escuelas…

Cualquiera de estas medidas por separado logra algún efecto; si bien, como es lógico, no todas tienen la misma eficacia, y las medidas menores solo consiguen efectos menores. Pero aunque ciertos líderes políticos den muestras de estar aún anclados en el pensamiento mágico, para esto no hay décimos, números de la suerte ni bombos: impones medidas, los contagios bajan. Retiras medidas, los contagios suben. Así funciona el mundo real. Lo hemos visto en Madrid, donde la epidemia ha repuntado de nuevo cuando se han retirado las restricciones discriminatorias por zonas, aunque el mensaje políticamente conveniente sea que la culpa es del Black Friday y de los puentes.

Entre todas estas medidas, existe una que marca el listón máximo: el confinamiento domiciliario. La orden a todos los ciudadanos de permanecer en casa se ha aplicado con distinta frecuencia y duración en diferentes lugares. Pero allí donde se ha evitado, como en España durante este otoño, no ha sido por considerarse innecesaria o superflua, sino por intentar mantener la actividad económica, aun a costa de perder más vidas. Con esto no pretendo minimizar los perjuicios que causa el confinamiento domiciliario en otros aspectos: los causa, y muy graves. Pero es una cuestión de prioridades.

Confinamiento de la COVID-19 en Turín (Italia). Imagen de pxhere.

Confinamiento de la COVID-19 en Turín (Italia). Imagen de pxhere.

Se ha dado por hecho que el confinamiento, como medida que engloba y supera a todas las demás, es la más efectiva. Pero ¿es así? El problema es que ciertos estudios anteriores no han podido separar claramente cuál es el impacto añadido del confinamiento domiciliario respecto a otras medidas parciales, como los cierres o las limitaciones de movilidad. Sin embargo, algunos estudios que ya habían examinado el efecto incremental de las distintas medidas parecían apuntar a que el confinamiento realmente no aportaba tanto beneficio adicional como podría esperarse.

Un nuevo y amplio estudio internacional publicado en la revista Science socava aún más la efectividad del confinamiento. Los autores han analizado separadamente el impacto de distintos tipos de medidas en 41 países durante la primera oleada de la pandemia, desde enero hasta mayo.

Y este es el resultado: la medida con mayor impacto en la reducción de contagios es prohibir las reuniones de más de diez personas, seguida, por este orden, del cierre de escuelas y universidades, la prohibición de las reuniones de más de cien personas, el cierre de los negocios no esenciales, cancelar los eventos con más de mil personas y el cierre de los negocios calificados como de alto riesgo (bares, restaurantes y locales nocturnos).

Añadir a estas medidas el confinamiento domiciliario aporta un extra de reducción de contagios, pero es menor que la eficacia de cada una de las anteriores medidas por separado: en torno a un 15% adicional de disminución de la tasa de reproducción (a cuántas personas, como media, contagia cada infectado), frente al más del 40% que logra la medida más eficaz de todas, la prohibición de las reuniones de más de diez personas. En este gráfico del estudio puede verse el efecto de las distintas medidas en la tasa de reproducción del virus:

Efecto de las distintas medidas en la reducción de la tasa de reproducción del virus de la COVID-19. Imagen de Brauner et al, Science 2020.

Efecto de las distintas medidas en la reducción de la tasa de reproducción del virus de la COVID-19. Imagen de Brauner et al, Science 2020.

Es importante tener en cuenta que algunas de estas medidas son independientes entre sí, por ejemplo el cierre de escuelas y el de establecimientos comerciales. Sin embargo, otras son acumulativas, como las prohibiciones de reuniones de más de mil, cien o diez personas, o el cierre de los negocios de alto riesgo o el de todos los no esenciales. En estos casos, lo importante es considerar cuánto beneficio añade subir un escalón más en las restricciones. Y esto es lo que concluyen los autores: «Cerrar la mayoría de los negocios no esenciales de atención al público solo resulta un poco más efectivo que los cierres que solo afectan a los negocios con alto riesgo de infección, como bares, restaurantes y locales nocturnos».

Llama la atención el hecho de que el cierre de escuelas y universidades aparezca como la segunda medida más eficaz. Durante meses, diversos responsables políticos han difundido el mensaje de que los centros educativos no están contribuyendo a los contagios. Y si bien, como también señalan los autores, los contagios en la segunda ola en toda Europa –no solo en España– han experimentado un aumento considerable en la franja de población más joven, se nos ha vendido la idea de que esto se debía al ocio.

Los resultados del estudio no parecen apoyar esta idea; en su lugar, los autores sugieren que probablemente muchos niños y jóvenes estén contrayendo el virus en los centros educativos sin que estos casos se revelen, ya que con gran frecuencia son asintomáticos, pero que después transmiten el virus en casa a sus familiares de mayor edad. Los autores reconocen que la reapertura de colegios y universidades no necesariamente llevará a grandes repuntes de contagios si se toman medidas como la reducción del número de alumnos por aula, distancias y mascarillas, pero concluyen: «Las instituciones educativas pueden tener aún un gran papel en la transmisión, a pesar de las medidas de seguridad».

En resumen, y según el nuevo estudio, la combinación de limitación de reuniones a diez personas, el cierre de escuelas y universidades y la clausura de bares, restaurantes y locales nocturnos son la mejor apuesta para contener la propagación del virus, mientras que «decretar una orden de permanecer en casa tiene un efecto pequeño cuando un país ya ha cerrado los centros educativos y los negocios no esenciales y ha prohibido las reuniones», dicen los autores.

Conviene insistir en la conclusión: no es que el confinamiento no consiga una mejora, que sí lo hace, sino que tal mejora es pequeña en comparación con el efecto de aplicar otras medidas, lo cual puede cuestionar seriamente si compensa imponer confinamientos obligatorios, teniendo en cuenta sus múltiples consecuencias disruptivas y traumáticas (consecuencias que, por cierto, no ocurren con la vacunación obligatoria que en cambio nadie parece plantearse, lo que nos lleva a concluir que aún hay mucho recorrido en la educación bioética).

Pero como suelo advertir aquí, este estudio no debe tomarse como un dogma definitivo e inmutable a grabar en piedra. Los propios autores aclaran: «Nuestras estimaciones no deberían tomarse como la última palabra en la efectividad de las medidas no farmacológicas». No es la conclusión definitiva; la ciencia siempre es un proceso en construcción. Pero sí es la ciencia más actual, y por lo tanto la que debería guiar la toma de las decisiones actuales. Esto, si los responsables políticos quisieran escuchar a la ciencia.