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Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (2)

Ayer vimos aquí lo que dice la ciencia sobre el riesgo de contagio en exteriores. Hay un segundo capítulo: ¿sirven las mascarillas para reducir este riesgo ya de por sí muy escaso? Debemos recordar que, pese a que muchos atribuyen a las mascarillas una cualidad mágica de protección total, en realidad no es así. Las mascarillas reducen el riesgo, no lo eliminan.

En el mayor ensayo clínico hasta ahora, que ya comenté aquí, se observó que las mascarillas reducían el riesgo al menos en un 10%; probablemente la reducción sea algo mayor, incluso bastante mayor en algunas circunstancias. Pero nunca se debe caer en el error de pensar que la mascarilla es una garantía contra el contagio, dado que en todos los estudios la protección obtenida siempre es parcial. En interiores, la distancia continúa siendo una medida necesaria aunque se utilice mascarilla (suponiendo una ventilación adecuada, ya que en caso contrario no hay distancia segura, ni siquiera con mascarilla).

Un preprint reciente de la Universidad de California, basado en casos reales con controles, estima que en situaciones de alto riesgo la mascarilla puede reducir el peligro de contagio hasta en un 48%, que aumenta en las personas vacunadas a un 68% (una dosis) o a un 77% (pauta completa), y que el efecto protector se nota sobre todo en exposiciones al virus en interiores y de más de tres horas (una vez más, no en la situación de cruzarse casualmente con otras personas en la calle).

Sin embargo, en Nature otros investigadores han criticado que el diseño del estudio podría sobreestimar la protección de las mascarillas. Pero aunque el estudio no está dedicado a analizar el efecto de la mascarilla específicamente en exteriores, de sus datos los investigadores concluyen: «No se observan efectos estadísticamente significativos del uso de mascarillas entre los participantes que solo estuvieron expuestos al virus al aire libre«. La explicación es que, si el riesgo en exteriores es muy bajo y las mascarillas protegen solo parcialmente, es probable que la protección adicional que puedan ofrecer respecto al descenso de riesgo por el ambiente exterior sea estadísticamente insignificante.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Tanto este estudio como muchos otros han considerado situaciones en interiores y exteriores. Hasta donde sé, no hay grandes estudios fiables que hayan analizado específicamente el efecto de la mascarilla para reducir el riesgo de contagio solo en exteriores. Por lo tanto este es un terreno sobre el que solo se puede decir que aún no hay evidencia científica sólida, ni a favor ni en contra, más allá de que podamos especular con que el efecto protector observado en interiores, o en estudios que no distinguen entre interiores y exteriores, podría aplicarse al caso exclusivo de exteriores.

Existen casos anecdóticos en los que no se ha encontrado protección por la mascarilla en exteriores. Por ejemplo, en un campamento de verano en Georgia (EEUU) en el que se produjo un gran brote, y en el que se combinaban ambientes exteriores e interiores (los participantes dormían en cabañas), no se observaron diferencias de contagios entre quienes usaban mascarilla y quienes no. Es, repito, una observación anecdótica que no puede tomarse como dato científico. Pero está en consonancia con el estudio de California, apuntando a la posibilidad de que, cuando el riesgo es bajo, tal vez la mascarilla no aporte una significativa protección extra.

En definitiva, no existen pruebas suficientes, directas y concretas de la protección de las mascarillas en exteriores, pero incluso si extrapolamos los resultados generales sobre el uso de mascarillas, como mucho podrían ofrecer una pequeña reducción de un número de contagios ya de por sí muy pequeño. A propósito de la mascarilla, los autores del estudio francés que cité ayer escriben:»Con respecto a la cuestión de cuándo llevarla, la respuesta no es obvia, aunque está claro que llevarla día y noche en toda circunstancia no es realista«. Y añaden: «Incluso en zonas atestadas, el riesgo al aire libre es mucho menor que en interiores. Desde este punto de vista, debe notarse que ciertas decisiones tomadas por las autoridades públicas pueden aparecer como absurdas para la gente. Esta opinión basada en el sentido común queda confirmada por el presente estudio«.

Con todos estos elementos, el juicio sobre si tiene algún sentido la medida tomada por el gobierno de imponer de nuevo la obligación del uso de mascarillas en la calle ya puede quedar a criterio de cada cual. En el título está el mío.

Cuando la ministra de Sanidad Carolina Darias habla de que tienen estudios según los cuales esta es una medida avalada por la ciencia, debería explicar a qué ciencia se refiere. Porque quizá en cuestiones de seguridad, defensa, política u otras materias uno pueda tener estudios secretos y confidenciales que no tienen los demás. La ciencia no funciona así; es imperfecta, tiene sus muchos defectos, se equivoca, rectifica. Pero si tiene algo bueno es que solo es ciencia aquello que ha sido revisado por otros científicos y está disponible para la comunidad científica en general. La ministra Darias no tiene ciencia que nadie más tiene. Y la ciencia que tenemos todos no avala lo que ella dice que avala.

Pero, además, si la medida decretada por sí sola puede decirse que es completamente inútil, y se convierte en una aberración en el contexto del resto de no-medidas, cuando una persona está obligada a llevar mascarilla por la calle pero puede quitársela al entrar en casi cualquier recinto interior, por último están las excepciones, el disparate final. Si no lo he entendido mal, puede prescindirse de la mascarilla en «entornos naturales» cuando hay distancia, o corriendo por la calle.

Respecto a lo primero, es evidente que en el campo no hay riesgo. Pero pensar que los llamados «entornos naturales» entrañan un menor peligro de contagio que los entornos construidos, por el mero hecho de ser «naturales» (ya que no se contempla la misma regla en los construidos), es algo que raya en la pseudociencia. En una playa, una de las excepciones contempladas, donde la gente está reunida en grupos durante horas, estática y próxima a otros grupos, el riesgo es mayor que caminando por una calle transitada, como ya he repetido a la luz de todos los estudios.

Y, segundo, ¿corriendo por la calle? Entre los pocos casos demostrados de contagios en exteriores están precisamente los de deportistas que corren juntos. Al correr se respira con mayor fuerza que en reposo, y este es un factor de riesgo del contagio en exteriores. Precisamente son los corredores quienes deberían llevar mascarilla con mayor motivo que quienes simplemente están paseando, y más aún en carreras multitudinarias. Es de suponer que el gobierno ha decidido contemplar esta excepción porque debe de ser molesto correr con mascarilla. Pero ¿es que acaso han tenido en cuenta la comodidad de 48 millones de personas que llevan ya dos años sujetas a privaciones y restricciones, muchas veces arbitrarias o inútiles?

Una reflexión final. Frente a todo lo contado aquí ayer y hoy, habrá quien pueda oponer una objeción, y es que todos los estudios citados se refieren a variantes anteriores a la Ómicron. Esta última, se dice, es más contagiosa, y por lo tanto las precauciones deben ser mayores.

Pero dado que aún nadie tiene este tipo de estudios sobre Ómicron, tampoco los tiene Darias. Debe entenderse que la ciencia aún tendrá que desentrañar cómo Ómicron es más contagiosa: ¿hay mayor liberación de partículas en el mismo tiempo? ¿Durante más tiempo? ¿Son las partículas más infectivas? ¿La dosis infectiva es menor? Sin que la ciencia dilucide todo esto, lo cual quizá aún tarde meses, uno podrá tomar las decisiones que le parezca, pero no puede decir que están avaladas por la ciencia.

Incluso si finalmente la conclusión fuese que las mascarillas en la calle pueden prevenir alguna pequeña cuota de contagios por Ómicron que no se habrían producido con las variantes anteriores, esto no cambia el hecho de que el balance del beneficio conseguido frente a los perjuicios ocasionados por la obligatoriedad general de las mascarillas en la calle continuará siendo enormemente desfavorable, ni el hecho de que la medida seguirá siendo absurdamente contradictoria con la situación en recintos interiores.

Ni Ómicron es Omega (no es la última variante que vamos a ver), ni sabemos cuándo va a terminar la pandemia. Con dos años de experiencia y aprendizaje, con una población ya cansada, con niños que empiezan a tener uso de razón y que no recuerdan cómo era la vida antes de la pandemia, ya es hora de que los gobernantes dejen de tratar a sus gobernados como estúpidos, incluso si algunos lo son. Una campaña informativa que explicara en qué situaciones y por qué es recomendable usar la mascarilla en exteriores, incluso un sistema de alertas que avisara de cuándo ciertas condiciones atmosféricas generales o locales pueden aumentar el riesgo de contagio al aire libre, estaría al menos algo más cerca de la ciencia real que esos papeles que Darias mueve nerviosamente sobre la mesa sin razón aparente cuando le preguntan por la ciencia que respalda su medida.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (1)

Es comprensible que haya crecido una avalancha de indignación, por no decir cabreo, contra la medida del gobierno de reinstaurar el uso obligatorio de la mascarilla en exteriores en todo momento, con ciertas excepciones que no sé si alguien habrá llegado a comprender bien, incluyendo a quienes han tomado esta decisión.

Sobre si hay algún tipo de motivación política detrás de esta decisión, quienes entiendan de ello deberán analizarlo, yo no sé. Pero más allá de la indignación y el cabreo, merece la pena volver sobre lo que dice la ciencia respecto a los contagios en exteriores y el uso de la mascarilla para tratar de dilucidar si existe el aval científico que defendía la ministra de Sanidad Carolina Darias, o al menos tratar de entender a qué se refería cuando hablaba de aval científico. Si es que se refería a algo.

En primer lugar, sobre los contagios en exteriores. Para nadie será ya una sorpresa que contagiarse al aire libre es mucho más difícil que en recintos cerrados. Suele citarse la cifra de que el riesgo es 20 veces mayor en interiores que en exteriores. La cifra procede de una revisión publicada hace un año que agregaba los estudios publicados hasta entonces, y que llegaba a la conclusión de que menos de uno de cada diez contagios se produce al aire libre, siendo la transmisión en interiores 18,7 veces más probable.

La revisión recogía también los casos descritos en los estudios de transmisión al aire libre: durante una conversación prolongada, entre personas que corrían juntas o en reuniones de varios días. En otros casos había una mezcla de ambiente exterior e interior, como en un campamento de verano y en un edificio en construcción. Los autores mencionan también que, una vez concluido su análisis y durante el proceso de publicación, surgieron noticias en distintos países sobre brotes provocados por grandes aglomeraciones al aire libre. Pero nótese que esto no se refiere a una situación como el tránsito por una calle concurrida, sino a eventos como conciertos, festivales o competiciones deportivas, sobre todo si duran varios días.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Otras investigaciones posteriores han venido a confirmar que el riesgo en exteriores es mucho menor. Por citar alguno, un estudio francés publicado en julio de 2021 que modelizaba la transmisión del virus en interiores y exteriores en distintas condiciones meteorológicas concluía que el riesgo en interiores generalmente es de varios órdenes de magnitud superior (entre 10 y 1.000 veces).

Según el modelo utilizado por los autores, solo en determinadas circunstancias específicas puede existir un riesgo comparable en exteriores: en situaciones de inversión térmica, cuando el aire caliente queda atrapado cerca del suelo, con una atmósfera muy estable y sin viento, y especialmente donde haya aglomeraciones. Según los autores, esto podría explicar las observaciones de otro estudio según las cuales las bolsas de contaminación atmosférica sobre las grandes ciudades o el polvo sahariano en Canarias podrían haber contribuido a la expansión de los contagios.

Otro estudio italiano publicado en febrero, también de modelización, estimaba que en circunstancias normales la concentración del virus en un espacio abierto sin grandes aglomeraciones es inferior a una copia por metro cúbico de aire, en el peor de los casos y suponiendo un 25% de población infectada. Los investigadores aplican su modelo a las ciudades de Milán y Bérgamo, y calculan que, con un 10% de población infectada, haría falta que una persona susceptible respirase de una sola vez el equivalente al aire de 31,5 días seguidos para llegar a infectarse, y 51,2 días en Bérgamo. «Por lo tanto, la probabilidad de transmisión aérea debida a aerosoles de la respiración es muy baja en exteriores«, concluyen. También concluyen que la interacción del aerosol viral con las partículas atmosféricas de contaminación no aumenta el riesgo de infección.

Esto último también es interesante, ya que se ha especulado con la posibilidad de que las partículas, como las de la contaminación en las ciudades o el humo del tabaco, puedan aumentar el riesgo de infección. Incluso algunos famosos opinadores poco informados han seguido propagando el bulo de que el humo del tabaco aumenta el riesgo de infección, a pesar de que nunca ha existido evidencia científica de esto (solo el deseo muy fuerte de algunos de que sea cierto). Una razón por la que una persona infectada fumando sí podría suponer un mayor riesgo para otros es que al expulsar el humo se exhala con más fuerza que con la respiración normal, lo que puede proyectar el virus a mayor distancia; no por el humo en sí, sino por la fuerza con la que se expulsa. Pero esto se aplica del mismo modo a toda situación en la que se respire con más fuerza de lo normal; por ejemplo, hablando a gran volumen, gritando, cantando o haciendo ejercicio físico.

Hay dos estudios interesantes que hablan de situaciones en las cuales el riesgo de transmisión en exteriores podría aumentar. En uno de ellos, investigadores indios muestran que cuando un viento de más de 8 km/h sopla en la misma dirección que una tos, la distancia a la que pueden llegar las partículas virales se extiende un 20%, y aún más a mayores velocidades del aire. Sin embargo, es importante subrayar que los autores solo han modelizado la dinámica de fluidos del chorro de partículas, no el riesgo de infección ni sus efectos reales, y que los estudios han mostrado que una tos o un estornudo esporádicos representan un riesgo mucho menor que estar inspirando la respiración de otra persona durante largo rato —por ejemplo durante una conversación cara a cara—, especialmente si, según lo ya dicho, se habla en voz alta, se canta o se hace ejercicio físico.

En el otro estudio, investigadores de EEUU han comparado la evolución de los contagios entre marzo y diciembre de 2020 con las condiciones meteorológicas, mostrando que, durante los meses más templados en los que se supone que la gente prefiere reunirse en exteriores, hay un aumento de los contagios de hasta el 45% cuando la velocidad del viento es inferior a 8,85 km/h, supuestamente porque las partículas del virus se dispersarían menos.

Aunque el resultado es interesante, hay que interpretarlo con cautela, como hacen los propios autores. Los estudios en los que se comparan series inconexas de datos que no nacieron para ser comparadas entre sí pueden dar lugar a aparentes correlaciones que son simplemente casuales. Las críticas a este tipo de estudios dieron lugar a famosos ejemplos como el que demostraba una mayor incidencia de brazos rotos en los servicios de urgencias en las personas de un signo zodiacal concreto, o cómo los ahogamientos en piscinas aumentaban cuando Nicolas Cage estrenaba una película. También hice mi pequeña contribución a propósito de los bulos sobre el autismo, demostrando cómo el presunto aumento de la incidencia de los trastornos del espectro autista viene causado por la importación de petróleo en China, la facturación de la industria turística global o el crecimiento de las personas centenarias en Reino Unido. Correlación no significa causalidad.

En el caso del estudio del viento, los autores no han analizado los casos concretos de reuniones al aire libre ni los contagios producidos en ellas en unas y otras circunstancias, ni han estudiado la evolución de la actividad interior/exterior ni ningún otro parámetro parecido. Simplemente han tomado, por un lado, la evolución de los contagios, y por otro, el tiempo que hacía a lo largo de esos meses. El análisis es interesante y descarta algunas variables de confusión, pero los propios autores reconocen: «No podemos afirmar de forma concluyente que el viento fuerte proteja a las personas«.

En resumen, de todo lo anterior podemos concluir algo que ya la mayoría tiene en mente: el riesgo de contagiarse en exteriores es muy bajo. Y cuando se habla del aumento de riesgo en aglomeraciones, hay que entender que esto no se refiere al tránsito de personas que se cruzan durante un instante en la calle, sino a situaciones como conciertos, fiestas o eventos deportivos, reuniones en las que las personas permanecen estáticas o en grupo durante largo rato, sobre todo si hablan en voz alta, ríen o cantan. Por poner ejemplos concretos, una calle Preciados de Madrid en horario comercial no sería una situación de especial riesgo; la Puerta del Sol en Nochevieja, sí. En el caso de la calle Preciados, el riesgo aparecería cuando esas multitudes invaden los recintos cerrados, sobre todo si en ellos no utilizan mascarilla (bares y restaurantes).

Hasta aquí, lo referente al riesgo de contagio en exteriores. Mañana veremos lo que dice la ciencia respecto al uso de la mascarilla al aire libre.

La ciencia dice lo que es, no lo que nos gusta: cerrar los colegios y la hostelería

Gracias a este blog, y sobre todo durante esta pandemia, he podido comprobar cómo hay una parte de la población a la que le cuesta diferenciar entre datos/análisis y opinión (esta es también una vieja discusión periodística, al menos según me contaron en el máster que ostento como mi única titulación periodística; pero eso sí, un máster de verdad).

Un dato es que la Tierra gira en torno al Sol. Decir que, por lo tanto, es mentira que el Sol gire en torno a la Tierra no es una opinión, sino un análisis del dato. En mi anterior artículo decía aquí que las opiniones son libres, pero debí matizar que no todas son igualmente válidas. Por ejemplo, uno puede opinar libremente que no le gusta que la Tierra gire en torno al Sol y que preferiría que fuese al revés. Pero decir «no estoy de acuerdo, no me lo creo» no es una opinión válida, por muy libre que sea.

Viene esto a colación de mi anterior artículo sobre las medidas que, según la ciencia más actual (y quiero subrayar esto de actual), son las más eficaces para contener la propagación de la COVID-19. En las redes han aparecido objeciones razonables, como que los datos relativos al cierre de colegios y universidades en realidad no discriminan entre cierre de colegios y cierre de universidades, y que los universitarios suelen llevar una vida social más activa que los escolares.

Existen otras objeciones razonables que ni siquiera han aparecido, como que se trata de una recopilación de datos internacionales, pero que cada país tiene sus ciertas peculiaridades, y que no existe un amplio estudio semejante relativo solo al nuestro. Otra objeción razonable que tampoco ha aparecido es que los datos se refieren a la primera ola de la pandemia, cuando, por ejemplo, el uso de la mascarilla aún no estaba extendido (en España los escolares no regresaron a clase el curso pasado, y en septiembre lo hicieron ya con mascarilla, pero recordemos que el estudio citado incluye datos de 41 países).

Pero frente a esto, también han aparecido numerosos comentarios al estilo «estoy/no estoy de acuerdo». O al estilo «eso es lo mismo/no es lo mismo que opina fulano».

No. No son opiniones. Ni hay opción a estar o no de acuerdo. Son datos científicos y su análisis. Personalmente no he opinado sobre si me gustan o no el confinamiento, el cierre de los colegios o la clausura de los bares. No he hablado de «yo creo» o de «mi parecer es». De hecho, quien siga este blog habrá podido comprobar que aquí se defendía el confinamiento cuando la ciencia estimaba que era la medida más eficaz contra la pandemia. Pero de repente surgen estudios empíricos que dicen lo contrario, y entonces aquí se cuenta. Y si esos estudios dicen que el cierre de colegios/universidades y el de bares/restaurantes están entre las medidas más eficaces, también se cuenta. Como dijo Carl Sagan, la ciencia es un esfuerzo colectivo con una engrasada maquinaria de corrección de errores.

Por todo ello, lo que hoy vengo a hacer es una breve aclaración sobre algunos de esos comentarios opinativos que se oponen a lo dicho aquí como si lo dicho aquí fuesen también opiniones. Insisto: la ciencia no existe para decirnos lo que queremos que nos diga. Ni para ofrecernos argumentos con los que reforzar nuestras opiniones. La ciencia estudia, analiza y descubre. Y si lo que descubre no nos gusta, el problema es nuestro, no de la ciencia.

«Pero si la mayoría de los contagios se producen en casa, no en los colegios ni en los restaurantes»

Un dato suficientemente contrastado es que, en efecto, la mayoría de los contagios se producen en los hogares. Pero ¿acaso esto puede sorprender a alguien? En casa la convivencia es estrecha y no llevamos mascarilla, dos grandes factores de riesgo para el contagio. Es perfectamente esperable que, una vez que el virus entra en un hogar, algunas de las personas que viven allí se contagien.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero está claro que esto no va a poder evitarse de ningún modo. Ciertos gobernantes han pedido que las personas positivas o sospechosas de serlo se aíslen del resto de la familia en sus propios hogares. Lo cual es de chiste. Una gran cantidad de mortales que no somos futbolistas, youtubers ni gobernantes no disponemos de una segunda residencia, ni de una suite cedida a precio de ganga por algún amigo, o ni siquiera de un ala en nuestra casa para aislarnos de nuestra familia, entendiendo como ala al menos un dormitorio y un baño.

Dado que la gran mayoría de los humanos no podemos hacer cuarentena en nuestra propia casa aislados del resto de nuestra familia, la pregunta clave es: ¿cómo evitar que entre el virus en casa? Porque es cortando esas cadenas de contagios que se inician fuera de casa como se logrará prevenir que varias personas de un mismo hogar acaben contrayendo el virus. La R, la tasa de reproducción del virus (a cuántas personas como media contagia cada infectado), crece sobre todo por causa de la convivencia en los hogares, pero es fuera de los hogares donde puede actuarse, en los lugares donde se contagian quienes llevan el virus a casa.

Y ¿dónde se contagian quienes llevan el virus a casa?

«No, los colegios no son, apenas hay niños contagiados»

Solo que no es esto lo que dicen los datos, repito, sin discriminar entre colegios y universidades, y con datos de la primera ola en la época pre-mascarillas. Cuando los datos de 41 países indican que el cierre de colegios y universidades, por sí solo y sin otras medidas adicionales, consigue reducir la R nada menos que un 38%, más del doble que el cierre de bares y restaurantes, esto debería ser como un enorme piloto rojo encendido en el cuadro de mandos de quienes toman las decisiones sobre las medidas a adoptar. Esto indica, guste o no, lo creamos o no, opinemos lo que opinemos aunque con las salvedades citadas, que los colegios y universidades están siendo responsables en gran medida de llevar el virus a los hogares.

En algunas universidades se están haciendo cribados masivos con test de antígenos. En los colegios, que yo sepa, no. Se está dando por hecho que los niños no se contagian y no contagian. Pero los datos muestran con toda claridad que esto no es cierto, e invitan a sospechar que en los colegios solo se están detectando los casos con síntomas, que en los niños son una pequeña minoría. La mayoría de los contagios no se rastrean y se desconoce su origen, por lo que cada uno podrá hacerse su libre conjetura sobre cómo ha podido entrar el virus en casa. Pero los datos indican que en muchos casos probablemente son niños quienes lo han traído, probablemente sin que hayamos notado en ellos el menor síntoma.

Y por cierto, The Lancet Infectious Diseases acaba de publicar un estudio que ha analizado la transmisión del virus en más de 27.000 hogares de Wuhan, en China. Y esta es la conclusión: «Dentro de los hogares, los niños y adolescentes son menos susceptibles a la infección con SARS-CoV-2, pero son más infecciosos que los individuos de mayor edad«. Y también por cierto, el estudio valora una «pronta vacunación de los niños una vez que se disponga de los recursos«.

«¡Es el transporte público, vamos como sardinas en lata!»

Lo cierto es que no. No existe ningún estudio, que yo sepa, que haya detectado una alta transmisión en los sistemas de transporte público, y en cambio sí hay estudios que han encontrado un efecto inapreciable de este factor en los contagios, como el estudio ComCor del Instituto Pasteur encargado por el gobierno francés.

Viajar en un metro atestado siempre es desagradable, y en tiempos de pandemia es hasta terrorífico. Pero no, no es allí donde la población se está contagiando. Lo de los transportes atestados se ha convertido en un mantra repetido hasta la saciedad, sobre todo por aquellos contrarios a los gobiernos responsables de dichos transportes. Pero los datos no les dan la razón. Desde luego, no puede afirmarse que los transportes públicos estén completamente libres de contagios, sino que no están contribuyendo de forma apreciable a ellos.

En metros, autobuses y trenes llevamos mascarillas y solemos hablar en voz baja o nada en absoluto si vamos solos, y los tiempos de exposición no suelen ser muy largos, por lo que estos escenarios no son ahora una preocupación para el control de la pandemia en los países que, como el nuestro, obligan al uso de mascarilla.

«Son las fiestas ilegales, los botellones y las reuniones, no los bares»

La fiestas ilegales, los botellones y las reuniones familiares están propagando el virus, esto es difícilmente discutible y no hay datos ni argumentos lógicos para negarlo. Las redadas en fiestas ilegales quedan muy vistosas en los telediarios, pero es razonable pensar que las reuniones de familiares y amigos, incluyendo aquellas que rompen las normas sobre confinamientos perimetrales o número de personas pero que no salen en los telediarios, son infinitamente más frecuentes y numerosas. Este es un factor que inevitablemente va a escapar a los análisis científicos: sabremos cuánto reduce la R una prohibición de las reuniones de más de 10 personas (un 42%, más que el cierre de colegios y universidades), pero no sabremos cuánto más la reduciría si realmente todos cumpliéramos esta norma.

Sin embargo, el dato es este: cerrar bares, restaurantes y otros negocios cara a cara reduce la R entre un 18 y un 27%. Este efecto puede parecer modesto en comparación con el 42% de la prohibición de las reuniones de más de 10 personas. Pero pongámoslo en su contexto completo: limitar las reuniones a 100 personas reduce la R un 34%; limitarlas a 1.000 personas la reduce un 23%, en el mismo orden que el cierre de bares y restaurantes. Y en cambio, ¿es que alguien se plantea permitir reuniones de más de 1.000 personas? En estos momentos sería impensable. Y sin embargo, esta prohibición consigue aproximadamente un efecto equivalente a cerrar bares y restaurantes (ya expliqué aquí por qué las reuniones multitudinarias no son tan extremadamente peligrosas como podría parecer). Es más: por encima de todas estas medidas, el confinamiento general solo aporta un 13% más de reducción de la R.

¿Compensa o no cerrar la hostelería, con todos los perjuicios que conlleva, para ganar entre un 18 y un 27% de reducción de los contagios? Esto ya es opinable, e incluye consideraciones que escapan a este blog y a mi competencia. Por mi parte, no opino, me limito a contar los datos actuales. Que son innegables. Pero las reuniones de más de 1.000 personas están prohibidas por el mismo motivo, y esto también perjudica a infinidad de negocios. Muchas voces apoyan un confinamiento, que sería aún más lesivo para la economía y que lograría un beneficio comparativamente menor que el cierre de los locales interiores de bares y restaurantes, ya que estos aún podrían abrir las terrazas y servir pedidos para llevar.

Naturalmente, los hosteleros tienen todo el derecho del mundo a quejarse por los cierres que sí se han aplicado en algunas comunidades autónomas; les va el sustento en ello. Pero cuando otros gobernantes deciden no tomar esta medida y se presentan como salvadores de la economía, y cuando ciertos hosteleros les agradecen su buena labor al proteger sus negocios, sería más decente un poco más de sensibilidad social. Porque ambos, gobernantes y hosteleros, deben saber que ese salvamento de la economía se produce a costa de un 18-27% de contagios que podrían evitarse. Y por lo tanto, de muertes que podrían evitarse. Guste o no, esto no se puede negar.

Desde hace meses, y quizá más ahora, hay quienes opinan que debemos intentar tirar para adelante como podamos. Que es necesario convivir con el virus y seguir con nuestras vidas, con los locales abiertos, con nuestras entradas, salidas y reuniones, aunque sea con cambios como las mascarillas y los horarios reducidos. Este fenómeno también ha sido analizado por los científicos; lo llaman fatiga cóvid, y es comprensible. La pandemia no solo nos ha cambiado la vida, sino que además ha acaparado la información y la comunicación de tal modo y a todos los niveles, desde las conversaciones personales hasta el espacio en los medios (incluyendo este blog), que muchos están ya hastiados y desearían poder olvidarse de que existe algo llamado COVID-19. Pero existe. Y, por desgracia, no podemos lograr aquello que se preguntaba Einstein, si la luna deja de existir cuando no la miramos.

Novedades sobre el coronavirus: entra sobre todo por la nariz, y los objetos son un riesgo menor

La urgencia de una pandemia es incompatible con los tiempos reposados que necesita la ciencia para avanzar sobre seguro, para saber que cada paso se está dando sobre terreno firme. Según una frase clásica, la ciencia avanza a hombros de gigantes, pero si esos gigantes son de cartón, el resultado será un morrazo contra el suelo.

Es por esto que muchos de los nuevos datos científicos sobre el coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, deben tomarse como preliminares, no como definitivos. Lo cual inevitablemente implica que algunos mensajes procedentes de la investigación científica sobre el virus y su enfermedad pueden cambiar durante estos meses, como de hecho ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Cualquiera que diga que la ciencia ofrece verdades absolutas la está confundiendo con otra cosa.

La cosa se agrava por el hecho de que numerosos resultados de estudios que se están difundiendo a través de los medios aún no han sido revisados ni publicados, sino que se cuelgan en repositorios de prepublicaciones o preprints. Tampoco se trata en absoluto de demonizar a los preprints, que a cambio están potenciando durante esta pandemia una vía de difusión rápida de estudios en abierto; y de hecho, la mayoría de los trabajos sobre el coronavirus que se han retirado por considerarse defectuosos o erróneos habían aparecido publicados en revistas con todas las bendiciones de la revisión por pares (un ejemplo lo tenemos en el culebrón de la cloroquina, del que hablaremos otro día).

Así que, preprints o estudios publicados, las conclusiones de estos que vengo a resumir hoy y en los próximos días, siempre bajo este encabezado de advertencia, deben tomarse como provisionales, no como definitivas, y aún pueden ser cuestionadas o desmentidas por estudios posteriores, mayores o más detallados. Pero sin perder de vista esta provisionalidad, ofrecen nuevos datos interesantes que merece la pena difundir.

Mascarilla bajo la nariz. Imagen de pixnio.

Mascarilla bajo la nariz. Imagen de pixnio.

Las superficies y objetos son una vía minoritaria de infección

Existe una posibilidad real de transmisión del virus a través de superficies y objetos, y en algún caso parece confirmada esta vía de contagio. Por ejemplo, un estudio publicado el mes pasado en The Lancet analizaba la vía de introducción del coronavirus desde China a Alemania a través de una mujer china que viajó a la sede de su empresa en Múnich sin saber que llevaba el virus, y que inició una cadena de contagios cuyo resultado fue de 16 personas infectadas a lo largo de cuatro generaciones de transmisión. Rastreando cómo se produjeron los contagios, los investigadores concluyeron que uno de ellos tuvo lugar cuando una persona le pasó a otra el salero en el comedor de la empresa.

Pero dicho esto, en general los estudios están apuntando a que el riesgo de transmisión a través de objetos y superficie es minoritario, y que la principal vía de transmisión continúan siendo las gotitas exhaladas por las vías respiratorias al toser, estornudar, cantar o hablar.

Por ello y como conté aquí hace unos días, la Organización Mundial de la Salud (OMS) aconseja por precaución la desinfección de superficies de contacto frecuente en lugares cerrados como hogares, oficinas, colegios, gimnasios y restaurantes, pero aclara que donde esto es sin duda más necesario es en entornos donde se cuida a enfermos: «No hay pruebas para equiparar el riesgo de transmisión por fómites [objetos contaminados] del virus de la COVID-19 en entornos hospitalarios con el de ningún otro ambiente fuera de los hospitales», decía la OMS en su guía «Limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19«.

Un nuevo preprint (por tanto, aún sin publicar) viene a insistir en la conclusión de que la transmisión del virus a través de superficies y objetos es muy probablemente algo muy minoritario. Investigadores de la Universidad de Bonn (Alemania) han tomado muestras de superficies de 21 hogares en cuarentena, en los que existía al menos una persona con infección confirmada del SARS-CoV-2. Estas muestras se tomaron de objetos que se tocan con frecuencia (pomos de puertas, mandos a distancia…), del aire (en busca de los famosos y temidos aerosoles) y de las aguas residuales (lavabos, duchas e inodoros).

La principal conclusión es que solo se detectó material genético del virus en 4 de 119 muestras de objetos, algo más de un 3%. Estos objetos contaminados fueron dos pomos metálicos de puertas, un mando a distancia y la tapa de madera de un fogón o estufa (el estudio no aclara más sobre esto). Dicho al contrario, 115 objetos que se tocan con frecuencia, casi el 97% de los analizados, en hogares donde hay personas infectadas, no tenían el menor rastro de material genético del virus. Pero aún hay más: en ninguno de los casos positivos se logró recuperar virus capaz de infectar, así que probablemente se trataba de restos de virus rotos sin ningún peligro.

Por otra parte, en ninguna de las muestras tomadas del aire de los 21 hogares con personas contagiadas se detectó el menor rastro del material genético del virus. Únicamente se obtuvo una mayor presencia en las aguas residuales, en 10 de 66 muestras, o un 15%; curiosamente, más en los sifones de duchas y lavabos que en los inodoros. Pero una vez más, tampoco en estos casos se logró recuperar virus activo con capacidad de infectar. “El ambiente doméstico no parece suponer predominantemente un alto riesgo para la transmisión del SARS-CoV-2”, concluyen los autores.

Como conclusión, y siempre con todas las debidas reservas que los propios autores se encargan de recalcar, si ni siquiera en los hogares donde hay personas con infección confirmada parece existir un gran riesgo en los objetos, esto debería mitigar una cierta obsesión por la desinfección compulsiva que parece haberse instalado en ciertas personas y hogares. Frente al “cualquier precaución es poca”, toda precaución debe ser razonable.

El virus entra sobre todo por la nariz

En línea con lo anterior, un nuevo estudio descubre que la infección por el coronavirus se produce probablemente sobre todo a través de la nariz. En este caso no se trata de un preprint, sino de un estudio publicado en la revista Cell, la más importante del mundo en biología, lo cual aporta una garantía añadida.

Investigadores de la Universidad de Carolina del Norte han estudiado la susceptibilidad de distintos tipos de células a lo largo de las vías respiratorias a la infección por el SARS-CoV-2, desde la nariz hasta los alveolos pulmonares. La conclusión es que las células más infectables son las de la cavidad nasal, y esta infectabilidad va descendiendo a lo largo de la tráquea, los bronquios y los bronquiolos hasta llegar a los alveolos; esto se corresponde además con el nivel de expresión en cada uno de estos tipos celulares del receptor que utiliza el virus, llamado ACE2.

¿Qué significa este resultado? Es bien sabido que los pacientes que mueren por COVID-19 desarrollan infección pulmonar, que a menudo se relaciona con la causa de la muerte. Los autores se plantearon dos posibilidades: o bien la infección prende directamente en los pulmones (como podría ocurrir si aspiramos el virus a través de la boca), o el sitio inicial de la infección es la nariz y desde ahí puede descender a los pulmones.

Los resultados, obtenidos de un detallado estudio experimental en cultivos celulares, apoyan la segunda hipótesis: el virus infecta primero la cavidad nasal, se multiplica allí, y después desciende a los pulmones con los fluidos. El estudio no puede descartar la posibilidad de que en algún caso la infección pueda arrancar directamente en los pulmones, pero sí indica que la nariz es la vía preferente de entrada para la infección.

Como conclusión, los autores destacan que sus resultados “son un argumento para el uso generalizado de mascarillas”. Pero si el virus entra sobre todo por la nariz, otra conclusión que podemos extraer fácilmente es que lo que vemos en la imagen de más arriba, que tantas y tantas veces hemos visto por ahí, es la perfecta manera de llevar una mascarilla sin que sirva absolutamente para nada.

¿Los enfermos de coronavirus más graves son más contagiosos? ¿Y contagian más gravemente a otros?

Siento hacer de aguafiestas, pero no va a existir ninguna app que le notifique a uno cuando ha estado en contacto con una persona contagiada por el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, en contra de lo que se está extendiendo estos días. Si acaso, lo que podrá existir es una app que le notifique a uno si ha estado en contacto con una persona diagnosticada positiva en un test de SARS-CoV-2 y cuyo diagnóstico figure en algún registro accesible por la app.

Lo cual es muy diferente. Porque a estas alturas ya ha debido quedar claro, si nos fiamos de los datos conocidos sobre el virus y de los modelos epidemiológicos (a la espera de que los test serológicos los confirmen, corrijan o desmientan) que las personas diagnosticadas positivas en un test de SARS-CoV-2 y cuyo diagnóstico figura en algún registro son solo un subconjunto de las personas contagiadas con SARS-CoV-2: la mayoría de los infectados, o no experimentan síntomas, o solo síntomas leves. Y de todos estos, la inmensa mayoría no pasan por un test ni reciben un diagnóstico, por lo que una app que registra una ínfima minoría de casos es dudosamente beneficiosa, cuando no perjudicial, si crea en los usuarios una falsa sensación de seguridad.

Este es un ejemplo de cómo, incluso cuando la mayoría ciudadana ya ha podido aprender más sobre el coronavirus de lo jamás pensó que llegaría a saber sobre un virus, aún pueden circular ideas confusas y equívocas. No es necesario irse al extremo de los bulos y las conspiranoias, ya convenientemente desmentidas incluso por la Organización Mundial de la Salud. En ocasiones esas ideas engañosas más sutiles pueden ser incluso más venenosas.

Otro ejemplo de lo mismo: en mi correo he recibido algún anuncio de negocios que intentan medrar a la sombra del coronavirus aprovechando la confusión y el miedo. Por ejemplo, que unas cámaras termográficas de mano se vendan como un artefacto contra la proximidad de personas contagiadas es un abuso de la confusión y del miedo del público, teniendo en cuenta los numerosos estudios que han mostrado la nula eficacia de sistemas como estos en los aeropuertos y estaciones. Pero cuando además tales cámaras se venden bajo el reclamo «detección de coronavirus a distancia», es pura y llanamente un engaño.

Tanto para los casos noblemente intencionados de las apps, como para los caraduras de las cámaras, conviene recordar una vez más: las personas contagiadas asintomáticas o con síntomas leves, que son la gran mayoría, pueden contagiar el virus del mismo modo que las gravemente enfermas de COVID-19.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Pero ¿en la misma medida? Esta es una de las dudas que pueden surgir. Si nos atenemos a lo más intuitivo, podría pensarse:

1) Las personas con síntomas más graves de COVID-19 tienen mayor carga viral, y por lo tanto son más contagiosas.

2) Al desprender mayor cantidad de virus, estas personas pueden a su vez provocar síntomas más graves en aquellos a quienes contagian.

De hecho, estas ideas intuitivas pueden funcionar en otras infecciones respiratorias: en el caso de la gripe, se ha observado que una exposición a una mayor dosis del virus se correlaciona con el desarrollo de síntomas más fuertes. Ciertos estudios en animales con los anteriores coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) sugieren que también podría ocurrir algo similar. Y en el caso actual del nuevo coronavirus, esto podría explicar más fácilmente los fallecimientos entre el personal sanitario contagiado, ya que los trabajadores que tratan a los enfermos más graves pueden exponerse a dosis mayores del virus.

Pero lo cierto es que, por el momento, aún no se sabe si esto es lo que ocurre con el SARS-CoV-2. Podríamos suponer que, si existiera una evidente relación directa de mayor gravedad de un paciente –> más virus liberado –> mayor gravedad en un contagiado, los estudios la habrían confirmado. Y sin embargo, esto no ha ocurrido. Hasta ahora, todo lo que puede decirse es que los datos son contradictorios. Veámoslo por partes:

¿Tienen mayor carga viral las personas con síntomas más graves de COVID-19, y son por ello más contagiosas?

Según explican esta semana en The Conversation las virólogas Marta Gaglia y Seema Lakdawala, aún no se sabe cuál es la dosis mínima infecciosa del SARS-CoV-2, es decir, cuál es el número mínimo de partículas virales que se necesita para que una persona adquiera la infección; este valor puede variar enormemente entre unos virus y otros.

Respecto a la carga viral, un estudio en China encontró que era 60 veces mayor en los pacientes graves que en los leves. Pero por el contrario, otra investigación en el mismo país encontró niveles similares de carga viral en pacientes graves, leves y asintomáticos, el mismo resultado que un tercer estudio en China y otro más en Italia. De todo lo cual solo puede concluirse con certeza algo que ya sabíamos: que los contagiados asintomáticos son también fuente de nuevos contagios. Si al mismo nivel o a un nivel inferior que el de los pacientes graves, es algo que aún no se sabe.

Vayamos ahora al segundo término de la relación, el que invierte la causa y el efecto:

¿Recibir una mayor dosis del virus implica que los síntomas serán más graves?

Según lo anterior, no parece claro que los pacientes más graves expulsen necesariamente más virus. Pero ¿más virus causa síntomas más graves? «La carga viral por sí sola no permite predecir claramente el desarrollo de la enfermedad», escriben Gaglia y Lakdawala. Y por lo tanto, respecto a si el personal sanitario más expuesto puede por ello padecer síntomas más graves, «ahora mismo simplemente no sabemos si este es el caso», añaden.

Es decir, que la relación mayor gravedad –> más virus liberado –> mayor gravedad no se ha demostrado para el nuevo coronavirus. Lo cual lleva a otra pregunta: entonces, si no puede confirmarse hasta ahora que una mayor dosis del virus empeore la enfermedad, ¿qué es lo que determina que unas personas pasen la infección sin enterarse y otras mueran?

Por supuesto, los grupos de mayor riesgo están bien definidos, sobre todo personas de mayor edad y con patologías previas. Pero incluso en estos grupos, no hay que olvidar los datos; dado que el baile de cifras es inevitable en toda situación como esta, tomemos las publicadas en uno de los últimos estudios, del Imperial College de Londres y otras instituciones británicas en The Lancet Infectious Diseases. Este es el resumen: la letalidad general del virus es del 0,66% (Infection Fatality Rate, o muertes estimadas del total de contagios). La letalidad asciende desde el 0,00695% en el grupo de edad de 10-19 años hasta el 7,8% en los mayores de 80 años, siendo del 0,145% en los menores de 60 y del 3,28% en los mayores de 60.

En todos los grupos de edad, incluso en los más ancianos, hay una inmensa mayoría de personas contagiadas que sobreviven al virus. Pero también hay personas jóvenes que mueren, incluso sin factores de riesgo conocidos. ¿Por qué? ¿De qué depende entonces esta especie de siniestra lotería?

En cuatro palabras: aún no se sabe. Desentrañar este misterio es uno de los mayores objetivos de la ciencia del coronavirus. Pero podría tener que ver con algo que ya anticipé aquí ayer, y que explicaré mañana: que quizá, y al menos en una proporción de los casos, no sea el virus el que mata, sino el propio sistema inmune del enfermo. Y aunque hay datos y algo de conocimiento al respecto, en gran medida esto aún es terra incognita.

¿Son eficaces las mascarillas para protegernos de contagios como el del coronavirus?

Decíamos ayer que las mascarillas quirúrgicas, esas que se están vendiendo a millones en todo el mundo, no se inventaron ni están concebidas para protegerse de un contagio, sino para impedir que una persona disemine sus propios microorganismos al entorno. Sin embargo, decíamos también, que algo no esté diseñado para un fin y que resulte completamente inútil para ese fin son, al menos en principio, dos cosas diferentes. Así que hoy toca preguntarnos: en la práctica, ¿sirven las mascarillas para protegernos de contagios como el del nuevo coronavirus 2019-nCoV?

Para empezar, conviene tener en cuenta que no todas las mascarillas son iguales. Lo dicho ayer se refería a las mascarillas quirúrgicas no textiles (de papel), las más utilizadas y que se están vendiendo a mansalva en las farmacias, también en nuestro país. Pero existe otra categoría, los llamados respiradores N95, así llamados porque filtran al menos el 95% de las partículas de un tamaño mínimo de 0,3 micras (300 nanómetros; virus como los de la gripe o los coronavirus ya conocidos miden en torno a los 100 nanómetros). Algunos de estos están también aprobados como mascarillas quirúrgicas. Son así:

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

La compañía 3M, uno de los grandes suministradores de estos materiales, aclara que las mascarillas «están diseñadas para proteger al paciente de los microorganismos exhalados por el profesional de la salud». Es decir, que una mascarilla es útil si la lleva quien ya está afectado por un contagio, y no quienes pretenden protegerse de él.

En cuanto a los respiradores N95, la misma compañía dice que «están diseñados para proporcionar un sellado seguro de la cara al respirador». Esta es una característica que distingue a los respiradores de las mascarillas. Respecto a su uso, 3M apunta que los respiradores N95 «ayudan a reducir la exposición a partículas del aire», y que si se utilizan correctamente pueden reducir en un factor de 10 la exposición a virus como los de la gripe.

Otra pista nos la ofrecen las autoridades reguladoras. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) señala que las mascarillas quirúrgicas pueden proteger frente a grandes salpicaduras de fluidos, pero que «no están diseñadas para capturar un alto porcentaje de pequeñas partículas, lo que significa que no protegen al usuario de respirar partículas del aire transmitidas por la tos o el estornudo». El CDC añade que estas mascarillas no ofrecen un buen sellado sobre la cara, por lo que «no previenen las fugas alrededor del borde de la mascarilla cuando el usuario inhala». En conclusión, quienes usen estas mascarillas «no estarán protegidos contra la exposición a enfermedades transmisibles por el aire».

En cuanto a los respiradores N95, el CDC apunta que ofrecen un mayor nivel de protección, pero que «incluso un respirador N95 adecuadamente ajustado no elimina por completo el riesgo de enfermedad o muerte». Este organismo subraya además otras consideraciones importantes; en primer lugar, «los respiradores N95 no están diseñados para niños ni personas con pelo facial». Además, es esencial tener en cuenta que, una vez puesto, «el usuario nunca debe tocar la parte frontal contaminada del respirador con las manos desnudas. Las manos deben lavarse después de ponerse y quitarse el respirador».

En resumen, y por si quedara alguna duda, «el CDC no recomienda de forma general utilizar mascarillas o respiradores para uso casero o en comunidades», sino solamente para los profesionales de la salud.

Por último, ¿qué dicen los estudios? No hay demasiados datos sobre la eficacia de mascarillas y respiradores contra distintos tipos de infecciones, y los que hay no son inmediatamente aplicables a las situaciones cotidianas en las que suelen utilizarse, donde además el uso de las mascarillas o los respiradores no es necesariamente el correcto.

Los datos experimentales en el laboratorio son escasos, ya que por razones de seguridad muchos ensayos se han llevado a cabo con un virus inocuo para los humanos llamado Phi X 174, que solo infecta a las bacterias. En 2018, un estudio comparó los resultados con este virus con los de un virus inactivado de la gripe, y encontró que la eficacia de las mascarillas contra este virus humano es menor. Dada la similitud de tamaño entre los coronavirus ya conocidos y los de la gripe, en principio no hay motivos para sospechar grandes diferencias.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Por su parte, algunos ensayos clínicos en situaciones reales sugieren que en ciertos casos concretos el uso de las mascarillas puede ser ventajoso. En 2008, un estudio clínico dirigido por la experta en bioseguridad de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Raina MacIntyre descubrió una mayor protección frente al contagio de gripe dentro de una misma familia entre quienes utilizaban mascarillas que en el caso contrario, curiosamente sin encontrar diferencias significativas entre las quirúrgicas y las N95.

Otro estudio en 2009 encontró un contagio reducido cuando al uso de mascarillas se unía un frecuente lavado de manos, aunque los autores reconocían que el cumplimiento de las medidas por parte de los pacientes no fue estricto. Los resultados de otra investigación clínica dirigida también por MacIntyre concluyeron que las mascarillas podrían reducir el contagio dentro de una misma familia en los casos graves de pandemias, pero no pudo descartar que esta reducción se debiera no a la mascarilla en sí, sino al menor contacto de las manos con la cara.

Pero incluso teniendo en cuenta estos resultados positivos, la propia MacIntyre ha advertido de que también en ciertos casos el uso de mascarillas puede ser más perjudicial que no llevarlas. En 2019, un estudio dirigido por esta experta descubrió que «los patógenos respiratorios en la superficie exterior de las mascarillas médicas usadas pueden resultar en una autocontaminación», en la línea de lo dicho antes sobre tocar el exterior de la mascarilla.

Y el del propio virus no es el único riesgo: según contaba MacIntyre a Forbes, las mascarillas absorben humedad en la que pueden crecer bacterias patógenas, directamente frente a nuestras vías respiratorias. Un estudio en 2003 encontró que la cara exterior de las mascarillas usadas por los dentistas, quienes normalmente no trabajan con pacientes infecciosos, estaba contaminada por estreptococos, estafilococos y otros microbios potencialmente peligrosos. Y con las mascarillas de tela puede ser aún peor.

En resumen, y aunque la emergencia sanitaria global declarada ayer por la Organización Mundial de la Salud frente al avance del coronavirus 2019-nCoV no es sino una medida lógica y necesaria, destinada a poner en marcha las medidas de prevención y contención, si hay algo cierto es que los expertos vienen advirtiendo desde hace años de la certeza de nuevas futuras pandemias que van a convertir el actual estado de alerta en algo relativamente frecuente.

De hecho, y a pesar de todo el revuelo en torno al 2019-nCoV, el riesgo que más continúa preocupando a los expertos es el de las nuevas gripes, con gran facilidad de transmisión y potenciales de letalidad mayores que el del nuevo coronavirus. Frente a todo ello y dejando de lado las mascarillas, estas son las medidas de prevención que recomienda el CDC, extensibles también a lo recomendado por otras autoridades:

  • Lavarse las manos con frecuencia con agua y jabón durante al menos 20 segundos. Si esto no es posible, utilizar un desinfectante de manos con al menos un 60% de alcohol.
  • No tocarse los ojos, la nariz ni la boca con las manos sin lavar.
  • Evitar el contacto estrecho con personas enfermas.
  • Quedarse en casa cuando uno esté enfermo.
  • Cubrirse la nariz y la boca con un pañuelo de papel para toser o estornudar, y arrojar inmediatamente el pañuelo a la basura.
  • Limpiar y desinfectar los objetos y superficies que se toquen con frecuencia.

Esto es para lo que realmente sirven las mascarillas quirúrgicas

En las últimas semanas se ha convertido en una imagen habitual en los informativos: personas con mascarillas por miedo al contagio del nuevo coronavirus 2019-nCoV. En el lejano Oriente no es una novedad, ya que allí son muy populares desde hace años; se llevan para proteger las vías respiratorias de la contaminación del aire en las ciudades, pero también como artículo de moda, que tampoco hay que buscarle tres pies al gato sobre por qué nos ponemos las cosas que nos ponemos; otros llevamos el pelo largo y nos hacemos trenzas.

Pero en los últimos días, las mascarillas han comenzado a extenderse por el mundo, y ya se habla de que en España sus ventas han aumentado un 350% y se están agotando en las farmacias, como un efecto más de la histeria colectiva en torno al coronavirus.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Obviamente, llevar una mascarilla difícilmente puede causar ningún mal a quien se la pone, más allá de la lógica molestia de llevar algo sobre la cara, sobre todo para quienes tengan alguna dificultad respiratoria. Pero, al menos, a quienes decidan cubrirse sus orificios faciales con uno de estos adminículos podría interesarles saber para qué sirven en realidad, y por lo tanto cuál es el uso para el que están concebidas y el beneficio que pueden aportar.

Y no, no es para protegerse del contagio de un virus.

Remontémonos a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los bichitos microscópicos causantes de enfermedades aún eran una curiosa teoría que a muchos médicos y científicos les parecía divertida, pero poco más que pura fantasía. Por entonces, las infecciones postoperatorias se llevaban al otro barrio a la mitad de las personas que pasaban por una mesa de operaciones. La medida más sofisticada que se empleaba contra las infecciones era abrir las ventanas para ventilar, y que el viento se llevara las miasmas, el aire pútrido de las heridas que provocaba estos males. Los cirujanos no se lavaban las manos, se limitaban a ponerse sobre la ropa una bata con sus buenos restos de sangre y pus, en cuyos ojales colgaban los hilos de sutura, y cuando había que utilizar las dos manos, el bisturí se agarraba con los dientes.

En eso que llega Joseph Lister, el padre de la esterilización quirúrgica. Hoy puede sonarnos por el Listerine, pero lo cierto es que, ni lo inventó él, ni le pidieron permiso para utilizar su nombre; no tuvo la precaución de registrarlo como marca comercial. Lister creía en los bichitos cuando muchos otros aún no. Y las prácticas de esterilización que él comenzó a introducir han sido sin duda uno de los avances que más vidas han salvado en la historia de la humanidad.

Sin embargo, no bastaba con esterilizar el material y el campo de operaciones; la boca y la nariz del cirujano y sus asistentes sobre las heridas abiertas del paciente eran una más que probable fuente de transmisión de microorganismos. Esto fue lo que pensó el cirujano francés Paul Berger, quien en octubre de 1897 se calzó por primera vez una mascarilla quirúrgica, consciente de que al hablar se lanzaban gotitas de saliva y de que se había descrito en este fluido la presencia de microorganismos.

Desde Berger hasta hoy, las mascarillas se han convertido en un accesorio obligatorio en los procedimientos quirúrgicos, junto con otro conjunto más amplio de medidas de contención y esterilización para evitar la entrada de microorganismos en las heridas del paciente.

En resumen: la mascarilla quirúrgica sirve para que la persona que la utiliza no contamine su entorno con sus propios microorganismos. Y no al revés.

Vayamos ahora a los laboratorios. Las mascarillas no suelen ser de uso habitual, dado que para no contaminar aquello susceptible de ser contaminado, como los cultivos celulares normales, se emplean otras medidas más eficaces como campanas de flujo de aire que evitan el contacto de la respiración del operador con los materiales que está manejando. Cuando en los laboratorios se quiere obtener un líquido libre de microorganismos y no es posible esterilizarlo por calor, se hace pasar a través de sofisticados filtros con un tamaño de poro muy pequeño, capaz de impedir incluso el paso de los virus.

Pero obviamente, los científicos y técnicos que trabajan con agentes patógenos peligrosos no llevan mascarillas, sino trajes sellados de alta seguridad biológica con respiradores, y lo hacen en instalaciones de alto nivel de contención que están dotadas de otros sistemas para evitar infectarse con los microorganismos que manejan.

Entre otras razones, los microbios no solo pueden entrar por la nariz o la boca. Sobre todo, la mucosa de los ojos, una capa de tejido vivo, es un gran mostrador de recepción para la bienvenida de toda clase de bacterias y virus. Y como es lógico, no puede uno taparse los ojos con una mascarilla.

La idea de la mascarilla para protegerse de un contagio tiene un precedente histórico ilustre que hoy se ha convertido en uno de los disfraces más populares del carnaval de Venecia (y en uno de los souvenirs más vendidos allí): la máscara con pico que los médicos empleaban en el siglo XVII para tratar a los enfermos de peste sin contraer la enfermedad. La peculiar forma de la máscara tenía por objeto que el hueco se rellenara con hierbas aromáticas y perfumes para matar las miasmas; aromaterapia del siglo XVII. Naturalmente, la máscara no protegía en absoluto del contagio de la peste. Pero con todo, hay que decir que los médicos del XVII iban mejor protegidos que los portadores de mascarillas actuales, ya que su máscara llevaba lentes para resguardar los ojos, y se acompañaba con guantes, botas y traje de cuero cuyos resquicios se sellaban con cera; fue un digno antecesor de los trajes de bioseguridad de hoy.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

En conclusión: quien pretenda evitar un contagio, como el del actual coronavirus, poniéndose algo en la cara, no debe ponerse esto, una mascarilla quirúrgica como las que parecen estar vendiéndose a mansalva:

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Sino esto, un respirador con protección ocular:

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Ahora bien, reconozcamos que el hecho de que las mascarillas quirúrgicas no estén pensadas, concebidas ni diseñadas para proteger a su portador de un contagio, no implica necesariamente que no puedan proteger en algún grado. Pero ¿pueden? Mañana lo veremos.

La gripe se contagia solo con la respiración, sin tos ni estornudos

Nunca es de agradecer que a uno le estornuden o le tosan encima. Y si después de la agresión aérea notamos una cierta humedad en el área afectada por el disparo, la cosa se torna francamente repugnante. Pero al menos a partir de ahora podrán estar más tranquilos, o más preocupados, según se mire: más tranquilos, porque ese estornudo tan grosero del vecino con el que acaban de cruzarse no necesariamente va a contagiarles su gripe; más preocupados porque, de hecho, basta con que les haya respirado cerca para que se la hayan llevado puesta a casa.

Imagen de James Gathany / Wikipedia.

Imagen de James Gathany / Wikipedia.

Uno de los mayores enigmas científicos sobre la gripe es por qué la sufrimos sobre todo en invierno. En el hemisferio sur les ocurre lo mismo que a nosotros, la padecen en sus meses invernales. En los países tropicales tampoco se libran de esta enfermedad, pero a diferencia de nosotros, ellos no tienen un pico anual en una temporada concreta, sino una transmisión más repartida a lo largo del año.

Tradicionalmente se decía que el invierno favorece el contagio de gripe porque los humanos nos apelotonamos en los espacios cerrados, pero este argumento ha perdido sentido en sociedades donde pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en interiores y en los mismos lugares tanto en verano como en invierno, con calefacción o aire acondicionado, así que hacía falta otra explicación más plausible. Como ya conté aquí hace un par de años, ciertos estudios muestran que el frío y la sequedad ambiental, condiciones típicas del invierno, favorecen la transmisión de la gripe. Es decir, que en contra de lo que normalmente se cree, es más fácil que nos contagiemos en la calle, y no en el lugar de trabajo.

Sin embargo, los porqués aún no están del todo resueltos. Se habla tanto de factores del propio virus como de las vías respiratorias: a bajas temperaturas el virus es más estable, pero también parece que en frío y en experimentos con cobayas, los animales producen virus durante 40 horas más, lo que se atribuye a que en estas condiciones el moco es más espeso y permanece durante más tiempo.

En cuanto a la humedad, también se especula con razones relativas al cenagoso mundo del moco, pero se apunta otra posibilidad que parece tener sentido: dado que el virus se transporta por el aire en diminutas gotas llamadas aerosoles, cuando el aire es seco estas gotitas son más pequeñas y pueden recorrer mayores distancias, mientras que en tiempo húmedo recogen más agua del ambiente, crecen demasiado y tienden a caer.

Este contagio a través del aire es lo que ha estudiado ahora un equipo de investigadores de la Universidad de Maryland, según publica la revista PNAS. Los científicos se preguntaron con cuánta facilidad podía transmitirse el virus de la gripe a través de la simple respiración, en comparación con lo que normalmente entendemos como papeletas de premio seguro, la tos y el estornudo.

Para ello reunieron a 142 voluntarios, griposos confirmados, y les recogieron 218 muestras de moco con bastoncillos, junto a otras 218 muestras de aire exhalado en la respiración, tos y estornudo, durante los tres primeros días de síntomas. A continuación analizaron la presencia de virus activo y de ARN del virus (su genoma) en todas las muestras.

Como era de esperar, el material más peligroso resulta ser el moco: 150 muestras, el 89% del total, llevaban el virus. En cambio, solo 52 muestras (el 39%) de los aerosoles eran infecciosos. Pero lo curioso en este último caso es que los investigadores han detectado el virus en el 48% de las muestras de aerosoles sin tos, es decir, solo de la respiración. «Los estornudos son raros, y ni el estornudo ni la tos son necesarios para la generación de un aerosol infeccioso», concluyen los autores. Pese a todo, admiten la posibilidad de que los estornudos contribuyan a la contaminación de superficies con el virus.

Los resultados están en consonancia con otros estudios anteriores en animales. En el de las cobayas mencionado más arriba, los autores notaban que no había toses ni estornudos, y que los animalitos simplemente se contagiaban la gripe unos a otros a través de los aerosoles que expulsaban al aire y que circulaban entre las jaulas. Por muy tentador que resulte interpretar la tos y el estornudo como mecanismos evolutivos conseguidos por el virus de la gripe para transmitirse más fácilmente, parece que no es así, sino que simplemente tosemos y estornudamos porque tenemos las vías respiratorias irritadas, sin que esto le aporte al virus ninguna ventaja.

Finalmente, el hecho de que el virus se transmita fácilmente solo con respirar es un motivo más para que todo afectado por la gripe se quede unos días en casa cuando aparece la enfermedad. Los autores del nuevo estudio descubren también que la presencia del virus en los aerosoles desciende en los tres primeros días desde que comienzan los síntomas, aunque no así en el moco. Pero cuando llevamos el virus a cuestas, nuestros movimientos no son una decisión personal que nos afecte únicamente a nosotros, sino que podemos contagiar a otros. Así que no pensemos en la epidemia de gripe de cada año solo como algo de lo que podemos ser víctimas, sino también como algo de lo que podemos ser responsables.