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Nuevos estudios devuelven el «epicentro» de la COVID-19 al mercado de Wuhan

El mercado de Huanan, en la ciudad china de Wuhan, se ha hinchado y deshinchado en las apuestas sobre el origen del brote inicial del coronavirus SARS-CoV-2 a lo largo de los dos años de pandemia. En un primer momento, antes de que el virus se extendiera por el mundo, se propuso aquel lugar como el posible foco original de los primeros contagios, al detectarse varios casos ligados al mercado.

Pero pronto esta hipótesis perdió fuelle: en enero de 2020, un mes y medio antes del confinamiento en España, ya se cuestionaba que Huanan fuese el foco, ya que la tercera parte de los casos iniciales —incluyendo el primero conocido— no tenían ninguna relación con el mercado. Se dijo además que allí no se vendían mamíferos vivos, lo que dificultaba la posibilidad de que el virus hubiese saltado de un animal a un humano allí. Por entonces se favorecía la idea de que el mercado había actuado como una fuente de supercontagio, pero que el virus había entrado allí por medio de alguna persona ya contagiada antes en otro lugar. En noviembre de 2020 conté aquí que los investigadores daban la hipótesis de Huanan como definitivamente descartada.

Pero de definitivo, nada: todo comenzó a cambiar en junio de 2021, cuando los datos revelados por un estudio demostraron que en Huanan y otros mercados de Wuhan sí se vendían miles de mamíferos vivos sin ningún control higiénico ni sanitario, incluyendo especies como los visones y los perros mapache, que se infectan fácilmente con el virus. Además, se encontró contaminación vírica en multitud de muestras ambientales del mercado (aunque no en los animales). Y por otra parte, tampoco parecía haber ninguna conclusión clara sobre los indicios que hablaban de la posible presencia del virus en otros lugares del mundo en la época anterior al brote original. Todo esto no aportaba ninguna prueba de peso a la hipótesis del mercado, pero sí eliminaba impedimentos que antes habían llevado a descartarla.

Ahora, el mercado de Wuhan vuelve a estar en todo lo alto, tras la aparición en las últimas semanas de tres nuevos preprints —estudios aún no publicados, por lo tanto no revisados— que aportan fuertes indicios a favor de Huanan, hasta el punto de que uno de ellos afirma en su título que «fue el epicentro de la aparición del SARS-CoV-2».

Animales a la venta en el mercado de Huanan en Wuhan en 2019 (izquierda) y 2014 (derecha). El de la derecha es un perro mapache, especie sospechosa de la zoonosis del SARS-CoV-2. Imágenes de Worobey et al, 2022.

Animales a la venta en el mercado de Huanan en Wuhan en 2019 (izquierda) y 2014 (derecha). El de la derecha es un perro mapache, especie sospechosa de la zoonosis del SARS-CoV-2. Imágenes de Worobey et al, 2022.

En este estudio los investigadores, dirigidos por el virólogo evolutivo Michael Worobey (Universidad de Arizona) y el inmunólogo y microbiólogo Kristian Andersen (Scripps Research), han hecho un análisis espacial estadístico que relaciona 156 casos tempranos diagnosticados de COVID-19 con ubicaciones centradas en torno al mercado, aun cuando no haya vínculos directos con él, lo cual sugiere que la transmisión comunitaria comenzó a extenderse progresivamente en torno a este. Quizá estas ubicaciones cercanas, pero ajenas al mercado, fueran las que en un primer momento confundieron a los investigadores.

Además, los autores muestran que los dos linajes originales del virus, llamados A y B, están ambos asociados a Huanan y en concreto a las zonas donde se vendían animales vivos —incluyendo perros mapache— y donde se hallaron muestras ambientales que contenían el virus. Hasta cinco muestras positivas corresponden a un mismo puesto del mercado, tomadas de jaulas, carros y utensilios. «En conjunto, estos análisis proporcionan clara evidencia de la aparición del SARS-CoV-2 a través del comercio de animales vivos e identifican el mercado de Huanan como el inequívoco epicentro de la pandemia de COVID-19», escriben.

Este estudio se complementa con otro también codirigido por Worobey y Andersen junto con los bioinformáticos evolutivos Jonathan Pekar y Joel Wertheim, ambos de la Universidad de California en San Diego. Aquí los investigadores han analizado los genomas de los dos linajes originales del virus, y por métodos de simulación y mapeo evolutivo muestran que no surgieron el uno del otro en humanos, sino que ambos son producto de dos saltos independientes del virus desde animales a humanos, el primero de ellos (del linaje B) entre finales de noviembre y comienzos de diciembre de 2019, y el A unas semanas después. Junto con el otro estudio, en el que presentan la asociación espacial de ambos linajes al mercado, los investigadores creen desechada la teoría del escape accidental de un laboratorio, ya que sería muy improbable que dos virus distintos se hubieran escapado de un laboratorio con pocas semanas de diferencia para, casualmente, ir a converger ambos en Huanan.

Andersen opina que sus estudios aportan una prueba «extremadamente fuerte» del origen del virus en el mercado, dice a Nature. Por su parte, Worobey fue uno de los firmantes de una carta a Science en mayo del 21 en la que él y otros científicos insistían en la necesidad de más investigaciones antes de descartar el accidente de laboratorio. «Debemos tomar ambas hipótesis en serio hasta que tengamos suficientes datos», decía la carta entonces. Con sus nuevos estudios, Worobey dice ahora: «Cuando miras todas las pruebas, está claro que empezó en el mercado». Los autores proponen como hipótesis, no demostrada, que el virus entró en Huanan a través de perros mapache infectados en granjas, y que en el mercado contagiaron a los vendedores o a los clientes.

Un perro mapache. Imagen de Bernd Schwabe in Hannover / Wikipedia.

El tercer estudio viene de la propia China, liderado por George Gao Fu, director del Centro para el Control de Enfermedades (CDC) de aquel país. Los investigadores han secuenciado las muestras ambientales de material genético obtenidas del mercado y han confirmado también que representan los dos linajes originales del virus. Este se halló además en las aguas residuales que se vierten por las rejillas del suelo del mercado, a donde van a parar los desechos de los animales. Algunos de estos datos ya se habían filtrado hace mucho tiempo con motivo de un informe del CDC chino, pero aún no habían aparecido en ningún estudio.

Pero aunque otros expertos han reaccionado a estos estudios coincidiendo en el apoyo que prestan a la hipótesis del contagio natural en contra del accidente de laboratorio, aún falta una pieza fundamental: encontrar el virus en los animales. O, al menos, una asociación clara entre el ADN de una especie concreta de animal y las muestras ambientales positivas. El SARS-CoV-2 no se ha hallado hasta ahora en ninguna de las muestras tomadas de los animales del mercado.

Un problema crónico para progresar más en estas investigaciones es la falta de colaboración de las autoridades chinas, a pesar del interés de muchos científicos chinos por tratar de esclarecer el origen del virus. Y el estudio de Gao y sus colaboradores es una muestra más de ello. En primer lugar, los investigadores no han publicado las secuencias genómicas, lo que ha irritado a científicos de otros países. En segundo lugar, tampoco detallan posibles asociaciones de las muestras ambientales positivas con ADN de animales concretos, a pesar de que obviamente esto debía hacerse; se limitan a decir que han encontrado una correlación significativa con abundante ADN de Homo sapiens, lo cual ya casi da risa.

Y, por último, se empeñan en que el mercado solo actuó como «amplificador», no como origen, insistiendo en los posibles indicios de la presencia del virus en otros países antes que en China. Para justificarlo citan aquel famoso preprint de junio de 2020, muy aireado entonces por los medios, que decía haber detectado el virus en las aguas residuales de Barcelona el día 12 de marzo de 2019, ocho meses antes del primer caso en Wuhan. Lo que Gao y sus colaboradores no cuentan es que ese estudio de la Universidad de Barcelona se publicó por fin en marzo del 21 (citan el preprint, no el estudio publicado), pero… sin el absurdo resultado del 12 de marzo de 2019, que desapareció por completo en la versión final. Lo que sugiere que quizá los investigadores de Barcelona no tenían manera de refutar la hipótesis más probable y simple: una contaminación de la muestra.

Con motivo del informe que la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó en marzo de 2021 como resultado de la investigación sobre el origen del virus, la OMS pidió examinar las granjas de las que procedían los animales; por cierto, varias de ellas ubicadas en el sur de China, en la región donde se halló el virus de murciélago RaTG13 que es bastante parecido al SARS-CoV-2. El banco de sangre de Wuhan tiene además muestras de donantes de la época en la que surgió el virus, que también podrían aportar alguna pista. En su día el gobierno chino aceptó hacer estas investigaciones. Pero, que se sepa, no se ha hecho nada de ello, según informa Nature.

El problema es que, como en las investigaciones policiales, cuanto más tiempo pase, más difícil va a ser obtener esas posibles pruebas. Mientras, China ha seguido jugando al mismo juego de los medios ultraconservadores en EEUU: estos últimos acusaban a China de haber fabricado el virus, y a cambio China acusaba de lo mismo a EEUU, aferrándose a la hipótesis nunca demostrada de que el virus llegó a su país en un cargamento de alimentos congelados.

Pero a pesar del innegable cerrojazo del gobierno chino, hay quienes reparten culpas: según cuenta a Nature Ray Yip, epidemiólogo de origen taiwanés que durante años dirigió la sucursal del CDC de EEUU en China, y a quien por lo tanto se le supone conocimiento sobre esto, la retórica acusadora hacia China del expresidente Donald Trump y de sus medios afines en los primeros tiempos de la pandemia ha sido bastante responsable de esta resistencia del gobierno chino a investigar y dejar investigar. Como suele ocurrir, la política apaga la luz que la ciencia trata de encender.

Ómicron no es «leve»: así es como las vacunas reducen su gravedad

El rápido desarrollo y despliegue de las vacunas contra la COVID-19 ha sido el mayor triunfo de la ciencia durante esta pandemia, y la clave de la situación en la que estamos ahora: una amenaza infinitamente menor que la de hace dos años, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzaba a calificar el brote como pandemia y nos veíamos obligados a confinarnos ante la avalancha de enfermedad y muerte que saturaba los hospitales.

Afortunadamente la oleada de la variante Ómicron, más infecciosa que las anteriores, no se ha traducido en la catástrofe que podría haber sido. Todos recordamos que, cuando esta variante empezó a expandirse, en los medios se difundió el mensaje de que Ómicron era menos peligrosa, pero esto es algo que realmente aún no se ha confirmado. Aquellos mensajes se basaban en el hecho de que la mortalidad que se estaba observando se había reducido respecto a variantes anteriores, y en resultados experimentales preliminares según los cuales parecía que la replicación de Ómicron en el pulmón era menos eficiente.

Pero lo cierto es que a estas alturas todavía no hay base científica sólida para afirmar que Ómicron sea más leve. Los estudios irán llegando, pero aún no los tenemos. Y en cambio, cada vez parece reconocerse más la idea de que, sea o no Ómicron más leve, probablemente el factor fundamental que ha contenido la gravedad de esta ola es que nosotros somos más fuertes.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Esta semana se ha publicado en Science un estudio que ha analizado la reinfección con Ómicron en personas previamente infectadas en Sudáfrica entre noviembre del 21 y enero del 22. El estudio concluye que con las variantes Beta y Delta no aumentó el riesgo de reinfección —de hecho, se redujo—, pero sí con Ómicron. Durante la expansión de esta variante en Sudáfrica hubo reinfecciones frecuentes en personas que ya se habían infectado en cualquiera de las oleadas previas, algo que antes solo había ocurrido en un pequeñísimo porcentaje.

¿Qué nos dice esto? Nos dice, en primer lugar, algo que ya sabemos y que es bien conocido: que Ómicron tiene mayor capacidad de evasión de la inmunidad creada contra variantes anteriores. Pero es importante entender que esta evasión se refiere solo a la capacidad del virus para infectar; no de provocar enfermedad grave o la muerte.

Dicho de otro modo, la inmunidad convocada por vacunación o infección no puede impedir el contagio con Ómicron (sí reducirlo, en un factor de 5x en las personas con dosis de refuerzo frente a las no vacunadas), pero evita una enfermedad grave. Como decía un informe del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU que analizaba la menor gravedad y mortalidad con Ómicron, «este aparente descenso en la gravedad de la enfermedad probablemente está relacionado con múltiples factores, sobre todo el aumento de la cobertura de vacunación y el uso de dosis de refuerzo en los subgrupos recomendados».

Este es el mensaje que últimamente se está consolidando en los medios científicos: que quizá Ómicron sea un poco menos grave, pero no es «leve». La OMS advierte en su web: la idea de que «Ómicron solo causa enfermedad leve» es un mito. «La tasa comparativamente más baja de hospitalizaciones y muertes hasta ahora se debe en gran parte a la vacunación, sobre todo de grupos vulnerables. Sin las vacunas mucha más gente estaría en el hospital». En las últimas semanas se ha advertido en medios y revistas científicas de que en algunos lugares la mortalidad por Ómicron está siendo mayor que con variantes anteriores; el aumento de los contagios con esta variante ha sido tan brutal que su expansión compensa la reducción del riesgo de muerte en la población vacunada, cobrándose más vidas entre los no vacunados que las variantes anteriores entre la población general.

Me ha parecido conveniente volver sobre esto, que ya he comentado anteriormente aquí, porque a estas alturas aún sigo recibiendo preguntas de personas que dicen estar vacunadas con pauta completa (doble dosis), pero que van a evitar la dosis de refuerzo porque, dicen, Ómicron ya no es peligrosa. Es muy importante entender que Ómicron es menos peligrosa en las personas vacunadas, mejor con dosis de refuerzo. Como ya expliqué aquí, la tercera dosis de la vacuna restaura un nivel adecuado de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Las vacunas además inducen otros mecanismos de protección adicionales que no se miden en niveles de anticuerpos neutralizantes, como la respuesta de células T.

Esta semana Science publica otro estudio que describe un mecanismo adicional mediante el cual las vacunas nos están protegiendo contra Ómicron. Los autores han comprobado que, aunque esta variante escapa en gran medida de los anticuerpos dirigidos contra la región de la proteína Spike (S) del virus que se une al receptor en las células humanas (esto es de lo que se habla cuando se habla de la evasión inmunológica de Ómicron), en cambio las vacunas mantienen los niveles de los anticuerpos que se unen a otras regiones de la proteína S. Estos anticuerpos no neutralizan el virus, pero tienen otra manera de atacarlo.

Recordemos que un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno (en este caso, la proteína S) por las dos puntas de las ramas superiores. La rama vertical de la «Y» recibe el nombre de región Fc del anticuerpo. Cuando este se une a su antígeno, la región Fc puede a su vez unirse a ciertas molecúlas en la superficie de algunas células del sistema inmunitario, causando el efecto de apretar un botón: esa unión activa a las células para desplegar su armamento contra el virus. Entre esas células se encuentran las llamadas NK, o Natural Killers («asesinas naturales»), que se encargan de matar las células infectadas.

Los autores han visto que la sangre de las personas vacunadas, sobre todo con las vacunas de ARN (BioNTech-Pfizer y NIAID-Moderna), contiene buenos niveles de estos anticuerpos que se unen a la S de Ómicron sin neutralizar el virus, pero activando las células NK que mantienen la infección a raya.

Y concluyen: «Así, a pesar de la pérdida de neutralización de Ómicron, los anticuerpos específicos contra la proteína Spike generados por la vacuna continúan ejerciendo la función efectora del Fc, lo que sugiere una capacidad de los anticuerpos no neutralizantes para contribuir al control de la enfermedad».

Resumiendo todo lo anterior, las vacunas reducen la gravedad de Ómicron a través de varios mecanismos, no solo los anticuerpos neutralizantes, sino también otros sistemas de la inmunidad adquirida o específica (anticuerpos no neutralizantes y células T) y también de la llamada inmunidad innata (células NK). Todo esto es lo que está reduciendo la gravedad de Ómicron. Para las personas no vacunadas y que todavía no se han infectado, Ómicron podría ser incluso tan grave como la versión original del virus que obligó a cerrar la sociedad. Las personas vacunadas con dos dosis están mucho más protegidas que las no vacunadas, pero la tercera dosis aumenta este nivel de protección.

Dos años de pandemia: ¿qué ha aprendido la ciencia?

Hace dos años por estas fechas, el 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) comenzaba a hablar de «pandemia» en relación al brote de un nuevo coronavirus en Wuhan (China) que ya se había extendido por el mundo de forma descontrolada. La rápida escalada de los acontecimientos, que hoy todos recordamos, llevó a muchos países a adoptar medidas contundentes. El 14 de marzo se declaró en España el Estado de Alarma y el confinamiento general de toda la población, en una situación nunca antes vivida y que quienes hemos vivido nunca olvidaremos.

Hoy quizá ya nos cueste recordarlo, pero todos, el mundo en general y cada uno de nosotros en particular, llegamos tarde, muy tarde. Publiqué mi primer artículo sobre el nuevo virus denominado provisionalmente 2019-nCoV el 24 de enero de 2020. Por entonces el virus había matado a 26 personas en todo el mundo entre un total de un millar de infectados. El Centro de Análisis de Enfermedades Infecciosas Globales del Medical Research Council de Reino Unido advertía de que la cifra de infectados podía tal vez llegar hasta los 4.000.

Pero las señales de alarma ya eran claras. Escribí entonces: «hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general«. El motivo era su sospechada transmisión por el aire, «uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia». «El coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico«, escribí entonces.

Seis días después, el 30 de enero, la OMS declaraba la «Emergencia de salud pública de importancia internacional», o PHEIC, el máximo grado de alerta en su escala. Pero entonces apenas se hizo nada. No fue hasta aquel 11 de marzo, cuando la OMS utilizó por primera vez la palabra «pandemia», que no es una denominación oficial, cuando los países comenzaron a responder. Y el resto ya lo sabemos.

No podemos saber si, de haberse actuado aquel 30 de enero, cuando debió hacerse, las cosas habrían sido muy diferentes. Posiblemente no, porque en cualquier caso la expansión del virus por el mundo ha sido imparable. Pero incluso la propia OMS ha aprendido que gritar ¡PHEIC! no sirve de nada, mientras que gritar ¡pandemia! sí. Y ya está trabajando para que en el futuro los mensajes se entiendan mejor.

Pero al margen de la respuesta de los países, si de algo podemos sentirnos orgullosos los humanos es de nuestra ciencia. El inmenso e increíble esfuerzo de trabajo y colaboración científica global que se organizó rápidamente tras el reconocimiento de lo que se nos venía encima es algo que no tiene parangón ni precedentes en la historia de la civilización, y que nos ha sorprendido incluso a quienes llevamos toda la vida en ello y conocemos el poder de la ciencia. Hoy toca repasar aquí cuáles han sido los grandes hitos de esta cruenta guerra de la ciencia contra la enfermedad.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Primer test de diagnóstico

Mientras el mundo aún prácticamente hacía oídos sordos a lo que estaba ocurriendo en Wuhan, el 17 de enero de 2020 la OMS ya había lanzado los primeros protocolos para la detección genética del virus en muestras de mucosa respiratoria por Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR), una técnica rutinaria utilizada en todos los laboratorios de biología molecular del mundo. Aunque aún no se había publicado el genoma completo del virus denominado provisionalmente 2019-nCoV, ya circulaban entre los científicos las primeras secuencias genéticas. El 23 de enero, el mismo día en que Wuhan se cerraba a cal y canto, el equipo de Christian Drosten en el Hospital Charité de la Universidad de Berlín publicaba el primer test experimental de diagnóstico del virus por PCR. En breve el test fue validado con muestras de pacientes, y la OMS repartió 250.000 unidades a laboratorios de todo el mundo.

En febrero comenzarían a aplicarse en Singapur los primeros test serológicos de anticuerpos para detectar una infección ya pasada. Estos test se convertirían en herramientas fundamentales para conocer la penetración del virus en la población. Los primeros test de antígeno, que después llegarían a ser armas esenciales para la vigilancia de la infección al alcance de todos los ciudadanos, no comenzaron a ensayarse hasta el final del verano de 2020, y se aprobaron por primera vez en EEUU a finales de año.

Coronavirus, genoma y nombre

El 3 de febrero un equipo de investigadores del Instituto de Virología de Wuhan publicaba formalmente en Nature el primer estudio revisado que revelaba el genoma del virus y demostraba su identificación como un nuevo coronavirus con un 79,6% de identidad genética con el del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y un 96,2% de identidad con un coronavirus llamado RaTG13, hallado previamente en murciélagos de la provincia china de Yunán. Se trataba de un genoma de ARN de cadena sencilla (como el de todos los coronavirus) de gran tamaño, de unas 30.000 bases.

Se propuso entonces que el virus se había originado en murciélagos y había saltado a los humanos a través de otra especie intermedia aún no conocida, no directamente de murciélagos a humanos (ya que no existen precedentes de esto), aunque este mensaje no se entendió bien en la opinión pública. El 11 de febrero los taxónomos de virus proponían el nombre de SARS-CoV-2, justo el mismo día en que la OMS denominaba a la enfermedad COVID-19. En febrero surgían otros estudios de identificación y secuenciación del virus.

El mecanismo de infección

Investigadores dirigidos por Jason McLellan, de la Universidad de Texas, desvelaban en Science el 19 de febrero de 2020 el mecanismo que el virus utiliza para infectar mediante la unión de la proteína Spike (S) de su envoltura a un receptor en las células humanas llamado Enzima Convertidora de Angiotensina 2 (ACE2). Los datos revelaban que S se unía a ACE2 con una afinidad entre 10 y 20 veces mayor que la proteína homóloga del virus humano conocido más parecido, el SARS. Lo cual era una mala noticia, ya que apuntaba a una mayor facilidad de infección, como luego se comprobó extensamente. Pero el trabajo de McLellan y sus colaboradores era un paso de gigante de cara a la búsqueda de fármacos y vacunas contra el virus.

Las primeras vacunas van a ensayos

Las vacunas han sido el mayor triunfo de la ciencia contra la COVID-19. Visto en perspectiva, puede parecer casi increíble la rapidez con la que llegaron hasta nosotros, pero solo si se ignora la ciencia que hay detrás. En los años 90 oímos hablar por primera vez de las vacunas de ARN. Por entonces parecía una idea brillante, pero demasiado arriesgada, por los grandes obstáculos técnicos que podían interponerse. El primero de ellos, que el ARN era tan inestable que era enormemente difícil trabajar con él.

Pero con los años, las vacunas de ARN comenzaron a superar hitos y a demostrar su poder, primero en cultivos celulares, después en ensayos preclínicos en animales. Había ya proyectos de llevarlas a la clínica, aunque se enfrentaban a los 10 o 15 años de lentos y caros ensayos clínicos frenados por la burocracia. Pero sucedió que la tecnología estaba madura justo cuando más la necesitábamos, y era tan versátil que permitía diseñar una vacuna en un par de días y producirla en semanas. El 16 de marzo la vacuna de ARN desarrollada por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EEUU en colaboración con la compañía Moderna comenzaba los ensayos clínicos. En mayo lo haría la de Pfizer y BioNtech. Una inmensa financiación y una vía burocrática rápida conseguirían acelerar lo que normalmente tarda años. Por entonces había ya 41 vacunas en desarrollo. Hoy son casi 350.

Macroensayo clínico

Los fármacos contra la COVID-19 han progresado de forma mucho más lenta y errática que las vacunas, lo cual era de esperar, por un motivo esencial: puede decirse que una vacuna se crea, mientras que un fármaco se descubre; la tecnología de diseñar fármacos a medida existe para ciertos casos (como los anticuerpos monoclonales), pero aún es mucho más compleja y está mucho menos madura.

Con la pandemia habían surgido muchas tentativas de tratamiento farmacológico, algunas de ellas de dudosa utilidad, como los derivados de la cloroquina (un fármaco contra la malaria) y la ivermectina (un antiparasitario). Para encauzar y acelerar el proceso, la OMS lanzó el 20 de marzo de 2020 el macroensayo clínico Solidarity, destinado a probar en docenas de países y en miles de pacientes la eficacia de cuatro tratamientos candidatos: el antiviral remdesivir, cloroquina e hidroxicloroquina, lopinavir y ritonavir (fármacos contra el sida) y estos dos en combinación con el interferón beta-1a (un antiviral producido por el propio organismo). Ninguno de ellos demostró una acción potente contra la enfermedad; solo el remdesivir mostró algún posible beneficio que ha sido muy discutido.

Un posible tratamiento

Tanto en la COVID-19 como en otras infecciones virales y en otros síndromes como los autoinmunes, una complicación frecuente es una respuesta hiperinflamatoria generalizada del organismo que lucha contra el virus, y que puede ser más peligrosa que el propio virus. Por ello, desde el principio se pensó en los antiinflamatorios como posibles fármacos que podían atajar estos síntomas. El 16 de junio se anunciaba que un corticoide común y barato, la dexametasona, era el primer medicamento que mostraba una clara reducción de la mortalidad, de una tercera parte en los enfermos con respirador y de una quinta parte en los que recibían oxígeno.

Aunque no se haya dado con la bala mágica contra la COVID-19, no deberíamos caer en el error de pensar que no existen tratamientos farmacológicos. A lo largo de la pandemia han ido surgiendo distintos medicamentos, incluyendo los antiinflamatorios como la dexametasona, antivirales como el molnupiravir o el nirmatrelvir/ritonavir, o varios anticuerpos monoclonales, que han puesto a disposición de los clínicos un panel de opciones que ha servido para mejorar el curso de la enfermedad en innumerables pacientes, y que probablemente haya salvado muchas vidas.

Las vacunas funcionan

En noviembre del primer año de pandemia, a la conclusión de las rondas de ensayos clínicos, recibimos la tan esperada noticia de que las vacunas funcionaban: Pfizer y BioNtech anunciaban una eficacia superior al 90%, y el 16 de noviembre Moderna aportaba una cifra del 94%. El 8 de diciembre AstraZeneca y la Universidad de Oxford informaban de una eficacia del 70% con su vacuna de vector adenoviral.

Ese mismo mes comenzarían las primeras vacunaciones, que a lo largo de 2021 se extenderían por todo el mundo, aunque de forma desigual. En un primer momento fueron hasta 13 formulaciones distintas las que se distribuyeron en distintos países, incluyendo las de ARN, pero también otras de virus inactivado (las chinas Sinovac y Sinopharm), o de vectores adenovirales (AstraZeneca/Oxford, Janssen, la rusa Gamaleya-Sputnik o la china CanSino). Otras, como las de proteína recombinante, incluyendo la de Novavax, están ya en línea de salida. A esta misma clase pertenece la española de Hipra.

Actualmente existen 195 vacunas en estudios preclínicos y 148 en ensayos clínicos. Hasta ahora los resultados han mostrado la superioridad de las vacunas de ARN para los fines urgentes de reducir la enfermedad grave y la muerte, y han sugerido también que para quienes recibieron una primera dosis de otras vacunas, la vacunación heteróloga con refuerzo de ARN es la solución más conveniente. Las vacunas se han revelado como las armas más eficaces para contener la pandemia. Aunque las disponibles hasta ahora no impiden el contagio propio ni la transmisión a otras personas, los estudios han mostrado de forma consistente que sí los reducen, como también la infección asintomática. A finales de enero de 2022 se alcanzaron los 10.000 millones de vacunas administradas.

De Alfa a Ómicron

Durante aquel primer año de pandemia, los miles de secuencias del virus que los laboratorios de todo el mundo estaban subiendo a las bases de datos online mostraban la natural capacidad del virus para mutar, aunque a tasas mucho menores que las de otros virus como las gripes. La primera variante que llamó la atención de los científicos surgió en momentos muy tempranos de la pandemia: en abril de 2020 la mayoría de las secuencias ya mostraban una mutación llamada D614G respecto a la forma ancestral del virus. Esta mutación se relacionó con una mayor infectividad y con un síntoma prevalente de anosmia o pérdida del olfato.

Fue en diciembre cuando las variantes del virus empezaron a formar parte del conocimiento común, cuando la llamada B.1.1.7 o británica, renombrada por la OMS como Alfa, empezó a extenderse por el mundo. En realidad circulan muchos miles de variantes del virus, que los virólogos han organizado en grandes linajes. Para facilitar la comprensión del público y la comunicación, la OMS adoptó una nomenclatura para las variantes mayoritarias siguiendo el alfabeto griego. Hasta hoy, cinco de ellas han sido calificadas como preocupantes: Alfa, Beta, Gamma, Delta y Ómicron en sus dos subvariantes. Esta sucesión de formas diferentes ha provocado alarma y hasta un cierto pánico, sobre todo porque los medios se adelantaban a la ciencia publicando meras hipótesis, opiniones o datos preliminares sin evidencia sólida, lo que ha creado mucha confusión. Aunque nuevas variantes como Ómicron muestran una cierta evasión de la acción vacunal, los estudios han mostrado que las dosis de refuerzo consiguen niveles de protección más que aceptables, y continúan protegiendo de los síntomas graves y de la mortalidad.

Las mascarillas funcionan, pero…

Uno de los mayores campos de batalla durante la pandemia ha sido el uso de las mascarillas, hasta el punto de que en muchos países se ha convertido en un debate político. Al comienzo de la pandemia, los estudios con virus respiratorios ya conocidos antes no aportaban evidencias de calidad suficiente que mostraran una clara protección, lo que llevó a muchas autoridades, incluyendo la OMS, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC) y numerosos gobiernos a abstenerse de imponer o incluso recomendar su uso general.

A lo largo de la pandemia los estudios fueron inclinándose hacia la utilidad de las mascarillas, pero con un espectro muy amplio de resultados, sobre todo entre los estudios experimentales —de laboratorio— y los observacionales o las modelizaciones epidemiológicas —en el mundo real o simulado—. Los primeros generalmente encontraban un efecto de protección potente, mientras que en el resto los resultados eran muy variables, desde un efecto considerable hasta casi ninguno en absoluto. En septiembre de 2021 el primer gran ensayo clínico confirmó la efectividad de las mascarillas, pero con un tamaño de efecto relativamente pequeño, o al menos mucho menor que el que la población en general les supone. Recientemente un preprint sobre casi 600.000 niños en Cataluña no ha encontrado efectividad del uso de las mascarillas en los colegios, un resultado que está en línea con otros estudios previos. Pese a todo, las mascarillas se han convertido en la única restricción práctica que aún perdura en muchos países.

Ideas equivocadas sobre el contagio

Después de dos años de pandemia, ciertas evidencias sí han llegado a calar en la población. Se discutió mucho el papel de los aerosoles en los contagios, que fue cuestionado incluso por la OMS cuando ya existía un claro consenso científico al respecto. Hoy ya es del conocimiento general que el virus se transmite por el aire, que por lo tanto la ventilación y la filtración son las medidas más importantes para prevenir los contagios, y que en interiores mal ventilados no existen distancias de seguridad. Sin embargo, estas evidencias no han conducido a una regulación estricta de la calidad del aire y de las medidas necesarias para asegurarla.

También ha sido muy largo el camino para extender la idea de que las desinfecciones son generalmente inútiles, ya que el virus no ha mostrado un patrón consistente de transmisión indirecta por superficies u objetos. Durante toda la pandemia numerosos expertos han alertado de que el uso innecesario de productos desinfectantes, incluyendo geles de manos, favorece la proliferación de superbacterias resistentes a antimicrobianos, una pandemia silenciosa que crece en todo el mundo y que ya está causando más de un millón de muertes al año.

Incógnitas pendientes: el origen del virus y la cóvid larga

Entre las principales cuestiones que aún necesitan más investigación destacan el origen del virus y la cóvid larga o persistente. Respecto a lo primero, hay un consenso científico respecto al origen natural del virus, su probable origen ancestral en murciélagos —en los cuales se han encontrado recientemente coronavirus muy similares— y una zoonosis probablemente producida en la naturaleza, aunque no se descarta un accidente de laboratorio. El origen del foco inicial en un mercado de Wuhan fue muy discutido, pero esta hipótesis ganó fuerza a raíz de estudios posteriores. Es posible que nunca llegue a conocerse el origen del virus, como no se conoce el de la inmensa mayoría de los patógenos.

Con respecto a las secuelas a largo plazo que la enfermedad deja en muchas personas, también este es un campo en el que aún hay grandes incertidumbres, dada la enorme variedad de síntomas y las diferencias en las manifestaciones clínicas. Aún no se conocen sus causas ni hay tratamientos específicos, aunque la vacunación es el medio a nuestro alcance con más posibilidades de reducir el riesgo de síntomas persistentes.

Los científicos también son creíbles cuando dicen sandeces (y a veces las dicen)

La pandemia de COVID-19 no solo ha dado toneladas de trabajo y de datos a virólogos, epidemiólogos e inmunólogos, sino también a los científicos sociales, que han seguido muy de cerca la batalla librada en los medios y en las redes entre la información y la desinformación, entre verdades y bulos. Y algunos de quienes no somos científicos sociales hemos seguido sus estudios con mucho interés, ya que nos han ayudado a aprender mucho sobre el mundo del negacionismo y la conspiranoia, sobre los mecanismos psicológicos y sociológicos de quienes creen antes la verdad revelada que la empírica, como en aquella cita atribuida a Groucho Marx (pero que en realidad decía su hermano Chico disfrazado de Groucho): «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?«

Ambos campos están muy bien diferenciados en los extremos; por ejemplo, el negacionismo de la existencia del virus o de la efectividad de las vacunas. Pero la frontera está más borrosa en otros casos, lo que ha llevado a muchos medios supuestamente serios a caer en la trampa de la desinformación, y ha propiciado que algunos políticos se aprovechen de ella. Creyendo, o al menos intentando hacer creer a otros, que estaban transmitiendo lo que dice la ciencia.

"El troll de la pseudociencia". Imagen de Durova / Wikipedia.

«El troll de la pseudociencia». Imagen de Durova / Wikipedia.

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la psicóloga de la Universidad de Ámsterdam Suzanne Hoogeveen, ha analizado cuál es la credibilidad de las, ejem, gilipolleces, cuando las dice un científico, en comparación con la situación en que quien las dice es un gurú espiritual. Las gilipolleces en cuestión (para los lectores del otro lado del charco, quizá podrían ser huevadas, huevonadas, pendejadas o boludeces, discúlpenme si no doy con el término correcto) han sido obtenidas de una web de la que ya he hablado aquí un par de veces, el New Age Bullshit Generator (generador de gilipolleces New Age), una web que genera automáticamente frases al estilo de las pregonadas por el famoso gurú Deepak Chopra y otros, y que en la literatura científica últimamente han dado en llamarse pseudo-profound bullshit, o gilipolleces pseudoprofundas.

Por ejemplo, en una visita a dicha web ahora mismo me ha salido esto: «La consciencia consiste en partículas subatómicas de energía cuántica. El cuanto significa un despertar del infinito. Crecemos, crecemos, renacemos. La belleza es el motor de la gratitud«. Y así.

Los investigadores han reunido a un extenso grupo de más de 10.000 participantes de 24 países, y les han presentado gilipolleces de este tipo acompañadas por el presunto autor de la cita, que en unos casos era un científico ficticio y en otros un gurú espiritual también inventado. Por ejemplo, esta es una de las tarjetas presentadas a los participantes (la foto es una imagen real del físico Enrico Fermi):

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Los resultados del estudio, publicado en Nature Human Behaviour, indican que los sujetos otorgan mayor credibilidad a la chorrada en cuestión cuando quien la dice es un científico; es lo que los autores denominan el «efecto Einstein». Curiosamente, este resultado es consistente en todos los países, occidentales y orientales, del norte y del sur, y tanto en personas religiosas como ateas. Aunque hay diferencias entre países, en casi todos los casos la credibilidad de los científicos supera a la de los gurús, y solo en algunos países las personas más religiosas conceden ligeramente más credibilidad a los gurús; no en España (aunque, todo hay que decirlo y los propios autores lo reconocen, las gilipolleces en cuestión entroncan con el discurso de ciertos gurús orientales, pero no tanto con el de los líderes religiosos occidentales). «Estos resultados sugieren que, con independencia de la visión religiosa, a través de las culturas la ciencia es un heurístico poderoso y universal que marca la fiabilidad de la información«, escriben los autores.

La investigación no se ha aplicado en concreto a la pandemia de COVID-19, pero los autores incluyen una referencia al respecto. En el estudio, dicen que durante esta epidemia global «todos los ojos se han vuelto hacia los expertos científicos en busca de consejo, directrices y remedios; desde los alarmistas de la COVID-19 a los escépticos, la apelación a la autoridad científica ha sido una estrategia prevalente en ambos lados del espectro político«.

En la información suplementaria al estudio, añaden referencias a otras investigaciones previas según las cuales la confianza en la ciencia y en los científicos se ha mantenido o incluso ha aumentado durante la pandemia. En concreto en Países Bajos, dicen, los datos indican que el público sigue depositando una mayor confianza en las autoridades sanitarias y en los científicos que en los medios, las redes sociales o algunos autoproclamados expertos sobrevenidos (en la mente de todos surgirán nombres de ciertos caballeros equivalentes aquí). Y, añado yo, esto a pesar de cómo las imágenes en los medios se han encargado de mostrarnos protestas negacionistas en Países Bajos y otros lugares como si fueran un clamor mayoritario; pero ya sabemos que solo los mil que salen a la calle aparecen en las noticias, y no el millón que se queda en casa.

Pero, claro, cabe preguntarse: ¿cómo pueden los autores estirar la cuerda a la credibilidad de los científicos en la pandemia de COVID-19, si precisamente su estudio no mide la confianza en la información veraz, sino en gilipolleces pseudoprofundas? Es más, y mientras que un pilar de la comunicación científica —perfectamente ejemplificado en los auténticos expertos que sí han sido referencias esenciales en la pandemia— es la claridad de comprensión para que el público profano en la materia no tenga que creer, sino solo entender y ver, en cambio el estudio se basa en todo lo contrario, presentar frases deliberadamente oscuras y retorcidas que parecen decir algo, pero que nadie entiende y que en el fondo no significan absolutamente nada.

Sin embargo, esto es de por sí interesante, porque nos lleva a una interpretación que no es otra sino exactamente la contemplada en el estudio: cuando los científicos dicen gilipolleces, también se les cree. Y sí, los científicos también dicen gilipolleces.

Hay algo sobre lo que he elaborado repetidamente en este blog: cuidado con caer en la trampa de creer que lo que dice un científico siempre es palabra de Ciencia. Si le preguntamos la hora a un científico, y a no ser que conozcamos a esa persona en particular, no deberíamos caer en el error de pensar que su respuesta va a ser necesariamente más veraz que si le preguntamos a un cerrajero o a un lampista. Por supuesto que la opinión de un científico experto sobre su área de experiencia merece más consideración que la de quien no lo es. Pero la opinión no es ciencia. Y por lo tanto, la voz del experto solo tiene valor realmente científico si transmite lo que dice la ciencia, no sus opiniones o intuiciones. La ciencia no son personas. Con acceso a una verdad revelada. La ciencia es un método. Que sirve para conocer la realidad.

Es más: tantas gilipolleces han dicho científicos incluso de primerísima fila que hace ya años se acuñó algo llamado la enfermedad del Nobel. En este caso se trata de científicos que en su día ganaron un Nobel por un gran descubrimiento, y que posteriormente han abrazado y defendido proclamas pseudocientíficas, generalmente en campos distintos al suyo. Hace tiempo escribí un articulillo sobre algunos casos destacados, no necesariamente premios Nobel: Newton y la alquimia —la alquimia en tiempos de Newton ya era un poco como los libros de caballerías en El Quijote—, Schrödinger y el misticismo cuántico, Pauling y la medicina ortomolecular y la vitamina C milagrosa, Crick y la panspermia dirigida, Watson y el racismo pseudocientífico, Vogel y la energía mental de los cristales, Montagnier y la homeopatía y los bulos vacunales, Mullis y… casi toda la pseudociencia en general.

De hecho, los casos son casi incontables, con Nobel o sin Nobel, pero en científicos inmensamente célebres. El misticismo cuántico ha sido abrazado por Schrödinger, Yukawa, Wigner, Josephson o Eccles, todos ellos premios Nobel. Los fantasmas, lo paranormal y esotérico, por tantos que cuesta contarlos, desde los Curie (sobre todo Pierre; al parecer Marie lo aguantaba más bien por su marido) a Edison, Pauli, Wallace —coautor de la teoría de la evolución—, Thomson —descubridor del electrón—, Rayleigh —argón, dinámica de fluidos—, Richet —pionero de la inmunología, pero inventor del término «ectoplasma»—, pasando por un flirteo del mismísimo Einstein. Ernst Boris Chain, uno de los descubridores de la penicilina (no, no lo hizo Fleming él solito), negaba la evolución biológica, lo mismo que el Nobel de Química Richard Smalley o el astrónomo Fred Hoyle. También el cambio climático ha sido negado por ganadores del Nobel como Ivar Giaever o Kary Mullis, el inventor de la PCR.

Mullis merece un aparte, porque su lista es casi infinita: astrología, espíritus, abducciones alienígenas, antiguos astronautas, negacionismo del sida, teorías conspiranoicas, negacionismo del cambio climático, del agujero de ozono… En su autobiografía describió su encuentro con un mapache alienígena fluorescente. Aseguraba que aquel día no iba puesto de LSD, una droga que se administraba generosamente. Todo esto, en un científico cuyo descubrimiento ha tenido una repercusión en la ciencia como pocos; el público conoce la PCR como un test de diagnóstico de COVID-19, pero en realidad esto representa solo un uso concreto y extremadamente infinitesimal de la inmensa potencia que ha tenido la PCR en investigación, biotecnología y biomedicina desde que Mullis la inventara en los años 80.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Pero debe entenderse que todo esto aparece cuando los científicos se meten en charcos que no son los suyos, cuando creen que un Nobel u otro reconocimiento importante les da patente de corso para tener autoridad sobre cualquier otra cosa. Es decir, ninguno suele ser negacionista de su propia área de especialización. Y cuando esto ocurre, como en el caso del bioquímico antivacunas Robert Malone, suele ser porque hay una larga historia detrás.

Y aquí llegamos a la aplicación más directa a la COVID-19 del estudio mencionado arriba. El negacionismo ha ensalzado a figuras como Malone o como el recientemente fallecido Luc Montagnier, codescubridor del VIH, como gurús científicos de autoridad creíble aunque dijeran sandeces. Pero hacía años que Montagnier había perdido toda su reputación entre la comunidad científica, desde que a comienzos de este siglo se convirtiera en un paladín de la homeopatía y la memoria del agua, con teorías como que los remedios homeopáticos podían enviarse por correo electrónico; no las recetas (si existieran), sino los propios remedios, como adjuntar un paracetamol a un email. Montagnier fue un gran científico en su día; por desgracia, quiso dejar de serlo, quién sabe por qué. No pudo probar ninguna de sus disparatadas teorías, y ha fallecido tristemente en un total descrédito profesional, sin siquiera un obituario en las principales revistas de ciencia.

En el caso de Malone, el bioquímico antivacunas que en los círculos negacionistas se ha convertido en figura de culto porque, según él mismo, inventó las vacunas de ARN, basta decir que es un caso de despecho (y de arrogancia, dicen) cuando fue excluido de la que él creía su invención —en realidad no inventó las vacunas de ARN, aunque sí sentó bases importantes para ello—, y desde entonces se ha dedicado a vilipendiarla; ha encontrado en el negacionismo el crédito que nunca logró obtener en la propia ciencia (para quien esté interesado en una historia detallada, aquí o aquí).

Para terminar, si todo lo anterior tiene una moraleja, es esta: no hagan caso a los científicos. No, en serio: hagan caso a la ciencia, no necesariamente a los científicos. Cuando un científico diga cualquier cosa, pregúntenle cuáles son las fuentes, los datos, los estudios. Pregúntense si opina o informa; si habla en nombre del conocimiento científico o solo en su propio nombre. Si habla como científico experto o como gurú, coach o analisto todólogo. Cuestionar a los científicos es sano escepticismo; negar la ciencia es negacionismo (es decir, no hagan como eso tan oído del «yo no soy antivacunas, sino que cuestiono», en boca de quien carece del menor conocimiento, formación, información ni cualificación para cuestionar).

Y esto se refiere a los auténticos científicos expertos que hablan de lo suyo. En cuanto a los que ni siquiera lo son, cuando salgan en la tele, mejor pónganse una de Netflix.

La vacunación puede reducir el riesgo de cóvid larga o persistente

Las secuelas que muchas personas están sufriendo después de superar la COVID-19 son una de las grandes incógnitas sobre esta pandemia.

En los pacientes recuperados se han descrito hasta 200 síntomas diferentes que pueden persistir tras la infección, en diversos sistemas del organismo. Entre ellos, la fatiga o debilidad, los problemas cognitivos y mentales o las dificultades en la respiración parecen figurar entre los más prevalentes, pero van surgiendo otros no tan evidentes: desde el principio de la pandemia se detectó que la enfermedad afectaba al sistema cardiovascular con riesgo de trombos, miocarditis y fallos cardíacos, pero un reciente y amplio estudio en Nature Medicine sobre más de 150.000 pacientes recuperados ha levantado mucho revuelo al descubrir que el riesgo de fallo cardiovascular permanece al menos un año después de la enfermedad, incluso en las personas que la padecieron solo con síntomas leves.

Es tanta la confusión al respecto que aún no existe una definición común de lo que se conoce como cóvid larga o persistente. No se sabe exactamente cuánta gente la sufre; se habla de un 2% de los infectados, un 10, un 20 o incluso un 50%. No hay un pronóstico claro: algunas personas mejoran rápidamente, mientras que otras parecen más estancadas. No hay tratamientos específicos. Y sobra decir que no se conocen los mecanismos que están provocando esos síntomas, pero es que ni siquiera puede asegurarse que haya una causa común a todos ellos.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

La identificación de ciertos factores de riesgo ha sugerido varias hipótesis. Se habla de la posibilidad de que en ciertos rincones del cuerpo pueda resistir un reservorio de virus. Se habla de una inflamación persistente sostenida por residuos virales. Se habla de una reacción autoinmune, quizá provocada por moléculas inflamatorias asociadas a microtrombos. Se habla incluso de la posible reactivación de otros virus latentes como el de Epstein-Barr (EBV), del que ya hablé aquí (otro estudio epidemiológico reciente en Cell apoya este vínculo), y últimamente propuesto también como un posible factor de riesgo de esclerosis múltiple. Se habla quizá de todo ello a la vez, o no.

Pero conocidos ya bastante bien el propio virus y la enfermedad aguda que provoca, obtenidas y desplegadas las vacunas, y más preparadas las respuestas contra futuras oleadas que al comienzo de la pandemia, puede decirse que ahora la cóvid larga es la incógnita pendiente más preocupante para la comunidad científica y médica. Y no solo por su efecto individual sobre la salud de las personas, sino también por la demanda futura que pueda suponer para los sistemas sanitarios públicos, o los sistemas públicos en general, por las discapacidades que pueda provocar.

Por encima de todo ello sobrevuela además el fantasma de cómo la cóvid larga puede afectar a los niños recuperados de la enfermedad, todavía una nebulosa aún mayor que la de los adultos. Datos de Reino Unido indican que más de 100.000 niños y adolescentes pueden estar sufriendo cóvid larga. Y aunque aún es pronto para tomar estos datos como sólidos, lo que ya es indudable es que estas secuelas también pueden afectar a los menores. Y que por lo tanto, incluso si generalmente la infección aguda no suele causarles gran problema, esta es una razón muy poderosa para vacunarlos.

Claro que aquí surge una lógica pregunta: ¿protege la vacunación de la cóvid larga? Sabemos que la vacunación nos protege bastante bien de la enfermedad grave, y que también reduce en cierta medida tanto la posibilidad de contagio como la aparición de síntomas. Pero dado que hay personas vacunadas que se infectan y que sufren la enfermedad, ¿es posible que la vacuna pueda ofrecer una cierta salvaguarda contra los síntomas persistentes?

En los últimos meses se han publicado varios estudios sobre esto, pero aún deberemos esperar a que haya suficiente material como para poder encontrar una respuesta más firme en los metaanálisis, estudios publicados que recopilan los estudios previos y sacan conclusiones agregadas de ellos, estadísticamente más fiables. Todavía no estamos en esta fase. Pero de los estudios y de un informe-metaanálisis recién aparecido comienza a surgir una respuesta, y es afirmativa: sí, la vacunación reduce el riesgo de cóvid larga.

Un informe de la Agencia de Seguridad de Salud de Reino Unido (nótese que no es un estudio publicado y revisado por pares) ha reunido 15 estudios previos hasta enero de 2022 que reúnen a un gran número de participantes; siete de ellos con personas vacunadas antes de la infección, otros siete con enfermos de cóvid larga vacunados después de la infección, y un estudio que ha examinado las dos situaciones.

El segundo supuesto es interesante. Aunque no todas las vacunas son preventivas, sino que también existen las terapéuticas, en el caso de la cóvid no se ha tenido en cuenta este objetivo. Pero ante la posibilidad de que en los síntomas de la cóvid larga pueda verse implicado un remanente de virus no eliminado, quizá la vacunación pudiera aportar algún beneficio. Y sería muy alentador si la vacuna sirviera también para que las personas que no se vacunaron antes de infectarse pudieran reengancharse después y encontrar alivio a sus síntomas persistentes.

Y aquí, los resultados: de los ocho estudios con personas vacunadas antes de la infección, seis encuentran una reducción en la aparición de cóvid larga, desde 4 semanas hasta 6 meses post-infección; los vacunados con pauta completa tienen aproximadamente la mitad de riesgo de sufrir cóvid larga que los no vacunados o los vacunados con una sola dosis. Los autores apuntan que a esta disminución en la incidencia de cóvid larga en los vacunados que se infectaron habría que añadir los casos de cóvid larga que se han evitado porque la vacuna también reduce la probabilidad de contagio, algo que los estudios no contemplan, pero que es importante recordar.

En concreto, dos de estos estudios midieron síntomas concretos, y encontraron una reducción de los siguientes gracias a la vacunación pre-infección: fatiga, dolor de cabeza, debilidad en brazos y piernas, dolor muscular, pérdida del pelo, vértigos, dificultad para respirar, anosmia (pérdida del olfato), enfermedad intersticial del pulmón y otros dolores.

En cuanto a las personas que no se vacunaron antes de la infección y desarrollaron cóvid larga, tres de cuatro estudios que compararon los síntomas pre y post-vacunación encontraron una mayoría de mejora en los síntomas después de la vacuna, de forma inmediata o al cabo de varias semanas. También hay que decir que en algunos casos la vacunación empeoró los síntomas de la cóvid larga. Aún no se sabe por qué este efecto puede aparecer en algunas personas, pero si en ciertos casos fuese una respuesta inmune errónea la causante de los síntomas, una estimulación inmunológica adicional bien podría hacer más daño que bien.

Otros tres estudios se fijaron en la comparación del progreso de los síntomas entre las personas que se vacunaron con cóvid larga y las que no lo hicieron. Los tres encontraron una progresión más favorable de los síntomas en los pacientes que se vacunaron, a corto y a largo plazo, respecto a los que no lo hicieron. Uno de los estudios que analizó los tiempos de vacunación encontró que el beneficio es mayor si la vacuna se administra lo antes posible tras el diagnóstico. Sin embargo, en otros tres estudios se encontró que una mayoría, un 70%, ni mejoró ni empeoró en los síntomas de cóvid larga con la vacunación post-infección.

Por otra parte, también se han hecho públicos ahora los resultados de un ensayo clínico en Francia destinado a analizar el efecto de la vacunación en pacientes de cóvid larga. El estudio aún no se ha publicado, pero está en revisión en una de las revistas del grupo Nature. Los investigadores han comparado 455 pacientes de cóvid larga que recibieron una primera dosis de vacuna después de la infección con otro número igual como control. Los resultados a 120 días indican que los síntomas de cóvid larga remitieron en casi un 17% de los vacunados, frente a un 7,5% de los no vacunados. Dos de los 455 vacunados, un 0,4%, tuvieron efectos adversos de la vacuna que requirieron hospitalización, y un 2,8% tuvieron una recaída en los síntomas de cóvid larga.

«Como conclusión, la vacunación de COVID-19 reduce la gravedad y el impacto en la vida de la COVID larga en los pacientes con esta enfermedad«, escriben los autores. «Es probable que estos resultados puedan reducir la reticencia a las vacunas entre los pacientes que ya han tenido COVID-19 y extiendan nuestro conocimiento de los mecanismos que subyacen a la COVID larga«.

En resumen, aún queda un largo camino a la investigación, pero la acumulación de estudios empieza a apuntar en una dirección: que a sus beneficios ya conocidos, se suma que la vacuna puede ser también un arma contra la cóvid larga, sobre todo si se administra antes de la infección.

Hallados los coronavirus más parecidos a la COVID-19: se estrecha el cerco en torno al origen del virus

Muchas veces ocurre que lo deseable no coincide con lo razonablemente esperable. Lo cual no es siempre malo, porque nos llevamos una alegría si finalmente, contra todo pronóstico, ocurre lo no esperable. Por ejemplo, ojalá algún día lleguemos a conocer el origen del coronavirus SARS-CoV-2 causante de la COVID-19. Pero personalmente y si tuviera que apostar, pondría mis fichas en la casilla más prudente del «nunca lo sabremos».

No conocemos el origen de la inmensa mayoría de los virus. Circulan ideas erróneas según las cuales los orígenes del SARS-1 (el Síndrome Respiratorio Agudo Grave de 2002, el original) y del MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio de 2012) se descubrieron rápidamente, y también según las cuales conocemos el origen del VIH. Pero como he explicado aquí repetidamente, todo esto no es exactamente así.

Sí pudo reconstruirse el origen del SARS-1 en murciélagos, pero esto ocurrió 15 años después de su aparición, aunque previamente ya se sabía que probablemente había saltado a los humanos desde las civetas. En cuanto al MERS, se encontraron anticuerpos en los camellos y virus parecidos en murciélagos; finalmente se encontró el MERS en murciélagos. Y respecto al VIH, podría decirse que estamos más o menos en el mismo nivel de conocimiento que ahora con el SARS-2: después de 18 años de investigación se concluyó que el probable ancestro del VIH estaba en los chimpancés, y era una cepa concreta del Virus de Inmunodeficiencia de los Simios (VIS). Con el SARS-CoV-2, se han hallado virus muy similares en los murciélagos. Pero en ninguno de los dos casos se ha encontrado aún una forma ancestral del virus en los animales —un eslabón perdido, en lenguaje popular—, ni se ha podido trazar la zoonosis, o cómo se produjo el salto de animal a humano.

Con respecto al origen del virus de la cóvid, resumiendo lo que sabemos hasta ahora: surgió en la naturaleza —esta hipótesis es la más probable y verosímil, y no hay ningún indicio que sugiera lo contrario—, pero no sabemos si saltó a los humanos también en la naturaleza o si pudo ser en un accidente de laboratorio, algo de lo que no hay pruebas pero que no es descartable; a finales de 2020 se descubrieron virus emparentados con el de la cóvid en muestras de murciélagos congeladas en laboratorios de Camboya y Japón, y en los laboratorios de vigilancia de enfermedades infecciosas emergentes muestras como estas pueden esperar durante años en los congeladores. Por último, se sabe que el origen del SARS-CoV-2 probablemente se encuentre en los murciélagos, aunque se cree que no saltó desde esta especie a los humanos (nunca ha ocurrido esto, que se sepa), y posiblemente se produjo una recombinación (intercambio de fragmentos) entre distintos coronavirus.

Un murciélago Rhinolophus. Imagen de Susan Ellis, Bugwood.org / Wikipedia.

Un murciélago Rhinolophus. Imagen de Susan Ellis, Bugwood.org / Wikipedia.

Acaba de publicarse ahora en Nature un estudio que llevábamos meses esperando y que nos acerca un paso más al origen del virus. Lo esperábamos, porque en septiembre pasado se colgó en internet el preprint aún sin revisar, y ya entonces se comentó. Pero dado que yo no lo hice aquí, aprovecho para rescatarlo ahora que el estudio ya se ha publicado.

Investigadores del Instituto Pasteur y de la Universidad Nacional de Laos han encontrado en tres especies de murciélagos de aquel país los tres coronavirus más parecidos al de la cóvid que se han hallado hasta ahora. Recordemos que al comienzo de la pandemia se identificó un virus llamado RaTG13, hallado originalmente en 2013 en murciélagos de herradura de la especie Rhinolophus affinis en la provincia china de Yunán, como el más similar al nuevo SARS-CoV-2, idéntico en un 96,2% de su genoma. También se hallaron coronavirus del pangolín que, si bien no eran tan similares en su genoma total, sí eran más parecidos que el RaTG13 en la parte que el virus usa para invadir las células. Ahora uno de los tres nuevos virus, denominado BANAL-52, es idéntico al de la cóvid en un 96,8% de su genoma, y más similar también al SARS-CoV-2 que los de pangolín en esa región concreta.

Los investigadores, dirigidos por el virólogo y especialista en patógenos emergentes Marc Eloit, visitaron un complejo de cuevas de caliza en el norte de Laos, donde capturaron 645 murciélagos de 46 especies de los que recogieron más de 1.500 muestras de sangre, heces, saliva y orina. Lo normal en estos casos es descubrir numerosos virus, incluso nuevos; la base de datos de virus de murciélagos recoge ya más de 13.000 secuencias genéticas de virus, de las que más de 5.500 son de distintos coronavirus.

Los investigadores encontraron siete sarbecovirus (un subgénero o grupo de los betacoronavirus que incluye los SARS y sus parientes cercanos), todos ellos en especies de murciélagos de herradura del género Rhinolophus. Secuenciaron el genoma completo de cinco de ellos, a los que han denominado BANAL-52, -103, -116, -236 y -247; BANAL viene de Bat Anal, porque fueron las muestras anales las que se procesaron y de las que se obtuvieron.

De estos cinco, el 52, 103 y 236 son extremadamente parecidos al virus de la COVID-19, tanto que han destronado a los virus de pangolín y al RaTG13 como los más similares al SARS-CoV-2 que se conocen. Aún más, estos virus, de los cuales el BANAL-52 es idéntico al de la cóvid en un 96,8%, tienen regiones de unión al receptor (RBD) que se parecen más al SARS-CoV-2 que ningún otro virus conocido. Recordemos que la proteína S, la llave que el virus utiliza para invadir las células humanas (esos pinchos que se ven en los dibujos y las fotos del virus), lo hace uniéndose a su receptor en las células humanas (llamado ACE2) por una zona concreta, como la parte de la llave que se mete en la cerradura. Esa es la región de unión al receptor o RBD (de Receptor Binding Domain).

Comparando esas secuencias del RBD de unos y otros virus, los autores del estudio han construido este árbol filogenético de los virus más estrechamente emparentados con el de la cóvid. Como expliqué, este tipo de gráficos son árboles evolutivos que muestran cómo las especies (en este caso virus) han ido evolucionando a partir de sus ancestros. Los dos linajes originales del virus de la cóvid aparecen arriba —junto a la figura del hombre— y los más próximos a ellos ahora son los tres nuevos virus BANAL:

Árbol filogenético de la región de unión al receptor de la proteína S de sarbecovirus humanos, de murciélago y pangolín. Imagen de Temmam et al, Nature 2022.

Árbol filogenético de la región de unión al receptor de la proteína S de sarbecovirus humanos, de murciélago y pangolín. Imagen de Temmam et al, Nature 2022.

Pero aún más: los autores han comprobado que estos virus, en efecto, son capaces de unirse al receptor ACE2 humano —de hecho, mejor que el propio SARS-CoV-2 original de Wuhan— y utilizarlo para infectar células humanas en cultivo y multiplicarse dentro de ellas (algo que no hace el RaTG13). Y que esta infección puede impedirse utilizando anticuerpos neutralizantes contra la cóvid.

Es decir, que estos virus son infecciosos para los humanos. Pero ¿podrían provocar una enfermedad similar a la COVID-19? Como ya dije ayer respecto al virus de Lloviu, esto no puede saberse hasta que se compruebe directamente. Quizá algún día los sistemas de Inteligencia Artificial sean capaces de predecir esto, pero con las herramientas actuales es imposible saber a priori con certeza si un virus capaz de infectar a los humanos va a causar una enfermedad leve, grave, mortal o ninguna en absoluto. Los experimentos con animales pueden ofrecer pistas, pero no una respuesta definitiva. Como decía Eloit a Science, esto podría ser el SARS-CoV-3 o lo contrario, una vacuna viva contra el SARS-CoV-2, si el virus no provocara enfermedad pero disparara una respuesta inmune capaz de actuar contra la cóvid.

Con este hallazgo los investigadores nos acercan un poco más al origen de la COVID-19, apuntando cuáles han sido los posibles eventos de recombinación entre distintos virus que en el pasado tuvieron lugar hasta originar el SARS-CoV-2. Y, por cierto, este estudio saca a los pangolines de la ecuación. No es que descarte su implicación en la evolución del SARS-2, pero los RBD de los nuevos virus BANAL hacen que ya no sea necesario recurrir al pangolín para encontrar el origen de la proteína S del virus de la cóvid.

Pero ¿significa esto que ya se ha localizado el origen del virus?

No, aún no. Cuando decíamos arriba que se tardó 15 años en establecer el origen del SARS-1, este fue el tiempo que llevó encontrar en murciélagos de un lugar concreto todos los bloques genéticos necesarios para construir el SARS-1. Esta es una aproximación más que razonable al origen del virus, solo superada por encontrar en un animal un virus virtualmente idéntico al de interés en sus formas más tempranas, de modo que pueda colocarse este virus en el camino evolutivo entre esos posibles recombinantes y el virus de interés. El nuevo estudio aporta un RBD prácticamente calcado e igualmente funcional que el del SARS-CoV-2, lo que apoya con más fuerza el origen natural del virus aportando una pieza esencial en ese puzle evolutivo. Pero aún falta al menos una piececita más: el sitio de corte por furina.

Esta es una pequeña región de la proteína S que aumenta la eficiencia de entrada del virus a la célula. El sitio de furina suele relacionarse con la patogenicidad, aunque no es necesario para provocar enfermedad grave. Algunos virus lo tienen, otros no. Por ejemplo, el MERS lo tiene, pero no el SARS-1, que sin embargo es más peligroso que el SARS-2. También lo tiene algún coronavirus humano de los que solo causan resfriados. El sitio de furina se ha hallado en coronavirus humanos y de murciélagos, pero no en los nuevos virus encontrados en Laos y descritos en este estudio.

Por lo tanto, el rompecabezas evolutivo de la COVID-19 no podrá considerarse resuelto hasta que se encuentre un coronavirus próximo al SARS-CoV-2 con un sitio de corte por furina. Pero es posible que nunca se encuentre, porque tampoco es necesario que este fragmento proceda de otro virus y se haya incorporado al ancestro del SARS-CoV-2 por recombinación: estudios anteriores han mostrado que el sitio de furina ha aparecido espontáneamente y de forma independiente muchas veces en otros coronavirus por procesos evolutivos normales (mutación) durante la adaptación de los virus a sus hospedadores.

Y de ahí mi apuesta; claro que habrá miles de cuevas entre el centro y el sur de Asia, con millones de murciélagos de cientos o miles de especies diferentes, todos ellos incubando e intercambiándose infinidad de tipos de coronavirus distintos que recombinan entre sí en el cuerpo de los animales, como las bolas en el bombo de la lotería. Y con los años, no cabe ninguna duda de que continuarán encontrándose nuevos virus, quizá aún más parecidos al SARS-CoV-2 que los BANAL. Pero es encontrar la aguja en el pajar. Y si el sitio de furina no apareció por recombinación, sino por mutación en el ancestro del SARS-CoV-2, esto ya sería encontrar una aguja en un pajar de pajares. Pero ojalá me equivoque.

Por último, aprovecho también para mencionar otros dos estudios recientes relacionados con el tema. En el primero, aún un preprint no publicado, investigadores chinos cuentan que un coronavirus de murciélago llamado NeoCov, encontrado anteriormente en Sudáfrica y que es el virus conocido más parecido al MERS, puede utilizar el receptor ACE2 (el que permite la entrada del SARS-1 y el de la cóvid) para invadir las células. El propio MERS no hace esto, ya que usa otro receptor diferente. Por suerte, el NeoCov es bastante ineficiente en esta vía de entrada utilizando el ACE2 humano, y necesitaría una mutación para aumentar su capacidad invasiva. Pero el estudio nos recuerda que hay otros muchos virus por ahí que en un futuro podrían convertirse en la próxima amenaza.

Y sobre si hay innumerables peligros víricos acechándonos, no hay más que leer un nuevo estudio de investigadores chinos publicado en Cell, que ha analizado la presencia de virus en 1.941 muestras de 18 especies de animales de caza (de los que se venden después en los mercados como delicia culinaria o entran en el mercado negro), de granjas y de zoos de China. Los autores han encontrado en ellos un total de 102 virus, 65 de ellos totalmente nuevos, y 21 considerados de alto riesgo para los humanos. Entre los virus hallados se encuentran también coronavirus, ninguno similar a los SARS, pero sí uno parecido al MERS en un erizo.

Los animales en los que se encontraron más virus peligrosos fueron las civetas, el animal desde el que se piensa que saltó el SARS-1 a los humanos. Además, los investigadores han detectado que algunos de estos virus saltaron de murciélagos a civetas y a erizos, de aves a puerco espines y de perros a perros mapache. Y finalmente, también han encontrado un tipo de gripe aviar en civetas y en tejones asiáticos con síntomas de enfermedad. Estudios como este no suelen aparecer en los medios si no tienen que ver directamente con la COVID-19 (sobre todo, porque las agencias no mandan la noticia por el tubo), pero sería conveniente que se les diera más difusión para que se comprendiera que vivimos en un planeta de virus. Y que lo que realmente deberíamos preguntarnos no es cómo ocurre esto, sino cómo no ocurre con más frecuencia.

¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

¿Pudo Ómicron surgir en ratones, ratas o ciervos?

Uno de los campos de investigación más importantes sobre la COVID-19 y que nunca suele aparecer en las noticias es el seguimiento genómico de la evolución del virus. A lo largo de la pandemia ha ocurrido varias veces que se habla de la detección de una nueva variante de interés o preocupación, y parece transmitirse la idea de que solo hay cuatro o cinco formas del virus circulando, y que se llega a detectar una nueva cuando llama la atención un brote o un clúster de casos en particular.

Pero no es así; desde el comienzo de la pandemia se ha mantenido un seguimiento constante y muy estrecho de los cambios en el genoma del virus. Todos los días infinidad de investigadores suben a internet cientos o miles de secuencias genéticas del SARS-CoV-2, hasta el punto de que, cuando escribo esto, la base de datos GISAID registra un total de 7.980.520 secuencias (sí, ese virus que algunos todavía creen que no existe se ha secuenciado ocho millones de veces en laboratorios de todo el mundo). Entre estas secuencias hay miles de variantes distintas que tal vez difieran de otras en solo un cambio puntual, una letra del genoma (que en el caso del virus no es ADN como el nuestro, sino ARN).

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Esta enorme diversidad de secuencias del virus y su aparición a lo largo del tiempo permiten a los científicos establecer un mapa filogenético, es decir, una especie de árbol de la evolución del virus, del mismo modo que se hace con la comparación de nuestro genoma con el de otros primates para saber cómo hemos evolucionado.

Merece la pena mencionar que la aparición del virus SARS-CoV-2, incluso aunque aún no sepamos desde qué animal saltó a los humanos, no tiene absolutamente nada de raro ni de misterioso, como creen algunos de quienes nunca han oído hablar de un mapa filogenético. En este, elaborado por el modelo de los científicos de la red Nextstrain que recoge y analiza los genomas del virus, puede verse cómo el SARS-CoV-2 encaja perfectamente en el dibujo evolutivo de la familia de los betacoronavirus similares a SARS, que incluye otros como el SARS original junto con virus de murciélagos y pangolines:

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Y en cambio, lo que sí es difícil de explicar es de dónde demonios ha salido Ómicron. Si nos centramos en concreto en las variantes del SARS-CoV-2 (en el dibujo anterior, sería como hacer zoom al detalle de los puntitos rojos que representan el SARS-CoV-2), este es el mapa filogenético, también elaborado por Nextstrain:

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

En este dibujo, Ómicron y sus subvariantes están representadas en naranja y rojo. Lo raro de este caso, y lo que trae a los científicos de cabeza, es esa larguísima rama o línea de rojo claro que se extiende de izquierda a derecha. Eso significa que Ómicron se separó evolutivamente de las formas originales del virus en un momento muy temprano (en la primavera de 2020, como se ve en el eje horizontal) y siguió su propio camino evolutivo independiente sin ser detectada durante más de un año. De repente se encontró, surgida de no se sabe dónde, una variante (de la que se encontraron distintas subvariantes) con unas 50 mutaciones, muchas de las cuales no se habían observado antes. ¿De dónde salió Ómicron, y cómo pudo esconderse durante tanto tiempo?

Un reciente artículo en Nature repasaba las tres principales hipótesis sobre el origen de Ómicron. Una, es posible que incluso el sistema de vigilancia genómica del virus haya pasado por alto mutaciones que fueron acumulándose hasta llegar a Ómicron. Dos, quizá la variante surgió por un proceso de mutación masiva en una persona durante una larga infección; ya se ha visto que, sobre todo en pacientes inmunodeprimidos, es posible que el virus permanezca en su cuerpo durante largo tiempo, lo que puede facilitar la acumulación de mutaciones.

Y tres, surgió en un animal.

Esta es la más preocupante, porque apenas se ha divulgado nada en los medios sobre el papel de los animales en esta pandemia. En su momento se habló de los visones, que estaban contagiándose el virus entre ellos y también a los trabajadores de las granjas. Pero se ha hablado muy poco de los gatos y los hámsters, que también se infectan con este coronavirus.

Debería haberse hecho más hincapié en que las personas contagiadas que tengan gatos o hámsters en casa deben abstenerse de todo contacto con sus animales mientras les dure la infección. Hace unos días, Nature comentaba un preprint (estudio aún sin publicar) que describe cómo los hámsters de una tienda de animales han sido el origen de un brote en enero de la variante Delta en Hong Kong, el primero desde octubre pasado. Los animales —15 de 28 hámsters de la tienda testaron positivo en ARN, infección presente, o anticuerpos, infección pasada— contagiaron primero a un trabajador de la tienda y a un cliente, y luego el brote se extendió a 50 personas más, lo que obligó al sacrificio de 2.000 hámsters en toda la ciudad.

Aún no se sabe con seguridad si los hámsters trajeron el virus desde Países Bajos, el país de origen del proveedor, o si pudieron contagiarse de una persona en Hong Kong, luego entre ellos, y después de vuelta a los humanos (aunque, al parecer, el análisis genómico sugiere más bien lo primero). Pero lo que conviene subrayar es esto: no es tanto el peligro de que los animales propaguen la enfermedad —sigue siendo mucho mayor el riesgo de contagiarse a partir de un humano—, sino la posibilidad de que el paso del virus por los animales origine nuevas variantes cuando el virus intenta adaptarse a esa nueva especie.

Después de los visones, el hámster es el segundo animal del que se ha confirmado la transmisión del virus a los humanos, pero se ha confirmado que puede infectar a otra gran variedad de animales; no solo los gatos pequeños, sino también los grandes, como tigres, leones y leopardos, además de hienas, hipopótamos, hurones, primates, conejos, perros, zorros, perros mapache y, por supuesto, murciélagos, entre posiblemente muchos otros (los perros se infectan con menos facilidad que los gatos, como ya conté aquí).

Un caso particular es el de los ciervos de cola blanca o de Virginia (Odocoileus virginianus), la especie de cérvido más abundante en Norteamérica. Varios estudios (como este, este, este, este, este o este) han mostrado que el virus los infecta con gran facilidad. Un estudio reciente publicado en PNAS descubre que los humanos han contagiado el virus a los ciervos en numerosas ocasiones y que estos animales se han contagiado entre sí, de modo que el virus está muy extendido ahora entre las poblaciones americanas de esta especie; en este estudio, 94 de 283 animales analizados (la tercera parte) testaron positivo en ARN, infección activa. Pero otros estudios han encontrado porcentajes aún mucho mayores, lo que ha hecho saltar las alarmas sobre la posibilidad de que estos animales puedan actuar como reservorio del virus en la naturaleza.

Aún no se sabe cómo los humanos han contagiado a los ciervos: ¿contacto directo? ¿Gatos como huéspedes intermedios? ¿Basura o aguas fecales? Tampoco se ha demostrado la transmisión inversa de ciervo a humano, pero es perfectamente posible que pueda ocurrir.

Los estudios con los ciervos generalmente son anteriores a Ómicron, pero ya se ha detectado también esta variante en ciervos de la isla neoyorquina de Staten Island. Nadie ha sugerido hasta ahora que Ómicron haya podido surgir en los ciervos, pero sí quizá en algún otro animal. Esta variante tiene la peculiaridad de que su proteína S (Spike) mutada hace que potencialmente pueda infectar a especies que no se contagiaban con variantes anteriores, como pavos, pollos, ratones o ratas. Un estudio publicado en diciembre defendía un posible origen de Ómicron en los ratones.

La semana pasada, un nuevo estudio publicado en Nature Communications ha encontrado en las aguas residuales de Nueva York cuatro variantes del virus que poseen mutaciones comunes a Ómicron, pero que además contienen una mutación concreta que hasta ahora no se ha encontrado en ninguna muestra tomada directamente de un paciente. Los investigadores sugieren que tal vez esta mutación se haya originado en las ratas.

En resumen, todo lo anterior debería ser motivo suficiente para impulsar una mayor vigilancia del virus en las aguas residuales y en los animales, algo que ya están recalcando los expertos. Pero también para que en los medios se insistiera en la necesidad de que las personas infectadas no solo eviten el contacto con otras personas, sino también con sus animales de compañía.

(Y, por cierto, tampoco está de más aprovechar esta ocasión para mencionarlo, dado que últimamente se ha informado de un aumento de casos de gripe aviar, mucho más letal para los humanos que la COVID-19: evitar todo contacto con aves enfermas o muertas).

¿Puede el sistema inmune agotarse por demasiadas dosis de vacunas? (I)

Cuando a comienzos de los 90 trataba de elegir el tema para mi tesis en inmunología, había un fenómeno que me entusiasmaba y al que quería dedicar aquellos años de investigación. Unos 10 años antes, un inmunólogo austro-australiano llamado Gustav Nossal y otros habían descrito un extraño fenómeno llamado anergia clonal de células B, y que explico.

Todos sabemos que el sistema inmune sirve para responder, defender, luchar contra aquello que nos amenaza. Es algo que damos por hecho, y a lo que tradicionalmente se había dirigido la mayor parte de la investigación en inmunología.

Pero hay otra cara de la moneda: ¿por qué el sistema inmune no nos ataca a nosotros mismos? ¿Cómo sabe que nuestros propios antígenos son los buenos? Si básicamente todo se basa en el reconocimiento entre proteínas que encajan entre sí, ¿por qué las nuestras no disparan esa respuesta? En resumen, ¿cómo sabe el sistema inmune distinguir entre lo propio y lo ajeno? ¿Cómo sabe, incluso, distinguir en lo ajeno entre aquello que es realmente peligroso y lo que no lo es tanto? La discriminación entre lo propio y lo no propio es un tema clásico que se ha investigado desde que existe la inmunología, pero la mayor parte del trabajo se había centrado en cómo se dispara la respuesta, no en cómo se abstiene de dispararse cuando no debe.

Nossal y sus colaboradores habían encontrado ciertos mecanismos moleculares por los cuales los linfocitos B o células B, productoras de anticuerpos, aprendían a tolerarnos a nosotros mismos. Y esta capacidad del sistema inmune, no para disparar cuando ve pasar un enemigo, sino para bajar las armas al distinguir que quien pasa es amigo, era por entonces casi una página en blanco en la investigación inmunológica.

Y sin embargo, sus consecuencias eran brutales. Aquellos mecanismos podían estar implicados en la respuesta inmune defectuosa contra algunas infecciones o contra el cáncer. En las enfermedades autoinmunes. En respuestas erróneas como las alergias.

Un linfocito B humano, las células productoras de anticuerpos. Imagen de NIAID / Wikipedia.

Un linfocito B humano, las células productoras de anticuerpos. Imagen de NIAID / Wikipedia.

Bueno, aquello se frustró, por razones que no vienen al caso. Digamos simplemente que algunos decidimos tragar, pasar página y seguir adelante. Otros, como ese tal Robert Malone, dedican el resto de su vida a intentar desacreditar aquello que dicen que se les robó y a aquellos a quienes acusan de habérselo robado. Por mi parte, en cualquier caso disfruté del trabajo que finalmente hice, aunque en un campo mucho más trillado y convencional, la activación de las células T por interleuquinas.

Pero la tolerancia inmunológica y la anergia de células B han seguido siendo un interés personal. Y tres décadas después de aquello, no crean que ya está todo dicho y descubierto, ni mucho menos. Continúa siendo bastante misterioso cuáles son los factores y mecanismos que llevan al sistema inmune a no reaccionar, cuando está hecho para reaccionar.

Hasta tal punto es todavía un misterio que, cuando recientemente he escuchado a algunos inmunólogos mediáticos advertir del riesgo de que el exceso de estimulación del sistema inmune por las repetidas dosis de vacunas contra la COVID-19 llegue a cansarlo, a debilitarlo y hacer que deje de responder, las orejas se me levantaron como las de un gato al oír las pisadas de un ratón: ¿cómo? ¿Es que eso está ocurriendo?

Explicación básica teórica: mucho antes de que Nossal y otros describieran la anergia de células B (anergia significa falta de respuesta, como alergia significa respuesta contra lo alo, lo otro), se conocían ya algunos mecanismos que permiten al sistema inmune no agredir al propio cuerpo: en general, las células B y T que reconocen antígenos propios son destinadas a morir antes de completar su maduración, de modo que no lleguen a alcanzar un estado en el que puedan resultar peligrosas. Esto es lo que se llama deleción clonal. Por otra parte, posteriormente se descubrió que también existe otro mecanismo por el cual los sensores (el nombre real es receptores) que llevan esas células B y T y que reconocen antígenos propios pueden modificarse, de modo que ya no reconozcan dichos antígenos propios.

El resultado de todo ello es que el cuerpo se tolera a sí mismo; nuestro sistema inmune aprende a no agredirnos, y lo hace a través de un proceso de educación: es la constante exposición a nuestros propios antígenos lo que enseña al sistema inmune a respetar esos antígenos y no disparar contra ellos. Pero esta exposición constante no solo puede producirse en el caso de los antígenos propios. Por ejemplo, las infecciones crónicas con ciertos virus pueden mantenerse durante toda la vida (caso típico, los herpes, o el virus de Epstein-Barr o de la llamada enfermedad del beso del que se ha hablado últimamente) gracias a que el sistema inmune acaba dejando de responder contra ellos; los ve como nuestros propios antígenos.

En este principio se basan también las terapias aún experimentales que tratan de curar las alergias, sobre todo a los alimentos, por desensibilización: mediante una exposición gradual, cuidadosa y controlada a los antígenos de esos alimentos, se intenta que el sistema inmune de la persona alérgica aprenda a no reaccionar contra ellos.

Por último, también en los últimos años se ha estudiado el fenómeno del agotamiento de las células T, basado en ideas similares; en presencia de estimulación constante, los linfocitos T (son el otro componente del sistema inmune, el que ayuda a las células B a producir anticuerpos) dejan de responder. La importancia de este fenómeno, que por otra parte es reversible, se estudia en el contexto de las infecciones virales crónicas, pero también de la respuesta inmune contra el cáncer.

Todo esto ha llevado a algunos inmunólogos a definir en los últimos años lo que se ha llamado la teoría discontinua de la inmunidad, basada en la idea de que el sistema inmune responde a los cambios repentinos en los estímulos, y no solo a los estímulos en sí, de modo que una estimulación continua o lenta puede inducir tolerancia, o falta de respuesta. Los autores de esta teoría lo comparaban a una rana sentada frente a una mosca. La rana no lanza su lengua hasta que la mosca se mueve; es el cambio en el estímulo visual el que detecta la rana y dispara su respuesta.

Fin de la explicación teórica. Por lo tanto, ¿es posible que el sistema inmune llegue a cansarse y deje de responder contra un antígeno determinado debido a una estimulación continuada? Sí, es posible. Hay un marco teórico para ello, y ocurre en los casos descritos.

Siguiente pregunta: ¿es posible que esto ocurra con dosis repetidas de una vacuna?

Esta posibilidad se ha investigado en algunos casos, por ejemplo en la vacunación repetida contra la rabia, ya que algún estudio sugiere que la cantidad de anticuerpos es menor en personas que han recibido refuerzo que en aquellas a las que solo se les administró una primera dosis. Hay un ensayo clínico en marcha destinado a investigarlo. Por otra parte, en los últimos años han surgido indicios crecientes de que la vacunación repetida contra la gripe todos los años podría inducir tolerancia, lo que en el futuro podría modificar las recomendaciones de vacunación anual.

En resumen, y como decía una revisión al respecto publicada en 2013: «En algunos estudios hay evidencias convincentes de que la administración repetida de una vacuna específica puede aumentar la respuesta inmune a antígenos contenidos en la vacuna. En otros escenarios, la vacunación múltiple puede reducir significativamente la respuesta inmune a una o más dianas«.

Por lo tanto, teóricamente puede ocurrir tanto una cosa como la contraria. Y por eso la inmunología es una ciencia experimental: los modelos hay que llevarlos a la práctica y ver qué ocurre en cada caso.

Llegamos así a la pregunta clave: ¿está induciendo tolerancia la tercera dosis de las vacunas contra la cóvid?

Para los que quieran ahorrarse volver mañana a leer la explicación detallada y quedarse solo con la idea general, el resumen de lo que explicaré es este: no, no está ocurriendo. Y por lo tanto, lo más sensato cuando una voz con influencia pública dice tal cosa, con el riesgo de influir en la decisión de muchas personas sobre si recibir una nueva dosis de la vacuna o no, y por lo tanto con implicaciones serias en el control de esta pandemia-coñazo, sería advertir: es solo una hipótesis general. En el caso de la tercera dosis de la vacuna contra la cóvid, no hay ningún indicio de que esto esté ocurriendo, y en cambio sí hay pruebas sólidas de que el sistema inmune se está rearmando con ese refuerzo. Como contaremos mañana.

Por qué la Ómicron «sigilosa» es sigilosa, y qué fue de ‘déltacron’

Probablemente, a la mayoría de quienes de repente hayan leído u oído hablar de algo llamado «Ómicron sigilosa» solo les vendrán a la cabeza dos cosas: primera, una sensación de hastío infinito por algo que no parece acabar nunca; segunda, una pregunta: ¿debo preocuparme?

Respecto a lo primero, es algo que todos compartimos. Hoy le escribía a un amigo y colega que la cóvid ya ha pasado de ser una catástrofe a ser un coñazo, afortunadamente. Y aunque no es el día para hablar de esto, los coñazos deben tratarse de distinto modo que las catástrofes, algo que llevo ya tiempo defendiendo en este blog.

Con respecto a lo segundo, la respuesta es: no más que por la Ómicron normal. Y ahí puede acabar lo imprescindible. Pero tal vez haya por ahí tres o cuatro curiosos a quienes les interese saber qué tiene de especial la Ómicron sigilosa para que se la llame así. Porque, como viene ocurriendo durante la pandemia con los teléfonos rotos, aunque ahora sean 4G o 5G, ya he oído en algún medio que la Ómicron sigilosa se llama así porque no puede detectarse o porque a veces escapa a las PCR, lo cual es totalmente erróneo.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Para empezar, la tal Ómicron sigilosa no es nueva. Cuando en noviembre se detectó una nueva variante en Sudáfrica y Botswana, después llamada Ómicron, los investigadores identificaron tres linajes distintos, tres formas muy similares pero con ciertas diferencias, a las que llamaron BA.1 (BA.1​/B.1.1.529.1), BA.2 (BA.2​/B.1.1.529.2) y BA.3 (BA.3​/B.1.1.529.3), según la nomenclatura técnica estándar adoptada para las variantes de este virus; lo de las letras griegas lo inventó la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que el rechazo natural del ser humano a aprenderse ristras de letras y números no llevara a hablar de la variante británica, india o sudafricana, ya que actualmente se evita relacionar países o regiones con nombres de patógenos (a pesar de que muchos siguen llamando a la gripe de 1918 «española», que ni siquiera lo era).

Pues bien, de estas tres subvariantes, rápidamente la BA.1 se hizo con el control. Esta es la que ha dominado el mundo en los últimos dos meses, la que conocemos simplemente como Ómicron. Los investigadores pensaban entonces que las BA.2 y BA.3 desaparecerían bajo el dominio de su hermana más potente.

Curiosamente, no ha sido así en el caso de la BA.2, que ha ido expandiéndose lenta y sigilosamente en los lugares donde ha penetrado (pero no, este no es el motivo para llamarla «sigilosa»). En Dinamarca ya suma la mitad de todos los nuevos contagios de Ómicron. En Alemania ha superado a Delta y crece más deprisa que la Ómicron normal, la BA.1.

Si ahora está siendo capaz de imponerse a su hermana que ya se había adueñado del mundo, es posible que cuente con alguna ventaja adicional. Quizá sea algo más transmisible, aunque por el momento los científicos apuntan que la diferencia no sería tan abultada como la de Ómicron respecto a variantes anteriores. Quizá sus diferencias le confieran una cierta capacidad de evasión frente a la inmunidad a Ómicron, pudiendo reinfectar más fácilmente a quienes previamente ya se habían contagiado con la Ómicron normal; ya hay casos descritos de esta reinfección. Pero por el momento, no parece que BA.2 vaya a provocar síntomas más graves que BA.1, y los datos preliminares de Reino Unido sugieren que la tercera dosis de la vacuna podría proteger incluso algo mejor contra la enfermedad sintomática por BA.2 (un 70%) que por BA.1 (un 63%), aunque aún es pronto y hay pocos datos.

En cualquier caso, todo ello aconseja que este linaje sea tratado como una nueva variante. En Reino Unido se ha denominado VUI-22JAN-01, por Variant Under Investigation, aunque probablemente lo más razonable sería que la OMS la designara como la nueva variante Pi (salvo que, si se saltaron la letra griega Nu porque en inglés suena como «nuevo» y la Xi porque al parecer es un apellido chino muy frecuente, algún mandamás de la OMS que sea lector de Mortadelo y Filemón piense que no se puede estigmatizar de este modo el apellido de Filemón).

Pero, por el momento, es la sigilosa. Y ¿por qué es sigilosa? Los linajes BA.1 y BA.2 de Ómicron comparten unas 32 mutaciones, pero difieren en otras 28. Entre las mutaciones de la Ómicron normal, se encuentra la deleción (pérdida, en lenguaje llano) de un trocito de la proteína S o Spike. Este hecho ha facilitado que Ómicron sea identificable por PCR sin necesidad de leer (secuenciar) el genoma completo. La PCR para confirmar la presencia del virus detecta varios segmentos de su genoma. Uno de ellos es el trocito del gen S que falta en Ómicron. Por lo tanto, un virus Ómicron da una PCR positiva, pero negativa para el gen S (lo que se llama S Gene Target Failure, o SGTF). Dicho de otro modo, hasta ahora una PCR positiva con gen S positivo era una de las variantes anteriores, mientras que una PCR positiva con gen S negativo (SGTF) era Ómicron.

Pero ocurre que la Ómicron BA.2 no tiene esta pérdida en el gen S, por lo que los kits de PCR utilizados normalmente confunden la Ómicron sigilosa con una de las variantes anteriores, al dar un resultado PCR positivo con gen S positivo. Esta y no otra es la razón de que se haya llamado sigilosa. No es que no se detecte; se detecta igual de bien que la Ómicron normal y que las variantes anteriores. Pero se confunde con las variantes anteriores, a no ser que se busque específicamente. Hasta ahora y sin una secuenciación del genoma, probablemente muchas muestras que realmente eran Ómicron BA.2 se hayan identificado erróneamente como una de las variantes anteriores. La solución es muy fácil: hay kits de PCR que detectan ciertas mutaciones que están presentes en Delta pero ausentes en los dos linajes de Ómicron.

Y por otra parte, ¿qué pasa con la tercera subvariante, BA.3? En una PCR normal se confundiría con la Ómicron estándar, ya que esta sí tiene esa deleción en el gen S. Pero de todos modos, la vigilancia genómica que regularmente secuencia muestras del virus para rastrear su evolución no ha encontrado que se haya expandido de forma significativa.

Estas cuestiones sobre los genes del virus y su detección por los test o por secuenciación pueden llevar a este tipo de errores o confusiones. Y un caso muy sonado ha sido el de la posiblemente inexistente déltacron. A comienzos de este mes los medios informaban de la supuesta aparición de una nueva variante en Chipre que combinaba mutaciones de Delta y de Ómicron, y a la que los investigadores decidieron llamar astutamente déltacron (astutamente porque parte del gancho de la noticia estaba en el nombre, además de haber dado pie a innumerables memes).

Cuando esto se anunció, en este blog y en otras fuentes la única reacción fue… silencio. Personalmente me recordó a una historia que cuento muy brevemente. En 2013 una estrambótica investigación no publicada pretendió haber secuenciado el genoma del Bigfoot; el yeti americano. Según los autores, era un híbrido entre humanos y algún primate desconocido. Cuando los expertos miraron los datos, vieron lo que cualquier persona que supiera lo que estaba haciendo debería haber visto en primer lugar: contaminación. Aquel pastiche genético no era otra cosa que una mezcla de fragmentos de ADN procedentes de fuentes distintas.

No es que no sea posible una combinación de mutaciones de Delta y Ómicron. De hecho, ya existe. De hecho, Delta y Ómicron ya comparten mutaciones. De hecho, Delta y Ómicron comparten mutaciones con variantes anteriores. Las bases de datos de genomas virales están llenas de secuencias que comparten mutaciones de variantes.

Pero si un estudiante de doctorado llegase a su director de tesis con un resultado de secuencia pretendiendo que ha encontrado una Delta recombinada con Ómicron, probablemente la primera reacción del director de tesis sería decir que sus muestras están contaminadas. Probablemente la segunda reacción sería decir que, como máximo, quizá haya encontrado variaciones de los linajes como las que ya existen a miles, y que incluyen mutaciones de variantes distintas.

Pero decir, «¡Ah, déltacron!», y salir a los medios a contarlo… En fin, lo mejor es, como suele decirse, correr un tupido velo. Esperaremos a que los chipriotas comprueben sus secuencias, lo que al parecer están haciendo ahora, y a ver qué encuentran.

Tal vez este caso llegue a servir como ejemplo en alguna clase de periodismo de ciencia para explicar la diferencia entre contar lo que alguien dice y contar lo que ha pasado. No es lo mismo contar que ha habido una explosión que contar que un señor dice haber oído una explosión. Aunque el señor sea un científico; si fuera lo mismo, no habría necesidad de que existieran las revistas científicas. Lanzarse a dentelladas y de inmediato a algo como el anuncio del descubrimiento de déltacron tiene todas las papeletas de caer en la trampa de la desinformación. Y aunque la cóvid se haya convertido en un coñazo, por desgracia aún es un coñazo muy serio.