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España es uno de los países más vacunados contra la COVID-19, pero hay una cruz de la moneda

Mientras en varios países europeos los contagios de COVID-19 están creciendo en las últimas semanas a niveles que hasta ahora no se habían conocido en dichos territorios, en España nos mantenemos en cifras de incidencia hasta diez veces menores, en algunos casos. Esta situación está dando a muchos la ocasión de sacar pecho: no paramos de oír en los medios cómo numerosos comentaristas atribuyen este presunto éxito a nuestras altas tasas de vacunación.

Pero cuidado con los triunfalismos y con aquello que decía el señor Lobo. Porque hay una cruz de la moneda.

Primero, la cara. Es cierto que nuestras tasas de vacunación son de las más altas del mundo. Según Our World in Data, somos el noveno país del mundo en porcentaje de población vacunada (datos del 23 de noviembre). Además, contamos con una ventaja adicional: algunos de los países que nos superan en tasa de vacunación han distribuido sobre todo vacunas de virus inactivado que se están revelando menos efectivas, mientras que aquí se han administrado mayoritariamente las de ARN (Pfizer y Moderna), las grandes triunfadoras de la pandemia. Así que probablemente la protección real de la población sea aquí incluso mejor que en algunos de los países con más personas vacunadas que el nuestro.

También es cierto que España está entre los países con mayor confianza en las vacunas de COVID-19, según ha revelado algún estudio. Ya antes de la pandemia, los movimientos antivacunas han tenido tradicionalmente una menor implantación aquí que en otros países desarrollados.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Lo cual, por cierto, es de por sí algo que merece la pena estudiar y que es de esperar que los científicos sociales aprovechen para indagar, dado que no parece aportarse ninguna explicación justificada más allá de las especulaciones. En la reciente entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica, de la que hablé aquí, el director de la Fundación BBVA, Rafael Pardo, resaltaba una diferencia paradójica entre EEUU y España: allí la población tiene un mayor nivel de cultura científica, pero menor confianza en los científicos, mientras que aquí ocurre lo contrario.

Pero si no se sabe muy bien qué es lo que tenemos para que el antivacunismo sea residual en España, sí puede decirse algo que no tenemos. Ayer 20 Minutos y otros medios comentaban el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a propósito del perfil de quienes rechazan la vacuna en España: sobre todo hombres, de 25 a 44 años, de ideología de derechas, principalmente votantes de Vox. Esta línea ideológica concuerda con lo observado en otros países; por ejemplo, en EEUU es bien conocido que el rechazo a las vacunas tiene su frente más fuerte en el sector político de Donald Trump. Pero también aquí hay una diferencia entre España y EEUU: catolicismo mayoritario frente a diversos cultos protestantes.

Este dato ha pasado inadvertido en relación con la encuesta del CIS, y en cierto modo es lógico que sea así, dado su carácter extremadamente minoritario: en España solo hay un 2,2% de personas creyentes de otras religiones distintas de la católica, también según datos del CIS. Pero en esa letra pequeña de la sociedad española se encierra una población antivacunas que, si no es grande en su tamaño absoluto, sí lo es en el relativo: entre los creyentes de otras religiones hay casi un 21% de no vacunados, frente a un 3-5% entre los católicos, practicantes o no, y los agnósticos o ateos.

Según un estudio reciente publicado en PNAS, «un factor de predicción significativo de las actitudes hacia las vacunas en EEUU es la religiosidad, siendo los individuos más religiosos los que expresan mayor desconfianza en la ciencia y menor tendencia a vacunarse«. En EEUU el protestantismo es claramente mayoritario, dividido en distintas confesiones como baptistas, presbiterianos, metodistas, episcopalianos y otros. En el seno de algunas de estas confesiones existe un arraigado rechazo y suspicacia hacia la ciencia.

Este mismo estudio, de las universidades de Columbia y Stanford, muestra un experimento según el cual el respaldo a las vacunas por parte de científicos con perfil religioso puede influir en un cambio de opinión entre las personas que profesan esas mismas creencias. En el estudio han utilizado como ejemplo al genetista Francis Collins, director de la mayor institución científica del mundo, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) (próximamente exdirector). Collins es un cristiano protestante que suele hablar abiertamente de su religiosidad y que ha pasado por distintas confesiones, por lo que su voz tiene poder sobre un amplio espectro de la población de EEUU.

Resultados como el de este estudio no deberían ignorarse en países como el nuestro, dada la llamativa extensión del pensamiento antivacunas entre los creyentes de otras religiones. Aunque se trate de un sector de población muy minoritario en España, incluso ganar unas decenas de miles de vacunados más sería una contribución valiosa de cara a la salud pública.

Pero vamos por fin a la cruz de la moneda. Y es que las personas que se han recuperado de la COVID-19 y han desarrollado algún grado de protección también contribuyen a construir la inmunidad de grupo (aunque esta no sea como a menudo se presenta). Probablemente no sea casualidad que nuestras tasas actuales de contagios en esta sexta ola nuestra sean, al menos por ahora, mucho menores que las de otros países donde la ola actual es la cuarta, y que en oleadas anteriores han tenido incidencias mucho menores.

En números absolutos, España es el quinto país de Europa con más casos acumulados totales, después de Reino Unido, Rusia, Turquía y Francia, y el undécimo del mundo. En términos relativos poblacionales bajamos unas veinte posiciones, pero seguimos por delante de la mayoría de los países europeos y de en torno a 180 países y territorios del mundo.

En resumen, sí, es cierto que la inmunidad grupal se está construyendo sobre todo gracias a las vacunaciones, que implican a sectores mucho mayores de población que las infecciones y ofrecen una protección más consistente. Pero antes de sacar pecho, no olvidemos que si somos uno de los países más vacunados, también somos uno de los más infectados, y es probable que esto también esté aportando un granito de arena a nuestra situación actual relativamente benigna. A un precio que ya todos conocemos. Como se ha repetido en este blog, con una catástrofe que todos queremos olvidar corremos el peligro de que olvidemos más de lo que debemos.

El efecto nocebo: las molestias tras la vacunación son más probables en quien las espera

Algo sorprendente de algún personaje popular que se ha destapado como antivacunas durante la pandemia es cómo alguien puede estar durante años metiéndose en el cuerpo, incluso directamente en vena, sustancias clandestinas sin control sanitario ni de ninguna otra clase –y que quizá incluso hayan viajado en los orificios corporales de otro–, y en cambio rechace una vacuna porque, dice, es experimental, no está testada, blablablá. ¿Hay algún ejemplo más brutal de disonancia cognitiva?

Es curioso que las vacunas siempre hayan provocado este tipo de reacciones instintivas en contra, ya desde tiempos de Jenner. En los tiempos en que aquel inglés puso las primeras vacunas con soporte científico —las primeras sin más las puso antes que él el granjero Benjamin Jesty–, se publicaron caricaturas que mostraban personas vacunadas a las que les crecían partes del cuerpo de vaca. El movimiento antivacunas es tan viejo como las vacunas.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Históricamente, los procedimientos médicos nuevos han encontrado resistencia, incluso por parte de los propios médicos; hasta la anestesia fue vilipendiada en un principio. Pero mientras que este rechazo suele desaparecer con el tiempo, y no consta que hoy siga habiendo negacionistas de la anestesia, en cambio el movimiento antivacunas sigue vivo y coleando. Por algún motivo, que como inmunólogo se me escapa –y tampoco he encontrado a nadie que lo explique satisfactoriamente–, las vacunas suscitan mayor desconfianza que cualquier otro tipo de fármaco.

Sí, es cierto que, por desgracia, la desinformación ha cundido. Hasta tal punto que, incluso entre personas que sí han accedido a vacunarse, y a pesar de haberse vacunado, se oye eso de que las vacunas son experimentales, que no están suficientemente testadas y que se han aprobado a la carrera porque no quedaba otro remedio (nota aclaratoria: las autorizaciones de emergencia son un procedimiento perfectamente establecido y no se saltan ninguno de los pasos clínicos de una aprobación normal; simplemente, van por el carril Bus-VAO). Y por ello, muchos tienden a atribuir a la vacuna cualquier cosa que sientan durante los días posteriores a la vacunación (algunos en los meses posteriores, quizá años).

Es más, incluso están esperando que ocurra. Esto es lo que desvela un interesante estudio publicado en la revista Psychotherapy and Psychosomatics por investigadores de universidades de EEUU, Australia, Reino Unido y Dinamarca. Dicho estudio revela una correlación entre los temores que las personas sienten a posibles efectos adversos de las vacunas de COVID-19 y los efectos que dicen sentir después.

En palabras del primer autor, el psicólogo de la Universidad de Toledo (el Toledo de Ohio, no el de Castilla-La Mancha) Andrew Geers: «Nuestra investigación muestra claramente que las personas que esperan síntomas como dolor de cabeza, cansancio o dolor por la inyección tienen mucha más probabilidad de experimentar esos efectos secundarios que quienes no los esperaban«. Es decir, un efecto nocebo, lo opuesto al placebo, algo ya muy conocido en la literatura científica.

Geers y sus colaboradores encuestaron a más de 500 personas antes de vacunarse sobre sus expectativas previas respecto a siete síntomas comunes: fiebre, temblores, dolor en el brazo, cabeza o articulaciones, náuseas y fatiga. También recogieron información sociodemográfica y sus actitudes respecto a la pandemia. Posteriormente los entrevistaron de nuevo después de la vacunación para saber cuáles de estos síntomas habían experimentado. «Encontramos un vínculo claro entre lo que esperaban y lo que experimentaron«, dice la coautora Kelly Clemens. Esa correlación superaba a otros posibles factores, como la marca de la vacuna que recibían, la edad de los sujetos o el hecho de haber padecido ya la enfermedad.

Lo cual no pretende afirmar que la gente mienta, que se imagine cosas que no existen o que todo esté en su cabeza. Los ensayos clínicos han mostrado que las vacunas de la cóvid pueden tener algunos efectos secundarios menores y poco importantes. Pero como mencionan los autores en el estudio, hasta un 34% de los participantes en el ensayo clínico de la vacuna de Pfizer que habían recibido un placebo en lugar de la inmunización reportaron dolor de cabeza, que obviamente no tenía ninguna relación con la vacuna que no recibieron, ni tampoco con el placebo que sí recibieron. Las vacunas, prosiguen los autores, pueden causar fatiga, «pero este síntoma puede amplificarse por las expectativas de los individuos y su atención selectiva hacia este posible efecto secundario«, escriben. «Esto realmente muestra el poder de las expectativas y las creencias«, concluye Geers.

Frente a los bulos y la desinformación, lo cierto es que las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) se han alzado como las grandes triunfadoras de la pandemia. Esta tecnología ya tiene más de dos décadas de existencia, y en animales había demostrado su gran potencia e inocuidad, pero en humanos, en este caso sí, solo se había aplicado de forma experimental. Y aunque aún no se sabe cuánto durará la inmunidad que confieren, dado que no hay otro modo de saberlo sino dejar que pase el tiempo, estas vacunas han conseguido convencer incluso a los científicos que inicialmente tendían a confiar más en las tecnologías tradicionales, como las vacunas de virus inactivado. Las chinas de Sinopharm y CoronaVac, que utilizan este enfoque clásico, con el tiempo han empezado a perder capacidad de generar anticuerpos neutralizantes, lo cual es preocupante teniendo en cuenta que se han distribuido más de 3.000 millones de dosis en todo el mundo.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Otro estudio reciente publicado en JAMA (la revista de la asociación médica de EEUU) ha confirmado lo que ya habían concluido los ensayos clínicos de las vacunas de ARN y que lleva repitiéndose desde que comenzaron las inmunizaciones, contra el gran poder de la desinformación y el miedo: los efectos secundarios de estas fórmulas, si existen, son menores y poco importantes. Los autores han recopilado los datos de 6,2 millones de personas que recibieron un total de 11,8 millones de dosis y que han quedado registrados en el sistema de vigilancia en EEUU.

Los investigadores analizaron 23 posibles efectos graves que se han notificado durante las campañas de vacunación, incluyendo trombos y problemas cardiovasculares, infartos y embolias, anafilaxis, encefalitis, síndrome de Guillain-Barré, trastornos neurológicos y otros. Los resultados muestran que no existe ninguna correlación estadística entre estos casos y las vacunas. Es decir, hay personas que sufren estos trastornos. Algunas de estas personas están vacunadas. Pero no existe mayor incidencia en las personas vacunadas, ni ninguna evidencia estadística que correlacione los trastornos con las vacunas.

Una preocupación surgida en los últimos meses ha sido la miocarditis en personas jóvenes. Tampoco se ha encontrado en este caso ninguna correlación estadística. Los autores calculan que por cada millón de dosis, habrá 6,3 casos de miocarditis, una cifra que entra dentro de los márgenes normales. En todos los casos detectados los síntomas fueron leves y remitieron al poco tiempo. También recientemente, una prepublicación (estudio aún sin revisar ni publicar pero disponible en internet) que mostraba una tasa de miocarditis de 1 por cada 1.000 vacunados, o el 0,1%, ha sido retirada cuando los autores han reconocido un error en sus cálculos: habían estimado la tasa sobre 32.000 vacunaciones, cuando el número real era de 800.000, por lo que la incidencia es 25 veces menor. Otra prepublicación ha estimado que el riesgo de miocarditis en menores de 20 años es seis veces mayor por el propio virus de la cóvid que por la vacuna.

Por supuesto, todo este trabajo no ha terminado, y tanto los sistemas de vigilancia como infinidad de investigadores permanecen atentos al seguimiento de las vacunas, tanto de la duración de la protección –lo que ha llevado a las recomendaciones sobre una tercera dosis– como de posibles efectos a largo plazo. Pero a fecha de hoy no hay ningún argumento basado en datos ni en ciencia para defender otra conclusión sino que las vacunas funcionan y son seguras. Sobre las proclamas de los de la disonancia cognitiva pueden hacerse chistes, pero la verdad es que no tiene ninguna gracia.

Investigadores y divulgadores han sufrido acoso durante la pandemia

No es ningún secreto para todo el que durante estos 22 meses haya intentado acercar al público lo que la ciencia ha ido avanzando en el conocimiento del coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que causa. Pero también hay que contarlo.

El mes pasado, Nature publicaba un reportaje detallando hasta qué punto los científicos y divulgadores que han intervenido en los medios para informar sobre la COVID-19 han tenido que sufrir el acoso de los haters y negacionistas. El artículo se basa en una encuesta de la propia revista a 321 científicos que han concedido declaraciones sobre COVID-19 y han informado en las redes sociales. No es un estudio aleatorio; una parte de los científicos contactados prefirieron no responder a la encuesta para evitar más acoso.

Casi el 60% ha sufrido ataques a su credibilidad o insultos. Más del 20% ha recibido amenazas de agresiones físicas o sexuales. La tercera parte de los que han difundido informaciones en Twitter ha recibido ataques «siempre» o «habitualmente». El 15% ha llegado a soportar amenazas de muerte. A veces incluso por teléfono, como relata la especialista en enfermedades infecciosas Krutika Kuppalli, quien llevaba meses sufriendo ataques online. Seis han padecido agresiones físicas.

El virólogo Christian Drosten, la figura más destacada en Alemania con relación a la pandemia, recibió un paquete en su casa con un vial de líquido con la etiqueta «positivo» y una nota instándole a beberlo. En Bélgica, un francotirador amenazó con disparar a los virólogos. En EEUU, un investigador recibió sobres de polvo blanco. «Cómete un murciélago y muere, puta», «tú y tus hijos arderéis en el infierno», «si te veo te pego un tiro» o «espero que mueras» son algunas de las amenazas detalladas por los científicos, junto con imágenes de ataúdes o de cadáveres ahorcados.

A dos terceras partes de los que han sufrido algún tipo de amenaza o agresión, la experiencia les ha hecho cuestionarse sus apariciones en los medios, y muchos de ellos han decidido inhibirse de hacer declaraciones. Algunos han cerrado su cuenta de Twitter.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Según cuenta en Nature Fiona Fox, directora del UK Science Media Centre –una oficina de prensa independiente que ofrece testimonios de científicos y expertos–, de más de 20 científicos consultados para hacer una rueda de expertos sobre el origen del coronavirus, ninguno quiso participar. Esta cuestión en particular, junto con las vacunas, la ivermectina y la hidroxicloroquina –dos tratamientos ensayados que resultaron inútiles– han sido los temas recurrentes que han provocado las reacciones de los haters.

El estudio de Nature no encontró diferencias en el nivel de acoso a hombres y mujeres, pero sí que estas recibían frecuentemente burlas o amenazas de carácter sexual, del mismo modo que los investigadores de minorías étnicas han recibido insultos racistas.

La encuesta y el reportaje de Nature no son los primeros en sacar a la luz las amenazas e insultos que están recibiendo los científicos. Aquí ya he mencionado algún caso que ha ido publicándose sobre todo a raíz de las investigaciones sobre el origen del coronavirus. La iniciativa de Nature ha venido motivada por una encuesta previa en Australia que ya alertó del problema, y está en marcha un amplio estudio de la Universidad Johns Hopkins que ofrecerá un panorama más detallado.

Estos estudios se han centrado sobre todo en los países anglosajones, pero cualquiera que haya seguido los comentarios en los medios y en las redes sociales en nuestro país habrá podido observar que aquí ha ocurrido exactamente lo mismo. Esta semana, la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) publicaba un artículo comentando el reportaje de Nature y añadiendo experiencias personales de algunos investigadores de la UOC que se han visto en la misma situación. El biólogo molecular y divulgador Salvador Macip i Maresma denuncia haber sido víctima de una campaña organizada de odio basada en amenazas e insultos en las redes sociales; acusaciones falsas, ataques al honor, insultos, amenazas de muerte o de tortura. Algo similar relata Alexandre López Borrull, experto en fake news.

Incluso se da el caso, aunque esto no se ha publicado, de algún comunicador científico que durante la pandemia ha preferido abstenerse por completo de tratar la COVID-19, supuestamente por centrarse en el resto de la esfera científica que ha quedado muy olvidada durante estos casi dos años; en realidad, porque pasaba de meterse en este marrón. Y quién se lo puede reprochar.

Solo se detectó uno de cada cien casos en la primera ola de COVID-19

El 31 de enero de 2020 los medios informaban del primer y entonces único caso en España de infección con el coronavirus después llamado SARS-CoV-2, causante de la después llamada COVID-19; se trataba de un paciente alemán ingresado en el hospital de La Gomera. El 9 de febrero se difundía el segundo caso, un ciudadano británico en Palma de Mallorca. Dos semanas después, el 24, se anunciaba que el virus había llegado a la península.

Este es el relato que se divulgó en los primeros meses de la pandemia, y que por tanto quedará para siempre conservado en el formol de la hemeroteca de internet. Pero es muy importante que se comprenda que todo lo anterior es pura ficción. Ni aquel ciudadano alemán fue el primer contagiado en España, ni el británico el segundo, ni el 31 de enero había solo un infectado y dos el 9 de febrero, ni el virus saltó a la península el 24 de febrero. El 2 de febrero, cuando se decía que había un único infectado, ya había transmisión comunitaria; el virus galopaba libremente.

Esto no es algo novedoso; a lo largo de estos meses los estudios de modelización del comienzo de la pandemia han ido revelando que los contagios ya corrían a mansalva por Europa y EEUU cuando las autoridades sanitarias y los medios de estos países estaban difundiendo los primeros casos detectados. En primer lugar, una mayoría de las infecciones son asintomáticas, posiblemente hasta cinco veces más que las sintomáticas. De esto podría pensarse que por cada caso conocido había otros cinco que no se detectaban. Pero en segundo lugar, teniendo en cuenta además que la concidencia con la estación de la gripe enmascaraba muchos otros casos, y que en aquellos momentos no había capacidad de testado masivo, lo cierto es que el número de casos reales era aún mucho mayor. Pero ¿cuánto mayor?

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Un nuevo estudio dirigido por investigadores de la Northeastern University de Boston y publicado en Nature ha reconstruido el comienzo de la pandemia en Europa y EEUU. Los autores han empleado un modelo epidemiológico computacional llamado GLEAM (Global Epidemic and Mobility), que simula la expansión del virus a escala global incorporando la movilidad debida al transporte y que incluye numerosos factores relativos a la dinámica de la epidemia, la demografía, la transmisión viral y las medidas de contención adoptadas.

Los resultados muestran que los contagios eran abundantes a finales de enero en varios países de Europa, incluyendo España. «Encontramos que la transmisión comunitaria era probable en varias zonas de Europa y EEUU en enero de 2020, y estimamos que a principios de marzo los sistemas de vigilancia solo detectaron de 1 a 3 infecciones de cada 100«, escriben los autores.

El modelo calcula también cuándo se alcanzaron por primera vez los 10 contagios al día en EEUU y en distintos países de Europa, lo que se toma como un indicador de la transmisión comunitaria. Según los resultados, en España esto ocurrió el 2 de febrero, y por entonces ya los contagios se multiplicaban exponencialmente. España fue el quinto país de Europa donde se alcanzó esa tasa de contagio, después de Italia, Reino Unido, Alemania y Francia.

Otro dato que aporta el estudio es la vía principal de entrada del virus en cada país o territorio. Con la información disponible sigue prevaleciendo la hipótesis de que el virus se exportó desde China al resto del mundo. Pero una vez que algunas personas contagiadas llevaron el virus fuera de China, no fue necesario un flujo enorme ni continuo de viajeros desde allí hacia cada país receptor para que se desencadenara el desastre, sino que las redes de transporte se encargaron del resto.

Por ejemplo, en España el 84% de las introducciones del virus desde el exterior provinieron de Europa, un 10% de Asia exceptuando China, un 4% de EEUU, un 2% del resto del mundo, y menos del 1% de las personas que trajeron el virus a España procedían de China. Lo cual debería ser un dato para informar a quienes deciden las políticas de aperturas o cierres de fronteras desde la barra de un bar. También cuando ese bar es el de un organismo gubernamental.

Por último, el estudio calcula también la tasa de ataque del virus (básicamente, el porcentaje de población infectada) a fecha 4 de julio de 2020 para cada país; en aquel momento España ya era el segundo país de Europa con mayor proporción de población contagiada, un 7,3%, solo por debajo de Bélgica. Sin embargo, España tenía una tasa de letalidad (medida como IFR, Infection Fatality Ratio, o mortalidad entre todas las personas contagiadas, incluyendo asintomáticas y no diagnosticadas) bastante superior a la de Bélgica, 1,09% frente a 0,71%, aunque inferior a la de Italia (1,37%), Croacia (1,33%) y Suecia (1,11%).

Según lo dicho, todo lo anterior es importante para que no perdure un relato ficticio sobre el comienzo de la pandemia, para distinguir entre lo que entonces creíamos que estaba ocurriendo y lo que realmente estaba ocurriendo sin que lo supiéramos. En un comentario al estudio publicado también en Nature, dos investigadores del Instituto Pasteur constatan que todos los modelos epidemiológicos tienen sus limitaciones, pero que el utilizado en este estudio es especialmente robusto, fruto del progreso en la modelización obligado por la urgencia de la pandemia.

Sobre todo, los autores de ambos artículos confían en que estos estudios y modelos sirvan para protegernos mejor en el futuro de nuevas epidemias como la que estamos sufriendo, o peores. Entre sus resultados, los autores del estudio incluyen un supuesto en el que los sistemas de vigilancia de los países hubieran sido capaces de detectar el 50% de los contagios en los primeros momentos de la pandemia. En esta situación, y tomando las medidas oportunas cuando se habrían tomado de haberse conocido lo que ya estaba ocurriendo, la transmisión comunitaria se habría evitado al menos hasta finales de marzo. Todo habría sido muy diferente y se habrían salvado muchas vidas. Esperemos que sea una lección aprendida.

Niños y adolescentes, las víctimas invisibles de la pandemia de COVID-19

No he llegado a tiempo para contar el número de veces que en un reportaje del telediario sobre el puente del Pilar se ha repetido la palabra «normalidad». Todos los espectáculos abiertos, incluso con aforos normales. Ocupación hotelera máxima, lo normal en un puente. Barras y discotecas abiertas, pistas de baile para bailar normalmente. Ya se puede visitar a los pacientes en los hospitales como solía ser normal. Sí, es cierto, aún quedan las mascarillas como único residuo de esa época ya casi pasada. Pero, al fin y al cabo, en muchos espacios al aire libre ya podemos prescindir de ellas. En los locales de ocio generalmente no se usan, porque se consume. Y en los centros de trabajo, consta que… según. En resumen, normalidad. O casi.

Excepto para los niños y adolescentes.

Repasemos. Durante el confinamiento estricto de marzo y abril de 2020, los adultos podían salir de casa para tareas esenciales. Y cualquiera podía buscarse fácilmente una tarea esencial como excusa para salir de casa. Hasta los perros podían salir a sus paseos. Pero no los niños. Durante seis semanas estuvieron encerrados en casa las 24 horas, porque se les prohibió por completo pisar la calle.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Sin que apenas se haya hablado de esto en los medios, esta reclusión total de los menores ya se cobró un precio en su bienestar psicológico. El año pasado, un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Alicante y de la Universidad de Estudios de Perugia (Italia) reveló que más del 85% de los niños habían sufrido cambios emocionales y de conducta a causa del confinamiento, incluyendo nerviosismo, soledad, irritabilidad y dificultades de concentración. En cambio en Italia, donde los niños sí podían salir a la calle, el impacto fue menor. En junio, otro estudio de la Universidad de Burgos publicado en Scientific Reports encontró también que durante el confinamiento «los niños y adolescentes sufrieron alteraciones emocionales y de conducta«.

Diversos expertos ya han alertado de que el mayor impacto de la pandemia en la salud mental lo están sufriendo los menores. Un estudio en Canadá sobre una población de 50.000 personas encontró que la población con mayores síntomas de ansiedad fue la más joven, a partir de 15 años; este estudio no incluyó menores de esta edad. Según las autoras, las psicólogas clínicas de la Universidad de Manitoba Renée El-Gabalawy y Jordana Sommer, la pandemia de COVID-19 «probablemente afectará de forma desproporcionada a las generaciones más jóvenes en sus efectos mentales sostenidos«.

También desde Canadá, de la Universidad de Calgary, llegó el pasado agosto un metaanálisis global sobre la prevalencia de síntomas de depresión y ansiedad durante la pandemia. Reuniendo 29 estudios previos con una población total de casi 81.000 menores, las autoras llegan a la conclusión de que el 20% ha sufrido síntomas clínicos de ansiedad y el 25% de depresión, cifras que duplican las anteriores a la pandemia. El metaanálisis descubre también que los más afectados han sido los adolescentes de mayor edad y sobre todo las chicas. Según escriben tres de las autoras del estudio, los niños y adolescentes «han emergido como las víctimas invisibles de esta crisis global«.

Podríamos continuar mencionando otra revisión según la cual «en comparación con los adultos, esta pandemia puede aumentar las consecuencias adversas en la salud mental de niños y adolescentes», u otra que alerta de la alta vulnerabilidad de los menores a los efectos mentales de la pandemia, o bien otra más, u otra, o esta colección de estudios, o este nuevo informe de Unicef según el cual «los niños y jóvenes podrían padecer el impacto de la COVID-19 en su salud mental y bienestar durante años«. Pero creo que la idea ya está suficientemente clara, y está lo suficientemente respaldada por los estudios.

Y con las reservas hoteleras a tope, las discotecas y las pistas de baile abiertas, y los carajillos en barra, ¿se les ha concedido también a los niños el derecho a disfrutar de esa normalidad certificada por los telediarios? ¿Tienen en cuenta las autoridades que son los menores quienes más necesitan desesperadamente esa vuelta a la normalidad?

Con la proximidad del comienzo del nuevo curso, se estuvo hablando en los medios de una inminente retirada de las mascarillas en los patios, recreos y otros espacios y actividades al aire libre en los colegios. A pesar de que los menores de 12 años aún no están vacunados, y frente a todos los temores y precauciones sobre el desastre epidémico que podía suponer la vuelta a las aulas (de lo que también se alertó en este blog), lo cierto es que no ha sido así. Los brotes de contagios originados en los colegios han sido casi anecdóticos. Y en más de un año y medio de pandemia no se han encontrado pruebas de que el contacto físico casual, sobre todo al aire libre como ocurre en los recreos de los colegios, sea una vía predominante de contagios.

En la Comunidad de Madrid ya ha salido la nueva orden que modifica el uso de las mascarillas en los colegios. El resultado: se retiran las mascarillas solo en la práctica de deportes al aire libre. Se mantienen las mascarillas en los recreos; según la Comunidad de Madrid, «en cualquier espacio al aire libre del centro educativo en el que se dé agrupación de personas o posibilidades de aglomeración (recreos, eventos, etc.)«.

Y en cambio, añade la orden, «no será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Dado que tuve que leerlo dos veces para creerme lo que estaba leyendo, voy a escribirlo también dos veces por si no soy el único al que le cuesta creerlo:

«No será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Es decir, y salvo que lo esté entendiendo rematadamente mal, los profesores y demás personal de los colegios, al contrario que el resto de los ciudadanos, pueden quitarse la mascarilla en recintos interiores de su centro de trabajo.

Porque, como todo el mundo sabe, todas las salas de profesores y oficinas de administración de los colegios cuentan con sistemas de presión negativa para que el aire solo entre, y no salga. Porque, como todo el mundo sabe, los aerosoles que se expulsan en la sala de profesores se quedan en la sala de profesores. Y porque, como todo el mundo sabe, no existe absolutamente ningún docente ni otro personal de colegios que haya rechazado la vacuna.

En resumen, normalidad, excepto para los más olvidados y perjudicados, los niños y adolescentes. Por mi parte, puedo decir que algunos de los niños que esperaban con ilusión poder prescindir de la mascarilla en el recreo y recuperar ese espacio de relación en condiciones de normalidad, como se les está permitiendo a los adultos en casi todos los ámbitos de su vida, han recibido esta noticia como un nuevo mazazo. Por si no tuviesen suficiente con el mazo de la pandemia, sufren además el de las autoridades que, al parecer, deben de seguir otra ciencia diferente a la que se publica en las revistas científicas.

Fin del debate: las mascarillas reducen los contagios de COVID-19

Uno de los asuntos que lleva coleando desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 es el debate científico sobre la utilidad de las mascarillas. No confundir con el debate público: el primero consiste en investigar para luego discutir sobre la interpretación de los resultados científicos cuando estos aún son incompletos, no concluyentes o contradictorios, mientras que el segundo se basa en opiniones, ideologías o creencias. Ejemplo de esto último es la politización de las mascarillas en distintos países, a veces con resultados paradójicos: mientras que en EEUU el sector más conservador ha rechazado el uso de la mascarilla siguiendo la línea marcada por Donald Trump, en cambio en España una parte de esta tendencia política fue la primera en adherirse al uso de mascarilla porque inicialmente el gobierno de izquierdas cuestionaba su utilidad.

Pero por suerte y por desgracia, la ciencia no es un sistema de creencias, sino de evidencias; por desgracia, porque llegar a disponer de esas evidencias a veces es un camino largo y complicado, lo que puede dejar en el aire una duda persistente; por suerte, porque una vez que existen esas evidencias –como las que confirman la eficacia de las vacunas– ya no hay nada que creer o no creer. Es simplemente aceptar la realidad o negarla. Por supuesto, cada uno es libre de negar la realidad si le apetece, siempre que respete la legalidad vigente.

En el caso de las mascarillas, un tema que he tratado aquí en torno a una docena de veces durante esta pandemia, había mucho que discutir: antes de la cóvid eran pocas las investigaciones en las que podían basarse las recomendaciones, y no eran unánimes. Una vez ya en pandemia, han proliferado a docenas los estudios sobre la eficacia de las mascarillas, desde los de laboratorio –pruebas en condiciones experimentales controladas– hasta los observacionales –analizar los datos en el mundo real–, pasando por los de modelización matemática. Y a lo largo de este año y medio largo, sin que los resultados sean siempre coincidentes, la balanza se ha ido inclinando favorablemente hacia la conclusión de que sí, las mascarillas reducen los contagios del virus de la cóvid.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero aún faltaba un escalón por superar: el de los ensayos clínicos aleatorizados. Este es el estándar de la medicina basada en evidencias, la regla de oro. Gracias a los ensayos clínicos aleatorizados sabemos que los medicamentos que funcionan funcionan, y que las pseudomedicinas que no funcionan no funcionan.

En el caso de las mascarillas, este era un hito difícil de alcanzar. Por ejemplo, con una píldora es fácil distribuir medicamentos y placebos de modo que ni los pacientes ni los médicos sepan quién está recibiendo qué (esto es lo que se llama doble ciego, un requisito habitual en los ensayos aleatorizados); en cambio, tanto pacientes como médicos saben quién lleva mascarilla y quién no, y el médico tampoco puede seguir a cada paciente las 24 horas del día para asegurarse de que la lleva y lo hace de la forma correcta. Además, en el caso de la mascarilla, añadida a otras posibles medidas de protección y prevención, hay demasiados factores de confusión, demasiadas variables difíciles de controlar que pueden enturbiar las conclusiones.

Algunos de estos problemas fueron los que aquejaron a un ensayo clínico aleatorizado dirigido por el Hospital de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) y cuyos resultados se publicaron en marzo de este año en Annals of Internal Medicine. Los autores seleccionaron a unos 6.000 participantes. A la mitad de ellos se les entregó una caja con 50 mascarillas, se les enseñó su uso correcto y se les recomendó utilizarlas fuera del hogar. Esto no se hizo con la mitad restante; en el momento del ensayo, en Dinamarca no era obligatorio el uso de mascarilla y ni siquiera estaba recomendado por las autoridades.

Los resultados fueron modestos: hubo 42 contagios entre el grupo de mascarillas y 53 en el grupo de control. Pasados los datos por la trituradora de resultados, los autores llegaban a la conclusión de que la diferencia no era estadísticamente significativa. Lo cual no invalidaba el uso de las mascarillas; simplemente, el estudio era inconcluyente, ya que las variables de confusión y los datos incompletos o inciertos invalidaban una conclusión sólida.

Recientemente se han conocido los resultados de un nuevo ensayo clínico aleatorizado dirigido por la Universidad de Yale e Innovations for Poverty Action. Vaya por delante que aún no se ha publicado, sino que todavía está disponible solo en forma de preprint; pero hay noticias de que está bajo revisión en Science, donde sería muy raro que no acabara publicándose. De hecho, este era un estudio muy esperado, ya que el proyecto se divulgó desde el comienzo y se trataba de un ensayo sólido, muy bien diseñado, por lo que había grandes expectativas respecto a sus resultados.

La potencia del estudio reside, en primer lugar, en la cifra de participantes: más de 160.000 personas en cada uno de los grupos, mascarillas o controles. En segundo lugar, en que la aleatorización se hizo por comunidades, no por individuos; se eligieron 600 aldeas de Bangladés, de modo que la condición de mascarilla o no mascarilla se establecía por aldea. Esto evitaba el problema del estudio danés de introducir demasiadas variables incontroladas en el entorno individual de cada participante; aunque los autores reconocen que puede existir cierta movilidad entre las aldeas, en general los residentes hacen la mayor parte de su vida en su propia comunidad.

En tercer lugar, el control del ensayo: aparte del reparto frecuente y general de mascarillas y de las instrucciones sobre cómo y por qué usarlas, se promocionó su uso correcto por parte de los líderes locales y se vigiló su utilización sobre el terreno por personal de incógnito, de modo que se recogieron datos a nivel comunitario durante todo el ensayo.

Evidentemente, tampoco en este estudio había posibilidad de hacer dobles ciegos. Pero una ventaja fundamental del diseño del ensayo es que casi cualquier variable de confusión, o al menos las principales, lo que iban a hacer era reducir aparentemente la ventaja del uso de las mascarillas. Es decir; por ejemplo, si los participantes se desplazaban de una aldea a otra, o si no utilizaban la mascarilla o no lo hacían correctamente, esto rebajaría la aparente ventaja del uso de la mascarilla respecto a una situación ideal. Así, los investigadores podían estar seguros de que la eficacia real de las mascarillas siempre sería mayor, nunca menor, que lo reflejado en el dato final obtenido.

Y aquí, por fin, el resultado: el uso de las mascarillas redujo los contagios (medidos como seroprevalencia sintomática de la enfermedad) en un 10%. En los grupos de mayor edad, los casos de cóvid cayeron un 35% en los mayores de 60 años y un 23% en los de 50-60 años.

Ahora, la explicación. A ojos de un lector no experto, un 10% general puede parecer escaso. Y sin embargo, hay buenas razones para que el estudio haya causado gran resonancia entre la comunidad científica y haya sido recibido como la prueba (casi) definitiva de la eficacia de las mascarillas.

En primer lugar, el dato es estadísticamente significativo. Es decir, que es real. Pasado por la batidora de resultados y con todas las variables de confusión posibles, existe una prueba de que las mascarillas reducen los contagios. No olvidemos algo que nunca ha llegado a calar en la calle, a pesar de que los expertos lo han repetido mil veces (y aquí se ha mencionado al menos una docena): la mascarilla nunca es una garantía de protección, sino solo una ayuda. De hecho, es más útil como control de la fuente (en las personas infectadas) que como protección de los no infectados. Cuando alguien dice que no lleva mascarilla porque no tiene miedo de contagiarse, ignora que son los demás quienes deben tener miedo de él. Usar mascarilla no es tanto una medida de protección personal como un acto de responsabilidad hacia otros.

En segundo lugar, recordemos: el 10% es el mínimo. Los autores insisten en que sus resultados no significan que la mascarilla solo reduzca los contagios en un 10%, sino que la reducción real es mayor o probablemente mucho mayor del 10%, ya que –lo dicho arriba– el diseño del estudio y el posible efecto de las variables de confusión así lo aseguran. Según los datos recogidos por los controladores, el uso de las mascarillas en las aldeas testadas aumentó de un 13% a un 42%, no de un 0% a un 100%. «El impacto total con un uso universal de mascarillas que podría conseguirse con estrategias alternativas o un control más estricto podría ser varias veces mayor que nuestra estimación del 10 por ciento«, escriben los autores en su estudio.

Para terminar, hay un último dato interesante que se desprende del estudio, aunque debe tomarse con cierta precaución. De las 300 aldeas donde se testó la condición del uso de mascarilla, en 200 de ellas se distribuyeron las quirúrgicas, y de tela en las 100 restantes. Los resultados muestran que las de tela redujeron los casos en menor medida, un 5%, de modo que en realidad la reducción obtenida por las quirúrgicas es mayor del 10%. Pero en un artículo en The Conversation, la coautora del estudio Laura Kwong, de la Universidad de Berkeley, interpreta este resultado con precaución: «Debido al pequeño número de aldeas en las que promocionamos las mascarillas de tela, no pudimos distinguir si estas o las quirúrgicas fueron mejores en la reducción de la COVID-19«. La autora añade que una mascarilla de tela es mejor que nada, pero que probablemente es preferible ir a lo seguro con las quirúrgicas o las de alta filtración.

La distancia de dos metros no es suficiente para evitar el contagio de COVID-19 en interiores, y el tipo de ventilación influye

No puedo evitar una cierta sensación de déjà vu, ya que en este blog he hablado anteriormente del tema que traigo hoy, incluso probablemente con un título entre muy similar e idéntico. Pero cuando uno sigue presenciando a su alrededor un teatrillo de presuntas medidas de prevención del contagio de COVID-19 protagonizado por termómetros sin contacto –que solo benefician a quien los vende– y uso de productos desinfectantes a porrillo –ídem de ídem–, parece necesario volver una vez más, y todas las que hagan falta, sobre esta idea esencial: el virus está en el aire. El virus se vierte al aire. El virus se contrae por el aire. Pero mover, limpiar y recambiar el aire es algo que no queda muy vistoso para teatrillos. Porque el aire no se ve, al contrario que los felpudos desinfectantes y las pistolas presuntamente detectoras de fiebre.

Por ello, la publicación de cualquier nuevo estudio es siempre una buena ocasión para recordar lo que todos deberíamos llevar escrito en la mano para no olvidarlo: huir de los espacios cerrados mal ventilados, mucho más aún de aquellos donde la mascarilla no se usa de forma continua, por ejemplo los locales donde se consumen comidas y bebidas, pero también las tiendas cuyos trabajadores solo se cubren la nariz y la boca cuando entra algún cliente.

Pero ¿cómo sabemos si un recinto cerrado está bien o mal ventilado? ¿Cómo saben los propietarios de estos locales que no están exponiendo a sus clientes a un riesgo de contagio? ¿Cómo sabemos los clientes que los propietarios de estos locales no nos están exponiendo a un riesgo de contagio?

Rejilla de ventilación. Imagen de pixnio.

Rejilla de ventilación. Imagen de pixnio.

Naturalmente, hay normativas de ventilación y renovación del aire para esto. El problema es que las normativas son pre-cóvid. Y como ya he contado aquí según han señalado algunos expertos, lo que antes se consideraba una ventilación adecuada para mantener la calidad del aire en los recintos cerrados no es suficiente para garantizar la protección frente al contagio del coronavirus SARS-CoV-2. Pero como esto aún es ciencia en progreso, hoy más que nunca científicos, ingenieros y técnicos de distintas disciplinas están trabajando juntos para que realmente podamos sentarnos en un bar o un restaurante a comer y beber a gusto con la seguridad de que no vamos a tragarnos algo que no estaba en el menú.

El nuevo estudio en cuestión viene de la Penn State University y se ha publicado en la revista Sustainable Cities and Society. Los autores pertenecen al departamento de ingeniería arquitectónica de esta universidad, lo que ilustra cómo hoy expertos en materias distintas a la virología o la epidemiología están aplicando su conocimiento sobre las tripas y el acondicionamiento de los edificios a un campo que probablemente nunca imaginaron llegar a incluir en sus investigaciones, pero que puede beneficiarse mucho de su enfoque.

Los autores han estudiado cómo se transportan las partículas potencialmente portadoras del virus de la cóvid en el aire de las edificaciones con distintos sistemas de ventilación, teniendo en cuenta que los aerosoles de la respiración en el rango de entre 1 y 10 micras pueden acarrear el virus, según los estudios ya publicados, y cómo la distancia física influye en el riesgo de exposición a dichas partículas. Todo ello suponiendo que las personas que ocupan esos espacios no lleven mascarilla, y tanto si están hablando como si solo respiran.

La conclusión principal del estudio remacha lo ya descubierto por investigaciones anteriores: en un espacio interior con ventilación incorrecta, una distancia de dos metros no es segura; la distancia física no es una medida suficiente para prevenir el riesgo de contagio. Los resultados muestran que las partículas expulsadas por una persona que habla, potencialmente cargadas de virus si está infectada, entran en la zona de respiración de otra persona situada a dos metros de distancia en menos de un minuto.

Espero que me disculpen esta digresión algo escatológica, pero lo suficientemente potente como para fijar la idea. Imaginen una ventosidad; o sea, un pedo. Un día les expliqué a mis hijos que, cuando huelen uno, no están detectando algo a distancia, sino que en realidad están respirando, y por tanto introduciendo en su propio cuerpo a través de la nariz, partículas diminutas que acaban de salir directamente del esfínter anal del perpetrador. La explicación los dejó locos. Pero creo que sirve también en este caso para comprender que, en un recinto interior y mal ventilado, la distancia física es una ilusión; inspiramos lo que está espirando quien está en el mismo recinto que nosotros, aunque no lo notemos por el olor. En el exterior, en cambio, los pedos se los lleva el viento.

Pero aparte de esta conclusión general, que no hace sino insistir en lo ya descrito en otros estudios –y que justifica por qué algunos todavía seguimos evitando los locales cerrados–, los autores aportan otro detalle muy interesante que se refiere a la diferencia en el riesgo de contagio según el tipo de ventilación que existe dentro de un espacio cerrado. Porque tal vez podamos entrar en un local, ver las rejillas de ventilación, sentir cómo expulsan aire y quedarnos tranquilos pensando que no corremos riesgo.

Falsa sensación de seguridad, concluyen los autores, porque el tipo de ventilación también es importante. El estudio descubre que los sistemas que utilizan rejillas de entrada de aire cerca del suelo, de modo que el aire fresco sube y empuja el aire ya usado hacia un escape cerca del techo, no son eficaces para evitar el riesgo de contagio, ya que no impiden que el aire exhalado por alguien llegue a quienes están cerca de él. Según dicen los autores, este es el tipo de ventilación en la mayoría de las viviendas en EEUU.

Estos sistemas pueden causar una concentración de aerosoles virales siete veces mayor que los empleados sobre todo en los edificios comerciales y de oficinas, donde el aire fresco se introduce desde el techo. «Este resultado es sorprendente», dice el director del estudio, Donghyun Rim, en un comunicado; «la probabilidad de infección por el aire podría ser mucho más alta en los entornos residenciales que en las oficinas». Añaden que los ventiladores tradicionales y los purificadores de aire podrían reducir este riesgo. En este gráfico del estudio puede verse la diferencia de circulación de los aerosoles infecciosos con los dos tipos de ventilación:

La diferencia del transporte de aerosoles con un sistema de ventilación de suelo a techo y con uno de techo. Imagen de Donghyun Rim / Penn State.

La diferencia del transporte de aerosoles con un sistema de ventilación de suelo a techo y con uno de techo. Imagen de Donghyun Rim / Penn State.

Por último, los autores descubren que, cuando las personas situadas en un recinto interior solo respiran y no hablan, la inspiración de posibles aerosoles contaminados se reduce en un 84%. Lo cual deja en evidencia otro de los absurdos de las normativas actuales: se prescinde de la mascarilla en lugares donde se habla, como bares y restaurantes, y en cambio se obliga a su uso a rajatabla donde normalmente no se habla, como el transporte público, un cine o una biblioteca. Rim concluye que «las estrategias de control de la infección por el aire, como la distancia física, la ventilación y el uso de mascarillas, deben aplicarse conjuntamente para un control por capas».

La reactivación de otro virus latente puede ser una causa de cóvid persistente

En el último año y medio largo el interés de los medios y del público se ha centrado en la mortalidad de la COVID-19, y la baja letalidad del virus ha sido esgrimida como un argumento por parte de los negacionistas. Pero si bien es lógico que la cuestión de vida o muerte sea la que más ha preocupado a los ciudadanos, en cambio hay otro problema que a más largo plazo va a suponer un brutal legado de la pandemia y una carga enorme para muchas personas y para la sociedad en conjunto: la llamada cóvid persistente o larga (Long Covid en inglés); secuelas de la enfermedad que perduran en las personas que han superado la infección y que pueden afectar gravemente a la capacidad física y mental.

Aunque esta particular vertiente de la pandemia ha quedado casi enterrada y oculta bajo las cifras de mortalidad, bajo el dilema de vivir o morir, hay otro contexto en el que cobra mayor importancia: pensemos, por ejemplo, en la diabetes, que puede tratarse y cuyos afectados pueden llevar una vida casi normal, pero que se considera un problema social sanitario de primer orden.

En cambio, la cóvid persistente aún no tiene tratamiento. No se conocen sus mecanismos concretos. Ni siquiera se sabe con certeza a cuántas personas afecta; las estimaciones varían salvajemente desde un 2% de los infectados hasta más de un 63% de los hospitalizados, e incluso el simple hecho de dar positivo en un test de cóvid aumenta el riesgo de padecer este extraño síndrome para el cual se han identificado más de 50 efectos diferentes, pero que con más frecuencia incluye fatiga, debilidad muscular, dolor de cabeza, dificultades para respirar y/o trastornos de atención. Muchas personas sin patologías previas, que solían llevar una vida sana y con gran actividad física, dicen que ahora cualquier pequeño esfuerzo les cuesta un triunfo. A menudo se habla de una especie de neblina mental que a muchos afectados les impide concentrarse y que afecta a su rendimiento en el trabajo.

Por todo ello, y fuera del radar de los medios, la cóvid persistente es uno de los campos que más atención de científicos y médicos está acaparando en esta fase de la pandemia. Sin embargo, todavía no hay resultados demasiado concluyentes, y ni siquiera se sabe con certeza hasta qué punto unos casos de cóvid persistente pueden ser comparables a otros.

Ahora, un nuevo estudio publicado en la revista Pathogens viene a aportar una posible pista interesante: al menos en ciertos casos, los efectos de la cóvid persistente podrían deberse no al propio coronavirus de la cóvid, sino a la reactivación que provoca de otro virus latente que infecta a la inmensa mayoría de los humanos: el virus de Epstein-Barr (EBV).

Fotografía al microscopio electrónico de dos partículas (redondas) del virus de Epstein-Barr. Imagen de Liza Gross / Wikipedia.

Fotografía al microscopio electrónico de dos partículas (redondas) del virus de Epstein-Barr. Imagen de Liza Gross / Wikipedia.

El EBV, un tipo de virus herpes (Gammaherpesvirus Humano 4), es uno de los virus más comunes de la humanidad: afecta a más del 90% de las personas. Y pese a todo, aún es mucho lo que se ignora sobre él. Muchos padres y madres se encuentran con él cuando reciben un diagnóstico de sus hijos adolescentes que dicen encontrarse cansados: mononucleosis infecciosa. Así dicho, el nombre puede sonar alarmante, pero la también conocida tradicionalmente como «enfermedad del beso» –porque el virus se transmite sobre todo por la saliva– se cura sola en poco tiempo y no tiene mayores consecuencias. Sin embargo, la parte más desconocida del EBV es su posible relación con otras enfermedades, como cánceres, trastornos autoinmunes y otras. Pero, en general, la mayoría de las personas suelen contraer el virus durante la infancia o la adolescencia sin síntomas aparentes.

Pero eso sí, el EBV es un compañero de por vida. Una vez superada la infección inicial, el virus queda latente en los linfocitos B, las células que producen los anticuerpos, pero puede reactivarse de forma ocasional o periódica. Y curiosamente, esta reactivación produce algunos síntomas parecidos a los de la cóvid persistente: «Observamos que muchos síntomas atribuidos a la cóvid persistente son los mismos, o muy similares, que aquellos que se han asociado con la reactivación del EBV«, escriben los autores del nuevo estudio. Lo cual les llevó a preguntarse: ¿sería posible que la reactivación del EBV esté detrás de esta cóvid larga?

Para testar su hipótesis, los autores examinaron a un pequeño grupo de pacientes, 185 en total. De estos, 56 mostraban síntomas de cóvid persistente, un 30% (interesa destacar que 4 de estos 56 pasaron la infección sin síntomas; es decir, fueron pacientes asintomáticos de cóvid, pero sin embargo después desarrollaron cóvid persistente). Aplicando un kit de test clínicos para analizar la actividad del EBV, los investigadores encontraron que un 67% de los pacientes de cóvid persistente mostraban reactivación de este virus, frente a solo un 10% en los controles. Estos datos se repitieron en dos grupos diferentes de pacientes a distintos tiempos después del diagnóstico de infección por cóvid, menos de tres meses o más de tres meses.

Aunque es un estudio pequeño, no es la primera vez que se observa una reactivación del EBV en los pacientes de cóvid. Los autores mencionan otros estudios previos que han detectado reactivación del EBV en los enfermos de cóvid, con mayor frecuencia a mayor gravedad, desde un 55% de los hospitalizados a un 95% de los pacientes de UCI. Algunos síntomas concretos de la cóvid, como los cutáneos –por ejemplo, los sarpullidos en la piel y en los dedos de los pies–, se han asociado previamente a la reactivación del EBV. Este es quizá el primer estudio, o al menos uno de los primeros, que asocia dicha reactivación también a la cóvid persistente.

Y aunque no se establece un vínculo causal claro entre la cóvid y la reactivación del EBV, se sabe que este virus puede despertar de su latencia por distintos estímulos de estrés al organismo, lo que incluye otras infecciones. Por todo ello, concluyen los autores, «merece la pena considerar que una porción de los síntomas de cóvid persistente pueden ser el resultado de una reactivación del EBV inducida por la inflamación asociada a la COVID-19«.

La mala noticia es que el EBV no tiene tratamiento específico, ni vacuna, a pesar de que se describió en los años 60. Tradicionalmente se ha considerado la infección por EBV un problema menor, a lo que se une la complejidad de este virus. Pero el interés por su patología ha crecido a medida que se han ido detectando posibles asociaciones con otras enfermedades más graves a largo plazo.

Si además el EBV llegara a confirmarse como un implicado en los daños que provoca la cóvid, sería de esperar que más investigaciones se volcaran en este virus. Como escriben los autores del nuevo estudio, «conocer las asociaciones entre el SARS-CoV-2 y la reactivación del EBV abre nuevas oportunidades para el diagnóstico y los posibles tratamientos de la cóvid persistente«.

La población vacunada, nuestra nueva burbuja que las autoridades de salud pública deben proteger

Observo a mi alrededor que en Madrid, donde actualmente no se aplica ninguna medida de restricción contra la pandemia de COVID-19, hemos regresado a una vida casi completamente normal, prepandémica: entramos, salimos, nos reunimos con quien, donde, cuando y como queremos, sin tomar absolutamente ninguna precaución, ya que las mascarillas solo se utilizan caminando por la calle –donde no son necesarias– y en entornos distintos a cualquier situación de ocio, como el transporte público o el trabajo.

Esto es algo que todos hemos anhelado, y que sería estupendo si hubiésemos superado ya la fase epidémica para entrar en la fase endémica, aquella en la que, si las apuestas de muchos científicos aciertan, el virus permanecerá entre nosotros pero guardando un ritmo lineal de infección, tal vez con picos epidémicos estacionales (ver, por ejemplo, este reciente análisis en Nature; de los tres posibles escenarios futuros contemplados, ninguno asume la eliminación del virus, siendo la previsión más optimista que logremos convivir con él soportando una carga de mortalidad inferior a la de la gripe).

Pero por desgracia, aún no es así. Como conté aquí, al menos un país, Singapur, ya ha manifestado públicamente que está esbozando su plan para la postpandemia, sin medidas de restricción ni recuentos diarios de cifras, pero que esta utopía –cuando vivíamos así no sabíamos que lo era– solo se hará realidad cuando se alcancen los objetivos de vacunación.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Y naturalmente, a nadie se le escapa que de eso se trata: vacunación. En nuestra vida cotidiana, en la práctica, se diría que muchos estamos asumiendo que ya el riesgo es menor porque estamos vacunados. Pero tal vez olvidemos que la inmensa mayoría de la población menor de 40 años aún no lo está. Y si somos conscientes de que debemos proteger a quienes todavía no han tenido esa oportunidad –en el caso de Madrid, básicamente los menores de 25, ya que la vacunación de los mayores de 16 se abrió en falso durante unas horas para luego cerrarse–, en cambio quizá no siempre seamos tan conscientes de que también entre las franjas de mayor edad hay personas que no están vacunadas porque han rechazado hacerlo.

Por suerte y como han mostrado las encuestas, nuestro país es uno de los que destacan por confianza en las vacunas, frente a otras naciones más tradicionalmente permeadas por las corrientes antivacunas como EEUU o Francia. Pero incluso en el ansiado día en el que se alcance la cuota necesaria de vacunación de la población (que NO es el 70%), continuará habiendo entre nosotros personas que han rechazado vacunarse.

Y recordemos: primero, la vacuna no es un condón, sino una respuesta contra una infección, por lo que no impide infectarse (aunque sí reduce la transmisión en más de un 80%, variante Delta aparte); segundo, todas las vacunas fallan en un pequeño porcentaje de personas que no desarrollan inmunidad, y que están protegidas no por su propia vacunación, sino por la de quienes les rodean, como también es esto lo que protege a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. Dado que este pequeño porcentaje a escala poblacional se traduce en cientos de miles, esto explica por qué en un brote epidémico con una gran parte de la población vacunada, pero sin inmunidad grupal, aún puede haber una transmisión exponencial (número de reproducción mayor que 1) que lleve a miles de personas vacunadas a los hospitales (sobre todo cuando las personas vacunadas tienden con más facilidad a abandonar las precauciones). Una vez alcanzada la inmunidad grupal real (no por porcentaje de población vacunada, sino inmune), los contagios proseguirán, pero con una tasa lineal descendente. Este es el motivo por el que normalmente no enfermamos de los endemismos contra los cuales estamos vacunados, incluso si no somos inmunes. Y este es el motivo por el que las personas que no se vacunan perjudican a toda la población.

Pero parece casi inevitable que vayamos a compartir espacios con personas que no estarán vacunadas porque no quieren vacunarse. Y aunque en nuestro entorno personal y familiar podamos controlarlo y tomar las medidas necesarias para protegernos del riesgo que suponen estas personas, en cambio no podremos hacerlo en el trabajo, en los espacios públicos, en nuestros lugares de ocio, o ni siquiera en la consulta del médico (no es un secreto que también hay profesionales sanitarios antivacunas; ni siquiera los médicos son todos científicos).

La semana pasada, dos investigadores del Leonard D. Schaeffer Center for Health Policy & Economics, un centro dependiente de la Universidad del Sur de California, publicaban un informe en el que analizan cómo el requisito de vacunación obligatoria se está extendiendo por instituciones y empresas de EEUU, y cómo esta medida está contribuyendo a contener la expansión del virus.

Así, según los autores, más de 500 campus de universidades de EEUU ya exigen prueba de vacunación a sus alumnos y a su personal, lo mismo que organizaciones sanitarias con decenas de miles de empleados. Grandes compañías como la aerolínea Delta ya no contratan a nadie sin certificado de vacunación. Otras, como los hipermercados Costco, Walmart o Target, no llegan a tanto, pero exigen conocer el estatus de vacunación de sus empleados para aplicarles distintas normas: los vacunados pueden prescindir de la mascarilla; los no vacunados, no. Los autores del informe añaden que entre los espacios de propiedad privada y uso público, como estadios, auditorios, gimnasios, restaurantes y otros locales de ocio, se está extendiendo la medida de separar secciones para clientes vacunados y no vacunados.

Los autores apuntan una interesante reflexión: la separación entre las personas vacunadas y las no vacunadas está naciendo de la iniciativa del sector privado, combinada con la demanda de los propios clientes y consumidores. Pero si este empuje está consiguiendo avanzar incluso en estados con bajos porcentajes de vacunación, donde a menudo las propias autoridades tienen una inclinación hacia el negacionismo, en cambio es urgente, dicen, que los gobiernos federal, estatales y locales se impliquen y tomen parte activa en la regulación de la obligatoriedad de vacunación. «Una fuerte alianza entre gobiernos y sector privado podría impulsar los requisitos de vacunación, proteger a las comunidades y reducir disparidades en la carga de la enfermedad«, dice la coautora del informe Karen Mulligan.

Sin embargo, el actual presidente Joe Biden ya ha declarado anteriormente que no está en sus planes imponer mandatos de vacunación obligatoria. En nuestro entorno más cercano vemos que tampoco parece existir la voluntad de las autoridades de regular la obligatoriedad de la vacunación, aunque en algunos países europeos y en algunas comunidades autónomas están empezando a regularse limitaciones para las personas no vacunadas.

En España, estamentos jurídicos y políticos han rechazado la vacunación obligatoria. Según el presidente del gobierno de Canarias, «no puede obligarse a la vacunación porque es un derecho individual». En EEUU, poseer armas y portarlas es un derecho individual. En varios países del mundo, conducir borracho es un derecho individual. En otros, que un marido pegue o viole a su esposa es un derecho individual. No hace tanto tiempo, en España una mujer casada no podía abrirse una cuenta en el banco, tramitar un pasaporte o salir del país sin la autorización de su marido. No hace tanto tiempo, fumar en cualquier lugar público cerrado era un derecho individual.

Lo que es o no es un derecho cambia con el tiempo y según los lugares de acuerdo a la mentalidad social. Y en una sociedad avanzada y civilizada, no puede permitirse que algunas personas estén poniendo en peligro a otras rechazando la vacunación. Algunos llevamos años defendiendo que las mal llamadas «vacunas obligatorias» en los niños deberían ser realmente obligatorias. Y esta pandemia es un ejemplo trágicamente ilustrativo de que rechazar la vacunación no puede continuar siendo un derecho individual.

La idea de las burbujas, a la que nos hemos acostumbrado durante la pandemia, ha cambiado, y este cambio debe llevarse a la práctica. Ahora nuestra burbuja son las personas vacunadas. Y a quienes queremos fuera de nuestra burbuja es a las personas que rechazan vacunarse, dado que, una vez que toda la población diana tenga acceso a las vacunas, estaremos más cerca de alcanzar la inmunidad grupal si el porcentaje minoritario de población no inmune corresponde únicamente a las personas vacunadas sin inmunidad.

Pero dado que nadie lleva escrito en la cara si está vacunado o no, y dado que es extremadamente improbable que las personas no vacunadas decidan voluntariamente seguir utilizando mascarilla para no contagiar a otros cuando ya no sea obligatorio llevarla, es necesario que existan mecanismos para salvaguardar a la población vacunada de quienes no lo están. Y estos mecanismos no pueden depender de la iniciativa privada de los propietarios de negocios, empresas y locales, cuando existen autoridades cuya función es proteger nuestro derecho a la salud pública.

La retirada de las mascarillas al aire libre y la «quinta ola»

Con la reciente entrada en vigor de la opción de no llevar mascarilla en espacios abiertos donde no haya aglomeraciones y puedan mantenerse las distancias, se ha instalado una absurda contradicción. Uno pasea por la calle y comprueba que la inmensa mayoría de la gente sigue caminando con la mascarilla puesta. Pero a continuación uno pasa junto a una hilera de terrazas y descubre que absolutamente nadie la lleva, tampoco quienes en ese momento no están consumiendo. Es decir, precisamente allí donde hay varias personas congregadas en poco espacio en torno a una mesa, hablando en voz alta y riendo, respirando unos el aire expulsado por los otros durante un largo rato, nadie lleva mascarilla, y en cambio se la ponen para caminar donde hay movimiento, la gente no se agolpa y el aire libre circula y se diluye. «No sé dónde he podido contagiarme», escuchamos a menudo.

Personalmente, no he pisado el interior de un bar o restaurante desde que comenzó la pandemia, salvo para ir al baño, lo que no se me ocurriría hacer sin mascarilla. Pero no tiene sentido permanecer durante una o dos horas en el interior de un local, consumiendo sin mascarilla, y ponérsela para ir al baño un par de minutos. El tiempo de exposición es una variable importante en el riesgo de contagio, pero para una persona en el interior de un local mal ventilado pesa mucho más el tiempo que está sentada a la mesa que el que tarda en ir al baño. Recordemos que en locales cerrados y mal ventilados no hay una distancia segura; con la transmisión por aerosoles, el concepto de distancia de seguridad solo es aplicable con una adecuada ventilación.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La percepción del riesgo es subjetiva. Todos aceptamos nuestro nivel de riesgo en todos los ámbitos de la vida, y lo que para unos es asumible para otros puede ser una locura. Lo que no podemos hacer es obligar a los demás a que asuman nuestro riesgo, y de ahí las medidas de salud pública: no podemos fumar en interiores porque no es un riesgo personal, sino colectivo.

Sobre la percepción subjetiva del riesgo de la COVID-19, los sociólogos Wanyun Shao y Feng Hao, de las universidades de Alabama y del Sur de Florida, acaban de publicar un artículo en The Conversation en el que resumen las interesantes conclusiones de varios estudios que han publicado a lo largo del año y medio de pandemia. En EEUU, los votantes republicanos más afectos al expresidente Donald Trump tienen una menor percepción del riesgo de COVID-19 y son los más contrarios a las medidas de mitigación, incluyendo las mascarillas, lo contrario que los demócratas más partidarios del actual presidente Joe Biden. Estos resultados no son sorprendentes, y también en nuestro país hemos observado cómo los ciudadanos políticamente más polarizados han apoyado las medidas defendidas por los suyos.

Pero, además, los dos investigadores añaden otras conclusiones interesantes: las personas con mayor sentido de comunidad y más confianza en otros tienden a apoyar las medidas de mitigación, al contrario que los más indivualistas. Los que podríamos calificar como más negacionistas no suelen cambiar de opinión al contraer la enfermedad, pero en cambio esto sí influye sobre aquellas personas de su círculo –no el más estrecho, dicen los autores, sino más bien el de compañeros de trabajo y conocidos– que antes podían tener dudas. Las encuestas de los dos investigadores revelan además que los habitantes de zonas donde la actividad económica se ha recuperado hacia la casi normalidad tienden más a minimizar los riesgos de la pandemia, algo que también hemos observado aquí, por ejemplo en la Comunidad de Madrid. El resumen de todo esto es el ya dicho, y que subrayan los autores de estos estudios: la percepción del riesgo es subjetiva, influida por múltiples factores.

Con las mascarillas, un argumento de quienes defienden la vuelta a la obligatoriedad en toda circunstancia es ese riesgo colectivo que nace de la opción individual de no llevarla. Es un argumento razonable, y la decisión podría ser discutible, al menos si por coherencia se aplicara el mismo razonamiento a las vacunas. Pero no se hace: se considera que existe un libre derecho a no vacunarse, cuando esta decisión impone también un riesgo colectivo que algunos no queremos asumir. El presunto derecho de una persona a no vacunarse entra en conflicto con mi derecho a evitar el riesgo del contacto con personas no vacunadas, con las que puedo encontrarme en cualquier lugar sin saberlo. Y aunque en todo el mundo aún existen serias reticencias a regular la obligatoriedad general de la vacunación, en ciertos lugares –como comentaremos otro día– ya están comenzando a imponerse requerimientos particulares de vacunación que, esperemos, pronto se extiendan a otros países y regiones.

Pero si la percepción del riesgo es subjetiva, el propio riesgo no lo es. A lo largo de la pandemia se han publicado probablemente cientos de estudios que han calculado el riesgo de contagio en innumerables situaciones y circunstancias. De la agregación de muchos de estos estudios nació la recomendación de imponer el uso de la mascarilla, ya que la conclusión general de dichos estudios es que, si bien la mascarilla no elimina el riesgo de contagio, generalmente puede reducirlo en cierta medida si se utiliza de forma adecuada y allí donde se debe.

Este consenso en torno al hecho de que es mejor llevar mascarilla que no llevarla surgió de una combinación de estudios experimentales (en laboratorio), observacionales (correlacionando datos poblacionales del mundo real) y algunos clínicos (ensayos controlados). Conviene siempre recordar que los resultados no han sido unánimes; hay gran variabilidad entre los estudios, y también los hay que no han encontrado ningún beneficio en el uso de la mascarilla. Pero tomados en su conjunto, la dirección a la que apuntan es que la mascarilla aminora el riesgo de contagio.

Pero la gran mayoría de los estudios, o se han hecho en condiciones controladas y por lo tanto en interiores, o no tienen la suficiente calidad de prueba como para extraer resultados fiables específicos sobre el uso de la mascarilla exclusivamente en exteriores. O dicho de otro modo,  aún no hay ciencia sólida y contundente que apoye el uso o el no uso de la mascarilla al aire libre. Hace muchos meses oímos que había ciertos ensayos clínicos en marcha, pero parecen retrasarse más de lo previsto.

Sí es cierto, como vengo contando desde el comienzo de la pandemia, que ciertos estudios han comparado el riesgo de contagio en interiores y exteriores, y han llegado a la conclusión común de que el segundo es mucho menor que el primero. Pero en estos estudios no se ha incluido el factor de la mascarilla, y por lo tanto no se sabe en qué medida aporta una protección valiosa en comparación, por ejemplo, con su uso en interiores, o con la enorme reducción de riesgo que conlleva trasladar una reunión de personas del interior al exterior.

Así, cuando incluso en los propios telediarios más serios se dice que «ni los propios expertos se ponen de acuerdo en si debe usarse mascarilla al aire libre», se está desperdiciando una oportunidad estupenda para contar las cosas bien y, de paso, hacer algo de pedagogía científica: la frase correcta es «la ciencia aún no tiene conclusiones sólidas al respecto». Y la pedagogía consiste en explicar que la palabra de un experto, aunque por supuesto vale mucho más que la de un no experto, solo es ciencia cuando lo es, es decir, cuando no opina lo que le parece, sino que se limita a transmitir los resultados de los estudios científicos. Y en este caso, no los hay.

Unos meses atrás, la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) entraba en el debate sobre el uso de las mascarillas en exteriores con un editorial, un artículo de opinión (de una de las directoras de la revista, cuyo marido falleció por COVID-19), un reportaje sobre la transmisión aérea del coronavirus SARS-CoV-2 y un cara a cara de opiniones: tres a favor del uso de las mascarillas al aire libre, tres en contra. Entre las primeras predominaban los clínicos de salud pública, mientras que las segundas estaban más representadas por la virología y la epidemiología.

Como ya comenté aquí hace unas semanas, hay una diferencia de enfoques entre la salud pública/medicina preventiva y la epidemiología/inmunología/virología. La primera tiene la función y la obligación de velar por la prevención sanitaria incluso si a veces necesita apartarse de la medicina basada en evidencias para abusar del principio de precaución. En cambio, la segunda debería ceñirse siempre a la evidencia científica, y abstenerse cuando no la hay.

En otras palabras: es natural que los especialistas en medicina preventiva y salud pública recomienden que continuemos utilizando la mascarilla al aire libre, y aconsejen su obligatoriedad. Pero no tiene nada de raro que, en cambio, no pocos epidemiólogos, inmunólogos y virólogos estén subrayando que no existe evidencia para justificar esta medida. La clave es que los expertos pueden serlo en distintas materias que aplican distintos enfoques. Es algo tan sencillo de entender como que un entrenador de baloncesto no tiene por qué ser una autoridad en fútbol, ni viceversa.

Así pues, ¿a quiénes hacemos caso? ¿Qué postura debe primar? Esta parecería la pregunta razonable. Pero, en realidad, lleva implícita la respuesta. Porque el mismo hecho de que exista la duda se debe a que no hay evidencia científica que justifique la imposición general de la mascarilla al aire libre en todo lugar y circunstancia. Si existe alguna evidencia científica relacionada con esto, es la de que el riesgo de contagio al aire libre solo existe cuando hay proximidad física entre personas que no están en movimiento durante un tiempo suficiente, sobre todo si se habla alto y se ríe. Por ejemplo, en las terrazas.

Pero el consumo de bebida y comida es incompatible con la mascarilla. Y a menos que se quiera cerrar las terrazas (de los interiores, ya ni hablemos), y cuando recientemente se abrió por completo la sociedad para regresar a la vida casi exactamente igual que antes de la pandemia (y en algunas comunidades continúa siendo así), centrar ahora la discusión en las mascarillas al aire libre o culpar a esto del actual pico de contagios puede calificarse como cortina de humo, distracción, o como se quiera. Pero, sobre todo, no es ciencia. Y si se pretende que lo es, entonces es pseudociencia.

Para terminar, conviene recordar, como caso de ejemplo de una de las autoridades sanitarias más prestigiosas del mundo, que el pasado 13 de mayo el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) retiró la recomendación de usar mascarillas incluso en interiores para las personas vacunadas. Allí todavía prima un mensaje nacido de los estudios científicos y que aquí se ha diluido u olvidado, y es que la mascarilla protege sobre todo a otros de quien la lleva, por lo que a las personas vacunadas, cuyo riesgo de contagiar a otras es muy bajo, se les permite no utilizar mascarilla en interiores. Desde el 1 de mayo, el CDC tampoco monitoriza los casos de infección entre personas vacunadas a menos que requieran hospitalización.