Archivo de marzo, 2024

Biopolítica del armario

Hoy recomendamos Biopolítica del armario, de Javier Sáez, publicado por Bellaterra.

 

El objetivo de este libro es desarrollar un análisis de eso que llamamos «el armario», desde una perspectiva política, no solo individual. Se ha escrito mucho sobre la salida del armario: sobre cómo hacerlo, sobre los beneficios para la persona que sale de él, sobre el acompañamiento, sobre las dificultades para llevarlo a cabo, etcétera. Pero se ha escrito muy poco sobre cómo se construye ese dispositivo: ¿de qué está hecho, cómo funciona, cuándo aparece, qué mecanismos, discursos y prácticas lo configuran, cómo se «entra» en él?; ¿cuáles son sus implicaciones en las políticas que regulan la sexualidad y el género, y los efectos individuales y colectivos sobre las personas que viven en él, o que salen de él?

Veremos que el armario se puede entender de muchas formas, con diversas dimensiones políticas: como un espacio, como una relación social, como un sistema de opresión, como un régimen político, como una temporalidad, como una epistemología, como un dispositivo disciplinario, como una tecnología del género, como un trauma, como una forma de violencia, como una violación de los derechos humanos, como un productor de identidades, como un concepto colonial, como una prótesis, como un acto performativo, como una forma cibernética, como una corporalidad, como una utopía, como un ataúd, como una metáfora, como una institución, como un duelo, como una arquitectura, como un sistema termodinámico.

Puedes consultar el índice de Biopolítica del armario en este enlace.

Sobre el autor: Javier Sáez del Álamo (Burgos, 1965) es un sociólogo, traductor y activista gay español, especialista en teoría queer y en psicoanálisis. Ha participado en los últimos 30 años en diversas asociaciones LGTB y queer (La Radical Gai, Grupo de Trabajo Queer GTQ, Col·lectiu Gai de Barcelona), y ha publicado varios libros sobre teoría queer. Ha traducido al castellano numerosos libros de figuras clave del movimiento feminista y queer como Judith Butler, Monique Wittig, Jack Halberstam, bell hooks o Sara Ahmed.

 

El día de la marmota

Por Sara Levesque

 

¿Sabes una cosa, Lector? Al momento de escribir esto tengo treinta y tantos años. Casi. A estas alturas, debería estar promocionando mis novelas, relatos, poemas y todos los escritos que andan cogiendo polvo en mis estanterías. Progresando, avanzando, en lugar de seguir atascada en la salida.

En cambio, vivo acurrucada en un déjà vu. Casi como una penosa repetición del Día de la Marmota. En vez de coger al animal por los testículos y afeitárselos, sigo permitiendo que se burle de mí.

Suspiro ante un cuaderno roñoso lleno de garabatos ilegibles, con un bolígrafo mordisqueado en una mano, y una taza de café solo que acabo bebiéndome helado en la otra.
¿Dónde está el empuje? ¿Dónde está la decisión de avanzar? Yo me lo digo. Es la pregunta equivocada. No es una competición. Lo que he aprendido en este puñado de décadas es que puede que el teléfono susurre una plegaria que me arregle el día; si no lo hace, debo ir yo a buscarla. Aunque tenga que llevarme de la mano a la marmota, a hacer juntas pedorretas a la vida.

Decir «te quiero» es como un duelo. Sé que, si disparas primero, mejor que no sea al suelo. Sé que escondida en el ropero es difícil hallar consuelo. Sé que bastó su impacto certero para que picara el anzuelo.

Mientras recapitulo sobre todo esto sigo escribiendo descalza. Es una de mis manías. Escribo sin nada en los pies, ni siquiera unos calcetines raídos, aunque haga mucho frío. La verdad es que no lo noto. Cuando escribo, solo una parte de mí puede sentir algo, ya sea frío, calor o excitación. No, no está tan abajo, hablo de mi corazón. Entretanto, subo el volumen de la música, la radio o lo que toque a cada momento, como si así pudiese hacer callar el silencio que dejó.

Si me mirase de cerca, si prestase más atención, y no digamos ya si se molestase en volver, entendería que no aprieto los labios porque esté tensa o enfadada. La quise tanto que soy incapaz de enfadarme con ella; sentirme dolida sí, pero por muchos desplantes que tenga conmigo, por muchos silencios que me grite, por mucho que me hable desde su parte más cínica, soy incapaz de enfadarme con ella. Más bien los aprieto porque, como los deje a sus anchas, la matarían con sus gritos de dolor. Y le gastarían el nombre, de todas las veces que se lo han callado. Tanto lo han silenciado que considero que he desperdiciado vida en ese camino.

Tanto, que me vuelven poeta de versos ahogados en vino.

Unión de olores es la ilusión de esta solitaria con daño, para caminar taciturna por su senda tejida. Dispuesta a recorrer distintos rumbos todo el año y subir la misma montaña toda la vida. Soy pura paradoja. Harapienta me hallaba recién aseada, desierta en mi época de filántropa. Muy furiosa mi naturaleza calmada, eterna infelicidad de experiencias pasadas más afortunadas. Suena absurdo, pero es así.

Algo que también me suena descabellado es cuando mi familia me pregunta «¿te pasa algo?». Yo niego con la cabeza y la mejor de mis sonrisas. No quiero dar explicaciones ni andar justificándome. No quiero que vean que sigo siendo la misma que, cuando sueña con ella, es muy heroica, adornándola con piropos y miradas entregadas; pero cuando la tiene delante, sonríe un milisegundo, incapaz de dejar de temblar, antes de esconder los ojos. La misma boba que le hace la zancadilla a sus propios pasos. La misma que no ha aprendido nada de la mayor hostia sentimental que se ha dado en su vida, por semejante actitud. La misma que teme ser valiente y se acomoda entre el pedernal para no sufrir. La misma que, cuando se enamora, apaga la vista con la esperanza de que la caída no duela mucho. La misma, al fin y al cabo, que termina perdiendo el amor, lamiendo una esperanza que no se merece. La misma que aspira a soportar una vida entre rocas grises.

© Sara Levesque