Desteñido

Por Sara Levesque

 

Mi teléfono es negro. El ordenador también. Hasta la atmósfera está apagada hoy. Veo que todos los aparatos que me rodean son de color oscuro y pienso que debería aportar un rayo de luz a mi vida. Con esa mezcla de emociones taciturnas no puedo evitar preguntarme si vivo mi vida como realmente quiero. Si no estaré caminando hacia un futuro, también negro.

Hoy amaneció lloviendo y prometí no recordarla. Me acerqué hasta la ventana y decidí que sobreviviría sin salir a por el pan. Contemplé el cielo pensando en el sabroso café que tenía intención de tomar. Las nubes gris perla se superponían a otras blanquecinas. Todas ellas formaban una enorme esponja color pizarra. Las legañas grisáceas eclipsaban por completo el tapiz azulón del firmamento. Me sentía tranquila, el gris es mi color favorito. Y los días lluviosos, los más inspiradores, a mi entender. Me seducen todas las tonalidades de la ceniza.

Lástima que ya casi no fume. El gris es un color bonito, distinto. Es especial, pero no como para prometer nada bajo su borrosa claridad. Así que los días cenicientos me limito a mirar al cielo y alegrarme de que solo sea un color más mientras evocaba sus pupilas. Mejor hacer promesas cuando luce el sol.

Sin sentido ninguno, pienso que es muy buena idea hacerme un tatuaje. Se supone que es algo representativo, importante para uno. Quiero grabarme algo sobre mi musa. Algo que, al mirarlo, me recuerde que una vez mi sonrisa tenía color y era de su propiedad.

Para ello necesitaría dos cuerpos. Con el mío no me basta para tintar todo lo que significa para mí. Debería arrancarme la piel por completo y garabatearla por los dos lados. Aun así, no sería suficiente, y entones tendría que pasar a tatuarme los órganos por dentro y por fuera. Porque es tan profundo lo que sufro por ella que, igual si me tatúo hasta el alma, podría acercarme a la idea que tengo en mente.

Cambio de idea y creo me quedaré como estoy hasta que se me ocurra algo mejor.

Un buen rato después, despejó. Con la vista puesta en el punto donde el horizonte se confunde con la ciudad, empecé a sentirme un poquito mejor, a pesar de la nostalgia. Salí a caminar. El sol, con su enérgica claridad, ayudaba, aunque yo me empeñase en vivir en su cara oculta.

Desde el banco del parque contemplé los arbustos, que ya dejaban entrever las tonalidades otoñales. Un chiquillo subido a una bicicleta amarilla pasó muy cerca de donde yo la soñaba.

Recordé cuando recorríamos El Retiro rodeadas de ciclistas despreocupados, años atrás. Una pelota de fútbol fosforescente era pateada sin piedad cerca de mí. El día y sus elementos parecían acorralarme con su claridad, como si notasen mi pena y me abrazaran. Todo ello me reconfortaba. Meditando que en aquellos instantes todo parecía sospechosamente amarillo caí en la cuenta de algo: no sé cuál es su color favorito. Espero que me lo diga si nos volvemos a ver algún día.

© Sara Levesque

 

 

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