¿Quién teme a lo queer? – Fetiches fascistas y otras sexualizaciones pop.

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

El fascismo es teatro

Jean Genet

Foto: «Back in Michigan for Mom’s Memorial» by tvanhoosear is licensed under CC BY-SA 2.0

El fascismo ha crecido delante de nuestros ojos, se ha instalado en las instituciones y ha comenzado a producir un espectáculo en el que, de alguna manera, participamos. Convivimos con un fascismo  diseminado que se camufla (sin demasiado esfuerzo, en ocasiones) detrás de otras palabras y que, o bien se erige como heroico liberador de las tiranías demócratas (aún en nombre de la democracia), o bien se victimiza detrás de una “libertad de expresión” arrebatada.

La manipulación del lenguaje y de la dramaturgia que, en suma, conforma el escenario social, ha llegado a extremos por parte del fascismo que sobrepasan el teatro para instalarse, con todas sus consecuencias, en el circo más disparatado.

Pero, ¿somos realmente conscientes de sus consecuencias? ¿Cómo afecta el auge del fascismo y su derrame pedagógico a las vidas disidentes, precarias, a las experiencias queer? Y sobre todo, ¿cómo (y por qué) participamos en su reproducción?

Las imágenes del asalto al Capitolio en Washington esta semana simbolizan una de las consecuencias de permitir que el fascismo se haya diseminado (siempre en dosis de baja intensidad) entre la cotidianidad de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizá el delirio visual que produjeron los seguidores de Trump está lejos de asemejarse a ese teatro estructurado, jerárquico y perfecto que proponía la imaginería nazi, y que podemos contemplar en obras de Riefenstahl como El triunfo de la voluntad o La victoria de la fe; sin embargo, lo interesante para el caso es cómo se han interpretado las imágenes del asalto en el régimen visual que transitamos hoy, cómo las hemos leído, compartido y a qué las reducimos. No tardaron en salir memes que ridiculizaban a los asaltantes y un hashtag que animaba a compartir cuál sería tu disfraz para asaltar el Capitolio, así como decenas de posts en los que se sexualizaba a uno de los protagonistas con cientos de comentarios erótico festivos. En suma, en vez de mirar una imagen de lo que estaba pasando, lo que estaba pasando era la imagen.

En paralelo circulaban fotogramas de hace no mucho, en los que veíamos a (y recordábamos cuando) líderes de formaciones totalitarias se sentaban en el sillón del invitado en programas televisivos de máxima audiencia. Y es que cuando hablamos de “blanquear el fascismo” hablamos de legitimarlo, de ponerlo en situación de opción posible, de institucionalizarlo y de darle un lugar reconocido y asumible en el régimen visual.

Hacer el fascismo asumible, en nuestro caso, ha pasado por fetichizarlo, por convertirlo en icono pop desprovisto de carga, el fascismo es cuqui. ¿Por qué? Si el mensaje del fascismo ha sido neutralizado por una visión estética de la vida, nos diría Sontag, sus adornos han sido sexualizados, nos invita a una ficción que podemos convertir en fetiche fácilmente.

Las imágenes hipersexualizadas de líderes totalitarios contribuyen a la fetichización de sus cuerpos y, si se quiere, engarzan con un imaginario sadomasoquista que, porqué no, puede ser protagonista de fantasías eróticas como pueden serlo tantas otras cosas que no bajaríamos, probablemente, al plano de la realidad.

Pero el problema no pasa por erotizar a ese pseudo vikingo con ínfulas heroicas de machirulo, sino por asumir esa imagen como el hecho mismo, desnudo, sin carga política, sin memoria y sin crítica, como si fuésemos espectadores de una función, porque ese es precisamente el triunfo del teatro fascista: manipular el imaginario social hasta convertir su propio imaginario, su ficción, en realidad. El problema pasa por volcar toda nuestra atención en la imagen misma, en el objeto, como si no fuese el retrato del avance de la supremacía totalitaria, su contaminación y sus aliados entre las fuerzas del orden y la comunicación. Como si no fuera el resultado de años de políticas discriminatorias, racistas, misóginas y en contra de toda disidencia de género y sexo, como si no fuera una imagen del dolor, la precariedad y la pérdida de vidas.

El problema no es, por tanto, que nos permitamos el lujo de sexualizar el fascismo, ni que nos riamos del homoerotismo camp de Abascal, o compremos alguno de los productos fabricados en masa con la cara de Trump como una “broma”, sino precisamente que no lo entendamos como un lujo situado, contextual y breve, producto del privilegio. Reproducir el fetiche fascista como un elemento inocuo en el mosaico de imágenes que transitamos cada día supone una neutralización de su mensaje. Quizá nuestra mirada se ha habituado, se ha estancado en la lectura pop del fenómeno, en el pop peor entendido, el que se atasca en lo cuqui y asimila imágenes sin carga.

Sin embargo, ya sabemos que la reproducción del teatro fascista nunca es una opción, y menos una opción que vaya a permanecer estable en el escenario democrático, porque en su propia génesis está la conquista de terreno paulatina, el orden jerárquico y la subordinación de disidencias cuando no el exterminio. Y sabemos también (aunque parece haberse olvidado) que toda expresión totalitaria, por pequeña o imprecisa que fuera, nunca se conformó con quedarse en tentativa.

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