Todo por la infancia, pero sin la infancia

Por el Día Internacional de la Infancia, nos Juan Andrés Teno (@jateno_), periodista y activista LGTBI especializado en Diversidad Familiar

Foto: Guillaume Paumier

En el año 1954 Naciones Unidas institucionalizaba el 20 de noviembre como el Día Internacional de la Infancia, haciendo posteriormente coincidir esta fecha con la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Niño en 1959 y de la Convención de los Derechos de Niño en 1989.

En una sociedad profundamente marcada por un sentimiento de superioridad de las personas adultas, este día internacional es quizá el menos aireado y celebrado, porque todavía mantenemos hacia esta parte de la ciudadanía un terrible despotismo ilustrado. Defensores de la democracia como el mejor de los sistemas políticos, todas y todos seguimos manteniendo en vigor el lema del absolutismo evolucionado “Todo para la infancia, pero sin la infancia”, aunque la frase original en francés explicita aún más la bellaquería de estas palabras: “Tout pour l´enfance, rien por l´enfance”.

La Convención de los Derechos del Niño hace especial énfasis en que la infancia “tendrá derecho a la libertad de expresión”, añadiendo “que este derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo”. Y concluye afirmando que los estados “respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, conciencia y religión”.

En nuestro país la posibilidad de que niñas, niños, niñes y adolescentes puedan expresar sus ideas sobre su propia realidad está muy poco desarrollada y en la mayoría de los casos esta capacidad de decir está fuertemente vigilada, controlada y cercenada por personas adultas.

Se sigue privando a la infancia de la capacidad de expresarse libremente. Lo está en su familia, en sus colegios, en sus municipios y es prácticamente inexistente a nivel autonómico y estatal. Este fenómeno se denomina adultocentrismo y concibe la infancia y la adolescencia como ciudadanía incapaz, de segunda categoría, que tiene que ser tutorizada hasta que alcance la mayoría de edad.

La autocrítica de las personas adultas ante esta violación del principal derecho de la infancia y la adolescencia debe iniciarse en el mismo seno familiar y preguntarnos, madres y padres, en que me medida oímos a nuestras hijas e hijos y si les dejamos intervenir en aquellos asuntos en los que ellos son protagonistas. Debe seguir en el espacio escolar, donde el alumnado sólo es un sujeto que “recibe” (formación, órdenes reglas), pero al que no se le permite “dar”. Tanto es así que en los consejos escolares de educación infantil y primaria su representación la tienen las familias. Ellas y ellos no caben en este órgano de participación, no sea que vayan a tomar conciencia de sus derechos en el proceso educativo y tras la voz puedan pasar a la demanda.

También las instituciones deben replantearse cómo articulan el proceso intervención de los menores de edad en los distintos foros de participación, reglados o no. Porque allí donde los hay, vemos discursos en boca de niños y niñas que han sido claramente dictados por los técnicos y técnicas de turno y que no hacen más que trasladar un lenguaje que no es propio de su edad, en el mejor de los casos, o la ideología del partido político que sustenta la institución, en el peor de ellos.

Esta falta de empatía hacia una parte tan sensible de la ciudadanía supone negar derechos a quienes no es que sean el futuro de la sociedad, sino a quienes ya son presente.

Detrás de esta práctica tan extendida está el temor de que si les dejamos expresarse y tomar conciencia, de opinar, de saberse depositarios de legitimidad, el siguiente paso es sentirse sujetos de derechos y, por tanto, de exigirlos como cualquier otra ciudadana o ciudadano.

La práctica adultocentrista, que considera a las niñas, niños y adolescentes como seres humanos como propiedad de otros seres humanos lleva a derivas tan peligrosas como la instauración del pin parental. Esta figura inventada por la extrema derecha y que tan buen acogida está teniendo por la derecha y el centro político, determina que sólo las familias, de acuerdo con su ideología,  tienen derecho a decidir qué tipo de formación deben recibir su hijas e hijos en los centros escolares.

Para ello se pasan por el forro de la conciencia que por encima de ese derecho se encuentra el del alumnado de recibir una educación integral y basada en criterios de diversidad, como explicita la Constitución Española, la LOMCE o las leyes LGTBI autonómicas. En este caso, el adultocentrismo persigue perpetuar de generación en generación la concepción de una sociedad donde lo natural es ser heterosexual, donde lo lícito es que la mujer no tenga la misma igualdad real que el hombre o que las personas migrantes tienen que volver a sus lugares de origen porque lo primero es lo patrio.

La deriva adultocentrista lleva también a determinadas mentes extremas y enfermas a hacer afirmaciones tan escandalosas como la que ha salido de la boca de una diputada de Vox cuando ha afirmado que no hay que proteger a “los niños gais o trans, si es que existe semejante cosa”. Lo que de manera despreciable esta señora denomina como “semejante cosa” son ciudadanos y ciudadanas reales con derechos, a los que ya no sólo invisibiliza y niega su capacidad de expresión, sino que los anula y los destruye, renegando de su existencia.

Para que un año más el Día Internacional de la Infancia no sea una celebración de un día silente, no nos queda otra que permitir que niñas, niños, niñes y adolescentes tomen la palabra, cojan el micrófono entre sus manos y nos canten las verdades del barquero, que parece que tanto tememos quienes ya tenemos más de 18 años.

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