¿Quién teme a lo queer? – El fin mágico de las luchas: filias y fobias queer (de lo trans y otras troyanas)

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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‘La violación de las sabinas’ de Vinz.

 

Todo lo que se convierta en todo ya no es nada.

Amelia Valcárcel.

En el cierre de un curso que destaca, evidentemente, por el auge descontrolado del fascismo, hemos asistido (no sin estupor) a ataques frontales contra lo queer por un lado, y la lucha LGBTI+ por otro, desde sectores distintos que pretenden, además, colocar nuestros cuerpos y alianzas como parte de ese pensamiento totalitario y, a últimas, peligroso. ¿Qué ha pasado?

Quizá la noticia más sonada sea la intervención esperpéntica del partido neoliberal (y cada vez menos disimuladamente) ultraconservador Ciudadanos en la Manifestación del Orgullo de Madrid 2019, la respuesta organizativa (y pacífica) de manifestantes para bloquear su hipócrita y provocadora marcha en la misma, y el consecuente intento de denuncia del partido ante la fiscalía, que intenta disfrazarse de víctima de delito de odio. Sin embargo, quiero comenzar por el otro evento que ha incendiado las redes (pero esta vez de verdad) esta semana. La Escuela Feminista de Gijón celebró un encuentro titulado “Política feminista: libertades e identidades”, en el que las intervenciones de importantes filósofas, periodistas y personalidades de la intelectualidad construían un relato conjunto de denuncia ante (lo que llamaban) el queerismo o generismo, y alertaban sobre los peligros de “someternos” a la agenda política queer y al transfeminismo, haciendo una llamada a la resistencia ante (nuestra supuesta) dictadura protoqueer.

 El desprecio a las propuestas queer en general y a las personas trans en particular, ofensivo hasta el despropósito, ha causado un rechazo en redes traducido en el hashtag #HastaElCoñoDeTransfobia, además de llamar la atención de diversos medios de comunicación. ¿Qué ha pasado?

Ambos sucesos exigen, evidentemente, alianzas, reforzamiento de redes afectivas y respuesta. Quiero aportar aquí mis reflexiones (de emergencia) a este contexto, y por eso voy (ya lo siento) a extenderme un poco más de lo habitual. Tenemos que hablar:

Hace unos días escribí un post en redes explicando (y disculpándome por) una desafortunada intervención en la serie documental ‘Nosotrxs Somos’, que explora en 6 capítulos la memoria del activismo por la emancipación LGBTI+ en el contexto español. En el último de ellos, ‘Violeta’, dedicado a la revolución lesbiana, se dedica una pequeña parte a hablar sobre lo queer, y salgo cerca de 15 segundos diciendo una frase, es verdad, bastante desafortunada. Algo así como que ‘podemos coger elementos de lo masculino y lo femenino a voluntad’, que fuera del contexto de una entrevista muy (muy) larga en la que se habló mucho del tema, puede ser confuso (o sonar a soberana gilipollez, además de ser falso). Mea culpa y lo siento. Obviamente no quería decir ni que el género ya no existe (de pronto), ni que todas las experiencias de subjetivación y autodeterminación del cuerpo sean iguales, ni que el hecho de transitar el espectro del género/sexo no comprenda además una intersección con el privilegio y la subordinación, la clase, la racialización, etc. Es absurdo pensar (como parece que hago yo, y obviamente expresé mal) que hoy abro el armario del género y me pongo el traje que cuelga de la percha mujer o de la percha varón (abusando de la explicación de Butler en su ‘Cuerpos que importan’).

Lo que he dicho siempre sobre lo queer (y reafirmo) es que abre la posibilidad a que ese espectro de lo masculino y lo femenino no configure un estatus de identidad rígida; y que el género y el sexo como todo artefacto cultural es hackeable, modificable y transitable a lo largo de la vida. Además, orienta la lucha hacia un objetivo en el que nada relativo a ese espectro suponga una llave de acceso a unos derechos civiles o a un desarrollo social y afectivo. Lo queer propone una indiferenciación de las identidades como las hemos entendido hasta ahora, y es algo subjetiva y políticamente liberador y no ‘caprichoso’, como parece que se desprende de lo que dije).

Me parece relevante retomar de nuevo este hilo hoy (y lo haré las veces que haga falta), a propósito de las intervenciones en la Escuela Feminista de Gijón, precisamente, porque es ese tipo de enunciados descontextualizados los que se utilizan desde los sectores que pretenden atacar una teoría revolucionaria como la queer, bien para banalizar su alcance mediante, por ejemplo, la ridiculización, bien para situarlos en un marco de capricho neoliberal, axioma capitalista o troyano del feminismo. Sí, es cierto: lo queer es en último extremo una teoría de la no identidad. Al menos si entendemos la identidad como la leemos hoy, es decir, como un estatuto vinculado al esquema de privilegios y opresiones. ¿Por qué entonces acabar con las identidades se lee como una amenaza?

No se trata (evidentemente) de no cuestionar lo queer (que desde luego tiene problemas, y la deconstrucción del sujeto es uno de los graves, porque no imaginamos una lucha que no se articule mediante el sujeto político). En definitiva, de la misma manera que lo queer nace para problematizar un contexto insuficiente, hay también que continuar debatiendo sobre lo queer, sus opacidades e insuficiencias, y por qué no, trascenderlo. Pero siempre desde el debate. Porque se trata de buscar permanentemente los puntos ciegos de toda teoría social y política que emerge para ampliar las libertades. Sin embargo, los debates que se produjeron en la Escuela Feminista de Gijón no eran tales debates, dado que todas las intervenciones se orientaron hacia la condena implacable de lo queer o el transfeminismo, desde posturas que, más que desinformadas, eran directamente descalificadoras y ninguneantes. Pasmoso, desde luego, en un contexto de (supuesta) crítica feminista.

Por partes: No creo que en este espacio (esta columna, me refiero) sea necesario hacer nuevamente un recorrido por la historia de la palabra queer y sus implicaciones políticas y normativas (remito siempre al texto de Preciado, que conviene quizá (re)leer, porque nunca está de más recordar lo que a veces parece haberse olvidado).

Sin embargo, sí quiero insistir en la relevancia de ciertos giros contemporáneos que han supuesto nuevas posibilidades a la hora de referirnos y abordar categorías (sí, analíticas, pero que pretenden además configurar identidad política) de género y sexo. Porque según se desprende de las intervenciones de esas jornadas en Gijón (y se afirma literalmente en algunas de ellas), las personas que trabajamos sobre lo queer no hemos leído (o hemos “leído mal”) las tesis de la tradición feminista que nos han liberado del esencialismo. Luego pasamos a la práctica.

Brevemente: cuando Beauvoir desvinculó el sexo del determinismo biológico y puso en evidencia el carácter social y convencional del género, comenzó a orientarse el foco hacia otro determinismo (cultural, en este caso) que abría además la posibilidad de nuevos análisis para combatir la opresión de las mujeres. Fue Wittig quien puso de manifiesto, en su No se nace mujer como es sabido, el carácter heterosexual obligatorio de ese determinismo, y abrió así una nueva óptica para el trabajo emancipatorio. Desde aquí, y sin ánimo de establecer una genealogía teórica (por otro lado fácilmente encontrable, cuestionable y desde luego ampliable), quiero llamar la atención sobre los siguientes puntos:

Fue Teresa de Lauretis (sí, la misma que acuñó por primera vez el término teoría queer en 1990) quien identificaba como tecnologías de género todas las representaciones del mismo que, a la vez, contribuían a su reproducción. Ella analizaba en este caso el cine como tal tecnología de género (y del relato, al menos de la ficción que es la normatividad política que somete a los cuerpos sexuados a una narrativa), y cuestionaba si esa tecnología representativa/reproductiva no estaba presente en (o efectivamente conformaba) el continuo social en todas sus manifestaciones.

Y para terminar esta parte, y por más que a Amelia Valcárcel le inspire poco respeto y se refiera a ello como una “teoría del esnobismo individual”, o afirme que “nos sirve para hacer una fiestuqui pero no para explicar el mundo”, creo que hay que reconocerle a la performatividad de Judith Butler una importancia equiparable a nuevo giro para afrontar los problemas de género y sexo, que derivan de la tensión poliédrica que mueve las relaciones y dinámicas de poder (macro y micro). No sólo como idea de iteración, de repetición práctica de los enunciados del género (y sus tecnologías) en los cuerpos, y desde la revisión del hacer cosas con palabras austiniano, sino porque abrió una nueva posibilidad efectiva de pervertir, modificar, resignificar o revertir ese lenguaje performativo que es, en suma, lo que establece nuestra relación con la realidad, y que es lo que escribe, en buena medida, el relato del género.

Sin embargo, lo más relevante de El género en disputa es la llamada de atención sobre los márgenes de ese texto. Sobre las vidas precarias que habitan la frontera textual del relato: los cuerpos queer, las experiencias trans, cuyos relatos de vida son absolutamente revolucionarios, porque ofrecen nuevas posibilidades de deconstrucción  y evidencian que el determinismo cultural del género está construido sobre una arquitectura frágil, imposible de sostener. El género como dispositivo somete a los cuerpos trans a la mayor de las violencias porque demuestran la flaqueza del sistema con su propia existencia. Señalar a las personas trans como la fuente del problema del feminismo no sólo es una irresponsabilidad teórica, sino que supone contribuir abiertamente al fortalecimiento de esa violencia contra las vidas por definición más vulnerables.

Por lo mismo, no puede entenderse lo queer sin la interseccionalidad que, sobre todo desde el feminismo negro y chicano, expuso la necesidad de comprender que el cuerpo sexuado está siempre atravesado por dinámicas de poder en movimiento relativas no sólo a la condición económica, sino también a la racialización, la capacitación, el edadismo y un largo etcétera. Con todo ello somos, somos cuerpos ahí, puestos en contexto social, pragmático, con múltiples niveles superpuestos de lectura e interpretación. Con todo y a través de ello construimos nuestra subjetividad y nos exponemos (queramos o no) al mundo.

Dicho todo esto, no parece contradictorio afirmar que la opresión preexiste a los cuerpos, y que en función de nacer con unas características u otras en un contexto determinado, se aplicará y se esperará el cumplimiento de una lógica. Una lógica que es patriarcal y capitalista y que, además (por poco que le gusten los apellidos a Valcárcel) es también capacitista, blanca, colonial, cis y heterosexual. Tampoco parece contradictorio afirmar que si existe lo queer como teoría y como práctica política es precisamente porque deriva de las reivindicaciones y teorías feministas que han trabajado el problema de la opresión que preexiste y condiciona los cuerpos. Por tanto, como propuesta teórica y activista que trabaja por la emancipación y el reconocimiento de la propia agencia (y presta atención además al margen del texto y a las vidas precarias y sus prácticas), es irresponsable y prácticamente un delirio denunciar lo queer mediante el ninguneo de las voces de personas queer y trans, que problematizan precisamente el sistema de opresiones.

Por eso, cuando Anna Prats reivindica que no quiere ser definida como mujer cis por oposición a mujer trans, “porque eso es caer de nuevo en el binarismo”, olvida que hubo antes un ‘no me quiero definir como heterosexual, porque yo soy normal’; y trata de desautorizar la potencia de autodeterminación trans no sólo como subjetividad por derecho, sino como agencia política transformadora de lo social. Además, cae en el error estereotípico de vincular el privilegio de la socialización masculina a todo relato de vida que parta de un cuerpo que haya sido asignado al nacer como varón (sí, asignado, porque es relevante recordar que se trata de una tecnología de poder biomédica para controlar los cuerpos, y no es comparable a una ‘sexación de pollos’ como trata de banalizar Valcárcel, además de otras múltiples ridiculizaciones del asunto durante todo el encuentro que, ya de paso, invisibilizan los relatos de vida intersexual, sus trayectorias y sus posibilidades deconstructivas del sistema convencional opresivo sexo/género).

Para las mujeres trans (a las que Prats se resiste a nombrar en femenino y referir como mujeres, y aún se sorprende de ser señalada como tránsfoba o terf) la socialización masculina está muy lejos de ser un privilegio. Para las experiencias queer y trans la socialización en base a un género o a una orientación que no se corresponde, es fuente de traumas y de constante violencia. Romper con esa narrativa supone con frecuencia romper con lazos familiares desde la infancia, además del resto de discriminaciones de índole social que regularmente conllevan (de formación, laboral, afectiva, etc.).

El error básico en la propuesta teórica de Prats, según creo, es tratar de defender la desvinculación del determinismo biológico pero a la vez proclamarlo, se trata de una especie de determinismo a medias. Prats, lo quiera o no, nos fuerza nuevamente hacia el esencialismo. Defiende la genitalidad y la biología como definición de identidad, como ontología, y trata de desacreditar así toda experiencia transgénero y queer emancipadora del relato determinista (ya no cultural, sino retroactivamente biológico). Parece que habla desde un lugar victimizado de usurpación, como si las experiencias y discursos queer y trans se hubiesen apoderado del sujeto político de la lucha feminista echando al resto. Nadie niega que el hecho de ser asignada al nacer como mujer someta a esos cuerpos a un tipo de opresión violenta que preexiste en los sistemas de socialización patriarcal capitalista (blanca, cis, hetero…), pero poner ahí el límite de la identidad es inaceptable, y equiparable, por demás, a discursos fanáticos y reaccionarios que conocemos muy bien. Poner el límite en los genitales para definir a mujeres y varones y para construir las alianzas y luchas nos retrotrae, en suma, al esencialismo biológico del que tanto (¡tanto!) nos costó y nos cuesta aún desprendernos.

Seguir la charla de Prats cuando habla de estadísticas de personas transgénero es enormemente confuso, porque nunca se refiere a ellas como hombres o mujeres trans, sino que lo hace según fueron asignadas al nacer. Habla de los “efectos secundarios de los que no se habla” de la hormonación en mujeres (cuando se refiere en realidad a hombres trans), dando un toque conspiranoico a toda la exposición que, a la postre, niega la agencia de esas personas sobre su propia historia, su subjetividad y autodeterminación (y aún, insisto, se anuncia sorprendida de ser tachada de tránsfoba).

Prats afirma, además, que lo queer “parte de un supuesto territorio neutral que no es tal. Parte de un lugar donde no existe ni el patriarcado, ni el racismo ni las condiciones materiales previas,” cuando no es verdad. La teoría queer no se pretende como un estadio mágico ya alcanzado de pronto, sino como desiderátum orientativo desde el que crear alianzas otras. Hace poco recordé que Helen Hester recuperaba a Esteban Muñoz y su Cruising Utopia, que ofrecía un marco instructivo para ‘pensar lo queer no como algo opuesto al futuro, sino como lo aún no concertado, lo emergente y lo que está por venir.’ Una dirección que trascienda la liberación de la biología para emanciparnos también del determinismo cultural de la identidad.

Por tanto, reducirlo a enunciados ridículos como trató de hacer Ángeles Álvarez Álvarez, cuando afirmó que colocar el género como categoría de identidad “le da un significado vivencial y optativo, ¡yo elijo!” y que esa categoría refuerza el patriarcado y el binarismo porque nos hace elegir entre las categorías preexistentes, supone negar tanto la emergencia histórica de lo queer como respuesta social, como su potencial transformador y destructor del relato de género binario con todos sus apellidos. (Un enunciado que, como decía al principio, errores descontextualizados como el mío pueden por desgracia alimentar, y hay que sobreexplicar si es necesario).

Nos definieron en suma como una trampa neoliberal (y posmoderna, cómo no), y como un troyano que contiene en su interior un germen totalitario (Miyares comparó lo queer y lo transgénero con las ideas del Vaticano y también con el determinismo biológico ¿?).

Para terminar (y comentar brevemente el otro capítulo de esta semana) conviene recordar que lo queer preacadémico, como movimiento activista, nace precisamente a raíz del desacuerdo con la progresiva institucionalización de las organizaciones de lucha LGBTI+ que abogaban por la normalización y pretendían una integración social según parámetros normativos (passing, homonormatividad, matrimonio, monogamia, etc., como expuse brevemente en mi anterior entrada).

Derechos que, obviamente, no podemos no querer, pero ante los que hay que estar alerta, especialmente cuando funcionan como moneda de cambio para ejercer otras políticas discriminatorias (pinkwashing) o cuando tratan de desarticularnos y significar el fin mágico de las luchas. Se trata de que los avances institucionales no oscurezcan, en suma, las vidas que continúan precarizadas por un sistema que mantiene una jerarquía de género y sexo, y permanece clasista, racista, capacitista, etc.

Así que sí, es cierto lo que dijo Alicia Miyares: lo queer nace como respuesta contra el tejido institucional LGBT+. Lo que no dice es que supuso una renuncia a la deriva proliberal que comenzaba a tomar ese tejido, ni que continúa problematizando estas cuestiones. Al contrario, asevera que nació para vindicar deseos raros, y defender la pedofilia o la zoofilia. Señala también sobre el tema  (que llama a la par transfeminismo/generismo) que es la nueva “ideología de moda”, y la verdad que esto sí (porque sobre las filias que nombra, pues no me voy a detener, la verdad), esto sí es interesante.

Me parece interesante que se haya hablado esta semana sobre lo queer desde estas jornadas y de la lucha LGBTI+ en los medios como una ‘ideología’, con la intención de asignarle un carácter totalitario.

Las compañeras que organizaron e hicieron posible, en el pasado Orgullo de Madrid 2019, la acción pacífica que impidió la marcha del partido Cs (que pacta con la extrema derecha y lleva, en fin, en su proyecto conjunto la reducción/eliminación de nuestros derechos), vindicaban en sus proclamas máximas muy similares a la génesis queer, relativas a la no capitalización de las identidades, a la existencia en los márgenes y a la destrucción tanto de la normalización como de la (homo, en este caso) normatividad.

Amelia Varcárcel, durante una de sus intervenciones en la Escuela Feminista de Gijón, afirmaba que hoy en día se ha desvirtuado la denuncia, y que todo aquello sobre lo que se quisiera debatir es tachado y reprimido con el sufijo de -fóbico. Si todo de lo que quiero hablar se censura porque es algofóbico, se banaliza la protesta. Y eso, creo, es cierto (y conviene apuntar como ejemplo que miembros del partido Ciudadanos hablaban en redes de Ciudadanosfobia, por lo ocurrido en el Orgullo).

“Todo lo que se convierta en todo ya no es nada,” dijo Valcárcel. Y creo que es cierto. Pero me llamó la atención su aplicación en el contexto de la escuela de Gijón, en la que se hablaba desde el más absoluto desprecio de las personas trans y las experiencias queer y sus relatos marginales y vulnerables como si fueran una amenaza totalitaria, a la vez que asistía perplejo al intento de denuncia contra manifestantes LGBTI+ por delito de odio por parte de un partido que pacta medidas de odio contra nosotras.

Me preguntaba (y me pregunto) por qué en este momento somos de nuevo el centro de la diana, tanto para la escalada política neoliberal protofascista, como para un espacio de crítica y debate feminista que no es tal, porque niega nuestra historia (marginal, sí, y revolucionaria) y su importancia en la propia construcción empancipadora feminista (además de no incluir voces disidentes a sus tesis). Me pregunto si, además de todo, de verdad no se esperaban nuestra respuesta (y la que está por venir, Arrimadas, Valcárcel, la que está por venir). Porque es lo que siempre hemos hecho: responder a ataques como los suyos (tan clásicos, por otro lado, predecibles incluso). Me pregunto también a dónde nos conduce esta corriente reaccionaria que ataja el diálogo, el debate y pretende imponer discursos opresivos a las vidas vulnerables. Me pregunto, sí, más que otras veces, ¿quién teme a lo queer?

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