Por Nieves Gascón (@nigasniluznina)
Cuando tenía 6 años, tuve un gran amigo en el parvulario. Estábamos siempre juntos, en el patio, en el comedor, y cuando íbamos de excursión formábamos pareja. Pero eso a las maestras no les gustó.
(Contraportada de Mi Primer Amor, 2016)
Es difícil evocar fielmente nuestra propia infancia. Más que el recuerdo es una interpretación del pasado contaminada por la trayectoria personal posterior. Lo más difícil es rescatar las historias más lejanas, las de la primera infancia, del parvulario. Cuando tenía unos 4 años, mi madre me llevó al Jardín de Infancia del barrio. Un centro privado, en una casa baja de las antiguas de Campamento (Madrid) en un alto de un montículo vallado, con jardín y al que se accedía subiendo un desnivel desde la Carretera a Boadilla del Monte. Allí permanecíamos hasta los 5 años, momento en el que pasábamos al Colegio Mirador. Uniforme gris, camisa blanca y chaqueta azul a juego con calcetines y zapatos castellanos. Mi madre se quejaba, equipaba a tres hijas de todo esto más chandals, libros y material escolar. Un dineral, pero esta historia me la contaron después.
De aquella parte de mi vida sólo recuerdo con nitidez la imagen de faldas y piernas de las madres al salir del Jardín de Infancia, esperando en la puerta para recogernos, hasta donde llegaba mi vista frontal y la sensación de salir de la casita e ir atravesando bajo una extensa tienda de campaña multicolor, cuando llovía y las madres llenaban el espacio del jardín de entrada y lo cubrían con un techo de paraguas abiertos. Charcos, paraguas, zapatos de tacón, medias color carne y faldas. El único recuerdo.
Otras personas, con mejor memoria quizá evoquen una primera relación especial, como Brane Mozetic en Mi Primer Amor, con ilustraciones de Maja Kastelic, publicado en este mismo año por Edicions Bellaterra, en castellano, con primera edición de 2014, en Eslovenia. Un álbum ilustrado, de tapa blanda, mediana y sencilla edición, en el que un niño de seis años en primera persona nos habla de su realidad bajo ese punto de vista infantil, sincero y directo. Las ilustraciones, de trazo sencillo y tonos ocres, cálidos y pastel, nos sumergen en la historia complementando, con todo lujo de detalles, las distintas partes del texto, dando un sentido envolvente y completo al relato. Recomendamos esta vez a neolectores de 6 años, por sus letras mayúsculas y por su claridad e identificación con los niños de este cuento, precisamente de esta misma edad.
El protagonista narra como tiene que emigrar junto a su madre de la casa de campo de su abuela, a un piso a la ciudad. Cuenta del tiempo que dispone en un piso donde permanece bastante tiempo solo, porque la madre trabaja largas jornadas, de cómo se acuerda de su anterior casa cuando siente la dificultad de relacionarse con otros niños del barrio, que pegan a los de los otros barrios si cometen la osadía de entrar en su territorio. Y como niño describe también lo positivo de su nueva vida, como el tener una habitación propia y un amigo con el que juega, Fran, compañero de parvulario, más fuerte que él y que pega a los otros chicos cuando le molestan hasta hacerle llorar. Con Fran disfruta de una relación de entendimiento hasta el punto de compartir todas las aficiones y entre estas la confesión de su afición por el Festival de Música de San Remo. Una vez más me traslada a las noches familiares disfrutando del Festival de Eurovisión de mi infancia, en blanco y negro, en las que hacíamos concursos puntuando como el jurado las canciones, para comprobar quien acertaba y ganaba este juego. Una de estas noches nos visitó un ratón que se coló por la chimenea apagada de la casa de campo familiar a la que íbamos fines de semana. Era más mayor y lo recuerdo perfectamente, hasta el triste destino del pequeño ratón de campo que murió atrapado en un cepo. La noche de Eurovisión en el que mi madre no paró de buscar por los rincones del salón alentada por un ruido sospechoso.
Volviendo a nuestra historia, al protagonista fascinado por San Remo, sin saber italiano y sin televisión, le gusta jugar en casa a representar este festival, memorizando las canciones que aprende de oído y haciendo todos los papeles, de presentador y cantantes, disfrazado con la ropa de su madre y cambiándose para cada personaje. Decide compartir este juego con Fran y en un momento clandestino en el patio del parvulario, tomando prestado del vestuario gorros y pañuelos, le escenificó La Pioggia, pañuelo rojo al cuello y de puntillas como si llevara tacones. Fran le observa con admiración, con preciosos y enormes ojos azules, los más bonitos que jamás nuestro protagonista haya visto en toda su vida.
Y se rompe este momento de magia por la maestra Rosario, que mal encarada emerge entre ramas de arbustos para recordar que un niño no puede disfrazarse de niña y que es algo absolutamente terrible. Tras todo esto, les vigilan las maestras y reprimen a Fran cuando besa a su amigo al volverle a ver en el parvulario, tras ausentarse unos día por enfermedad. Le reprimen recordando a Fran que no es una niña. A partir de entonces les separan en el parvulario, sin llegar los chicos a comprender, el motivo de este duro castigo.
Fran finalmente deja la escuela infantil y el barrio. No se vuelven a ver, aunque queda en el recuerdo para el protagonista, que se quisieron.
Una triste historia, llena de complicidad y ternura, temores, mal trato e injustas culpabilidades. Un mal aprendizaje para toda la vida y el tormento de la culpa por algo tan mágico como el primer amor. Les invito a que lean con sus pequeños y pequeñas, comenten y reflexionen de forma crítica sobre la censura y represión de tan positivos propósitos y sentimientos. Que no se vuelva a repetir algo así. Muéstrenlo, piensen y siempre lean y disfruten.
¡Hasta pronto!
No se si la historia sera real o inventada..pero si se que los profesores se comen muchos platos rotos en los colegios…porque ante cualquier cosa que no le gusta a los padres cargan contra los profesores..es un tema complicado tratar con niños de esa edad y hacerlo todo bien
09 mayo 2016 | 11:29