Esta es una nueva razón convincente para usar mascarilla

Me preguntaba alguien, apabullado por la profusión de caras y voces en teles y radios que hablan sobre la COVID-19, cómo es posible distinguir a los auténticos científicos expertos de los que no lo son. Le respondí que es imposible decirlo así, a nivel general; pero que, si acaso, podía fijarse en aquellos que hablan con una seguridad fuera de toda duda, y cuyas palabras y actitudes denotan que tienen las cosas perfectamente claras y que no se equivocan: esos, le dije, no son los expertos.

Los verdaderos expertos no suelen dar grandes titulares, porque generalmente no los hay. Quizá esta pandemia ayude a comprender que la ciencia es un proceso largo y laborioso en el que es muy difícil llegar a certidumbres absolutas, si es que alguna vez se llega. Que quienes dicen «esto está científicamente demostrado» no suelen ser los científicos; ellos son más de decir «es probable», «los resultados sugieren que» o, simplemente, «no lo sé». Que saber «a ciencia cierta», aunque sea una expresión muy popular, se corresponde poco con lo que la ciencia suele tener en el menú. Y que, incluso en un campo científico en el que se han volcado decenas de miles de investigadores a tiempo completo durante muchos meses, aún son más las incógnitas que las certidumbres, y las rectificaciones que los dogmas inmutables.

A lo que vamos: en este blog he hablado de la incertidumbre científica sobre la efectividad de las mascarillas como método de prevención de la transmisión del coronavirus SARS-CoV-2 en la comunidad. Resumiendo, un primer problema es que, antes de esta pandemia, había pocos estudios sobre el uso de las mascarillas fuera del entorno sanitario y, lógicamente, ninguno sobre este virus concreto. Y aunque suele ser habitual que ciertos estudios individuales encuentren algún canal abierto hasta los ojos y oídos de los ciudadanos, en casos como este debemos tener en cuenta que un estudio individual es solo una pieza de un gran puzle, a partir de la cual es imposible formar la imagen general; para esto son necesarios los metaestudios y revisiones, con los cuales los científicos reúnen, valoran y analizan conjuntamente multitud de estudios independientes para sacar conclusiones estadísticamente válidas de acuerdo a criterios rigurosos.

Un segundo problema: con el advenimiento de la pandemia se han emprendido numerosos estudios sobre la utilidad de las mascarillas contra el SARS-CoV-2, tanto experimentales (de laboratorio) como observacionales y clínicos. Pero estos últimos, que son la regla de oro de toda intervención terapéutica (cuando siguen los estándares más rigurosos, como la aleatorización con placebo y el doble ciego) están limitados en el caso que nos ocupa; por ejemplo, no hay mascarillas placebo, y es imposible que un paciente desconozca si está utilizando mascarilla o no. Así, son muchos los factores contaminantes en estas investigaciones. Cuando los científicos han elaborado metaestudios y revisiones, han encontrado resultados limitados que son difícilmente comparables por utilizar metodologías muy diferentes; como decían los investigadores del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford en un informe que comenté recientemente, el uso de las mascarillas depende enormemente del contexto. La consecuencia de todo ello es que, dados los resultados tan distintos de unos estudios a otros, una significación estadística válida solo se consigue con una horquilla tan amplia de efectividad que en la práctica el dato final es poco útil, ya que tiene un gran nivel de incertidumbre.

Explico todo esto porque, a raíz de mis intentos de explicar cuidadosamente la evidencia científica al respecto, a veces he recibido respuestas de este tipo: «o sea, que las mascarillas no sirven». Y quiero dejar claro una vez más que esto NO es cierto.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Aquí hablamos de los criterios más estrictos y rigurosos de la medicina basada en pruebas (EBM). Pero estos no suelen ser los criterios que se manejan en la calle. En concreto, puede decirse que hay indicios mucho más reales a favor de la efectividad de las mascarillas (aunque sea limitada y parcial) que de la utilidad de infinidad de productos que millones de personas consumen a diario creyendo en las proclamas sobre sus presuntas propiedades: cosméticos, suplementos nutricionales o vitamínicos, remedios varios, alimentos supuestamente saludables para tal o cual cosa, artículos deportivos que dicen mejorar nosequé. Incluso fármacos. Sí, como quizá podríamos comentar otro día, cuando se analiza la eficacia de los fármacos según los criterios estrictos de la EBM, también surgen las sorpresas.

En definitiva, sí, las mascarillas funcionan. Por favor, no caigamos en los errores de los dos extremos, pensar que su utilidad es nula o que son un blindaje contra el contagio que nos permite regresar a la vida normal y olvidarnos de otras precauciones más importantes, como guardar las distancias y evitar los lugares cerrados y mal ventilados. No hay nada que apoye ninguno de estos dos extremos. Actualmente se han puesto en marcha algunos grandes ensayos clínicos que quizá nos ofrezcan datos más sólidos de efectividad, siempre teniendo en cuenta la variable del contexto. Pero parece del todo improbable, salvo inmensa sorpresa, que los resultados de estos ensayos vayan a apuntar a alguno de esos dos extremos.

Conviene repetir que la utilidad más evidente de las mascarillas es retener las gotitas de fluido que expulsamos, protegiendo a los demás de nosotros. Y aunque las mascarillas que generalmente usamos (las que están recomendadas para la población general) no fueron concebidas para la protección del usuario, los estudios apuntan a que también resguardan en cierta medida a quienes las llevan. No es la primera vez que algo diseñado para una función demuestra utilidad para otra diferente.

Los indicios que apoyan la transmisión del virus por el aire se han ido acumulando a lo largo de la pandemia, y para muchos de los verdaderos expertos son ya suficientes como para creer en ellos, al menos en lo que concierne a las medidas de salud pública. Y aunque la protección de las mascarillas frente a los aerosoles no sea extensiva ni total, existe una muy buena razón para sospechar que esta protección sí podría ser suficiente; suficiente para que, incluso si nos contagiamos, nos libremos de los efectos más graves de la COVID-19 y pasemos la enfermedad sin síntomas o solo leves.

Aquí, la explicación. Durante esta pandemia, todo el mundo ha aprendido que existe una gran variedad de resultados de la infección por SARS-CoV-2, desde quienes no notan prácticamente nada hasta quienes mueren. También todo el mundo ha aprendido que esto depende de factores como las patologías previas o la edad, y que incluso pueden existir factores genéticos aún no identificados. Y esto es cierto, pero no es toda la historia. Hay otro factor que puede influir poderosamente en el resultado de la infección, y es la cantidad de virus recibida.

Como ya se conoce desde hace casi un siglo para otras infecciones virales, y se ha observado también en estudios con el SARS-CoV-2 en hámsters, la dosis de virus puede marcar la diferencia entre una amplia variedad de resultados, desde la infección leve hasta la muerte.

Un grupo de científicos trabaja sobre la hipótesis de que, si en una situación de exposición al contagio la mascarilla consigue reducir la cantidad de virus que inhalamos, aunque nos contagiemos, tal vez esa reducción sea suficiente para que no desarrollemos enfermedad grave, y a cambio la infección consiga estimular nuestro sistema inmune para protegernos eficazmente. Es decir, que en cierto modo, la mascarilla podría actuar como algo parecido a una vacunación rudimentaria hasta que llegue una de verdad.

De hecho, el efecto es algo similar al de un método llamado variolación que se empleaba para inmunizar contra la viruela en Oriente y Occidente antes de la invención de las vacunas: se tomaba un poco de material infeccioso de los contagiados y se inoculaba con él a las personas susceptibles. Si todo salía bien (lo cual no siempre ocurría), la persona inoculada pasaba solo una enfermedad leve y desarrollaba inmunidad a la viruela a través de esa pequeña exposición.

En la Universidad de California en San Francisco, Monica Gandhi y sus colaboradores trabajan sobre esta hipótesis. «Las infecciones asintomáticas pueden ser dañinas para la propagación pero podrían ser beneficiosas si conducen a altos niveles de exposición», escribían en un artículo publicado en el Journal of General Internal Medicine. «Exponer a la sociedad al SARS-CoV-2 sin las inaceptables consecuencias de la enfermedad grave mediante el uso de las mascarillas podría llevar a una mayor inmunidad a nivel de la comunidad y reducir la propagación mientras esperamos una vacuna».

Por el momento, es solo una hipótesis, pero muy razonable y apoyada por datos que Gandhi y sus colaboradores han recopilado y analizado y que cubren aspectos virológicos, epidemiológicos y ambientales. Un dato especialmente interesante es que, según recogen los investigadores, desde que las autoridades impusieron el uso de las mascarillas el porcentaje de contagiados asintomáticos parece haber crecido considerablemente, subiendo desde un 15% inicial hasta más de un 40% y llegando en algunos casos al 80%, con una notable reducción de la mortalidad. «El uso universal de mascarillas parece reducir la tasa de nuevas infecciones; proponemos la hipótesis de que, al reducir el inóculo viral, también aumentará la proporción de personas infectadas que permanecen asintomáticas», escriben Gandhi y su colaborador George Rutherford en un reciente artículo en The New England Journal of Medicine.

Por supuesto que esto último es una correlación sin demostración de causa y efecto, y que son muchas las variables que pueden estar influyendo en estos cambios en la prevalencia de síntomas y la mortalidad. Pero así como no existe ningún fundamento biológico claro para aquella idea que circuló extensamente durante el verano y según la cual el virus actual sería menos letal que el de marzo (de hecho, el de ahora es más infeccioso, aunque esto no dice nada de su letalidad), en cambio parece mucho más verosímil que sea el uso extendido de las mascarillas el que haya disminuido la agresividad del virus entre la población.

Ahora bien, otra cuestión distinta y aparte de todo lo anterior es: ¿han adaptado las autoridades la regulación sobre el uso de las mascarillas al riesgo potencial en cada situación, de modo que las normas sean sostenibles en los años que dure esta pandemia? En concreto, ¿tiene sentido que se obligue a llevarlas al aire libre en lugares sin aglomeraciones y, en cambio, la gente se despoje de ellas para consumir en bares y restaurantes donde la ventilación adecuada es si acaso una mera recomendación? Y ¿es coherente mantener todos esos locales abiertos mientras a los escolares, sin quitarse la mascarilla en ningún momento, se les niega el derecho a acudir a las aulas para recibir la educación presencial a tiempo completo que necesitan y que jamás podrán recuperar?

Los comentarios están cerrados.