La retirada de las mascarillas al aire libre y la «quinta ola»

Con la reciente entrada en vigor de la opción de no llevar mascarilla en espacios abiertos donde no haya aglomeraciones y puedan mantenerse las distancias, se ha instalado una absurda contradicción. Uno pasea por la calle y comprueba que la inmensa mayoría de la gente sigue caminando con la mascarilla puesta. Pero a continuación uno pasa junto a una hilera de terrazas y descubre que absolutamente nadie la lleva, tampoco quienes en ese momento no están consumiendo. Es decir, precisamente allí donde hay varias personas congregadas en poco espacio en torno a una mesa, hablando en voz alta y riendo, respirando unos el aire expulsado por los otros durante un largo rato, nadie lleva mascarilla, y en cambio se la ponen para caminar donde hay movimiento, la gente no se agolpa y el aire libre circula y se diluye. «No sé dónde he podido contagiarme», escuchamos a menudo.

Personalmente, no he pisado el interior de un bar o restaurante desde que comenzó la pandemia, salvo para ir al baño, lo que no se me ocurriría hacer sin mascarilla. Pero no tiene sentido permanecer durante una o dos horas en el interior de un local, consumiendo sin mascarilla, y ponérsela para ir al baño un par de minutos. El tiempo de exposición es una variable importante en el riesgo de contagio, pero para una persona en el interior de un local mal ventilado pesa mucho más el tiempo que está sentada a la mesa que el que tarda en ir al baño. Recordemos que en locales cerrados y mal ventilados no hay una distancia segura; con la transmisión por aerosoles, el concepto de distancia de seguridad solo es aplicable con una adecuada ventilación.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La percepción del riesgo es subjetiva. Todos aceptamos nuestro nivel de riesgo en todos los ámbitos de la vida, y lo que para unos es asumible para otros puede ser una locura. Lo que no podemos hacer es obligar a los demás a que asuman nuestro riesgo, y de ahí las medidas de salud pública: no podemos fumar en interiores porque no es un riesgo personal, sino colectivo.

Sobre la percepción subjetiva del riesgo de la COVID-19, los sociólogos Wanyun Shao y Feng Hao, de las universidades de Alabama y del Sur de Florida, acaban de publicar un artículo en The Conversation en el que resumen las interesantes conclusiones de varios estudios que han publicado a lo largo del año y medio de pandemia. En EEUU, los votantes republicanos más afectos al expresidente Donald Trump tienen una menor percepción del riesgo de COVID-19 y son los más contrarios a las medidas de mitigación, incluyendo las mascarillas, lo contrario que los demócratas más partidarios del actual presidente Joe Biden. Estos resultados no son sorprendentes, y también en nuestro país hemos observado cómo los ciudadanos políticamente más polarizados han apoyado las medidas defendidas por los suyos.

Pero, además, los dos investigadores añaden otras conclusiones interesantes: las personas con mayor sentido de comunidad y más confianza en otros tienden a apoyar las medidas de mitigación, al contrario que los más indivualistas. Los que podríamos calificar como más negacionistas no suelen cambiar de opinión al contraer la enfermedad, pero en cambio esto sí influye sobre aquellas personas de su círculo –no el más estrecho, dicen los autores, sino más bien el de compañeros de trabajo y conocidos– que antes podían tener dudas. Las encuestas de los dos investigadores revelan además que los habitantes de zonas donde la actividad económica se ha recuperado hacia la casi normalidad tienden más a minimizar los riesgos de la pandemia, algo que también hemos observado aquí, por ejemplo en la Comunidad de Madrid. El resumen de todo esto es el ya dicho, y que subrayan los autores de estos estudios: la percepción del riesgo es subjetiva, influida por múltiples factores.

Con las mascarillas, un argumento de quienes defienden la vuelta a la obligatoriedad en toda circunstancia es ese riesgo colectivo que nace de la opción individual de no llevarla. Es un argumento razonable, y la decisión podría ser discutible, al menos si por coherencia se aplicara el mismo razonamiento a las vacunas. Pero no se hace: se considera que existe un libre derecho a no vacunarse, cuando esta decisión impone también un riesgo colectivo que algunos no queremos asumir. El presunto derecho de una persona a no vacunarse entra en conflicto con mi derecho a evitar el riesgo del contacto con personas no vacunadas, con las que puedo encontrarme en cualquier lugar sin saberlo. Y aunque en todo el mundo aún existen serias reticencias a regular la obligatoriedad general de la vacunación, en ciertos lugares –como comentaremos otro día– ya están comenzando a imponerse requerimientos particulares de vacunación que, esperemos, pronto se extiendan a otros países y regiones.

Pero si la percepción del riesgo es subjetiva, el propio riesgo no lo es. A lo largo de la pandemia se han publicado probablemente cientos de estudios que han calculado el riesgo de contagio en innumerables situaciones y circunstancias. De la agregación de muchos de estos estudios nació la recomendación de imponer el uso de la mascarilla, ya que la conclusión general de dichos estudios es que, si bien la mascarilla no elimina el riesgo de contagio, generalmente puede reducirlo en cierta medida si se utiliza de forma adecuada y allí donde se debe.

Este consenso en torno al hecho de que es mejor llevar mascarilla que no llevarla surgió de una combinación de estudios experimentales (en laboratorio), observacionales (correlacionando datos poblacionales del mundo real) y algunos clínicos (ensayos controlados). Conviene siempre recordar que los resultados no han sido unánimes; hay gran variabilidad entre los estudios, y también los hay que no han encontrado ningún beneficio en el uso de la mascarilla. Pero tomados en su conjunto, la dirección a la que apuntan es que la mascarilla aminora el riesgo de contagio.

Pero la gran mayoría de los estudios, o se han hecho en condiciones controladas y por lo tanto en interiores, o no tienen la suficiente calidad de prueba como para extraer resultados fiables específicos sobre el uso de la mascarilla exclusivamente en exteriores. O dicho de otro modo,  aún no hay ciencia sólida y contundente que apoye el uso o el no uso de la mascarilla al aire libre. Hace muchos meses oímos que había ciertos ensayos clínicos en marcha, pero parecen retrasarse más de lo previsto.

Sí es cierto, como vengo contando desde el comienzo de la pandemia, que ciertos estudios han comparado el riesgo de contagio en interiores y exteriores, y han llegado a la conclusión común de que el segundo es mucho menor que el primero. Pero en estos estudios no se ha incluido el factor de la mascarilla, y por lo tanto no se sabe en qué medida aporta una protección valiosa en comparación, por ejemplo, con su uso en interiores, o con la enorme reducción de riesgo que conlleva trasladar una reunión de personas del interior al exterior.

Así, cuando incluso en los propios telediarios más serios se dice que «ni los propios expertos se ponen de acuerdo en si debe usarse mascarilla al aire libre», se está desperdiciando una oportunidad estupenda para contar las cosas bien y, de paso, hacer algo de pedagogía científica: la frase correcta es «la ciencia aún no tiene conclusiones sólidas al respecto». Y la pedagogía consiste en explicar que la palabra de un experto, aunque por supuesto vale mucho más que la de un no experto, solo es ciencia cuando lo es, es decir, cuando no opina lo que le parece, sino que se limita a transmitir los resultados de los estudios científicos. Y en este caso, no los hay.

Unos meses atrás, la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) entraba en el debate sobre el uso de las mascarillas en exteriores con un editorial, un artículo de opinión (de una de las directoras de la revista, cuyo marido falleció por COVID-19), un reportaje sobre la transmisión aérea del coronavirus SARS-CoV-2 y un cara a cara de opiniones: tres a favor del uso de las mascarillas al aire libre, tres en contra. Entre las primeras predominaban los clínicos de salud pública, mientras que las segundas estaban más representadas por la virología y la epidemiología.

Como ya comenté aquí hace unas semanas, hay una diferencia de enfoques entre la salud pública/medicina preventiva y la epidemiología/inmunología/virología. La primera tiene la función y la obligación de velar por la prevención sanitaria incluso si a veces necesita apartarse de la medicina basada en evidencias para abusar del principio de precaución. En cambio, la segunda debería ceñirse siempre a la evidencia científica, y abstenerse cuando no la hay.

En otras palabras: es natural que los especialistas en medicina preventiva y salud pública recomienden que continuemos utilizando la mascarilla al aire libre, y aconsejen su obligatoriedad. Pero no tiene nada de raro que, en cambio, no pocos epidemiólogos, inmunólogos y virólogos estén subrayando que no existe evidencia para justificar esta medida. La clave es que los expertos pueden serlo en distintas materias que aplican distintos enfoques. Es algo tan sencillo de entender como que un entrenador de baloncesto no tiene por qué ser una autoridad en fútbol, ni viceversa.

Así pues, ¿a quiénes hacemos caso? ¿Qué postura debe primar? Esta parecería la pregunta razonable. Pero, en realidad, lleva implícita la respuesta. Porque el mismo hecho de que exista la duda se debe a que no hay evidencia científica que justifique la imposición general de la mascarilla al aire libre en todo lugar y circunstancia. Si existe alguna evidencia científica relacionada con esto, es la de que el riesgo de contagio al aire libre solo existe cuando hay proximidad física entre personas que no están en movimiento durante un tiempo suficiente, sobre todo si se habla alto y se ríe. Por ejemplo, en las terrazas.

Pero el consumo de bebida y comida es incompatible con la mascarilla. Y a menos que se quiera cerrar las terrazas (de los interiores, ya ni hablemos), y cuando recientemente se abrió por completo la sociedad para regresar a la vida casi exactamente igual que antes de la pandemia (y en algunas comunidades continúa siendo así), centrar ahora la discusión en las mascarillas al aire libre o culpar a esto del actual pico de contagios puede calificarse como cortina de humo, distracción, o como se quiera. Pero, sobre todo, no es ciencia. Y si se pretende que lo es, entonces es pseudociencia.

Para terminar, conviene recordar, como caso de ejemplo de una de las autoridades sanitarias más prestigiosas del mundo, que el pasado 13 de mayo el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) retiró la recomendación de usar mascarillas incluso en interiores para las personas vacunadas. Allí todavía prima un mensaje nacido de los estudios científicos y que aquí se ha diluido u olvidado, y es que la mascarilla protege sobre todo a otros de quien la lleva, por lo que a las personas vacunadas, cuyo riesgo de contagiar a otras es muy bajo, se les permite no utilizar mascarilla en interiores. Desde el 1 de mayo, el CDC tampoco monitoriza los casos de infección entre personas vacunadas a menos que requieran hospitalización.

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