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No son los horarios, es el aire: no todos los locales son iguales ante el coronavirus

Nos encontramos ahora, una vez más, en otra encrucijada de incertidumbres, en la que proliferan las propuestas dispares. En algunas zonas del país se han impuesto o recomendado distintos grados y modalidades de confinamiento. O se han cerrado todos los bares y restaurantes. En otras se pide ahora un toque de queda. ¿Por qué? Porque en Francia lo han hecho. Pero ¿sirve o no sirve? ¿Ayuda o no ayuda? ¿Funciona o no funciona?

Es que… en Francia lo han hecho.

Si todo esto les da la sensación de que las medidas contra el coronavirus forman ahora un menú variado del que cada autoridad local o regional elige lo que le parece, siempre diciendo ampararse en criterios científicos, pero sin que parezca haber ninguna correspondencia consistente entre el nivel de contagios y las medidas adoptadas en cada lugar… Creo que no es necesario terminar la frase.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Por la presente, declaro solemnemente carecer del conocimiento suficiente para saber cómo se gestiona una pandemia, para saber qué debe hacerse ahora y para saber si sería mejor o peor si pudiéramos rebobinar el tiempo y hacer las cosas de otro modo; no contamos con un multiverso en el que podamos conocer otras trayectorias paralelas. Pero declaro también que esta falta de conocimiento adorna asimismo a casi el 100% de las personas que a diario opinan sobre qué debe hacerse creyendo que sí saben cómo debe gestionarse una pandemia. Incluidos muchos de aquellos que aparecen como expertos en diversos medios y que, incluso con titulaciones aparentes o importantes cargos en sociedades médicas, hace un año ni ellos mismos hubieran creído que alguien pudiera consultarlos como expertos en pandemias.

En su lugar, escuchemos a los verdaderos expertos, los que ya sabían de esto antes. Y según nos dicen estos, parece claro que hay ciertas lacras que están incidiendo en nuestros malos resultados. El grupo de los 20 (ignoro si van por algún otro nombre concreto), un equipo de especialistas de primera línea que ha publicado un par de cartas en The Lancet pidiendo una evaluación independiente de la gestión (por cierto, ¿sería mucho pedir que ellos mismos se constituyeran en ese comité de evaluación independiente con o sin la aprobación de los gobiernos, o sea, verdaderamente independiente?), resumía de este modo ciertos problemas y errores cometidos:

Sistemas débiles de vigilancia, baja capacidad de test PCR y escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos, una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, procesos de decisión lentos, altos niveles de migración y movilidad de la población, mala coordinación entre las autoridades centrales y regionales, baja confianza en la asesoría científica, una población envejecida, grupos vulnerables sujetos a desigualdades sociales y sanitarias, y una falta de preparación en las residencias.

Es decir, un plato digno de esas Crónicas carnívoras en las que un cocinero de Minnesota echa todo lo que tiene en la despensa entre dos trozos de pan. Tan variada y prolija es la ensalada de factores que nos han llevado a donde estamos, que los editorialistas de The Lancet Public Health han calificado la situación de la pandemia en España como «una tormenta predecible».

Pero eso sí, estos editorialistas advierten de que «las razones detrás de estos malos resultados aún no se comprenden en su totalidad». Y es bastante probable que estos editorialistas de The Lancet Public Health sean bastante más expertos en salud pública y en gestión de pandemias que los cientos de miles de sujetos que a diario dicen comprender en su totalidad las razones detrás de estos malos resultados.

Con todo, los editorialistas no se limitan a rascarse la cabeza, sino que señalan algunos ingredientes de esa ensalada. «Una década de austeridad que siguió a la crisis financiera de 2008 ha reducido el personal sanitario y la capacidad del sistema. Los servicios de salud no tienen suficiente personal ni recursos y están sobrecargados». «El tríptico testar-rastrear-aislar, que es la piedra angular de la respuesta a la pandemia, sigue siendo débil». «Cuando el confinamiento nacional se levantó en junio, algunas autoridades regionales reabrieron probablemente demasiado rápido, y fueron lentas en implantar un sistema eficaz de trazado y rastreo. En algunas regiones, la infraestructura local de control epidemiológico era insuficiente para controlar futuros brotes y limitar la transmisión comunitaria. La polarización política y la descentralización gubernamental en España también han obstaculizado la rapidez y eficiencia de la respuesta de salud pública».

Lo único que tenemos para guiarnos de verdad por un camino medianamente racional y eficaz es lo que dice la ciencia que ya tenemos, incluso con todas sus incertidumbres. Los palos de ciego, como los toques de queda, las limitaciones de horarios o del número de personas en las reuniones, son simplemente palos de ciego; muchas de estas medidas no cuentan con una experiencia histórica suficiente para proporcionar evidencias científicas que apoyen o refuten su eficacia. Lo que sí dice la ciencia es que las mascarillas ayudan, pero que la medida más probadamente eficaz es el distanciamiento, que por tanto debería ser la norma más importante y más respetada a rajatabla, en toda situación y circunstancia. Y es evidente que en casi ningún lugar se está respetando, ni en la calle, ni en el transporte público, ni en los comercios, ni en los locales donde la gente se quita la mascarilla para consumir.

Claro que también la ciencia dice que el distanciamiento no sirve en locales cerrados y mal ventilados; un cine, un restaurante o un bar podrán quizá ser seguros. Pero otros no lo serán. Y lo cierto es que nosotros, clientes, no podemos tener la menor idea de cuáles lo son y cuáles no. El mes pasado, la directora de cine Isabel Coixet recibía un importante premio con una mascarilla en la que podía leerse «el cine es un lugar seguro», como si todos lo fueran por alguna clase de privilegio epidemiológico debido específicamente al hecho de proyectar una película sobre una pantalla. Mientras no exista una regulación de la calidad del aire adaptada a la pandemia, que obligue a todos los locales a ventilar y/o filtrar de acuerdo a unos requisitos y parámetros concretos que puedan vigilarse mediante sistemas como la monitorización del CO2 en el aire, y de modo que el cumplimiento de esta normativa esté públicamente expuesto a la vista de los clientes, como suelen estarlo ciertas licencias obligatorias, no podremos saber en qué recintos interiores estaremos seguros y cuáles debemos evitar.

Por mucho que el mensaje público insista en que toda la culpa del contagio es de los botellones y otras actividades no reguladas, lo cierto es que los cines, los bares, los restaurantes o los medios de transporte no son lugares seguros de por sí, por naturaleza infusa. De hecho, algunos de los casos de supercontagios más conocidos y estudiados a lo largo de la pandemia han tenido lugar en sitios como restaurantes, gimnasios o autobuses, en países donde estos datos se detallan (que no es el caso del nuestro). Y en cambio, grandes concentraciones de personas al aire libre como las manifestaciones contra el racismo en EEUU no tuvieron la menor incidencia en los contagios.

Como dice el profesor de la Universidad de Columbia Jeffrey Shaman, un verdadero experto de referencia en epidemiología ambiental, el mayor riesgo de las concentraciones de personas al aire libre ocurre precisamente cuando esas personas comparten instalaciones interiores, como baños, bares o tiendas. Con independencia de que a cada cual le guste o no la práctica del botellón, hay más riesgo en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla en un local cerrado con mala ventilación, incluso con distancias, que en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla al aire libre si se respetaran las distancias y no se intercambiasen fluidos o materiales potencialmente contaminados (son estas dos últimas circunstancias las que inciden en el riesgo, no el hecho de reunirse en la calle a beber).

Los consumidores dependemos de la información y la voluntad que posea el propietario de un negocio para hacer de su local un sitio seguro. Resulta del todo incomprensible que las autoridades solo contemplen dos posibilidades, abrir TODOS los bares y restaurantes o cerrar TODOS los bares y restaurantes. En estos días los medios han contado que la propietaria de un restaurante de Barcelona ha instalado en su local un sistema de filtración del aire de alta calidad. Esta mujer ha demostrado no solo estar perfectamente al corriente respecto a la ciencia actual sobre los factores de riesgo de contagio, sino también un alto nivel de responsabilidad hacia sus clientes afrontando una inversión cuantiosa. Y sin embargo, las autoridades también la han obligado a cerrar, aplicando a su negocio el mismo criterio que a otro donde los clientes aún están respirando la gripe de 1918.

Sí, todos queremos que las restricciones destinadas a frenar la pandemia sean compatibles en la medida de lo posible con el desarrollo de las actividades, sobre todo las que sostienen la economía. Pero ¿cuánto tardarán las autoridades en escuchar el consejo de los científicos para llegar a comprender que no todos los recintos cerrados son iguales ante el contagio, ya sean las tres de la tarde o las tres de la mañana, y que urge establecer una normativa de ventilación y filtración del aire para mantener abiertos los locales seguros y cerrar solo aquellos que no lo son?

Termino dejándoles este vídeo recientemente difundido por José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado que, por suerte para nosotros, es español. Jiménez ha ofrecido repetidamente su colaboración a las autoridades de nuestro país para ayudar a hacer nuestros espacios interiores más seguros. Hasta ahora, ha sido ignorado.

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre la efectividad de las mascarillas

En el telediario, un representante del equipo español de piragüismo, que participa en un campeonato mundial en Hungría, se muestra indignado porque hay equipos de otros países que no llevan mascarilla. El enfoque del reportaje le da la razón, subrayando cómo en la delegación española se sigue a rajatabla el «protocolo anti-cóvid» (incluyendo, cómo no, la engañosa e inútil termometría ambulante).

Resulta tristemente irónico: el representante del país con más contagios de Europa y sexto del mundo reprocha a los demás que no están haciendo bien las cosas.

Por si a alguien aún se le ha escapado, las medidas adoptadas e introducidas durante los últimos meses para contener la pandemia en España no parecen estar funcionando. Creo que el argumento es dicífilmente discutible cuando multitud de otros países, con medidas menos estrictas que las nuestras, han mantenido durante meses cifras de contagios de un orden de magnitud inferior. Nadie sabe por qué España es el pozo negro de la cóvid en Europa. Desde este blog, me he limitado a decir que yo no lo sé. Por supuesto, conjeturas tenemos todos, pero tampoco lo saben quienes tratan de presentar sus conjeturas como algo más que conjeturas.

Las conjeturas valen muy poco y cada vez menos; solo la prueba científica tiene valor. Y solo los estudios científicos podrán determinar, probablemente con el tiempo y el análisis riguroso de los datos a toro pasado, cuál es realmente nuestro problema. Eso sí, aquí también he traído ese llamativo y brutal contraste con países donde las mascarillas no existen (en otros son de uso voluntario o solo obligatorias en interiores) y les va mucho mejor que a nosotros. Y, sin embargo, este curioso hecho que debería invitar a la reflexión no parece haber sido adecuadamente reflexionado.

Desde este blog se ha apoyado (y se apoya) el uso generalizado de las mascarillas en espacios cerrados desde que las evidencias científicas dieron dos motivos para hacerlo que antes se desconocían, los cuales fueron oídos por las autoridades sanitarias: que la transmisión del virus por parte de personas asintomáticas o presintomáticas era muy frecuente, y que esta cuota de infecciones podía aminorarse en gran medida si estas personas portadoras del virus e ignorantes de que lo son –y todos somos candidatos potenciales a esta categoría– utilizaban un elemento cuya mayor utilidad no es proteger a quien lo lleva, sino retener una gran parte de las gotitas expulsadas para proteger a los demás de los ya contagiados.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Pero por algún motivo que también ignoro, quizá porque aquí somos así, pasamos del cero al infinito. Las autoridades no solo impusieron el uso de las mascarillas en interiores, donde se produce la gran mayoría de los contagios, sino también en exteriores, en todo momento, circunstancia y lugar; incluso una persona paseando a su perro a la 1 de la mañana por una calle solitaria (o por el campo, como ocurre junto a mi casa) llevará la mascarilla al menos colocada en la barbilla, dispuesta a ajustársela rápidamente al menor movimiento sospechoso a sus alrededores que delate la aproximación de un policía con una libreta de multas en su bolsillo, o simplemente de un vecino con un repertorio de insultos en su lengua.

En apenas unos meses, para una buena parte de los ciudadanos españoles la mascarilla ha pasado de ser un objeto inútil a convertirse en la alternativa a la muerte, como decía en un vídeo viral una niña cuyas palabras fueron intensamente aplaudidas como «ejemplo de sentido común». En los telediarios, los reporteros sacan el micrófono a la calle, y los transeúntes culpan de la pandemia a quienes se quitan la mascarilla. En algún programa de televisión de prime time, alguien que se hace pasar por científico monta un número circense mostrando cómo la mascarilla hace algo que no tiene absolutamente nada que ver con la propagación viral, pero que es muy espectacular y arranca las ovaciones del público. Quienes critican la sobreimposición de las mascarillas y las exageraciones sobre su eficacia son tachados de negacionistas. Y sí, probablemente muchos lo sean.

En el caso de un servidor, me limito a seguir la ciencia y la medicina basada en pruebas (Evidence-Based Medicine o EBM). Y dado el carácter fundamentalista (acepción 3 de la RAE) que ha tomado en este país la opinión pública sobre las mascarillas, me veo en la obligación de traer de nuevo aquí lo que realmente dice la ciencia sobre las mascarillas.

Para ello, parto de lo publicado por el Centre for Evidence-Based Medicine de la Universidad de Oxford (CEBM) bajo el título «Enmascarando la falta de evidencias con política«. Los autores de dicho informe subrayaban cómo el uso de las mascarillas se ha convertido en muchos lugares –y en eso podemos vernos retratados– en una cuestión de filiaciones políticas muy polarizadas, lo que, escriben, «oculta una verdad amarga sobre el estado de la investigación actual y el valor que otorgamos a la evidencia clínica para guiar nuestras decisiones».

¿Y cuál es ese valor? Poco, al parecer: «Se diría que, a pesar de dos décadas de preparación contra pandemias, hay una considerable incertidumbre sobre el valor de llevar mascarillas», escriben los autores. «Por ejemplo, las altas tasas de infección con mascarillas de tela podrían venir causadas por los daños causados por las mascarillas de tela, o los beneficios de las mascarillas médicas. Las numerosas revisiones sistemáticas que se han publicado recientemente se basan todas en los mismos estudios, así que no es sorprendente que a grandes rasgos lleguen a las mismas conclusiones. Sin embargo, recientes revisiones utilizando pruebas de baja calidad han encontrado efectividad en las mascarillas, pero al mismo tiempo han recomendado ensayos clínicos robustos y aleatorizados para encontrar evidencias sobre estas intervenciones».

Esa reciente revisión a la que se refieren los científicos de Oxford se publicó en la revista The Lancet, y ya fue comentada aquí. Los investigadores recopilaban todos los estudios que encontraron válidos sobre la efectividad de la distancia física, las mascarillas y la protección ocular. Esta era la conclusión general: «La distancia física de al menos 1 metro está fuertemente asociada con la protección, pero distancias de hasta 2 metros podrían ser más efectivas. Aunque la evidencia directa es limitada, el uso óptimo de las mascarillas, sobre todo N95 o respiradores similares en los entornos sanitarios y mascarillas quirúrgicas o de algodón de 12 a 16 capas en la comunidad, podría depender de factores contextuales; se necesitan acciones a todos los niveles para solventar la escasez de mejores evidencias. La protección ocular podría proporcionar beneficios adicionales».

En resumen, de la revisión en The Lancet se desprende esta conclusión: hay pruebas suficientes de que la distancia física es la medida más efectiva para prevenir contagios. Lo cual tampoco debería sorprender a nadie. El hecho de que en distintos lugares se impongan diferentes criterios se debe a que no existe una distancia general que pueda considerarse cien por cien segura; el virus puede detectarse a ocho metros de distancia de alguien infectado. Por ello, las autoridades tratan de encontrar un compromiso entre ocupación de los espacios y reducción del riesgo: 1 metro protege algo, 1,5 metros protegen más que 1, y 2 más que 1,5. Pero ninguna de estas distancias es «de seguridad», es decir, ninguna reduce el riesgo a cero. Es más, y como ya he contado aquí, los expertos en transmisión aérea de patógenos en interiores alertan de que en recintos cerrados y mal ventilados la única distancia segura es la que le sitúa a uno… fuera del recinto cerrado y mal ventilado.

Ahora bien, en cuanto a las mascarillas, la conclusión es que podrían conferir cierta protección, pero los autores de The Lancet califican los resultados obtenidos como de «baja certeza» por la insuficiente calidad de las pruebas. Tanto los estudios clínicos como los observacionales han arrojado resultados enormemente variables, según repasa el informe del CEBM. Como citan los autores, el Instituto de Salud Pública de Noruega maneja una cifra de reducción de riesgo por el uso de mascarillas en torno al 40%. Es decir, que las mascarillas no reducirían el riesgo de contagio ni siquiera a la mitad. El instituto noruego calcula que, cuando las tasas de infección son bajas, el uso de mascarilla por parte de 200.000 personas evita solo un contagio a la semana (no sería el caso de España, donde la transmisión es alta).

Resumiendo aún más: ¿qué dice realmente la evidencia científica actual sobre la efectividad de las mascarillas?

Respuesta: que aún no hay datos suficientes.

En este punto, es lógico que algún lector se sienta confuso, ya que en algunos medios se ha hablado de estudios científicos según los cuales la mascarilla era prácticamente una garantía contra el contagio, citando datos del 75 y hasta el 90% de protección. Ya expliqué aquí en su día la razón de esta aparente contradicción, que no es tal, sino una errónea interpretación de ciertos estudios, a la que se suma algo de cherry-picking mediático (pregonar los datos que interesan y callar los que no). Algunos de esos datos han surgido de ensayos de laboratorio en los que simplemente se analiza la capacidad de retención de gotitas de las mascarillas, que puede ser muy elevada. Pero cuando se ha analizado la efectividad de las mascarillas (la eficacia se refiere a los ensayos, la efectividad se refiere al mundo real), los datos de reducción de contagios no alcanzan esas cifras ni de lejos; quizá debido a la transmisión por aerosoles, quizá al uso incorrecto de las mascarillas, quizá a otros factores desconocidos, y quizá un poco a todo ello.

Tal vez el caso más clamoroso de mala interpretación de un estudio fue uno muy citado en los medios, según el cual el uso generalizado de mascarillas podía eliminar la expansión del virus. El error de interpretación consistía en que, en realidad, aquel no era un estudio de campo sobre la efectividad de las mascarillas, sino una simulación epidemiológica que estimaba cómo el uso de las mascarillas podía influir en la expansión de la pandemia, suponiendo una efectividad concreta de las mascarillas como condición de partida; los epidemiólogos autores de aquel estudio predecían una eliminación de la transmisión del virus mediante el uso generalizado de mascarillas cuando asignaban a estas como condición de partida una efectividad del 75%. Que es irreal. Es como decir que el número de muertes en carretera descendería a cero si todos los coches se movieran a una velocidad de 0 km/h.

Al menos, parece que la Organización Mundial de la Salud (OMS) sí se atiene a las recomendaciones nacidas de la evidencia científica. Este organismo señala que las mascarillas son parte de una estrategia más general, porque «el uso de una mascarilla por sí solo no es suficiente para conferir un adecuado nivel de protección contra la COVID-19», insistiendo en la necesidad de la distancia física. Y añade:

Muchas personas están utilizando mascarillas no médicas de tela en lugares públicos, pero hay evidencias limitadas sobre su efectividad y la OMS no recomienda su uso general entre el público para el control de la COVID-19. Sin embargo, para áreas de amplia transmisión, con capacidad limitada para implantar medidas de control y especialmente en lugares donde una distancia física de al menos 1 metro no es posible –como en el transporte público, tiendas u otros entornos cerrados o multitudinarios– la OMS aconseja a los gobiernos que alienten el uso de mascarillas de tela no médicas para el público en general.

Con todo esto, queda claro que la obligatoriedad de las mascarillas al aire libre en todo lugar y circunstancia que se ha impuesto en España NO sigue las recomendaciones de la OMS ni, aún más importante, la evidencia científica que las inspira. Es una medida basada en el principio de precaución, no en pruebas científicas, por mucho que trate de presentarse de otro modo. Y aún más curioso, resulta que el primer país de Europa en contagios y sexto del mundo es también el país de un total de 26 donde mayor porcentaje de la población utiliza mascarilla, el 89%.

Cabría preguntarse si quienes culpan de la pésima situación en España a la irresponsabilidad del 11% restante cumplen con su propia responsabilidad de limitar su vida social, restringir su movilidad y quedarse en casa. El pasado fin de semana, alguna celebrity de esas que no se sabe muy bien por qué lo son subrayó el hecho, aplaudiéndolo, de que en Madrid los restaurantes, las tiendas, las calles y las terrazas estaban abarrotadas. Y creo que basta salir a la calle o entrar en un comercio para comprobar que el distanciamiento –lo que incluye no salir de casa salvo que sea imprescindible– no se está respetando. Por lo que se ve, para muchos aquello de la «nueva normalidad» se ha quedado en «lo mismo de antes, pero con mascarilla». El criterio no es «¿es prudente?», sino «¿está permitido?».

Llama la atención que no parezca entrar en el ánimo de las autoridades la reflexión de que solo una evidencia científica concluyente debería guiar la decisión de embozar de forma obligatoria y permanente a toda la población de un país, mientras al mismo tiempo se barre bajo la alfombra la evidencia científica más concluyente que sí avala la necesidad de imponer medidas drásticas de distanciamiento físico cuando la propia población no asume por sí sola esta responsabilidad.

Y, por cierto, algunos expertos ya están advirtiendo de que las mascarillas podrían perjudicar el desarrollo emocional y social de los niños. Quizá por el momento sea solo una conjetura; pero ¿por qué en este caso no sirve el principio de precaución? ¿Tendremos que esperar a que los estudios demuestren daños irreparables para concluir que habrá que elegir entre quitar las mascarillas a los niños o cerrar los colegios? Y no, adoctrinarlos en el «mascarilla o muerte», aparte de ser una barbaridad pseudocientífica, tampoco tiene visos de ayudar demasiado a su desarrollo emocional y social.

En recintos cerrados y con mala ventilación no existe una distancia segura contra el coronavirus

Hace unos días contaba aquí que la comunidad científica experta está confluyendo en un mensaje común: la ventilación y la filtración son las nuevas armas clave que deben guiar la lucha contra el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Parece evidente que un virus de transmisión respiratoria, que se contagia tanto por el aire como por las gotitas expulsadas al hablar, cantar, estornudar o toser, y que invade el organismo sobre todo a través de la nariz, debería combatirse principalmente eliminándolo o dispersándolo del lugar donde supone una amenaza, el aire, dado que no es posible matarlo en las propias personas que lo incuban.

Más aún cuando, de hecho, la ventilación y la filtración sí son medidas preventivas fácilmente adoptables y sostenibles a largo plazo, a diferencia de la mayoría de aquellas que las autoridades reguladoras están imponiendo a la población y que parecen guiadas por una visión cortoplacista; recordemos lo que los expertos vienen remachando desde el comienzo de la pandemia y que se ha repetido aquí: una vez que un virus ha llegado a la existencia (este llegó hace algo así como medio siglo, pero saltó a los humanos el año pasado), no es posible devolverlo a la no existencia. Solo en un par de casos, con intensos esfuerzos globales a lo largo de décadas, el ser humano ha logrado librarse de un par de virus. Por lo tanto, y dado que el SARS-CoV-2 es algo con lo que deberemos convivir en adelante, parece lógico buscar las medidas que minimicen sus efectos permitiendo que la vida siga como antes.

De poco sirve marcar distancias en lugares cerrados si la ventilación es deficiente. Imagen de Steve Morgan / Wikipedia.

De poco sirve marcar distancias en lugares cerrados si la ventilación es deficiente. Imagen de Steve Morgan / Wikipedia.

Y no parece que los confinamientos, cierres, limitaciones de aforo y horarios, distancias ni mascarillas cumplan esta condición. En concreto, el problema de las mascarillas no es que no sirvan. Sirven; pero como he contado aquí, su mayor eficacia estriba en retener las gotitas expulsadas. Son menos útiles para contener los aerosoles y como protección para quienes las llevan, y globalmente los estudios clínicos y observacionales les otorgan una eficacia limitada; son mejor que nada, pero parece claro que no vamos a llevar mascarillas todos los días, a todas horas, durante el resto de nuestra vida (y a ver entonces cómo erradicamos esa falsa dicotomía de «mascarilla o muerte» que aparecía esta semana en el erróneamente aplaudido vídeo viral de una niña). Así, la resistencia de la población es esperable, sobre todo cuando existen experimentos en el mundo real de lugares donde se arreglan sin ellas (Suecia) y cuando es inevitable percibir arbitrariedades en la regulación y el uso que no pueden comprenderse ni justificarse.

Dos ejemplos de esto último: en un artículo en la revista The Atlantic que cité recientemente, el experto en aerosoles de la Universidad de Colorado José Luis Jiménez hacía notar una situación tan frecuente como absurda: una conferencia con público (charla, clase, seminario, e incluso las ruedas de prensa del propio Fernando Simón) en la que los asistentes, perfectamente distanciados entre ellos, portan mascarilla, mientras que el conferenciante no la lleva. Jiménez decía que, si solo existiera una única mascarilla en la sala, quien debe llevarla es precisamente la persona que está hablando, y no quienes escuchan, ya que hablar en voz alta expulsa una gran cantidad de gotitas que pueden dispersar el virus si el conferenciante está contagiado.

Segunda situación absurda: se ha impuesto a los niños la obligación de llevar mascarilla también en las clases de educación física, que en la mayor parte de los casos pueden hacerse al aire libre. Y sin embargo, no se aplica esta imposición a quienes hacen deporte por simple afición, ni siquiera cuando van en grupo, a pesar de que uno de los pocos casos de contagio al aire libre que se han podido demostrar fue el de dos personas que corrían juntas, cada una respirando el aire expulsado por la otra (y sí, corriendo en la misma dirección; eso de establecer un sentido único de circulación de las personas en ciertos lugares es otra demostración de cómo propuestas sin la menor base científica pueden triunfar en todo el mundo solo porque… ¿alguien sabe por qué?).

Así, y por mucho que el movimiento anti-mascarillas de los negacionistas del virus y de la pandemia esté perjudicando enormemente la lucha contra esta lacra, las autoridades deberían hacer su propia autocrítica sobre cómo las medidas que están adoptando, y que en algunos casos pulverizan libertades fundamentales de un plumazo, están cargadas en ocasiones de una falta de sustancia científica, una inconsistencia y una arbitrariedad que no pueden sino crear en muchos ciudadanos la sensación de estar gobernados por el pollo que corre sin cabeza. Que no falten los llamados «felpudos desinfectantes» a la entrada de los colegios, otra aberración contra la razón y el sentido común, pero las ventanas de las aulas se dejan cerradas con veinte niños respirando el mismo aire en su interior.

Es de esperar que, con el tiempo, el énfasis en la ventilación y la filtración del aire como medidas primordiales en la lucha contra el coronavirus vaya venciendo la ceguera de las autoridades y los organismos a la evidencia científica; el más alto de todos ellos, la Organización Mundial de la Salud, está a menudo lastrado por una inercia que lo llevó a resistirse incluso contra lo que ya era un clamor en la comunidad científica, que el virus también se estaba transmitiendo por el aire. Al menos comienza a verse algún signo de esperanza; una compañía de autobuses ya menciona la ventilación y la filtración del aire en sus anuncios en televisión. Por suerte, en los colegios de mis hijos están dejando las ventanas y puertas de las aulas abiertas en este comienzo de curso, pero es dudoso que continúen haciéndolo cuando llegue el frío, y entonces será aún más necesario que ahora.

Hoy traigo aquí un ladrillito más en esta muralla permanente que debemos ir construyendo contra el coronavirus, la de sanear el aire de los espacios que compartimos. En The Conversation, un grupo de ingenieros de la Universidad de Clarkson, especializados en dinámica de fluidos y aerosoles, se encarga de remachar algo también evidente: en recintos cerrados, mal ventilados y donde hay un grupo de gente, no existe la distancia de seguridad; no hay ninguna distancia que sea segura como protección contra el contagio.

Unos días atrás, en la revista BMJ (la que de toda la vida era el British Medical Journal), un grupo de científicos de la Universidad de Oxford y del Instituto Tecnológico de Massachusetts llamaba la atención sobre el hecho de que las normas aplicadas actualmente en todo el mundo sobre una presunta «distancia de seguridad», que varía entre uno y dos metros según los lugares, están basadas en «ciencia obsoleta».

Sí, como principio general, una mayor distancia reduce el riesgo de contagio. Pero fijar distancias concretas como normas universales sin considerar otros factores es sencillamente una ilusión, ya que la realidad es mucho más compleja. «La distribución de las partículas virales viene afectada por numerosos factores, incluyendo el flujo de aire», escribían los autores. «Las evidencias sugieren que el SARS-CoV-2 puede viajar a más de 2 metros cuando se tose o grita». Por lo tanto, concluían, «las reglas sobre la distancia deberían reflejar los múltiples factores que afectan al riesgo, incluyendo la ventilación, la ocupación y el tiempo de exposición». De esta manera, añadían, podría conseguirse «una mayor protección en los escenarios de mayor riesgo pero también una mayor libertad en los de bajo riesgo, posiblemente permitiendo una vuelta a la normalidad en algunos aspectos de la vida económica y social».

Mientras, nuestros gobernantes aumentan la distancia entre sillas al aire libre.

Los ingenieros del artículo en The Conversation abundan en esta misma cuestión, utilizando para ello un ejemplo conocido: el humo del tabaco. En ningún país existe una norma de simple distanciamiento como protección frente al humo del tabaco en recintos interiores; como todo el mundo sabe, en un lugar cerrado el olor del tabaco llena el recinto, ya que el humo se dispersa por todo el espacio. Y sin embargo, se está transmitiendo a la población la ficción de que en interiores existe una distancia segura para protegerse del coronavirus.

«El humo del tabaco comprende partículas que son similares en tamaño a las gotitas respiratorias más pequeñas expulsadas por los humanos, aquellas que permanecen suspendidas en el aire por más tiempo», escriben los autores. «En una habitación mal ventilada no existe una distancia segura», concluyen. «Las buenas estrategias de ventilación y filtración que introducen aire fresco son críticas para reducir los niveles de concentración de aerosoles, igual que abrir las ventanas aclara una habitación llena de humo».

Finalmente, los autores añaden la necesidad de llevar mascarillas en recintos interiores, pero insisten en qué es lo que una mascarilla puede hacer por nosotros, algo que deben recordar tanto quienes creen en su completa inutilidad como quienes creen que es una protección garantizada contra el contagio (y, en su caso, la muerte): «Reducen la concentración de las gotitas respiratorias que se expulsan a la habitación y dan algo de protección contra la inhalación de aerosoles infecciosos».

Avalancha de familias en la calle: irresponsabilidad, pero no cambiará el curso de la epidemia a largo plazo

Es lógico pensar que hoy, domingo 26 de abril, se hayan iniciado nuevas cadenas de contagios del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, de acuerdo a las imágenes de familias enteras en la calle, juntándose entre ellas. Algunos niños portadores asintomáticos, cuyas familias también hayan pasado la infección sin saberlo, quizá habrán contagiado el virus a otros niños que ahora lo llevarán a sus casas. Por desgracia, y dado que aún no se conocen los factores causales que gobiernan la aparente lotería de los síntomas de covid, es posible que algunos familiares de esos niños nuevamente contagiados desarrollen enfermedad grave.

Por todo lo anterior, hay razones para la ola de indignación que se ha levantado en las redes sociales. Puede decirse que quienes así han actuado son irresponsables, o incluso algo aún más subido de tono, ya que han decidido ignorar olímpicamente las regulaciones prescritas por las autoridades sanitarias, lo que, si no me equivoco y a falta de un abogado en la sala, supone algún tipo de contravención legal punible de las normas que todos debemos respetar.

La salida de los niños a la calle el 26 de abril. Imagen de EFE / 20 Minutos.

La salida de los niños a la calle el 26 de abril. Imagen de EFE / 20 Minutos.

Pero más allá de esto, hay algo que conviene aclarar, y es que, de acuerdo a las previsiones de los epidemiólogos y sus modelos, esto no tiene por qué suponer ninguna alteración seria del curso de la pandemia a largo plazo. Cuando en las mismas redes sociales se está diciendo que esto supone un retroceso y que va a ser gravísimamente nocivo, hay algo fundamental que se está olvidando. Y es que aún estamos solo al principio.

Lo estamos consiguiendo, ya se ve la luz, ya queda poco, está llegando a su fin, dentro de nada esto habrá acabado y volveremos a nuestra vida normal; son mensajes que se están difundiendo en estos días con una cierta euforia a la luz del descenso de las curvas de contagios y muertes, e incluso en forma de hashtags gubernamentales. Hay previsión de medidas de mayor apertura, y todo ello parece haber llevado a muchos a pensar que estamos acabando con el virus.

Pero lamentablemente, no es esto lo que los epidemiólogos llevan meses repitiéndonos.

Un virus, este virus, continuará circulando y propagándose mientras haya una población de huéspedes susceptibles. Y dado que la mayoría de la población aún es susceptible, la epidemia va a continuar progresando. Como ya he explicado aquí, lo único que podrá detenerlo es la inmunidad, no el confinamiento. El confinamiento tiene por objeto reducir la velocidad de los contagios para que los hospitales y las UCI no se vean sobrepasados y puedan tratar adecuadamente a los pacientes, y dar más tiempo a la búsqueda de posibles tratamientos.

Pero según el modelo de los epidemiólogos del Imperial College de Londres que ya he comentado aquí anteriormente, en el mejor de los casos la predicción de muertes en EEUU para la duración total de la epidemia es de 1,1 millones; en aquel país se han producido hasta ahora algo más de 54.000 fallecimientos. Esto implica, salvo que el modelo del ICL esté tan garrafalmente equivocado que deba tirarse a la basura (lo cual no es descartable; recordemos que solo los videntes, pitonisos y astrólogos ven el futuro de forma precisa e infalible; la ciencia solo puede hacer predicciones fundadas y razonables), que la inmensa mayoría de los contagios del coronavirus aún no se han producido, y que las muertes ocurridas hasta ahora son solo una pequeña fracción de las que provocará en total. Si quieren, hagan ustedes la regla de tres para calcular las cifras en España.

Esto puede sonar desalentador. No, no puede: es muy desalentador. Pero para no llevarnos a engaños, es algo que en estos momentos no debemos olvidar. Aún se ignora si la epidemia verá un descenso en verano; aunque muchos virólogos –los expertos en los malos– piensan que no será así, algunos inmunólogos –los expertos en los buenos– advierten de que no sabemos absolutamente nada sobre el comportamiento estacional del sistema inmune. Pero incluso si finalmente la epidemia nos diese una tregua en verano, volverá en otoño.

La segunda oleada de pandemias como las de gripe de 1918-19 y 1957-58 fue mucho peor que la primera. Incluso en el caso de la mal llamada gripe española del 18, fue entonces cuando comenzó a cebarse con los jóvenes y niños. Esto NO tiene por qué suceder con este virus. No existe actualmente ningún motivo conocido que apoye una posible deriva de este tipo. Pero ningún experto duda de que esto va para largo, y que probablemente el coronavirus ha venido para quedarse, al menos hasta que haya una o varias vacunas eficaces y ampliamente disponibles.

Para ilustrarlo, les traigo aquí un estudio publicado la semana pasada en la revista Science, y elaborado por el equipo de epidemiólogos de Harvard dirigido por Marc Lipsitch, uno de los grupos que más resuenan en la investigación de esta pandemia. Lipsitch y sus colaboradores han utilizado estimaciones de estacionalidad, inmunidad al virus y su posible inmunidad cruzada (una respuesta que actúa contra varios virus parecidos) con coronavirus del resfriado para predecir qué ocurrirá en los próximos años.

“Proyectamos que probablemente sucederán brotes recurrentes invernales de SARS-CoV-2 después de la ola inicial más grave”, escriben. Los autores calculan que deberán mantenerse medidas de distanciamiento social prolongadas o intermitentes como mínimo hasta 2022, pero que “incluso en el caso de una aparente eliminación, la vigilancia del SARS-CoV-2 deberá mantenerse, ya que un resurgimiento de los contagios puede producirse hasta 2024”.

Aunque la memoria inmunitaria que deja el virus es un importantísimo factor que aún no se conoce, los investigadores han considerado dos posibilidades razonables de acuerdo a lo ya sabido de otros coronavirus: si el de la covid solo proporciona inmunidad a corto plazo, unas 40 semanas, como los coronavirus del resfriado, habrá brotes anuales, mientras que si la inmunidad llega a los dos años es posible que veamos inviernos con brotes alternos, o que el virus desaparezca durante tres años para resurgir en 2024. Si los contagios descienden en verano, la oleada posterior será mayor que la primera. Y solo si la inmunidad es permanente el virus podría llegar a desaparecer por sí solo, quizá en 2021.

Pero creo que el párrafo más destacable del estudio, y el que más viene a propósito del tema de hoy sobre los niños en la calle y su efecto en el curso de la epidemia, es este, que recomiendo leer muy detenidamente:

Bajo TODOS los escenarios [mayúsculas mías], hubo un resurgimiento de la infección cuando las medidas de simulación de distanciamiento social se levantaron. Sin embargo, un distanciamiento social temporal más largo y más restrictivo no siempre se correlacionó con mayores reducciones en el tamaño de los picos de la epidemia. En el caso de un periodo de 20 semanas de distanciamiento social con una reducción del 60% de la R0 [número de personas a las que en promedio infecta cada persona contagiada], por ejemplo, el tamaño del pico del resurgimiento fue prácticamente el mismo que el tamaño del pico de la epidemia sin ningún control: el distanciamiento social fue tan eficaz que no se construyó nada de inmunidad poblacional. La mayor reducción en el tamaño de los picos vino de una intensidad y una duración del distanciamiento social que divide aproximadamente el número de casos de forma igualitaria entre los distintos picos.

En resumen, sí, llamemos irresponsables a quienes quebrantan las normas en momentos en que el respeto al orden social es más que nunca una cuestión de solidaridad. Pero no caigamos en engaños de que en tal o cual país “solo han tenido” x muertes o de que lo ocurrido el 26 de abril de 2020 va a cambiar sustancialmente el curso de la historia. Porque, o mucho se equivocan los científicos, o esta historia no ha hecho más que comenzar.