Entradas etiquetadas como ‘hipótesis de la higiene’

El contacto sano con los microbios puede favorecer la respuesta contra la COVID-19

El ABC de la inmunología, del que casi todo el mundo tiene una vaga idea, dice que una infección o vacunación nos arma contra un futuro contacto con el mismo patógeno. En junio un estudio en The Lancet Infectious Diseases, que modelizaba matemáticamente la pandemia de COVID-19 simulando un mundo con y sin vacunas, estimaba que estas han salvado casi 20 millones de vidas.

Esto se logra gracias a una de las dos grandes fuerzas del sistema inmune, el llamado adquirido o adaptativo (el otro es el innato). Este a su vez tiene dos divisiones celulares, los linfocitos B y T. Los primeros se arman en su cubierta celular con los anticuerpos, moléculas en forma de Y cuyos dos rabitos superiores están recortados a la medida de los antígenos del patógeno en cuestión para que encajen con ellos como una llave en una cerradura. Un antígeno es, en general, cualquier molécula capaz de estimular esta respuesta. Y un patógeno, como un virus, suele tener varios antígenos diferentes; por ejemplo, la proteína Spike o S del coronavirus SARS-CoV-2 contra la cual nos hemos vacunado es uno de sus antígenos, pero tiene otros.

Además, las células B pueden soltar esos anticuerpos a la sangre y por los tejidos para que actúen como vigilantes; si alguno de ellos encuentra el antígeno y se une a él, otras células inmunitarias lo detectan y se activan. Por su parte, las células T se recubren de otro tipo de moléculas —llamadas receptores de células T, o TCR— que también reconocen los antígenos, aunque mediante otro mecanismo algo más complicado. Cuando las células T reconocen los antígenos contra los cuales están programados, hacen varias cosas diversas que pueden resumirse en un mismo objetivo: guerra al invasor.

También el ABC de la inmunología dice que tanto los anticuerpos como los TCR reconocen específicamente un, y solo un, antígeno. O más concretamente, solo una parte de él llamada epítopo; un antígeno puede tener varios epítopos, como distintas caras que pueden ser reconocidas por anticuerpos o TCR diferentes.

Niños jugando en un parque de agua. Imagen de needpix.com.

Pero cuando pasamos del ABC a una explicación algo más detallada y realista, ocurre que esto último no es exactamente así: resulta que los anticuerpos y los TCR pueden reconocer también, por error, otros antígenos diferentes a aquel contra el cual fueron programados. Sería como colocar una pieza de un puzle en otro puzle distinto al que esa pieza no pertenece, pero donde por casualidad encaja. Esto se llama reactividad cruzada.

Hemos dicho que esto se produce por error, pero lo he puesto en cursiva por una razón: lo consideramos un error del sistema, pero no sabemos hasta qué punto puede ser un inconveniente o una ventaja. De hecho, puede ser una cosa u otra, según el caso: la reactividad cruzada puede ser el origen de algunas alergias; por ejemplo, se ha descrito que este es el caso de algunas personas que son alérgicas al mismo tiempo al látex y al plátano. En ocasiones este fenómeno puede reducir o perjudicar la respuesta contra un antígeno. Pero en otras ocurre lo contrario: la reactividad cruzada posibilita que el organismo inmunizado contra una cepa de gripe responda contra otra cepa distinta.

Podría pensarse que esta reactividad cruzada sucede solo entre, por ejemplo, dos virus muy parecidos, como dos cepas de gripe. Pero este tampoco es siempre el caso: ocurre, por ejemplo, entre el virus de la gripe y el de la hepatitis C, muy distintos entre sí.

Hecha esta introducción, pasemos a lo que vengo a contar. Un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania ha analizado muestras de sangre de 12 personas sanas recogidas antes de 2020, para asegurarse de que los donantes no hubieran estado expuestos al coronavirus SARS-CoV-2. En estas muestras han encontrado un total de 117 poblaciones de células T que reconocen el virus, en personas que no habían tenido contacto con él. Y pese a ello, estas poblaciones incluyen células T de memoria; es decir, células resultantes de un encuentro previo con el antígeno, a pesar de que es imposible que estas personas se hubiesen infectado con el coronavirus.

Este resultado no es sorprendente; se trata de reactividad cruzada. De hecho, varios estudios anteriores ya habían encontrado estas células T contra el virus en personas no expuestas a él. Pero ¿cuál es la reactividad original de estas células T? ¿Contra qué antígenos estaban programadas, y cuáles han sido los que las han activado previamente? Hasta ahora se ha asumido que estas células eran reactivas contra los coronavirus del resfriado, cuatro virus de la misma familia que el SARS-CoV-2, más o menos parecidos a este, que llevan mucho tiempo circulando entre nosotros y que nos provocan catarros, sobre todo en invierno.

Según lo dicho arriba sobre los efectos variables de la reactividad cruzada, los estudios no son unánimes respecto a si una inmunidad previa contra los coronavirus del resfriado ayuda al organismo a luchar contra la cóvid. Algunos estudios han encontrado que ayuda, otros que perjudica, y otros que ni una cosa ni la otra.

En su estudio, publicado en Science Immunology, los investigadores de Pensilvania han comprobado que sí, existe una cierta reactividad cruzada de estas células T anti-SARS-CoV-2 con los coronavirus del resfriado. Pero lo novedoso es que esta fuente de reactividad cruzada no parece ser la única, ni siquiera la más potente. En su lugar, los científicos han descubierto que estas células T responden contra ciertas bacterias que forman parte de la microbiota natural de nuestra piel, como Staphylococcus epidermidis, o del intestino, como Prevotella copri y Bacteroides ovatus.

Es decir, que en nuestro organismo existen células T programadas y activadas por las bacterias que forman parte de nuestra flora normal, pero casualmente esas células T tienen reactividad cruzada contra el coronavirus SARS-CoV-2, y por lo tanto nos ayudan a luchar contra esta infección incluso si nunca antes la hemos padecido. O dicho de otro modo, algo de lo que ya hay evidencias previas sobradas, que una flora bacteriana sana mantiene al sistema inmune preparado para responder mejor contra las amenazas peligrosas.

Cabe decir que, en realidad, los experimentos del estudio no pueden determinar cómo esta reactividad cruzada concreta afecta a la respuesta contra la cóvid. Pero los autores apuntan que, según estudios anteriores, «la frecuencia de células T preexistentes específicas contra el SARS-CoV-2 se asocia con efectos beneficiosos, como una enfermedad más suave y una infección fallida».

En resumen, los datos sugieren que un sistema inmune más entrenado y en funcionamiento normal puede ayudarnos también a luchar contra la cóvid. De forma más general, esto es precisamente lo que propone la mal llamada hipótesis de la higiene, más correctamente hipótesis de la microbiota: el sistema inmune necesita un contacto sano con los antígenos normales del entorno para funcionar de forma óptima. Intentar evitar este contacto, por ejemplo con desinfecciones innecesarias u otras medidas, puede perjudicarnos.

Se ha barajado la posibilidad de que los casos de hepatitis aguda grave en niños que se han detectado meses atrás estén relacionados con un entrenamiento deficiente del sistema inmune por un exceso de aislamiento. Ahora dos estudios en Reino Unido, aún sin publicar, han detectado en casi todos los niños afectados unos niveles anormalmente altos de Virus Adenoasociado 2 (AAV2), un pequeño parvovirus peculiar que no puede replicarse por sí mismo; necesita la coinfección con otro virus, que puede ser un adenovirus o un herpesvirus. El AAV2 es muy común y suele contraerse durante la infancia. Hasta ahora no se había asociado a ninguna enfermedad. Y si en efecto este virus es el responsable de los casos de hepatitis, en combinación con un adenovirus o quizá con el herpesvirus HHV6, aún no se sabe cuál puede ser el mecanismo implicado. Pero ambos grupos de investigadores han mencionado la posibilidad de que el descenso en la inmunidad de los niños por el aislamiento durante la pandemia haya provocado un posterior pico de infecciones por adenovirus que podrían estar relacionadas con las hepatitis.

En resumen, no solo el SARS-CoV-2 tiene un impacto sobre nuestra salud, sino también las medidas que tomamos contra él y que rompen la convivencia normal del sistema inmune con el mundo de antígenos que nos rodea. Salvando las precauciones debidas en las situaciones en las que exista un riesgo real de contagio, el sistema inmune también necesita volver a la normalidad para seguir protegiéndonos.

¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

El brote de hepatitis en niños, las mascarillas y la mal llamada «hipótesis de la higiene»

Quien siga la actualidad ya estará al tanto de un misterioso brote de hepatitis aguda grave que ha surgido en varios países y que afecta a niños pequeños previamente sanos. Los primeros casos se detectaron en Reino Unido, a los que después se han unido otros en Irlanda, España, Países Bajos, Dinamarca y EEUU. En España, hasta donde sé, se han descrito cinco casos, uno de los cuales ha necesitado un trasplante hepático.

Por el momento, el resumen es que aún no se ha determinado la causa. Se han descartado los virus de la hepatitis, de los cuales se conocen cinco en humanos, de la A a la E. Ciertos vínculos epidemiológicos entre algunos de los niños afectados sugieren un agente infeccioso, pero es pronto para descartar otras posibles causas, entre las cuales se incluyen una intoxicación, una reacción autoinmune o incluso una complicación rara de la COVID-19; algunos de los niños dieron un test positivo de SARS-CoV-2 antes de la hospitalización o en el momento de su ingreso. Ninguno de ellos estaba vacunado, lo que descarta un efecto secundario de las vacunas.

Razonablemente, las autoridades sanitarias han apuntado a un adenovirus como posible causante. Uno de estos virus se ha detectado en todos los casos de EEUU (un total de nueve niños en Alabama) y en la mitad de los registrados en Reino Unido. Los adenovirus, una familia que comprende más de 80 virus conocidos en humanos, circulan habitualmente rebotando entre nosotros y causan resfriados —que en casos graves pueden derivar hacia neumonía—, gastroenteritis, conjuntivitis y otros síntomas leves. Los niños suelen contagiarse con alguno de ellos en sus primeros años de vida. La relación entre adenovirus y hepatitis sí ha sido descrita previamente, pero es rara y limitada a pacientes inmunodeprimidos o que reciben quimioterapia contra el cáncer.

Imagen de Norma Mortenson / Pexels.

Conviene aclarar que hasta ahora ninguno de los casos de esta hepatitis ha sido letal. Todos los niños están evolucionando favorablemente, aunque algunos han requerido trasplante. También es necesario mencionar que se trata de un problema absolutamente excepcional, por lo que no es motivo para alarmarse ni para vigilar o interpretar síntomas en los niños con más preocupación o celo de lo habitual, que hoy en día ya suele ser mucho.

Pero entre las ideas formuladas en torno a este extraño brote, merece la pena destacar una que menciona en un reportaje de Science el virólogo clínico Will Irving, de la Universidad de Nottingham: «Estamos viendo un aumento en infecciones virales típicas de la infancia cuando los niños han salido del confinamiento, junto con un aumento de infecciones de adenovirus», dice Irving, aludiendo a la posibilidad de que el aislamiento de los niños durante la pandemia los haya hecho inmunológicamente más vulnerables al alejarlos de los virus más típicos con los que normalmente están en contacto.

Debe quedar claro que Irving no está afirmando que esta sea la causa del brote de hepatitis. Pero también aquí hemos conocido lo que parece ser un fenómeno general, un aumento de las infecciones en los niños cuando se han ido relajando las restricciones frente a la COVID-19. Y esto nos recuerda una hipótesis largamente propuesta y discutida en inmunología, la mal llamada hipótesis de la higiene. Que paso a explicar, junto con el motivo por el que conviene referirse a ella como «mal llamada».

En 1989 el epidemiólogo David Strachan, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, publicó un breve estudio en la revista British Medical Journal (hoy simplemente BMJ) en el que observaba cómo, de una muestra de más de 17.000 niños británicos, la aparición de dermatitis o fiebre del heno (la típica alergia al polen) se relacionaba claramente con un factor ambiental concreto de entre los 16 considerados en el estudio, y de forma inversamente proporcional: el número de hermanos. Es decir, a mayor número de hermanos, menor probabilidad de dermatitis o fiebre del heno.

Strachan se aventuraba a lanzar una hipótesis: sus resultados, escribía, podían explicarse «si las enfermedades alérgicas se previnieran por infecciones en la infancia temprana, transmitidas por contactos no higiénicos con hermanos mayores, o adquiridos prenatalmente de una madre infectada por el contacto con sus hijos mayores». El epidemiólogo añadía que en el último siglo la disminución del tamaño de las familias, junto con la mayor limpieza personal y del hogar han reducido las infecciones cruzadas en las familias, y que esta podría ser la causa del aumento de las alergias.

Strachan nunca utilizó la expresión «hipótesis de la higiene», pero la idea caló con este nombre en los medios, entre el público más ilustrado en cuestiones de ciencia, e incluso en la propia comunidad científica. La idea básica está clara: el sistema inmune está continuamente en contacto con infinidad de estímulos externos e internos a los que tiene que responder adecuadamente, de modo que tolere los propios y los inofensivos pero reaccione contra los potencialmente peligrosos. Esta educación del sistema inmune se produce en los primeros años de vida, probablemente desde antes del nacimiento. Si se restringen esos estímulos externos, el sistema inmune no recibe el entrenamiento adecuado, y no aprende a responder bien. Así es como pueden aparecer las alergias (reacciones innecesarias contra estímulos inofensivos) o los trastornos autoinmunes (reacciones contra el propio cuerpo).

Lo cierto es que la mal llamada hipótesis de la higiene (ahora iremos a eso), para la que se han propuesto mecanismos inmunitarios concretos y biológicamente factibles, podría explicar lo que es un fenómeno sólidamente contrastado: a lo largo del siglo XX las alergias en los niños, incluyendo las alimentarias, se han disparado en los países occidentales desarrollados y en algunos emergentes, lo mismo que ciertos trastornos autoinmunes como la colitis ulcerosa o la diabetes de tipo 1. Sin embargo, esto no ha ocurrido en los países más pobres, incluso descontando el sesgo de más diagnósticos donde el sistema sanitario es mejor.

Pero ocurrió que la hipótesis caló de una forma equivocada: la alusión a la «higiene» dio pie a la interpretación de que las infecciones clínicas en los niños más pequeños los protegían de posteriores alergias y enfermedades autoinmunes. Lo cual no se corresponde con los datos. Incluso hoy se sigue achacando esta interpretación a Strachan, cuando lo cierto es que él nunca dijo tal cosa; cuando hablaba de «infecciones» no se refería a ninguna en concreto, y por lo tanto no hablaba de patógenos potencialmente peligrosos. Recuerdo que por aquellos tiempos (comienzos de los 90) yo estudiaba inmunología, y no tengo memoria de que los libros de texto dijeran que las enfermedades infecciosas en los niños los protegieran de trastornos inmunitarios.

Sin embargo, parece que de algún modo esta idea ha perdurado con el tiempo. Y por ello, desde comienzos de este siglo algunos inmunólogos han aconsejado cambiar el nombre de «hipótesis de la higiene» por los de hipótesis de la microflora, la microbiota, la depleción del microbioma o los «viejos amigos» (ahora explicaré esta última). Ninguna de estas se ha impuesto ni parece que lo vaya a hacer. Y no está tan mal conservar el nombre original si añadimos la coletilla para indicar que puede llevar a engaño.

En realidad, lo que dice la hipótesis actual es lo siguiente: el ser humano ha coevolucionado con un universo microbiano interno (nuestro microbioma, de ahí lo de los «viejos amigos») y externo que normalmente no nos causa problemas clínicos. Cada vez se reconoce más la importancia del microbioma en la salud y la enfermedad, y es muy posible que su papel incluya esa educación del sistema inmune en los primeros años de vida.

Diversos factores de las sociedades desarrolladas actuales han restringido el contacto de los niños con esos elementos; al intentar sobreprotegerlos contra las infecciones, limitamos ese aprendizaje de su sistema inmune ante los estímulos inofensivos. La obsesión por la limpieza y la esterilidad, junto con la propaganda de productos antisépticos innecesarios que hacen más daño que bien, mantienen a los niños en burbujas inmunitarias que no los benefician.

En un reportaje de 2017 en la revista PNAS Graham Rook, microbiólogo del University College London y uno de los proponentes de la idea de los «viejos amigos», aclaraba que los hábitos de higiene deben mantenerse, y que el lavado de manos es una costumbre beneficiosa; necesaria si, por ejemplo, uno ha estado manipulando un pollo crudo. Pero añadía: «Si tu niño ha estado jugando en el jardín y viene con las manos ligeramente sucias, yo, personalmente, le dejaría comer un bocadillo sin lavarse». Curiosamente, muchas personas harían justo lo contrario, ignorando que un pollo crudo es un cadáver, una posible fuente de bacterias peligrosas —por eso no comemos pollo crudo—, y en cambio un poco de mugre de tierra en las manos no entraña ningún riesgo en condiciones normales.

Comprendido todo lo anterior, se entiende lo que sigue, y cómo se aplica al reciente aumento de infecciones en los niños: durante dos años hemos vivido con mascarilla, impidiendo el intercambio habitual de microorganismos en la respiración. En muchos hogares y escuelas se ha hecho un uso excesivo, innecesario e incluso perjudicial de productos antisépticos. Los niños más pequeños, los nacidos desde el comienzo de la pandemia o poco antes, corren el riesgo de haber sufrido un déficit de entrenamiento de su sistema inmune durante estos dos años pasados.

Si todo esto puede tener algo que ver o no con los extraños casos de hepatitis, no se sabe. Quizá no se sepa. Tal vez se descubra finalmente la causa y sea otra muy diferente. Pero es una buena ocasión para recordar todo lo anterior y subrayar el mensaje que debería quedar de ello: volver a la normalidad es importante también para el sistema inmune.

Cuando algunos especialistas en medicina preventiva o salud pública (a los que ahora además se añaden los servicios de prevención de riesgos laborales*) opinan afirmando que deberían mantenerse ciertas medidas, se está ignorando la inmunología. Se está ignorando la necesidad de un contacto saludable con los antígenos normales e inofensivos de nuestro entorno. Aún es un capítulo en blanco si para los adultos esto podría llegar a ser perjudicial. Pero para quienes aún tienen puesta la «L» en la luneta trasera de su sistema inmune, es bastante probable que lo sea. Al menos en ciertos casos, no llevar mascarilla puede proteger más la salud que llevarla.

*Oído esta mañana en el programa de Carlos Alsina de Onda Cero. Alsina le cuenta a la ministra de Sanidad, Carolina Darias, que el servicio de prevención de riesgos laborales de A3Media ha impuesto a los empleados de esta empresa la obligación de seguir llevando mascarilla hasta «valorar la situación epidemiológica». Darias aclara que lo único que deben hacer estos servicios es evaluar el riesgo concreto en el puesto de trabajo y no valorar la situación epidemiológica, algo para lo cual, insinúa la ministra sin decirlo literalmente, no están cualificados. El colmo puede darse en las pequeñas empresas que no cuenten con un servicio de prevención de riesgos laborales y donde esta decisión se deje en manos de los departamentos de recursos humanos, muy respetables cuando se ocupan de lo que saben y siempre que, en lo que no sepan, se limiten a cumplir la legislación vigente.

Los alergenos ayudan a los bebés a evitar las alergias

Creo que fue Jesús Hermida el primero a quien le oí definir a un periodista como un especialista en ideas generales. Un amigo y gran periodista lo expresó de otra manera; cuando alguien le dijo en una ocasión «es que los periodistas no tenéis ni puta idea de nada», él respondió: «ni falta que nos hace». Se puede saber mucho de algo o poco de todo, pero saber mucho de todo es algo de pocos, y desde luego no es la misión de un periodista.

Cuando además en uno conviven dos personas, el especialista en ideas generales de ciencia y el experto que por definición es un doctor, las cosas se complican aún más: no siempre se entiende bien que un biólogo escriba sobre física o un físico sobre biología, pero lo que en realidad no se está entendiendo es que quien escribe no es el físico ni el biólogo, sino el periodista.

Sin embargo, de vez en cuando surge la oportunidad de desempolvar el doctor que uno lleva dentro. Y en lo que se refiere a un servidor, aunque esa sabanita de papel con la firma fotocopiada del anterior rey diga que se concede a su portador el título de doctor en bioquímica y biología molecular, el campo al que más dediqué esos años de estudio e investigación es la inmunología.

La inmunología es un área de la biología con mucho espacio para estimulantes exploraciones teóricas. Mírenlo de esta manera: el sistema inmune, esa especie de difuso órgano de órganos que permea todo nuestro organismo, dispone de un repertorio tal que es capaz de responder con una defensa (anticuerpos y otros receptores) específicamente ajustada a la forma de cualquier posible molécula invasora (antígeno), acoplándose a ella como un guante.

Incluso si algún día llegáramos a entrar en contacto con un microorganismo alienígena del que jamás habíamos tenido noticia, nuestro sistema inmunitario sería capaz de crear anticuerpos que se unieran específicamente a él. Y esto vale tanto para un elefante como para una musaraña enana, a pesar de que el primero tiene un volumen más de 300.000 veces mayor que la segunda (haciendo un rápido cálculo de servilleta de bar) y por tanto unas 300.000 veces más células. Pero ambos, elefante y musaraña enana, tienen un repertorio completo y aparentemente infinito de anticuerpos.

¿Cómo es posible? La resolución de algunos de estos misterios, como el mecanismo de piezas genéticas móviles responsable de ese inacabable repertorio, ha merecido algún premio Nobel. Pero el sistema inmune aún esconde muchas incógnitas no siempre sencillas de despejar, porque algunas hipótesis no son fáciles de corroborar o refutar con ensayos controlados.

Un ejemplo es la llamada hipótesis de la higiene, según la cual mantener a los bebés en un ambiente excesivamente aséptico les impide el contacto necesario con antígenos de su entorno para que su sistema inmune aprenda a reaccionar contra lo peligroso y a no hacerlo contra lo inofensivo. La idea es que la obsesión por la esterilidad en el entorno del bebé (productos antibacterianos, biberones esterilizados antes de cada toma, agua embotellada, tirar el chupete que se ha caído al suelo…) resulta en una mayor probabilidad de que el niño padezca alergias, asma y enfermedades autoinmunes.

La hipótesis tiene sus variantes, ya que no es lo mismo discutir qué grado de limpieza es el adecuado que hablar del papel de las infecciones en la maduración del sistema inmune. Pero en una forma u otra, la hipótesis de la higiene ha sido largamente discutida, dado que es difícil llegar a un veredicto irrefutable más allá de los datos epidemiológicos, los experimentos con modelos animales y ciertas intervenciones clínicas. Y como suelo decir aquí, una correlación no basta para deducir una relación. Por todo ello, algunos expertos cuestionan la hipótesis, en todo o en parte.

Pero hay algo que sí parece claro: la hipótesis tiene sentido biológico. El principio básico del sistema inmune es que aprende por experiencia (un ejemplo son las vacunas), así que no tiene nada de raro suponer que la privación de estímulos obstaculice ese aprendizaje, del mismo modo que un niño aislado sensorialmente tendría dificultades en su maduración cognitiva.

También tiene sentido desde el punto de vista evolutivo, ya que nuestro sistema inmune ha evolucionado en un mundo sucio que lo desafía desde la cuna, y este desafío es necesario para que aparezca la respuesta; se resume en el refrán: lo que no nos mata, nos hace más fuertes. Y sin que esto baste para dar la hipótesis por válida, sí desplaza la carga de la prueba hacia quienes defienden lo contrario.

En un sentido más amplio, la (tal vez mal llamada) hipótesis de la higiene puede aplicarse también a la exposición a antígenos de otra clase, los alimentarios. Lo cierto es que, como ya conté aquí, los datos confirman un aumento en las alergias alimentarias en las últimas décadas. Y aunque no se puede asumir una causa a la ligera, la tendencia actual reconoce que privar a los bebés de alimentos alergénicos tal vez esté contribuyendo a crear adultos alérgicos.

Cacahuetes. Imagen de Wikipedia.

Cacahuetes. Imagen de Wikipedia.

Un caso típico es el del cacahuete, un alimento clásico en las alergias. Durante años los especialistas recomendaban a los padres que evitaran este fruto seco en la dieta de los bebés. Pero un creciente volumen de estudios ha ido mostrando que tal vez la ausencia de contacto con el antígeno impide desarrollar tolerancia hacia él; o incluso que la exposición a ciertas concentraciones de proteína de cacahuete en el aire puede inducir una alergia que podría prevenirse por el desarrollo de tolerancia a través de la dieta (esto se conoce como hipótesis de exposición dual).

En vista de las investigaciones de los últimos años, en 2015 la Academia de Pediatría de EEUU comenzó a recomendar la introducción de cacahuetes en la dieta a partir de los cuatro meses para los bebés con alto riesgo de padecer alergias alimentarias (por ejemplo, hijos de alérgicos o que ya padecen alguna), siempre con la aprobación del pediatra.

La última noticia es que a esta recomendación se ha unido ahora el Instituto Nacional de la Salud de EEUU (NIH), que en sus nuevas directrices recomienda también introducir los cacahuetes en la dieta del bebé a partir de los cuatro meses. Por supuesto, siempre bajo consejo del pediatra.

Es de esperar que en los próximos años este tipo de recomendaciones se extiendan aún más a otros alimentos. En algunos países, como Australia, las directrices actuales de alimentación infantil establecen específicamente la introducción de alimentos alergénicos como la manteca de cacahuete, el huevo, los lácteos y el trigo antes de cumplir el primer año.

Y en lo que se refiere a la higiene, está claro que entre la limpieza y la esterilidad hay una gran diferencia. Según los estudios, en general los microbios que pueden encontrarse en cualquier hogar con una limpieza regular no son peligrosos; de hecho, la mayoría de ellos son nuestros, y muchos lo son para bien. Pero es comprensible que los mensajes publicitarios lleguen a confundir a muchos padres y madres, ya que también hay toda una industria de la esterilidad para bebés. Simplemente hay que recordar que lo razonable es lo razonable; lo que está limpio para nosotros, también lo está para ellos.