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Así se vive la pandemia en Suecia, un país sin confinamientos ni mascarillas que logra mantener el coronavirus a raya

En mi último artículo antes de las vacaciones traje aquí el contraste entre dos países muy diferentes en su respuesta a la pandemia de COVID-19: España, donde las medidas adoptadas se cuentan entre las más restrictivas y exigentes del mundo, y Suecia, cuyo epidemiólogo jefe optó por una gestión alternativa a la de la gran mayoría de los países, sin imponer cierres, confinamientos o ni siquiera el uso de mascarillas. Y pese a ello, España registra las peores cifras de la UE en contagios, mientras que Suecia, aun con un desempeño peor que sus vecinos nórdicos, se encuentra ahora en una situación incluso más favorable que otros países de Europa occidental.

Con motivo de aquel artículo, recibí alguna crítica en Twitter; al parecer, algunos lectores esperaban una explicación de esta disparidad. Pero no la tengo, porque aún no la hay. Y si en algún momento llega, desde luego no será a través de ninguna elucubración en un artículo de prensa, sino de los estudios científicos rigurosos que ahonden en los misterios del coronavirus y su dinámica de propagación.

Hoy quiero traer aquí algunas observaciones personales. Que, obviamente, tampoco van a aportar ninguna solución al enigma, pero que enfatizan lo inexplicable del relativo éxito sueco y, en comparación, el fracaso de las medidas adoptadas en España, más allá de los posibles sesgos derivados de las diferencias de recuento y testeo en unos y otros países –la sanidad sueca no se ha visto desbordada ni parece existir allí un exceso de mortalidad bajo el radar.

El caso es que, no exclusivamente debido al coronavirus, pero tampoco de forma totalmente casual –no hay muchos países en el mundo donde a los españoles se nos permita viajar sin restricciones–, he pasado las casi tres últimas semanas en Suecia, y creo interesante traer aquí cómo se está viviendo allí la crisis actual y cómo puede relacionarse con la evolución de la pandemia en aquel país.

Quizá haya quien piense que, dadas las circunstancias, es poco prudente viajar a otros países; de hecho, se han cancelado innumerables viajes al extranjero a causa de la pandemia. Pero hay lugares y lugares, y repito lo que en una ocasión me dijo un epidemiólogo: si hay una pandemia, el lugar más seguro es allí donde no haya gente. Al contrario de lo manifestado por la máxima responsable política de la Comunidad de Madrid, no, el virus no está “en todas partes”, sino solo donde hay humanos. Los virus no circulan por la calle. Somos nosotros quienes los incubamos y los propagamos. Y por ello hay ahora pocos lugares más seguros que la Laponia sueca, posiblemente el mayor espacio natural aún salvaje de Europa occidental.

Según la Rough Guide to Sweden, la guía que he utilizado en mi viaje, si Estocolmo tuviera una densidad de población similar a la del norte del país, solo vivirían en la capital cincuenta personas. Paseando por las calles vacías de la ciudad minera de Kiruna, la urbe más septentrional del país y la quinta de mayor población del mundo al norte del Círculo Polar Ártico, una chica se acercó a preguntarnos de dónde éramos. Su siguiente pregunta fue qué hacíamos allí. Lo cierto es que Kiruna no es para quienes buscan las atracciones turísticas y las muchedumbres que atraen. Incluso para los propios suecos, Kiruna es un lugar remoto donde muchos jamás han puesto el pie. Pero por lo mismo, es irresistible para quienes disfrutamos de esas fronteras que parecen más allá de los límites de la realidad humana. Y desde luego, es un refugio perfecto en caso de pandemia, en comparación con las atestadas ciudades y poblaciones españolas durante este verano, según me cuentan algunos amigos.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Obviamente, es inmediato pensar que esa baja densidad de población del gélido norte sueco, donde a punto estuvo de nevarnos en pleno verano, puede explicar en parte las diferencias entre el nivel de acumulación de casos de cóvid en España y Suecia. Nuestro país es solo algo más extenso que la patria de Pippi Calzaslargas, pero nuestra población casi quintuplica la sueca. Nueva Zelanda, un país con una densidad poblacional muy baja, ha conseguido mantener el virus bastante a raya con medidas drásticas; sin embargo, el máximo responsable de la pandemia allí dijo que la baja población era un factor poco relevante, algo difícil de creer viendo que las medidas adoptadas en Nueva Zelanda y en España no han sido muy diferentes durante la primera oleada, salvo quizá por el rastreo de casos.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Pero incluso con las peculiaridades del norte sueco, este no es el caso de Estocolmo, una ciudad de un millón de habitantes, tan atestada como cualquier otra, con sus calles comerciales y donde multitudes de ciclistas llenan los carriles bici y se agolpan en los semáforos. Y tampoco la región de Estocolmo registra cifras de contagios mayores que otros lugares de Europa. Es más, si se tratara solo de densidad de población, otros países europeos notablemente más superpoblados que el nuestro deberían hallarse en situación similar a la de España, o peor.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Más chocante resulta el hecho de que en Suecia absolutamente nadie lleva mascarilla. Nadie; en un recorrido desde Estocolmo hasta el lejano norte, y exceptuando el aeropuerto, solo en la capital encontramos a dos personas que la llevaban. Al cruzarnos con ellas, descubrimos que eran españolas. En el aeropuerto de Estocolmo no había ninguna clase de control de entrada, ni los consabidos y demostradamente inútiles controles de temperatura, ni formulario alguno que rellenar, ni mucho menos la obligación de someterse a un test o a una cuarentena. Eso sí, todos los establecimientos cuentan con botes de gel desinfectante, carteles y marcas para delimitar las distancias de seguridad, y mamparas para separar a los empleados de los clientes.

Pero aunque unas vacaciones en Suecia casi lleguen a hacer olvidar la pandemia, una mirada más detenida revela los detalles. Ausencia total de turismo extranjero, incluso en el centro histórico de Estocolmo. Los alojamientos, bares y restaurantes, casi vacíos, una impresión que nos confirmaron los responsables. Comercios y cafés cerrados por decisión de sus dueños. Y aunque el nivel de actividad en cuanto al ocio no sea comparable al de España, también en esto se percibe un bajón. En los tiempos más duros, hasta una tercera parte de la población se confinó de manera voluntaria. Hoy muchas personas siguen llevando allí una vida de semirreclusión, y se observa un estricto respeto de la distancia de seguridad: en el supermercado, mientras elegíamos comida de un estante, quienes querían coger algún producto de la misma sección esperaban hasta que nosotros la dejábamos libre; nadie se abalanzaba invadiendo la burbuja de seguridad de uno. Y nosotros hacíamos lo propio.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Quiero insistir en que esto no tiene más relevancia que la de unas cuantas observaciones anecdóticas y una conclusión personal. Pero como resumen, podría decirse que, al parecer, en Suecia al menos una parte de la población ha optado voluntariamente por cambiar sus hábitos y llevar una vida de pandemia, incluso sin mascarillas, mientras que el mensaje que parece haber calado en España es el de mascarilla y vida normal; a estas alturas, ¿queda alguien aquí que haya modificado sus costumbres y prescindido de ciertas actividades, salvo en lo obligado por las autoridades? ¿Se evitan las salidas, reuniones y aglomeraciones, se respetan las distancias?

Vaya por delante que no se trata aquí de minimizar la importancia de las mascarillas. Pero tampoco debemos olvidar que no son la panacea. Sí, las mascarillas protegen, pero solo parcialmente. Una y otra vez, los científicos revisan los estudios disponibles, pero del repaso de los mismos trabajos solo puede llegarse a la misma conclusión: tras el reciente metaestudio en The Lancet que ya comenté aquí, una nueva revisión de la Universidad de Oxford (aún pendiente de revisión) vuelve a lo mismo: en el amplio rango de observaciones, tanto los estudios que apenas detectan la menor eficacia como los que encuentran una protección relativamente efectiva tienen sus peros y limitaciones. Y aunque, en su nota de prensa, los investigadores destacan que las mascarillas funcionan, debe entenderse que este es un mensaje cuyo público objetivo son quienes creen lo contrario, algo que ahora parece obsesionar a una parte de la comunidad científica. Por el contrario, hay otro mensaje que se está olvidando, y es uno que sin embargo lleva repitiéndose desde el comienzo de la pandemia: las mascarillas no son una garantía y pueden conducir a una falsa sensación de seguridad. Y tan importante como convencer a los escépticos de que las mascarillas no son inútiles es informar sobre su limitada eficacia a quienes han asumido el dogma de que, con una mascarilla en la cara, puede hacerse vida normal.

Pero la anormalidad debe ser tolerable a largo plazo, y en esto Suecia parece haber encontrado un mejor equilibrio que España. El epidemiólogo jefe de aquel país, Anders Tegnell, ha basado su estrategia en la acertada premisa de que una pandemia no es un esprint, sino una maratón, y por tanto el esfuerzo debe dosificarse para poder llegar al final. La contención de la pandemia se ha confiado a la responsabilidad voluntaria de la población, y no les va del todo mal. En Nueva Zelanda, en cambio, se habla de “fatiga cóvid”; tan drásticas fueron las medidas iniciales que la población ya apenas respeta ninguna precaución, lo que está llevando a un nuevo aumento de casos.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

En cuanto a España, nadie sabe por qué somos el pozo negro de la pandemia en Europa, pero el caso de Suecia demuestra que ya no basta con seguir atribuyendo los contagios al uso deficiente de las mascarillas. Ni los más adeptos pueden ya defender que la estrategia española esté funcionando; y cuanto más se empeñen las autoridades en seguir superponiéndonos más restricciones e imposiciones, más insostenibles serán las medidas a largo plazo. Tal vez la respuesta esté en no continuar culpando de todo a los gobiernos y mirar un poco más hacia nuestros propios ombligos, a cómo estamos llevando nuestra vida cotidiana; al hecho de que solo hacemos lo que no nos gusta cuando se nos obliga, y solo dejamos de hacer lo que nos gusta cuando se nos prohíbe.

Pero también quizá sea hora de empezar a comprender que, por convenientes que puedan ser ahora otras medidas, la clave para la futura contención de la pandemia puede estar en otro lugar, el más evidente, pero que hasta ahora las autoridades han pasado por alto: el aire que respiramos. Mañana, más detalles.

¿Por qué España, con confinamiento y mascarillas, sufre más la pandemia que Suecia, sin confinamiento ni mascarillas?

Hace unos días, con ocasión de un análisis encargado por otro medio sobre la respuesta de Suecia al coronavirus, tuve la oportunidad de estudiar más en detalle este caso, que solo conocía muy a grandes rasgos. Como sabrá quien haya seguido las noticias relativas a la pandemia, Suecia ha sido una excepción en el marco europeo por no haber impuesto confinamientos en ningún momento. Según los expertos en leyes, no era posible porque la Constitución allí impide restringir el libre movimiento de los ciudadanos en tiempos de paz; para confinar a la gente habría que decretar un estado de emergencia, y esto solo puede hacerse si el país está en guerra.

Pero el argumento legal parece más un pretexto que un impedimento, porque las medidas restrictivas obligatorias no estaban en la mente del hombre que dirige la respuesta sueca a la pandemia, el epidemiólogo jefe del estado, Anders Tegnell. Y no, no es correcto decir que es el Fernando Simón sueco; aquí no es Simón quien toma las decisiones, sino el gobierno. Simón es un científico con un papel científico que no forma parte del gobierno. Por ello, y le pese a quien le pese, cumple su papel al desaconsejar la entrada de turistas en España. Si cierto sector del empresariado turístico ha pedido su dimisión por ello es porque en este país no existe costumbre de escuchar a los científicos ni se comprende qué es la ciencia y cuál es su papel. Simón debería dimitir si precisamente hubiera dicho lo contrario, poniendo los criterios económicos por encima de lo que la ciencia aconseja para controlar la epidemia. Pero en último término, él no es quien decreta, impone ni manda.

(Nota al margen: aunque esto de comprender qué es la ciencia y saber separarlo de la política y de la economía no debería ir asociado a ideologías ni a bandos políticos, tristemente durante la pandemia se ha revelado una brecha alarmante. Me consta que científicos de ideas conservadoras quedaron profundamente decepcionados cuando el líder de la derecha acusó al gobierno de «parapetarse en la ciencia», y es evidente que el gobierno de la Comunidad de Madrid ignora los criterios científicos con decisiones como la de la famosa «cartilla cóvid»).

Pues bien, en Suecia, Tegnell es quien manda, hace y deshace, sin que en principio sus decisiones sean objetables ni rectificables por el gobierno. Tegnell decidió mantener abiertas las fronteras y los bares y restaurantes, y confiar la contención del brote en Suecia a la responsabilidad y la colaboración voluntaria de los ciudadanos. Dicen los expertos en ello que en aquel país existe una conciencia colectiva de protección nacional forjada en la Segunda Guerra Mundial. Y debe de ser así, porque los estudios muestran que un tercio de la población se confinó voluntariamente sin que nadie se lo impusiera.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

La opción sueca no fue bien recibida entre los expertos, siempre dentro de la prudencia con la que suelen expresarse los científicos. Dentro del propio país hubo fuertes críticas, e incluso decenas de investigadores y médicos suecos se manifestaron de forma colectiva en contra de la estrategia de Tegnell a través de los medios.

Pero con el tiempo ya transcurrido, ¿qué dicen los números? Desde luego, no cabe duda de que los resultados hasta ahora son peores en Suecia que en otros países escandinavos, donde también se ha contemplado con mucho recelo la postura de su vecino rebelde.

Pero pese a ello, los datos de Suecia, siendo relativamente malos, son mejores que los de España. Aquí hemos tenido uno de los confinamientos más drásticos del mundo, una medida que logró doblegar la curva de contagios, pero que no evitó una de las peores cifras de muertes del planeta en esta primera fase, a fecha actual (más sobre esto en un rato). Hasta hace unos días, Suecia superaba a España en nuevos contagios por 100.000 habitantes. Pero cuando escribo estas líneas, las tornas se han invertido: hoy Suecia tiene (en los últimos 14 días) 31 casos por 100.000, España, 54. ¿Por qué tenemos más nuevos contagios incluso que un país donde casi todo ha seguido en todo momento funcionando con relativa normalidad y donde ni siquiera se aconseja el uso de mascarillas a la población?

Es cierto que la respuesta del gobierno español ha sido muy criticada aquí, pero también que, como he contado anteriormente, los estudios científicos internacionales que han emprendido análisis rigurosos comparativos con otros países nos han dejado en un lugar más mediocre tirando a malo que desastroso, como políticamente se ha intentado vender. Y también es cierto que, aun incluso si la actuación del gobierno hubiera sido tan catastrófica como algunos pretenden, ¿por qué ahora, que el control de la epidemia está mayoritariamente en manos de otros gobiernos distintos al del estado, las cifras no solo no mejoran, sino que empeoran? En los últimos días hemos escalado puestos en la lista europea de contagios por 100.000 habitantes. A fecha de hoy, solo Luxemburgo nos supera.

Lo cual nos lleva a una conclusión: algo está agravando la incidencia de la pandemia en España con respecto a otros países. Y hasta ahora, nadie parece tener una idea clara sobre qué puede ser. Es más, y como inmunólogo, hay algo que me atrevería a apostar (es solo una especulación, pero razonable por diversos motivos), y es que podemos darnos por afortunados por la ayuda del efecto verano, porque posiblemente las cifras que ahora tenemos serían mucho peores si hubiéramos entrado ya en el otoño.

Pero sí, además de culpar de todo al gobierno, lo segundo más fácil es culpar a la irresponsabilidad de la gente. Y probablemente la haya; quizá estemos aún más lejos de los suecos de lo que la mera distancia geográfica sugiere. Pero aunque medidas como la obligatoriedad de las mascarillas en toda circunstancia estén transmitiendo a los ciudadanos la idea de que esta es la clave necesaria y suficiente para acabar con el coronavirus, es necesario recordar una vez más que no es así.

Aquí he venido comentando lo más relevante que se ha ido publicando en las revistas científicas sobre la eficacia de las mascarillas. La mayor y más reciente aportación probablemente sea una gran revisión y meta-análisis (estudio de estudios) aparecido en junio en The Lancet. Otras revisiones anteriores debían basarse en estudios con otros virus. El nuevo trabajo ha repasado 172 estudios observacionales en 16 países y relativos en exclusiva al virus de la COVID-19 o a otros coronavirus, los del SARS y el MERS.

Conclusiones: la diferencia de riesgo entre usar mascarilla y no usarla es del 14%. La diferencia de riesgo entre dejar un metro de distancia y no dejarlo es del 10%. Y la diferencia de riesgo entre usar protección ocular y no usarla es también del 10% (y por cierto, ninguna autoridad parece haber reparado en esta medida de protección). Es decir, que ninguna de las medidas de por sí es la panacea. Según los autores, «incluso correctamente usadas y combinadas, ninguna de estas intervenciones ofrece protección completa, y otras medidas protectoras básicas (como la higiene de manos) son esenciales para reducir la transmisión».

Pero entonces, ¿qué hay de aquel estudio publicado en PNAS que identificaba el uso de mascarillas como la medida clave para acabar con el virus? Pues por el momento, una carta firmada por más de 40 expertos de primera fila ha pedido su retractación por metodología defectuosa y conclusiones insostenibles. Y, un momento, ¿qué hay de aquel otro publicado en Proceedings of the Royal Society A y muy divulgado, según el cual, se dijo, si todo el mundo utilizara mascarillas la pandemia acabaría rápidamente? La respuesta es que aquel estudio no calculaba la eficacia de las mascarillas; se limitaba a describir un modelo según el cual la epidemia se extinguiría si todo el mundo llevara mascarilla, suponiéndole a la mascarilla al menos un 75% de efectividad. Cosa que no parece ocurrir para la transmisión aérea del virus.

Aun así, algo es mejor que nada, ¿no? Por supuesto que lo es; siempre que se entienda que es solo eso: algo. Pero no este el mensaje que se transmite cuando se impone la obligatoriedad de llevar mascarilla también al aire libre y sin otras personas alrededor. Incluso con la transmisión aérea del coronavirus, una hipótesis que ha ganado fuerza en la comunidad científica, el epidemiólogo de Harvard Bill Hanage, defensor del uso de las mascarillas, advertía al New York Times que la gente «piensa y habla de la transmisión por el aire de una forma profundamente estúpida. Tenemos esta idea de que la transmisión aérea significa que hay gotitas viajando por el aire capaces de infectarte muchas horas después, flotando por las calles, a través de los buzones y colándose en los hogares por todas partes».

Y no funciona así, decía Hanage: incluso por el aire, el virus se transmite cuando existe una estrecha cercanía por tiempo prolongado y sobre todo en interiores. Hasta los expertos que han sido más ardientes defensores del uso universal de las mascarillas han abogado por su uso «en todos los lugares públicos, tales como comercios, transportes y edificios públicos». No en la calle.

Si algo conseguirá la obligatoriedad de su uso en todas partes, incluso al aire libre, será, si acaso, transmitir una falsa sensación de seguridad que lleve a la gente a asumir más riesgos, como ya han advertido algunos expertos: «Cuando la gente se siente más segura con una mascarilla, relaja otras formas de prevención, como el lavado de manos o la distancia social. En el peor de los casos, el riesgo de infección podría de hecho aumentar», escriben Alex Horenstein y Konrad Grabiszewski en The Conversation. Las mascarillas pueden ayudar, utilizadas hasta cierto punto; más allá de ese punto, son inútiles, o hasta perjudiciales, según Horenstein y Grabiszewski. Repito algo ya dicho aquí: no son las mascarillas lo que nos sacará de esto, sino la inmunidad.

Pero volvamos al caso sueco: más arriba he señalado que, tanto para Suecia como para España o cualquier otro lugar, hablamos de las cifras y los datos hasta ahora. Pero si precisamente algo tenía claro Tegnell cuando diseñó su estrategia es algo que todos los expertos también asumen, aunque quizá aún no haya calado en la calle y en los medios, donde aún se discute si rebrotes o si segunda oleada: el epidemiólogo sueco dijo en su día que la lucha contra el virus no es un esprint, sino una maratón. Y que por lo tanto, las medidas adoptadas debían ser sostenibles a muy largo plazo.

Evidentemente, los confinamientos no son sostenibles a largo plazo, ni los cierres de fronteras o de establecimientos. Ni llevar una mascarilla en todo momento, siempre que estemos fuera de casa, todos los días de nuestra vida durante los años que dure esta pandemia. Entre el cero y el infinito suele haber opciones intermedias bastante razonables y prácticas.

Y teniendo en cuenta que esto va para largo, para muy, muy largo, hablar ahora de los datos de unos países u otros con la foto fija actual, o la de hace dos meses, o la de dentro de dos meses, como si fueran cifras finales, sencillamente no tiene sentido. Solo el tiempo, con el fin de la pandemia, probablemente a años vista, dirá si Tegnell acertó o cometió un error histórico. Y si a la larga las cifras españolas continuarán siendo tan comparativamente malas. Y quizá, esperemos, nos revele por qué el coronavirus parece ensañarse especialmente con nuestro país.

La mascarilla es más un condón que un EPI: protege sobre todo a otras personas, más que a quien la lleva

No se me ocurre una manera más clara y sencilla de explicar algo que aparentemente no acaba de entenderse bien sobre la función de las mascarillas en la población general, y sobre las razones que han llevado a cambiar las recomendaciones que circularon en los primeros tiempos de la pandemia del SARS-CoV-2, causante de la COVID-19. Las ideas básicas se resumen en tres (a las que se añaden una cuarta y una quinta que llegarán más abajo):

1) La mascarilla protege solo ligeramente a quien la lleva. Su misión principal es retener las gotitas que expulsamos al hablar, estornudar o toser. Por lo tanto, la que llevamos protege sobre todo a los demás. A cambio, las que llevan otros son las que nos protegen a nosotros.

2) En febrero aún se creía que solo los enfermos tenían el virus y eran capaces de transmitirlo. Por lo tanto y según lo anterior, no tenía sentido recomendar las mascarillas a la población general sana. Esta era por entonces la directriz de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Las autoridades nacionales de países como EEUU, Reino Unido, Alemania, Singapur o Japón recomendaban las mascarillas solo para las personas enfermas o las que estaban en contacto con enfermos.

3) Posteriormente se ha descubierto que existe un gran número de personas infectadas sanas, presintomáticas o asintomáticas, capaces de transmitir el virus. El hecho de que cualquier persona sana pueda ser, sin saberlo, una fuente de contagio, ha llevado a que se extienda por el mundo la recomendación o la obligatoriedad de usar mascarillas para la población general en espacios cerrados.

Una mascarilla del tipo recomendado en España. Imagen de jardin en Pixabay.

Una mascarilla del tipo recomendado en España. Imagen de jardin en Pixabay.

La comparación entre la mascarilla y el condón es solo parcialmente correcta. Creo que el ejemplo interesa sobre todo por el hecho de que el preservativo es originalmente un anticonceptivo que el hombre utiliza no en propio beneficio, sino por responsabilidad hacia otra persona, y lo mismo se aplica a las mascarillas. Pero sobre todo a partir del VIH y el sida, el condón se convirtió también en un elemento de autoprotección, ya que el contagio funciona en ambos sentidos. Pero hay una diferencia esencial: mientras que el preservativo, si se usa correctamente, también protege eficazmente de contraer el VIH a quien lo lleva, en cambio la mascarilla no es una protección eficaz para el usuario.

Sobre la escasa eficacia de las mascarillas como protección para quien las usa, ya he contado anteriormente las conclusiones de los últimos estudios. Dado que esta cuestión, antes poco investigada, se ha convertido hoy en central, en los últimos meses han proliferado los trabajos científicos y, lo que es más importante, las revisiones y metaestudios, estudios que reúnen otros previos para valorar sus conclusiones en conjunto y que son, por lo tanto, más fiables.

La idea general puede resumirse en palabras de una revisión de la Universidad de East Anglia (Reino Unido) del pasado abril, aún no publicada formalmente: «Llevar mascarilla puede proteger de forma muy ligera contra la infección primaria por un contacto comunitario casual, y puede proteger modestamente contra la infección en el hogar cuando tanto los infectados como los no infectados llevan mascarilla”.

Los autores extraían datos concretos de los estudios previos que analizaban: en los ensayos clínicos la protección resultó ser de un 6%, mientras que en los observacionales era del 19%. La conclusión era que la eficacia práctica real de las mascarillas en situaciones cotidianas sería algo intermedio entre el 6 y el 19%. Dicho de otro modo, suponiendo una situación en la que el riesgo de contagiarnos fuera del 100%, poniéndonos una mascarilla lo reduciríamos a algo entre el 81 y el 94%.

Conviene tener presentes estos datos de la evidencia empírica, porque en estos días, con la obligatoriedad impuesta en España, escucharemos y leeremos proclamas de todo tipo por parte de los fabricantes y vendedores de mascarillas. La pandemia de covid se ha convertido también en un lucrativo nicho de negocio, y probablemente sería difícil utilizar como argumento de venta la protección que las mascarillas ofrecen a los demás y no a quien las compra. Pero hay que diferenciar entre la propaganda y los datos de los estudios científicos.

Por ejemplo y como conté aquí, una compañía aseguraba que sus mascarillas N95 (el equivalente a FFP2) reducían en un factor de 10 la exposición al virus de la gripe. Pero un amplio metaestudio reciente no ha encontrado diferencias entre la protección que ofrecen las mascarillas quirúrgicas y las de tipo FFP2. Datos como estos, los más sólidos que podemos encontrar en los estudios científicos sobre esta cuestión, justifican que se desaconseje el uso generalizado para la población de las mascarillas FFP2, más caras y que no aportan ninguna protección extra.

Merece la pena añadir aquí otra nueva y amplia revisión elaborada por varias universidades de EEUU y China. Su primer autor, el científico de datos Jeremy Howard, lleva meses alertando de la necesidad de generalizar el uso de mascarillas a toda la población, dado que su estudio de los datos al respecto revelaba que esta podía ser una medida clave para la contención de la pandemia.

Pero una vez más, Howard aclara el argumento esencial: la eficacia de la mascarilla consiste en evitar que quien la lleva contagie a otros, y no en llevarla para evitar el contagio. Según escribe el autor en un artículo en The Conversation, «si solo las personas con síntomas infectaran a otras, solo las personas con síntomas deberían llevar mascarillas. Pero los expertos han mostrado que las personas sin síntomas son un riesgo de infección para otras. De hecho, cuatro estudios recientes muestran que casi la mitad de los pacientes se infectan por personas que no tienen síntomas».

Para Howard, el error de no recomendar antes las mascarillas –aunque el autor parece olvidar que la transmisión asintomática no se conocía en febrero, se discutió en marzo, se corroboró en abril, y hoy todavía hay algún experto que no parece convencido– se ha debido a que «los investigadores estaban tratando de responder a la pregunta equivocada: cuánto protege la mascarilla a quien la lleva, y no cuánto impide que una persona infectada propague el virus. Las mascarillas funcionan de modo muy diferente como equipos de protección individual (EPI) que como control de la fuente de infección». «Por desgracia, casi toda la investigación disponible al comienzo de esta pandemia se centraba en la eficacia de las mascarillas como EPI». «Esto ignoró el punto clave: son extremadamente eficaces para prevenir la expansión [del virus], como muestra nuestra revisión».

Como resumen de todo lo anterior, «todos deberíamos llevar mascarilla», concluye Howard. Pero ¿de qué tipo? En su revisión, Howard y sus 18 coautores, de instituciones como el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la Universidad de Stanford, la de Oxford o la de California en Los Ángeles, aconsejan las más sencillas, las de tela de uso no médico, que en los estudios han mostrado la misma eficacia para retener las gotitas exhaladas que las quirúrgicas. Esta es la recomendación de Howard y otros 100 expertos, firmantes de una carta a los gobernadores de todos los estados de EEUU: imponer la obligatoriedad de las mascarillas de tela, incluso hechas en casa. Para este fin, las higiénicas o quirúrgicas son igualmente adecuadas, mientras que las FFP2 no aportan nada para la población general.

Mascarilla casera de tela, perfectamente válida para la contención de la epidemia. Imagen de Doc James / Wikipedia.

Mascarilla casera de tela, perfectamente válida para la contención de la epidemia. Imagen de Doc James / Wikipedia.

Por último, arriba prometí dos ideas finales. La primera: todo lo anterior se refiere a los espacios cerrados o aquellos en los que exista un estrecho contacto prolongado. Hasta ahora no existe un solo caso confirmado de un contagio producido por cruzarse en la calle con otra persona. Un estudio en China ha analizado 7.324 casos de contagio en los que se ha podido rastrear la infección, y de ellos solo uno se produjo en el exterior, pero no por un contacto casual, sino por una conversación en la calle entre dos hombres. Otro estudio de 110 casos en Japón concluye que contagiarse en un espacio cerrado es casi 20 veces más probable que al aire libre.

La última idea: ¿qué hay de las mascarillas con válvula? Las válvulas que llevan algunas mascarillas filtran el aire de entrada, pero no el de salida. Están concebidas para, por ejemplo, trabajar en ambientes con partículas en suspensión, una situación en la que no es necesario filtrar el aire que la persona expulsa: operarios de talleres, bomberos en un incendio forestal, etcétera.

Mascarillas FFP2 con válvula, inadecuadas para la contención de la epidemia y un peligro potencial para otras personas. Imagen de Зеледеев / Wikipedia.

Mascarillas FFP2 con válvula, inadecuadas para la contención de la epidemia y un peligro potencial para otras personas. Imagen de Зеледеев / Wikipedia.

Este no es el caso de una epidemia vírica. Una persona que lleva una mascarilla con válvula está expulsando directamente su respiración sin filtrar. Estas mascarillas NO protegen a los demás. Hallarse frente a una persona que lleva este tipo de mascarilla supone estar respirando su aire.

En varios condados de California donde se ha impuesto la obligatoriedad de las mascarillas se han prohibido las de válvula porque no sirven para contener la propagación del virus. Sería deseable que, según las normativas vayan progresando a lo largo de esta pandemia, que se augura larga, las autoridades restrinjan el uso de mascarillas con válvula. Pero hasta entonces, conviene recordar esto: si nos detenemos a hablar con una persona que lleva este tipo de mascarilla, en lo que a nuestra seguridad se refiere, esa persona no lleva mascarilla; nos está respirando en la cara.

Sobre mascarillas: por qué antes no, ahora sí, para qué sirven y en qué medida

Es natural que buena parte del público se sienta confuso ante las recomendaciones de las autoridades sobre el uso de mascarillas, que han dado un giro desde el inicio del brote del SARS-CoV-2 causante de la COVID-19: antes se aconsejaba a la población general no utilizarlas, ahora se recomienda usarlas en espacios cerrados, y en Madrid son obligatorias en el transporte público. A los bien intencionados les parecerá que esto es un sindiós, y tienen motivos para ello. Pero en realidad se entiende fácilmente, y espero con estos párrafos solventar sus dudas.

Primero, unas breves preguntas y respuestas:

¿Por qué antes no y ahora sí? ¿Es que se han equivocado?

Sí, se han equivocado.

¿Quién se ha equivocado?

Los científicos se han equivocado.

¿Se ha equivocado el gobierno?

Obviamente, sí, se ha equivocado el gobierno; se han equivocado todos los gobiernos que han seguido las recomendaciones científicas, dado que las recomendaciones científicas estaban equivocadas. Y todos los que hemos seguido dichas recomendaciones también nos hemos equivocado.

Pero ¿cómo, la ciencia no es infalible? ¿No lo sabe todo? ¿No nos están diciendo que confiemos en los científicos porque ellos tienen la sabiduría omnisciente, el conocimiento absoluto e inmanente de la única verdad?

No, no y no. Y mil veces no. La ciencia se equivoca. Continuamente. Y rectifica. Las que ni se equivocan ni rectifican son la política y la religión. Los videntes también aciertan siempre, o eso dicen después.

Y ¿en qué se han equivocado los científicos?

Esto nos lleva a la explicación larga. Pero se resume en dos palabras: transmisión asintomática.

Como ya conté aquí al comienzo de esta crisis, es necesario recalcar esto: las mascarillas que más protegen son las que llevan quienes ya están infectados. Protegen del contagio al resto de la población, ya que reducen la liberación al exterior de las gotitas expulsadas con la tos o el estornudo, así como la propagación del virus a través de las manos; estas son las principales vías de contagio. Pero ni siquiera en estos casos la protección es total (demos por supuesto la posible transmisión por los aerosoles de la respiración, aunque sigue siendo controvertida y probablemente muy minoritaria).

Esto ya se sabía antes de la presente pandemia. Como explicaré más abajo con estudios que ya he contado aquí antes y otros nuevos que han surgido a raíz de la covid, la protección que ofrecen las mascarillas contra el contagio a las personas no infectadas es solo parcial, relativa o escasa. Se sabía antes, y en esto nada ha cambiado. Es decir, las mascarillas no son una garantía contra el contagio, al menos mientras no vayan acompañadas por otras medidas como el distanciamiento social. Véase el siguiente ejemplo de lo contrario:

Imagen del acto de cierre del hospital de IFEMA el pasado 1 de mayo. Imagen de Naranjo / Efe / 20Minutos.es.

Imagen del acto de cierre del hospital de IFEMA el pasado 1 de mayo. Imagen de Naranjo / Efe / 20Minutos.es.

Y ahora, he aquí lo nuevo, la clave que ha cambiado las recomendaciones de los organismos sanitarios y de las autoridades que las siguen. Generalmente, en las infecciones víricas suele existir un grupo de contagiados asintomáticos, personas que contraen el virus pero no padecen la enfermedad. Ocurre incluso con la gripe. Pero suele tratarse de algo anecdótico. En las anteriores epidemias de otros virus este nunca ha sido un factor relevante, ya que, de existir este perfil, era extremadamente minoritario, y estas personas no solían transmitir la enfermedad a otras.

Por entonces, las autoridades que seguían las recomendaciones de los organismos sanitarios y de la comunidad científica canalizaban a sus ciudadanos el mensaje acorde a la ciencia del momento: el uso de mascarillas no era aconsejable para la población general, dado que los potenciales transmisores estarían bajo control, y de todos modos la mascarilla no es una protección eficaz para los no contagiados. Pero ya muchas personas las utilizaban por miedo, incluso cuando los expertos advertían de que su utilidad era escasa. Quienes hicieron acopio de ellas en aquel momento estaban privando de estos elementos a los más expuestos, el personal sanitario, para quien toda precaución es poca; sobre todo cuando trabajan cara a cara con pacientes que en muchas situaciones no llevan mascarilla.

Esto ha cambiado radicalmente con los nuevos descubrimientos sobre el virus de la covid. El 31 de enero se publicó en los medios el caso de una mujer china que al parecer había transmitido el virus a otros colegas de trabajo en Alemania sin padecer síntomas. La noticia encendió las alarmas en la comunidad científica, pero unos días después se pinchaba el globo: los autores del estudio no habían hablado personalmente con la mujer. Y resultó que esta sí padecía síntomas por entonces, pero no lo había contado a nadie.

La posible transmisión asintomática del virus quedó en suspenso, hasta que volvió a saltar con un nuevo estudio procedente de China publicado varias semanas después, el 21 de febrero. En este caso no parecía haber dudas, pero los autores se mostraban prudentes: «El mecanismo por el cual los portadores asintomáticos podrían adquirir y transmitir el coronavirus que causa la COVID-19 necesita más investigaciones». Pero advertían: «Si los hallazgos descritos en este estudio de presunta transmisión por un portador asintomático se repiten en otros estudios, la prevención de la infección de COVID-19 puede resultar difícil».

Las palabras de los investigadores chinos resultaron proféticas, porque, en efecto, los resultados se repitieron después en otros estudios. Pero como todo en la ciencia, ha sido un proceso lento y laborioso llegar a la firme conclusión de que no solo los portadores asintomáticos estaban transmitiendo el virus, sino que además representaban un enorme porcentaje de los contagiados, incluso una gran mayoría. La transmisión asintomática fue confirmándose a lo largo del mes de marzo. El análisis de los datos del crucero Diamond Princess fue un factor esencial para confirmar la existencia de una gran proporción de contagiados sanos, pero otra cuestión era establecer si podían transmitir el virus; incluso a comienzos de abril todavía se discutía hasta qué punto este podía ser un factor importante en la propagación de la epidemia.

Hoy ya nadie lo duda: de forma inesperada, al contrario de lo que ocurre con las gripes, estacionales y endémicas, con el ébola y con anteriores coronavirus como los del SARS y el MERS, la transmisión asintomática no solo existe en el virus de la covid, sino que ha sido la principal responsable de que la epidemia se convirtiera en pandemia. Como advirtieron los investigadores chinos, esto hizo que el virus circulara por el mundo de forma incontrolable, mientras las empresas de venta de escáneres de temperatura a distancia hacían su agosto explotando el miedo del público y el deseo de ver que se tomaban medidas como esa, que se ha revelado totalmente ineficaz (hay una avalancha de pruebas científicas sobre la inutilidad de los controles de temperatura: aquí, aquí, aquí, aquí, aquí… Hay quienes han llegado a llamarlo «política placebo»).

Dado que las investigaciones han descubierto que los contagiados sanos suponen una fracción importante del total, e incluso probablemente el grueso de quienes están propagando la infección, ahora se entiende quién debe llevar mascarilla: todo el mundo. Porque todos somos posibles focos de contagio y la mascarilla protege a los demás de nosotros, más que a nosotros de los demás.

En definitiva, cuando ahora las autoridades están diciéndole a usted que utilice una mascarilla, e incluso obligándole a ello, no es por su propia seguridad. El objetivo principal no es evitar que usted se contagie, sino evitar que usted, sin saber que lleva el virus, pueda contagiar a otras personas. Es una medida de salud pública, no de protección personal.

Así, las tornas han cambiado por completo: antes la responsabilidad social pedía prescindir de las mascarillas porque no eran una garantía de evitar el contagio y privábamos de ellas a quienes más las necesitaban; hoy la responsabilidad social pide llevar mascarilla para que no contagiemos a otros. Quienes ahora no utilizan mascarilla en lugares cerrados porque piensan que no tienen riesgo de enfermar gravemente, o quienes llevan mascarillas con válvula, que están diseñadas para filtrar el aire que tomamos pero NO el que exhalamos, deben saber que son un peligro de contagio para los demás, y que pueden ser la causa de la muerte de otras personas.

Lo anterior resume el mensaje esencial. A continuación, y ya para los más interesados en los entresijos de la cuestión, cuento lo que dicen los estudios respecto a la protección que ofrecen las mascarillas. En primer lugar, rescato lo que escribí aquí el 31 de enero, en tiempos en que aún no se conocía la transmisión asintomática del coronavirus, pero aquellos estudios siguen siendo válidos:

Por su parte, algunos ensayos clínicos en situaciones reales sugieren que en ciertos casos concretos el uso de las mascarillas puede ser ventajoso. En 2008, un estudio clínico dirigido por la experta en bioseguridad de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Raina MacIntyre descubrió una mayor protección frente al contagio de gripe dentro de una misma familia entre quienes utilizaban mascarillas que en el caso contrario, curiosamente sin encontrar diferencias significativas entre las quirúrgicas y las N95.

Otro estudio en 2009 encontró un contagio reducido cuando al uso de mascarillas se unía un frecuente lavado de manos, aunque los autores reconocían que el cumplimiento de las medidas por parte de los pacientes no fue estricto. Los resultados de otra investigación clínica dirigida también por MacIntyre concluyeron que las mascarillas podrían reducir el contagio dentro de una misma familia en los casos graves de pandemias, pero no pudo descartar que esta reducción se debiera no a la mascarilla en sí, sino al menor contacto de las manos con la cara.

Pero incluso teniendo en cuenta estos resultados positivos, la propia MacIntyre ha advertido de que también en ciertos casos el uso de mascarillas puede ser más perjudicial que no llevarlas. En 2019, un estudio dirigido por esta experta descubrió que “los patógenos respiratorios en la superficie exterior de las mascarillas médicas usadas pueden resultar en una autocontaminación”, en la línea de lo dicho antes sobre tocar el exterior de la mascarilla.

Ahora y a raíz de la pandemia del coronavirus, han surgido nuevos estudios y metaestudios (estudios que reúnen otros previos) sobre la eficacia de las mascarillas como elemento de protección frente al contagio. Obviamente, aún no pueden existir metaestudios específicos sobre el nuevo coronavirus, pero generalmente los estudios previos se refieren al virus de la gripe, de un tamaño similar.

El 3 de abril un estudio en Nature Medicine decía: «Nuestros resultados indican que las mascarillas quirúrgicas pueden reducir eficazmente la emisión de partículas del virus de la gripe al entorno en gotitas respiratorias, pero no en aerosoles». Sí se observó reducción de coronavirus de resfriados en los aerosoles. En todos los casos se encontró que la expulsión de virus es baja tanto en gotitas como en aerosoles, y que el contagio suele requerir un contacto prolongado. Pero la mascarilla puede ayudar a que las personas infectadas no contagien su enfermedad a otras, como ya hemos dicho.

Un metaestudio internacional del 7 de abril dice: «Comparado con no usar mascarilla, no hubo ninguna reducción de casos de gripe con mascarillas en la población general ni en personal sanitario. No hubo diferencia entre mascarillas quirúrgicas y N95 [equivalente a FFP2]». Los autores concluyen: «Hay pruebas insuficientes para ofrecer una recomendación sobre el uso de barreras faciales sin otras medidas. Encontramos pruebas insuficientes de diferencias entre mascarillas quirúrgicas y N95″. Lo cual, además de corroborar la poca eficacia de las mascarillas para la protección personal, se une a otro estudio citado más arriba para cuestionar seriamente la necesidad de comprar esas mascarillas más caras que nuestro cuñado dice que son mejores.

Por último, una revisión de estudios del 6 de abril, elaborada por científicos de la Universidad de East Anglia (Reino Unido), llega a las siguientes conclusiones: según los resultados de tres ensayos clínicos, «llevar mascarilla puede reducir muy ligeramente la posibilidad de desarrollar enfermedad respiratoria, en torno a un 6%». En estudios observacionales en los que en un mismo hogar todas las personas que conviven llevan mascarilla, la posibilidad de contagio se reduce solo en un 19%. Los autores concluyen que probablemente el porcentaje real de protección que ofrecen las mascarillas en situaciones prácticas sea un valor intermedio entre el 6 y el 19%. O sea, en cualquier caso, no mucho.

Los mismos autores concluyen: «Llevar mascarilla puede proteger de forma muy ligera contra la infección primaria por un contacto comunitario casual, y puede proteger modestamente contra la infección en el hogar cuando tanto los infectados como los no infectados llevan mascarilla». «Las pruebas no son suficientes para apoyar el uso extendido de las mascarillas como una medida de protección contra la COVID-19».

En un artículo publicado en The Conversation, los autores de este estudio reconocen que todos estos datos pueden crear confusión entre el público, que ya no sabe si llevar mascarilla o no, de qué tipo ni cuándo o en qué lugares sí y en cuáles no. Y como resumen de todo ello, a la pregunta «¿qué debo hacer?», responden: «El distanciamiento social y el frecuente lavado de manos continúan siendo la mejor manera de prevenir la propagación de virus entre las personas».

¿Son eficaces las mascarillas para protegernos de contagios como el del coronavirus?

Decíamos ayer que las mascarillas quirúrgicas, esas que se están vendiendo a millones en todo el mundo, no se inventaron ni están concebidas para protegerse de un contagio, sino para impedir que una persona disemine sus propios microorganismos al entorno. Sin embargo, decíamos también, que algo no esté diseñado para un fin y que resulte completamente inútil para ese fin son, al menos en principio, dos cosas diferentes. Así que hoy toca preguntarnos: en la práctica, ¿sirven las mascarillas para protegernos de contagios como el del nuevo coronavirus 2019-nCoV?

Para empezar, conviene tener en cuenta que no todas las mascarillas son iguales. Lo dicho ayer se refería a las mascarillas quirúrgicas no textiles (de papel), las más utilizadas y que se están vendiendo a mansalva en las farmacias, también en nuestro país. Pero existe otra categoría, los llamados respiradores N95, así llamados porque filtran al menos el 95% de las partículas de un tamaño mínimo de 0,3 micras (300 nanómetros; virus como los de la gripe o los coronavirus ya conocidos miden en torno a los 100 nanómetros). Algunos de estos están también aprobados como mascarillas quirúrgicas. Son así:

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

La compañía 3M, uno de los grandes suministradores de estos materiales, aclara que las mascarillas «están diseñadas para proteger al paciente de los microorganismos exhalados por el profesional de la salud». Es decir, que una mascarilla es útil si la lleva quien ya está afectado por un contagio, y no quienes pretenden protegerse de él.

En cuanto a los respiradores N95, la misma compañía dice que «están diseñados para proporcionar un sellado seguro de la cara al respirador». Esta es una característica que distingue a los respiradores de las mascarillas. Respecto a su uso, 3M apunta que los respiradores N95 «ayudan a reducir la exposición a partículas del aire», y que si se utilizan correctamente pueden reducir en un factor de 10 la exposición a virus como los de la gripe.

Otra pista nos la ofrecen las autoridades reguladoras. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) señala que las mascarillas quirúrgicas pueden proteger frente a grandes salpicaduras de fluidos, pero que «no están diseñadas para capturar un alto porcentaje de pequeñas partículas, lo que significa que no protegen al usuario de respirar partículas del aire transmitidas por la tos o el estornudo». El CDC añade que estas mascarillas no ofrecen un buen sellado sobre la cara, por lo que «no previenen las fugas alrededor del borde de la mascarilla cuando el usuario inhala». En conclusión, quienes usen estas mascarillas «no estarán protegidos contra la exposición a enfermedades transmisibles por el aire».

En cuanto a los respiradores N95, el CDC apunta que ofrecen un mayor nivel de protección, pero que «incluso un respirador N95 adecuadamente ajustado no elimina por completo el riesgo de enfermedad o muerte». Este organismo subraya además otras consideraciones importantes; en primer lugar, «los respiradores N95 no están diseñados para niños ni personas con pelo facial». Además, es esencial tener en cuenta que, una vez puesto, «el usuario nunca debe tocar la parte frontal contaminada del respirador con las manos desnudas. Las manos deben lavarse después de ponerse y quitarse el respirador».

En resumen, y por si quedara alguna duda, «el CDC no recomienda de forma general utilizar mascarillas o respiradores para uso casero o en comunidades», sino solamente para los profesionales de la salud.

Por último, ¿qué dicen los estudios? No hay demasiados datos sobre la eficacia de mascarillas y respiradores contra distintos tipos de infecciones, y los que hay no son inmediatamente aplicables a las situaciones cotidianas en las que suelen utilizarse, donde además el uso de las mascarillas o los respiradores no es necesariamente el correcto.

Los datos experimentales en el laboratorio son escasos, ya que por razones de seguridad muchos ensayos se han llevado a cabo con un virus inocuo para los humanos llamado Phi X 174, que solo infecta a las bacterias. En 2018, un estudio comparó los resultados con este virus con los de un virus inactivado de la gripe, y encontró que la eficacia de las mascarillas contra este virus humano es menor. Dada la similitud de tamaño entre los coronavirus ya conocidos y los de la gripe, en principio no hay motivos para sospechar grandes diferencias.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Por su parte, algunos ensayos clínicos en situaciones reales sugieren que en ciertos casos concretos el uso de las mascarillas puede ser ventajoso. En 2008, un estudio clínico dirigido por la experta en bioseguridad de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Raina MacIntyre descubrió una mayor protección frente al contagio de gripe dentro de una misma familia entre quienes utilizaban mascarillas que en el caso contrario, curiosamente sin encontrar diferencias significativas entre las quirúrgicas y las N95.

Otro estudio en 2009 encontró un contagio reducido cuando al uso de mascarillas se unía un frecuente lavado de manos, aunque los autores reconocían que el cumplimiento de las medidas por parte de los pacientes no fue estricto. Los resultados de otra investigación clínica dirigida también por MacIntyre concluyeron que las mascarillas podrían reducir el contagio dentro de una misma familia en los casos graves de pandemias, pero no pudo descartar que esta reducción se debiera no a la mascarilla en sí, sino al menor contacto de las manos con la cara.

Pero incluso teniendo en cuenta estos resultados positivos, la propia MacIntyre ha advertido de que también en ciertos casos el uso de mascarillas puede ser más perjudicial que no llevarlas. En 2019, un estudio dirigido por esta experta descubrió que «los patógenos respiratorios en la superficie exterior de las mascarillas médicas usadas pueden resultar en una autocontaminación», en la línea de lo dicho antes sobre tocar el exterior de la mascarilla.

Y el del propio virus no es el único riesgo: según contaba MacIntyre a Forbes, las mascarillas absorben humedad en la que pueden crecer bacterias patógenas, directamente frente a nuestras vías respiratorias. Un estudio en 2003 encontró que la cara exterior de las mascarillas usadas por los dentistas, quienes normalmente no trabajan con pacientes infecciosos, estaba contaminada por estreptococos, estafilococos y otros microbios potencialmente peligrosos. Y con las mascarillas de tela puede ser aún peor.

En resumen, y aunque la emergencia sanitaria global declarada ayer por la Organización Mundial de la Salud frente al avance del coronavirus 2019-nCoV no es sino una medida lógica y necesaria, destinada a poner en marcha las medidas de prevención y contención, si hay algo cierto es que los expertos vienen advirtiendo desde hace años de la certeza de nuevas futuras pandemias que van a convertir el actual estado de alerta en algo relativamente frecuente.

De hecho, y a pesar de todo el revuelo en torno al 2019-nCoV, el riesgo que más continúa preocupando a los expertos es el de las nuevas gripes, con gran facilidad de transmisión y potenciales de letalidad mayores que el del nuevo coronavirus. Frente a todo ello y dejando de lado las mascarillas, estas son las medidas de prevención que recomienda el CDC, extensibles también a lo recomendado por otras autoridades:

  • Lavarse las manos con frecuencia con agua y jabón durante al menos 20 segundos. Si esto no es posible, utilizar un desinfectante de manos con al menos un 60% de alcohol.
  • No tocarse los ojos, la nariz ni la boca con las manos sin lavar.
  • Evitar el contacto estrecho con personas enfermas.
  • Quedarse en casa cuando uno esté enfermo.
  • Cubrirse la nariz y la boca con un pañuelo de papel para toser o estornudar, y arrojar inmediatamente el pañuelo a la basura.
  • Limpiar y desinfectar los objetos y superficies que se toquen con frecuencia.

Esto es para lo que realmente sirven las mascarillas quirúrgicas

En las últimas semanas se ha convertido en una imagen habitual en los informativos: personas con mascarillas por miedo al contagio del nuevo coronavirus 2019-nCoV. En el lejano Oriente no es una novedad, ya que allí son muy populares desde hace años; se llevan para proteger las vías respiratorias de la contaminación del aire en las ciudades, pero también como artículo de moda, que tampoco hay que buscarle tres pies al gato sobre por qué nos ponemos las cosas que nos ponemos; otros llevamos el pelo largo y nos hacemos trenzas.

Pero en los últimos días, las mascarillas han comenzado a extenderse por el mundo, y ya se habla de que en España sus ventas han aumentado un 350% y se están agotando en las farmacias, como un efecto más de la histeria colectiva en torno al coronavirus.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Obviamente, llevar una mascarilla difícilmente puede causar ningún mal a quien se la pone, más allá de la lógica molestia de llevar algo sobre la cara, sobre todo para quienes tengan alguna dificultad respiratoria. Pero, al menos, a quienes decidan cubrirse sus orificios faciales con uno de estos adminículos podría interesarles saber para qué sirven en realidad, y por lo tanto cuál es el uso para el que están concebidas y el beneficio que pueden aportar.

Y no, no es para protegerse del contagio de un virus.

Remontémonos a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los bichitos microscópicos causantes de enfermedades aún eran una curiosa teoría que a muchos médicos y científicos les parecía divertida, pero poco más que pura fantasía. Por entonces, las infecciones postoperatorias se llevaban al otro barrio a la mitad de las personas que pasaban por una mesa de operaciones. La medida más sofisticada que se empleaba contra las infecciones era abrir las ventanas para ventilar, y que el viento se llevara las miasmas, el aire pútrido de las heridas que provocaba estos males. Los cirujanos no se lavaban las manos, se limitaban a ponerse sobre la ropa una bata con sus buenos restos de sangre y pus, en cuyos ojales colgaban los hilos de sutura, y cuando había que utilizar las dos manos, el bisturí se agarraba con los dientes.

En eso que llega Joseph Lister, el padre de la esterilización quirúrgica. Hoy puede sonarnos por el Listerine, pero lo cierto es que, ni lo inventó él, ni le pidieron permiso para utilizar su nombre; no tuvo la precaución de registrarlo como marca comercial. Lister creía en los bichitos cuando muchos otros aún no. Y las prácticas de esterilización que él comenzó a introducir han sido sin duda uno de los avances que más vidas han salvado en la historia de la humanidad.

Sin embargo, no bastaba con esterilizar el material y el campo de operaciones; la boca y la nariz del cirujano y sus asistentes sobre las heridas abiertas del paciente eran una más que probable fuente de transmisión de microorganismos. Esto fue lo que pensó el cirujano francés Paul Berger, quien en octubre de 1897 se calzó por primera vez una mascarilla quirúrgica, consciente de que al hablar se lanzaban gotitas de saliva y de que se había descrito en este fluido la presencia de microorganismos.

Desde Berger hasta hoy, las mascarillas se han convertido en un accesorio obligatorio en los procedimientos quirúrgicos, junto con otro conjunto más amplio de medidas de contención y esterilización para evitar la entrada de microorganismos en las heridas del paciente.

En resumen: la mascarilla quirúrgica sirve para que la persona que la utiliza no contamine su entorno con sus propios microorganismos. Y no al revés.

Vayamos ahora a los laboratorios. Las mascarillas no suelen ser de uso habitual, dado que para no contaminar aquello susceptible de ser contaminado, como los cultivos celulares normales, se emplean otras medidas más eficaces como campanas de flujo de aire que evitan el contacto de la respiración del operador con los materiales que está manejando. Cuando en los laboratorios se quiere obtener un líquido libre de microorganismos y no es posible esterilizarlo por calor, se hace pasar a través de sofisticados filtros con un tamaño de poro muy pequeño, capaz de impedir incluso el paso de los virus.

Pero obviamente, los científicos y técnicos que trabajan con agentes patógenos peligrosos no llevan mascarillas, sino trajes sellados de alta seguridad biológica con respiradores, y lo hacen en instalaciones de alto nivel de contención que están dotadas de otros sistemas para evitar infectarse con los microorganismos que manejan.

Entre otras razones, los microbios no solo pueden entrar por la nariz o la boca. Sobre todo, la mucosa de los ojos, una capa de tejido vivo, es un gran mostrador de recepción para la bienvenida de toda clase de bacterias y virus. Y como es lógico, no puede uno taparse los ojos con una mascarilla.

La idea de la mascarilla para protegerse de un contagio tiene un precedente histórico ilustre que hoy se ha convertido en uno de los disfraces más populares del carnaval de Venecia (y en uno de los souvenirs más vendidos allí): la máscara con pico que los médicos empleaban en el siglo XVII para tratar a los enfermos de peste sin contraer la enfermedad. La peculiar forma de la máscara tenía por objeto que el hueco se rellenara con hierbas aromáticas y perfumes para matar las miasmas; aromaterapia del siglo XVII. Naturalmente, la máscara no protegía en absoluto del contagio de la peste. Pero con todo, hay que decir que los médicos del XVII iban mejor protegidos que los portadores de mascarillas actuales, ya que su máscara llevaba lentes para resguardar los ojos, y se acompañaba con guantes, botas y traje de cuero cuyos resquicios se sellaban con cera; fue un digno antecesor de los trajes de bioseguridad de hoy.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

En conclusión: quien pretenda evitar un contagio, como el del actual coronavirus, poniéndose algo en la cara, no debe ponerse esto, una mascarilla quirúrgica como las que parecen estar vendiéndose a mansalva:

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Sino esto, un respirador con protección ocular:

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Ahora bien, reconozcamos que el hecho de que las mascarillas quirúrgicas no estén pensadas, concebidas ni diseñadas para proteger a su portador de un contagio, no implica necesariamente que no puedan proteger en algún grado. Pero ¿pueden? Mañana lo veremos.