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¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

El brote de hepatitis en niños, las mascarillas y la mal llamada «hipótesis de la higiene»

Quien siga la actualidad ya estará al tanto de un misterioso brote de hepatitis aguda grave que ha surgido en varios países y que afecta a niños pequeños previamente sanos. Los primeros casos se detectaron en Reino Unido, a los que después se han unido otros en Irlanda, España, Países Bajos, Dinamarca y EEUU. En España, hasta donde sé, se han descrito cinco casos, uno de los cuales ha necesitado un trasplante hepático.

Por el momento, el resumen es que aún no se ha determinado la causa. Se han descartado los virus de la hepatitis, de los cuales se conocen cinco en humanos, de la A a la E. Ciertos vínculos epidemiológicos entre algunos de los niños afectados sugieren un agente infeccioso, pero es pronto para descartar otras posibles causas, entre las cuales se incluyen una intoxicación, una reacción autoinmune o incluso una complicación rara de la COVID-19; algunos de los niños dieron un test positivo de SARS-CoV-2 antes de la hospitalización o en el momento de su ingreso. Ninguno de ellos estaba vacunado, lo que descarta un efecto secundario de las vacunas.

Razonablemente, las autoridades sanitarias han apuntado a un adenovirus como posible causante. Uno de estos virus se ha detectado en todos los casos de EEUU (un total de nueve niños en Alabama) y en la mitad de los registrados en Reino Unido. Los adenovirus, una familia que comprende más de 80 virus conocidos en humanos, circulan habitualmente rebotando entre nosotros y causan resfriados —que en casos graves pueden derivar hacia neumonía—, gastroenteritis, conjuntivitis y otros síntomas leves. Los niños suelen contagiarse con alguno de ellos en sus primeros años de vida. La relación entre adenovirus y hepatitis sí ha sido descrita previamente, pero es rara y limitada a pacientes inmunodeprimidos o que reciben quimioterapia contra el cáncer.

Imagen de Norma Mortenson / Pexels.

Conviene aclarar que hasta ahora ninguno de los casos de esta hepatitis ha sido letal. Todos los niños están evolucionando favorablemente, aunque algunos han requerido trasplante. También es necesario mencionar que se trata de un problema absolutamente excepcional, por lo que no es motivo para alarmarse ni para vigilar o interpretar síntomas en los niños con más preocupación o celo de lo habitual, que hoy en día ya suele ser mucho.

Pero entre las ideas formuladas en torno a este extraño brote, merece la pena destacar una que menciona en un reportaje de Science el virólogo clínico Will Irving, de la Universidad de Nottingham: «Estamos viendo un aumento en infecciones virales típicas de la infancia cuando los niños han salido del confinamiento, junto con un aumento de infecciones de adenovirus», dice Irving, aludiendo a la posibilidad de que el aislamiento de los niños durante la pandemia los haya hecho inmunológicamente más vulnerables al alejarlos de los virus más típicos con los que normalmente están en contacto.

Debe quedar claro que Irving no está afirmando que esta sea la causa del brote de hepatitis. Pero también aquí hemos conocido lo que parece ser un fenómeno general, un aumento de las infecciones en los niños cuando se han ido relajando las restricciones frente a la COVID-19. Y esto nos recuerda una hipótesis largamente propuesta y discutida en inmunología, la mal llamada hipótesis de la higiene. Que paso a explicar, junto con el motivo por el que conviene referirse a ella como «mal llamada».

En 1989 el epidemiólogo David Strachan, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, publicó un breve estudio en la revista British Medical Journal (hoy simplemente BMJ) en el que observaba cómo, de una muestra de más de 17.000 niños británicos, la aparición de dermatitis o fiebre del heno (la típica alergia al polen) se relacionaba claramente con un factor ambiental concreto de entre los 16 considerados en el estudio, y de forma inversamente proporcional: el número de hermanos. Es decir, a mayor número de hermanos, menor probabilidad de dermatitis o fiebre del heno.

Strachan se aventuraba a lanzar una hipótesis: sus resultados, escribía, podían explicarse «si las enfermedades alérgicas se previnieran por infecciones en la infancia temprana, transmitidas por contactos no higiénicos con hermanos mayores, o adquiridos prenatalmente de una madre infectada por el contacto con sus hijos mayores». El epidemiólogo añadía que en el último siglo la disminución del tamaño de las familias, junto con la mayor limpieza personal y del hogar han reducido las infecciones cruzadas en las familias, y que esta podría ser la causa del aumento de las alergias.

Strachan nunca utilizó la expresión «hipótesis de la higiene», pero la idea caló con este nombre en los medios, entre el público más ilustrado en cuestiones de ciencia, e incluso en la propia comunidad científica. La idea básica está clara: el sistema inmune está continuamente en contacto con infinidad de estímulos externos e internos a los que tiene que responder adecuadamente, de modo que tolere los propios y los inofensivos pero reaccione contra los potencialmente peligrosos. Esta educación del sistema inmune se produce en los primeros años de vida, probablemente desde antes del nacimiento. Si se restringen esos estímulos externos, el sistema inmune no recibe el entrenamiento adecuado, y no aprende a responder bien. Así es como pueden aparecer las alergias (reacciones innecesarias contra estímulos inofensivos) o los trastornos autoinmunes (reacciones contra el propio cuerpo).

Lo cierto es que la mal llamada hipótesis de la higiene (ahora iremos a eso), para la que se han propuesto mecanismos inmunitarios concretos y biológicamente factibles, podría explicar lo que es un fenómeno sólidamente contrastado: a lo largo del siglo XX las alergias en los niños, incluyendo las alimentarias, se han disparado en los países occidentales desarrollados y en algunos emergentes, lo mismo que ciertos trastornos autoinmunes como la colitis ulcerosa o la diabetes de tipo 1. Sin embargo, esto no ha ocurrido en los países más pobres, incluso descontando el sesgo de más diagnósticos donde el sistema sanitario es mejor.

Pero ocurrió que la hipótesis caló de una forma equivocada: la alusión a la «higiene» dio pie a la interpretación de que las infecciones clínicas en los niños más pequeños los protegían de posteriores alergias y enfermedades autoinmunes. Lo cual no se corresponde con los datos. Incluso hoy se sigue achacando esta interpretación a Strachan, cuando lo cierto es que él nunca dijo tal cosa; cuando hablaba de «infecciones» no se refería a ninguna en concreto, y por lo tanto no hablaba de patógenos potencialmente peligrosos. Recuerdo que por aquellos tiempos (comienzos de los 90) yo estudiaba inmunología, y no tengo memoria de que los libros de texto dijeran que las enfermedades infecciosas en los niños los protegieran de trastornos inmunitarios.

Sin embargo, parece que de algún modo esta idea ha perdurado con el tiempo. Y por ello, desde comienzos de este siglo algunos inmunólogos han aconsejado cambiar el nombre de «hipótesis de la higiene» por los de hipótesis de la microflora, la microbiota, la depleción del microbioma o los «viejos amigos» (ahora explicaré esta última). Ninguna de estas se ha impuesto ni parece que lo vaya a hacer. Y no está tan mal conservar el nombre original si añadimos la coletilla para indicar que puede llevar a engaño.

En realidad, lo que dice la hipótesis actual es lo siguiente: el ser humano ha coevolucionado con un universo microbiano interno (nuestro microbioma, de ahí lo de los «viejos amigos») y externo que normalmente no nos causa problemas clínicos. Cada vez se reconoce más la importancia del microbioma en la salud y la enfermedad, y es muy posible que su papel incluya esa educación del sistema inmune en los primeros años de vida.

Diversos factores de las sociedades desarrolladas actuales han restringido el contacto de los niños con esos elementos; al intentar sobreprotegerlos contra las infecciones, limitamos ese aprendizaje de su sistema inmune ante los estímulos inofensivos. La obsesión por la limpieza y la esterilidad, junto con la propaganda de productos antisépticos innecesarios que hacen más daño que bien, mantienen a los niños en burbujas inmunitarias que no los benefician.

En un reportaje de 2017 en la revista PNAS Graham Rook, microbiólogo del University College London y uno de los proponentes de la idea de los «viejos amigos», aclaraba que los hábitos de higiene deben mantenerse, y que el lavado de manos es una costumbre beneficiosa; necesaria si, por ejemplo, uno ha estado manipulando un pollo crudo. Pero añadía: «Si tu niño ha estado jugando en el jardín y viene con las manos ligeramente sucias, yo, personalmente, le dejaría comer un bocadillo sin lavarse». Curiosamente, muchas personas harían justo lo contrario, ignorando que un pollo crudo es un cadáver, una posible fuente de bacterias peligrosas —por eso no comemos pollo crudo—, y en cambio un poco de mugre de tierra en las manos no entraña ningún riesgo en condiciones normales.

Comprendido todo lo anterior, se entiende lo que sigue, y cómo se aplica al reciente aumento de infecciones en los niños: durante dos años hemos vivido con mascarilla, impidiendo el intercambio habitual de microorganismos en la respiración. En muchos hogares y escuelas se ha hecho un uso excesivo, innecesario e incluso perjudicial de productos antisépticos. Los niños más pequeños, los nacidos desde el comienzo de la pandemia o poco antes, corren el riesgo de haber sufrido un déficit de entrenamiento de su sistema inmune durante estos dos años pasados.

Si todo esto puede tener algo que ver o no con los extraños casos de hepatitis, no se sabe. Quizá no se sepa. Tal vez se descubra finalmente la causa y sea otra muy diferente. Pero es una buena ocasión para recordar todo lo anterior y subrayar el mensaje que debería quedar de ello: volver a la normalidad es importante también para el sistema inmune.

Cuando algunos especialistas en medicina preventiva o salud pública (a los que ahora además se añaden los servicios de prevención de riesgos laborales*) opinan afirmando que deberían mantenerse ciertas medidas, se está ignorando la inmunología. Se está ignorando la necesidad de un contacto saludable con los antígenos normales e inofensivos de nuestro entorno. Aún es un capítulo en blanco si para los adultos esto podría llegar a ser perjudicial. Pero para quienes aún tienen puesta la «L» en la luneta trasera de su sistema inmune, es bastante probable que lo sea. Al menos en ciertos casos, no llevar mascarilla puede proteger más la salud que llevarla.

*Oído esta mañana en el programa de Carlos Alsina de Onda Cero. Alsina le cuenta a la ministra de Sanidad, Carolina Darias, que el servicio de prevención de riesgos laborales de A3Media ha impuesto a los empleados de esta empresa la obligación de seguir llevando mascarilla hasta «valorar la situación epidemiológica». Darias aclara que lo único que deben hacer estos servicios es evaluar el riesgo concreto en el puesto de trabajo y no valorar la situación epidemiológica, algo para lo cual, insinúa la ministra sin decirlo literalmente, no están cualificados. El colmo puede darse en las pequeñas empresas que no cuenten con un servicio de prevención de riesgos laborales y donde esta decisión se deje en manos de los departamentos de recursos humanos, muy respetables cuando se ocupan de lo que saben y siempre que, en lo que no sepan, se limiten a cumplir la legislación vigente.