Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

Archivo de la categoría ‘comportamiento’

¿A que soy tu hijo más guapo?

Ésta es una de esas preguntas que una madre no responderá jamás. Llevo varios días escuchándola. La cosa empezó una noche en el sofá. Mis hijos hablaban de un programa de la tele, El juego de tu vida, en el que un concursante se somete a la máquina de la verdad para responder preguntas personales, que van siendo más intimas a medida que crece la cuantía económica del premio. Ese engendro televisivo da mucho juego entre sus amigos, por lo visto todos comentan a carcajadas las barbaridades a las que son capaces de responder los concursantes. El programa también da mucho juego en otras cadenas como podéis ver en este vídeo.

El caso es que, tomando como ejemplo el programa de marras, mi hijo mayor soltó de pronto: «¿A que soy tu hijo más guapo?». Después se respondió él mismo con voz grave: «Eso es… verdad» (la fórmula del programa). No hice ni caso a su broma, pero el pequeño contraatacó: «Ya sabes que el guapo soy yo, pero no te va a llamar feo en público». Hubo muchas más frases, ataques y risas sobre la presunta belleza o fealdad del contrario.

Ya estaba en la cama cuando vinieron los dos a mi cuarto. Seguían riéndose, se me echaron encima y amenazaron con no levantarse de allí si no respondía a su pregunta. Al día siguiente, antes de irse a clase volvieron a la carga; por la tarde me llamaron un par de veces al periódico para preguntármelo y por la noche continuaron con el bombardeo. Y así llevamos varios días. Es la nueva frase de moda en casa. Les encanta repetirla y cada vez les hace más gracia. ¡Son agotadores!

¿Se puede ser más ingenua?

Llevo muchos días sin actualizar el blog. He tenido mucho trabajo y algunos sobresaltos familiares que me han impedido hacerlo. Espero que sepais disculparme.

Ya conté aquí una vez que sospechaba que mi hijo pequeño había empezado a fumar. Cuando ya casi había descartado que fuera cierto volví a tener dudas. Había numerosas y variadas pistas por toda la casa: olor a tabaco en su habitación, que siempre decía que era del colega fumador que acababa de irse y no suyo; ceniza en la tierra de las macetas, que también habían dejado caer los colegas, claro; decenas de mecheros por cualquier parte y alguna cajetilla que, cómo no, él le guardaba a un colega.

Pues bien. Hace unos días nos reunimos mis hijos, su padre y yo para hablar sobre algunas cosas relativas a sus estudios y sus horarios. En mitad de la conversación surgió el tema del tabaco. Yo creía que fumaba el pequeño y su padre estaba convencido de que quien lo hacía era el mayor. Ambos descubrimos en ese momento que los dos teníamos razón: fuman los dos.

Aseguran que sólo fuman los fines de semana -aunque a ver quién se fía ahora de lo que dicen-. No parece que estén enganchados a la nicotina, ya que ambos son capaces de pasar un día entero en casa, o varios, sin un cigarrillo -de hecho, llevaban meses ocultando esta afición-. Son conscientes de que el tabaco no les va a hacer ningún bien aunque supongo que pesa mucho la edad, el grupo… Ni su padre ni yo podemos hacer nada para que lo dejen si no son ellos mismos los que deciden hacerlo. Sólo espero que la nicotina no termine ganándoles la partida.

Desde que sé que fuman me viene continuamente a la cabeza esa campaña publicitaria de prevención del consumo de alcohol entre los jóvenes en la que un padre, incrédulo ante los desmanes de su hija con la bebida, grita: «¿Mi hija? Mi hija no». Yo siempre pensaba que a mi eso no me pasaría, que sería capaz de detectar determinadas cosas aunque no me las contaran. ¿Se puede ser más ingenua?

Padres e hijos incomunicados

Una mujer de unos 48-50 años y su hija de 15 o 16 comen juntas en un restaurante. Tal vez sería más correcto decir que comen una frente a la otra. No se dirigen apenas la palabra en toda la comida. La madre pasa todo el tiempo pendiente de su teléfono móvil. Primero contesta una llamada, después hace otra y a continuación escribe y recibe varios mensajes.

La hija reclama su atención con miradas, parece triste y aburrida, pero su madre no parece advertirlo, está demasiado ocupada con el móvil. Ya en los postres, la hija también saca del bolso su teléfono y empieza a jugar con él hasta que llega la hora de pedir la cuenta y ambas salen del restaurante.

Un hombre de unos 55 años, vestido con traje negro y corbata, y su hijo de 16-17 esperan en una parada de autobús. El chaval lleva cresta, tres pendientes en la oreja derecha y unos vaqueros tan caídos que además del calzoncillo casi se le ve la pierna. Está fumando mientras oye la bronca que le dirige su padre. Es el único que habla: no le gusta el aspecto del joven, ni sus pantalones sucios y raídos, ni las manchas que luce en su camiseta, ni las mugrientas zapatillas con las suelas despegadas.

Pero su hijo ni se inmuta. Sigue fumando como si oyera llover, tiene la mirada perdida en el horizonte y no dice una sola palabra. Al menos durante los diez minutos que tardó en llegar mi autobús.

He visto estas dos escenas con muy pocos días de diferencia, aunque en dos países diferentes. Creía que el problema de la incomunicación entre padres e hijos no era tan grave ¿Se estará generalizado?

¡Me tienes contenta!

Ésta es la nota que le dejé ayer a mi hijo pequeño en el espejo del cuarto de baño. Supongo que no hace falta dar muchos más datos del desastre en el que se había convertido la casa ni llamar a los de CSI para saber quién fue el responsable de semejante desastre doméstico. Llegó la noche anterior procedente de casa de su padre y en sólo unas horas fue capaz de dejar aquello como si hubiese pasado por allí todo un ejército.

Cuando volví por la tarde la cosa había mejorado un poco, pero lo que para él es «una casa perfectamente ordenada» sigue siendo un pequeño caos. Y digo sigue porque me he negado a recoger una sola cosa de las que él deja fuera de su sitio. ¿Usa un peine y lo deja encima de la lavadora? Allí se queda. ¿Se prepara un vaso de leche y deja colacao y cereales esparcidos por la mesa? Allí se quedan también.

Esta mañana he estado a punto de limpiar los restos que dejó anoche para desayunar a gusto, pero he conseguido reprimir mis impulsos. Le he dado de plazo hasta esta misma tarde, cuando yo llegue a casa, para que la casa esté tal como estaba hace dos días. Ya os contaré.

¿Dónde estará?

Llamo a su móvil y responde un contestador que repite cansinamente que está apagado o fuera de cobertura. Recuerdo que se ha dejado el teléfono en casa y llamo directamente allí. Pero tampoco hay suerte, en casa no hay nadie. Ni allí ni en casa de su padre.

Pruebo entonces a llamar a mi hijo mayor, con el que he hablado hace diez minutos, para ver si sabe algo de su hermano. No lo coge. Él sí lleva el teléfono encima pero iba a entrar en la biblioteca y debe tenerlo en silencio. ¿Y su padre? ¿habrá salido a cenar con él? Ni están juntos ni sabe de su paradero ¿Pero va a dormir hoy contigo?, me pregunta. «No, no iba a dormir conmigo. Simplemente quería hablar con él, y como ya es hora de que esté en casa…», respondo.

¿Dónde estará? quién sabe. Lleva varios días haciendo lo mismo. Llega tarde y, como no se lleva el móvil, no hay quien le localice hasta que entra en casa. Así que hoy, tras un montón de llamadas a amigos y conocidos suyos, he conseguido encontrarle. Finalmente ha sido él quien ha llamado de regreso a casa de su padre. Él se escuda en que es verano, está de vacaciones y se está muy a gusto por la calle, aunque en los días más duros del invierno también tiene excusas para llegar tarde.

Le he dicho un millón de veces que si no lleva el móvil y va a llegar más tarde de su hora sólo tiene que llamar desde una cabina o hacer una perdida desde el móvil de cualquier amigo. Bueno, pues por un oído le entra y por otro le sale. Unas veces no llama a nadie y otras veces, si está en casa de su padre me llama a mí, y al contrario.

Eso no es todo. Acabo de enterarme de algunas de sus gamberradas durante los días que estuvo en casa de mi hermana mientras yo disfrutaba de unos días de vacaciones sin hijos. Ocurrió más o menos lo mismo: noches en las que llegaba tarde o se quedaba en casa de un amigo sin avisar, citas con sus tíos a las que no acudía… ¡Me tiene contenta!

Con el móvil a la escalera

Cada vez que uno de mis hijos quería hablar por el móvil sin que nadie le escuchase solía salir al balcón. Allí han mantenido largas conversaciones en pleno invierno sin que el frío les importara lo más mínimo. Pero ha llegado el calor, los balcones suelen estar abiertos por la noche y… se acabó la intimidad.

La solución: hablar en la escalera. No soportan que yo me entere de sus cosas pero parece que les da igual que las oiga todo el vecindario. He intentado hacerles entrar, en casa y en razón, pero hasta ahora no he tenido mucho éxito.

Anoche sonó el móvil de mi hijo mayor a las doce y pico de la noche. Yo estaba leyendo en la cama así que pensé que se quedaría a hablar en su cuarto -ni estaba su hermano ni yo tenía el más mínimo interés en acercarme por allí- pero me equivoqué. Contestó, pasó por mi cuarto para decirme que volvía enseguida y, sin darme tiempo a contestar, abrió la puerta y salió de casa.

Al rato me asomé a la escalera. Allí estaba: sentado en un rincón, casi a oscuras y hablando con un hilo de voz.

Me costó un buen rato conseguir que entrara en casa. Hoy le he recordado que en casa tiene intimidad suficiente para hablar, que yo no tengo ningún interés en escuchar sus charlas con su novia o con sus amigos, y que su actitud puede dar algún susto a los vecinos. ¿Lo habrá entendido?

«Tu hijo no ha dormido en mi casa»


-¿Diga?

-Hola, soy la madre de J., siento llamar tan temprano, ¿le puedes decir que se ponga?

-Si, un momento.

Efectivamente, era muy temprano y yo estaba aún medio dormida. Al entrar al cuarto de mi hijo en busca de su amigo creí reconocer a J. Pero cuando el chaval que dormía junto a mi hijo se dio la vuelta para responder a mi llamada me di cuenta de mi error: el que estaba en la cama, y al que yo había visto llegar la noche anterior, era otro de los amigos de la pandilla.

No podía creerlo, y empecé a soltar preguntas: ¿Y J.? ¿dónde está? ¿por qué cree su madre que está aquí?, ¿qué le digo yo ahora?

Mi hijo y su amigo se miraron con cara de sorpresa, mientras intentaban desperezarse y decir algo coherente. Según su versión, ni J. había planeado venir a dormir a casa ni sabían nada sobre su paradero.

Así que me he encontré en la difícil situación de explicar a una madre por teléfono que su hijo no había dormido en mi casa.

El chaval tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Tenía que tomar unas medicinas, lo que incrementaba la preocupación de su madre. Dos minutos después fue el padre quien llamó, quería hablar con mi hijo y el otro amigo para averiguar dónde podía estar su hijo.

Llamamos entre todos a los móviles de sus amigos. Los padres llamaron también a la casa de alguno de ellos. Finalmente, el chaval dio señales de vida a través del móvil del amigo con el que realmente había dormido.

Todo quedó en un susto. En uno de esos que a los padres nos dejan tan inquietos y a los que los chavales apenas dan importancia.

«Las pibas sois muy raras»


-Has vuelto con tu novia, ¿no? Me alegro, tío.

-Creo que sí, pero no sé. Cuando una piba dice que sí puede ser que sí o que no.

-Sí, es como decir tal vez, déjame que me lo piense, depende de cómo tenga el día…

Ésta conversación entre dos amigos de mis hijos en mi presenc¡a terminó generando, horas después, un debate en mi casa sobre ese gran clásico chicos/chicas.

«Cuando un colega te dice que sí es que sí, de eso no hay duda, pero las pibas sois muy raras», decía uno.

«Nunca se sabe por dónde vais a salir. No hay quien os entienda», apostillaba el otro.

La cosa empezó así y terminó con una retahíla de chistes machistas: «¿Qué hace una mujer con un tractor? Sembrar el pánico» o «¿Cuál es la última botella que abre una mujer en una fiesta? La de Fairy», cada uno de ellos jaleado con más risotadas que el anterior.

Cuando se ponen así, disfrutando de la situación de dos contra una, no les soporto. Y tengo ganas de cualquier cosa menos de discutir. Hace un rato ha llegado uno de ellos recordándome uno de los chistes de ayer, y ha empezado a reirse con más ganas si cabe. ¿Se les pasará algún día? ¿o la guerra de los sexos sólo acaba de empezar?

Cómo evitar conductas delictivas

«Siempre que un menor llega a un juzgado hay detrás un problema de fracaso escolar». Son palabras del juez de menores de Granada, Emilio Calatayud, en un curso de verano sobre la violencia escolar y la conducta antisocial de los adolescentes. El juez explicó que un 82% de los menores andaluces que cumple con el perfil de delincuente sufre fracaso escolar.

Calatayud, conocido por sentencias ejemplares como la que condenaba a un chaval analfabeto que había cometido un delito a que aprendiese a leer o la que obligaba a un hacker a impartir clases de informática, se resiste a que los menores que pasan por su juzgado terminen en la cárcel e intenta darles siempre una segunda oportunidad.

Pero ayer no habló sólo de chavales. Habló sobre todo de las familias, de la importancia de la actitud de los padres para evitar que sus hijos desarrollen conductas delictivas. Dijo cosas como éstas:

«Se ha perdido el norte, puesto que hay que proteger a los chavales pero no todo vale».

«Hay que devolver la autoridad al padre, al maestro y también los políticos tienen que saber decir no, pues se está creando a unos niños muy light que no admiten la frustración».

«No podemos ver como normal que haya menores todos los fines de semana bebiendo alcohol en la vía pública».

«Los medios de comunicación también están creando una realidad y una juventud distorsionada. Los padres deben vigilar lo que sus hijos ven a través de la televisión porque ésta forma la opinión del 80% de la población».

¿Qué opinas? ¿estás de acuerdo con el juez?

¿Espiar a tus hijos?

Hablando de hijos, de nuestra preocupación por ellos, casi todos los padres y madres hemos dicho en algún momento eso de «me encantaría vigilarle por un agujerito, saber qué está haciendo sin que me vea».

Pero una cosa es pensar eso y otra espiarles de verdad, como hacen algunos al contratar detectives privados para que les sigan. La última idea en esta materia la han tenido unos investigadores de la universidad de Almería: han creado un sistema para vigilar el móvil de los menores de 16 años desde el terminal paterno o materno.

Los autores del invento cuentan, como un gran logro, que se pueden leer incluso los mensajes borrados. ¿Nos hemos vuelto todos locos o qué? ¿Cómo puede un padre o una madre en su sano juicio espiar a su propio hijo?

Saber de qué habla, con quién, qué escribe o le escriben… (ellos lo llaman vigilar aunque si se hace sin el consentimiento del hijo, como supongo, la cosa se convierte en espionaje). Si ese es el respeto que algunos padres tienen hacia la libertad de sus hijos, no deberían esperar mucha consideración por su parte.

¿Espiarías a tus hijos? ¿te has sentido alguna vez espiado por tus padres?